BERNARDO SOARES
Cuando vine por primera vez a Lisboa, había en el piso superior al que ocupábamos, un solo de piano tocado en escalas, aprendizaje monótono de la niña que nunca vi. Descubro hoy que, por procesos de filtración que desconozco, guardo aún en las grutas del alma, audibles si abren la puerta de allá abajo, las escalas repetidas, tecleadas, de la niña hoy señora, o muerta y clausurada en un lugar blanco donde verdean negros los cípreses.
Yo era niño, y hoy no lo soy; el sonido, empero, es igual en el recuerdo al que era en la realidad, y se deja oír, perennemente presente, si se yergue de donde finge que duerme, con el mismo y lento tecleo, con la misma rítmica monotonía. Me invade, a fuerza de considerarlo o sentirlo, una tristeza difusa, angustiante, muy mía.
No lloro la pérdida de mi infancia; lloro el que todo, y con ello (mi) infancia, se pierda. Es la fuga abstracta del tiempo, no la fuga concreta del tiempo que es mío, lo que me duele en el cerebro físico por la recurrencia repetida, involuntaria, de las escalas del piano del piso de arriba, terriblemente anónimo y lejano. Es todo el misterio de que nada dure lo que martillea repetidamente cosas que no llegan a ser música, pero que son saudades, en el fondo absurdo de mi recuerdo.
Insensiblemente, cuando alzo los ojos, veo la salita que nunca vi, donde la aprendiz que no conocí relata todavía hoy, dedo a dedo, todos ellos cuidadosos, las escalas siempre iguales de lo que ya está muerto. Veo, voy viendo más, reconstruyo viendo. Y todo el hogar del piso de arriba, nostálgico hoy pero no ayer, va alzándose ficticio en mi contemplación desentendida. Supongo, sin embargo, que en todo esto soy algo traslaticio, pues la saudade que siento no es exactamente mía, ni exactamente abstracta, sino la emoción interceptada de no sé qué tercero, en quien estas emociones, que en mí son literarias, fuesen — como Vieira lo diría — literales. Es en mi suposición de sentir que me apeno y angustio, y las nostalgias, bajo cuya sensación se me marcan los ojos, es de puro imaginar y ser otro que las pienso y siento.
Y siempre, con una constancia que viene del fondo del mundo, con una persistencia que estudia metafísicamente, suenan, suenan, suenan las escalas de quien aprende piano, a lo largo de la espina dorsal física de mi evocación. Son las calles antiguas con otra gente, hoy las mismas calles pero otras; son personas muertas que me están hablando, a través de la transparencia de la falta de ellas hoy; sin remordimientos de lo que hice o no hice, sonidos de regatos en la noche, ruidos allá abajo en la casa adormecida.
Tengo ganas de gritar dentro de mi cabeza. Quiero parar, aplastar, partir ese imposible disco gramofónico que suena dentro de mí en casa ajena, torturador intangible. Quiero mandar a parar el alma, para que ella, como un vehículo que me ocupase, siga solo su camino y me deje. Me enloquece tener que oír. Y por fin soy yo, en mi cerebro odiosamente sensible, en mi piel vulnerable, en mis nervios desnudos, soy yo las teclas tocadas en escalas, oh, piano horroroso y personal de nuestro recuerdo.
Y siempre, siempre, como en una parte del cerebro que se hubiese vuelto independiente, suenan, suenan, suenan escalas allá abajo, allá arriba, en la primera casa de Lisboa donde vine a vivir.
Yo era niño, y hoy no lo soy; el sonido, empero, es igual en el recuerdo al que era en la realidad, y se deja oír, perennemente presente, si se yergue de donde finge que duerme, con el mismo y lento tecleo, con la misma rítmica monotonía. Me invade, a fuerza de considerarlo o sentirlo, una tristeza difusa, angustiante, muy mía.
No lloro la pérdida de mi infancia; lloro el que todo, y con ello (mi) infancia, se pierda. Es la fuga abstracta del tiempo, no la fuga concreta del tiempo que es mío, lo que me duele en el cerebro físico por la recurrencia repetida, involuntaria, de las escalas del piano del piso de arriba, terriblemente anónimo y lejano. Es todo el misterio de que nada dure lo que martillea repetidamente cosas que no llegan a ser música, pero que son saudades, en el fondo absurdo de mi recuerdo.
Insensiblemente, cuando alzo los ojos, veo la salita que nunca vi, donde la aprendiz que no conocí relata todavía hoy, dedo a dedo, todos ellos cuidadosos, las escalas siempre iguales de lo que ya está muerto. Veo, voy viendo más, reconstruyo viendo. Y todo el hogar del piso de arriba, nostálgico hoy pero no ayer, va alzándose ficticio en mi contemplación desentendida. Supongo, sin embargo, que en todo esto soy algo traslaticio, pues la saudade que siento no es exactamente mía, ni exactamente abstracta, sino la emoción interceptada de no sé qué tercero, en quien estas emociones, que en mí son literarias, fuesen — como Vieira lo diría — literales. Es en mi suposición de sentir que me apeno y angustio, y las nostalgias, bajo cuya sensación se me marcan los ojos, es de puro imaginar y ser otro que las pienso y siento.
Y siempre, con una constancia que viene del fondo del mundo, con una persistencia que estudia metafísicamente, suenan, suenan, suenan las escalas de quien aprende piano, a lo largo de la espina dorsal física de mi evocación. Son las calles antiguas con otra gente, hoy las mismas calles pero otras; son personas muertas que me están hablando, a través de la transparencia de la falta de ellas hoy; sin remordimientos de lo que hice o no hice, sonidos de regatos en la noche, ruidos allá abajo en la casa adormecida.
Tengo ganas de gritar dentro de mi cabeza. Quiero parar, aplastar, partir ese imposible disco gramofónico que suena dentro de mí en casa ajena, torturador intangible. Quiero mandar a parar el alma, para que ella, como un vehículo que me ocupase, siga solo su camino y me deje. Me enloquece tener que oír. Y por fin soy yo, en mi cerebro odiosamente sensible, en mi piel vulnerable, en mis nervios desnudos, soy yo las teclas tocadas en escalas, oh, piano horroroso y personal de nuestro recuerdo.
Y siempre, siempre, como en una parte del cerebro que se hubiese vuelto independiente, suenan, suenan, suenan escalas allá abajo, allá arriba, en la primera casa de Lisboa donde vine a vivir.
(Fragmento 266; FERNANDO PESSOA
como Bernardo Soares;
"Libro del desasosiego", Emecé, 2000)
Fernando Pessoacomo Bernardo Soares;
"Libro del desasosiego", Emecé, 2000)
Fernando António Nogueira Pessoa (Lisboa, 1888- id., 1935)
(Traducción de Santiago Kovadloff)
Quando vim primeiro para Lisboa, havia, no andar lá de cima de onde morávamos, um som de piano tocado em escalas, aprendizagem monótona da menina que nunca vi. Descubro hoje que, por processos de infiltração que desconheço, tenho ainda nas caves da alma, audíveis se abrem a porta lá de baixo, as escalas repetidas, tecladas, da menina hoje senhora outra, ou morta e fechada num lugar branco onde verdejam negros os ciprestes.
Eu era criança, e hoje não o sou; o som, porém, é igual na recordação ao que era na verdade, e tem, perenemente presente, se se ergue de onde finge que dorme, a mesma lenta teclagem, a mesma rítmica monotonia. Invade-me, de o considerar ou sentir, uma tristeza difusa, angustiosa, minha.
Não choro a perda da minha infância; choro que tudo, e nele a (minha) infância, se perca. É a fuga abstrata do tempo, não a fuga concreta do tempo — que é meu, que me dói no cérebro físico pela recorrência repetida, involuntária, das escalas do piano lá de cima, terrivelmente anônimo e longínquo. É todo o mistério de que nada dura que martela repetidamente coisas que não chegam a ser música, mas são saudade, no fundo absurdo da minha recordação.
Insensivelmente, num erguer visual, vejo a saleta que nunca vi, onde a aprendiza que não conheci está ainda hoje relatando, dedo a dedo cuidados, as escalas sempre iguais do que já está morto. Vejo, vou vendo mais, reconstruo vendo. E todo o lar lá do andar lá de cima, saudoso hoje mas não ontem, vem erguendo-se fictício da minha contemplação desentendida.
Suponho, porém, que nisto tudo sou translado, que a saudade que sinto não é bem minha, nem bem abstrata, mas a emoção interceptada de não sei que terceiro, a quem estas emoções, que em mim são literárias, fossem, — di-lo-ia Vieira — literais. É na minha suposição de sentir que me magôo e angustio, e as saudades, a cuja sensação se me mareiam os olhos próprios, é por imaginação e outridade que as penso e sinto.
E sempre, com uma constância que vem do fundo do mundo, com uma persistência que estuda metafisicamente, soam, soam, soam, as escalas de quem aprende piano, pela espinha dorsal física da minha recordação. São as ruas antigas com outra gente, hoje as mesmas ruas diversas; são pessoas mortas que me estão falando, através da transparência da falta delas hoje; são remorsos do que fiz ou não fiz, sons de regatos na noite, ruídos lá embaixo na casa queda.
Tenho ganas de gritar dentro da cabeça. Quero parar, esmagar, partir esse impossível disco gramofônico que soa dentro de mim, em casa alheia, torturador intangível. Quero mandar parar a alma, para que ela, como veículo que me [...] siga para diante só e me deixe. Endoideço de ter que ouvir. E por fim sou eu, no meu cérebro odientamente sensível, na minha pele peculiar nos meus nervos postos à superfície, as teclas tecladas em escalas, ó piano horroroso e pessoal da nossa recordação.
E sempre, sempre, como que numa parte do cérebro que se tornasse independente, soam, soam, soam as escalas lá embaixo, lá em cima, da primeira casa de Lisboa onde vim habitar.
Eu era criança, e hoje não o sou; o som, porém, é igual na recordação ao que era na verdade, e tem, perenemente presente, se se ergue de onde finge que dorme, a mesma lenta teclagem, a mesma rítmica monotonia. Invade-me, de o considerar ou sentir, uma tristeza difusa, angustiosa, minha.
Não choro a perda da minha infância; choro que tudo, e nele a (minha) infância, se perca. É a fuga abstrata do tempo, não a fuga concreta do tempo — que é meu, que me dói no cérebro físico pela recorrência repetida, involuntária, das escalas do piano lá de cima, terrivelmente anônimo e longínquo. É todo o mistério de que nada dura que martela repetidamente coisas que não chegam a ser música, mas são saudade, no fundo absurdo da minha recordação.
Insensivelmente, num erguer visual, vejo a saleta que nunca vi, onde a aprendiza que não conheci está ainda hoje relatando, dedo a dedo cuidados, as escalas sempre iguais do que já está morto. Vejo, vou vendo mais, reconstruo vendo. E todo o lar lá do andar lá de cima, saudoso hoje mas não ontem, vem erguendo-se fictício da minha contemplação desentendida.
Suponho, porém, que nisto tudo sou translado, que a saudade que sinto não é bem minha, nem bem abstrata, mas a emoção interceptada de não sei que terceiro, a quem estas emoções, que em mim são literárias, fossem, — di-lo-ia Vieira — literais. É na minha suposição de sentir que me magôo e angustio, e as saudades, a cuja sensação se me mareiam os olhos próprios, é por imaginação e outridade que as penso e sinto.
E sempre, com uma constância que vem do fundo do mundo, com uma persistência que estuda metafisicamente, soam, soam, soam, as escalas de quem aprende piano, pela espinha dorsal física da minha recordação. São as ruas antigas com outra gente, hoje as mesmas ruas diversas; são pessoas mortas que me estão falando, através da transparência da falta delas hoje; são remorsos do que fiz ou não fiz, sons de regatos na noite, ruídos lá embaixo na casa queda.
Tenho ganas de gritar dentro da cabeça. Quero parar, esmagar, partir esse impossível disco gramofônico que soa dentro de mim, em casa alheia, torturador intangível. Quero mandar parar a alma, para que ela, como veículo que me [...] siga para diante só e me deixe. Endoideço de ter que ouvir. E por fim sou eu, no meu cérebro odientamente sensível, na minha pele peculiar nos meus nervos postos à superfície, as teclas tecladas em escalas, ó piano horroroso e pessoal da nossa recordação.
E sempre, sempre, como que numa parte do cérebro que se tornasse independente, soam, soam, soam as escalas lá embaixo, lá em cima, da primeira casa de Lisboa onde vim habitar.
Thank you.
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