domingo, 21 de febrero de 2010

EL NOMBRE SECRETO

























o Un intento de explicación de
ciertos males argentinos y americanos,
pasados y presentes.




El rito más primitivo

Roma era el nombre público de una ciudad cuyo nombre sacerdotal era Flor o Florens, por lo que el día de su fundación coincidía con el de las festividades de Floralia. Tenía un tercer nombre, que era secreto. El historiador bizantino Lydas dice que ese nombre era Amor, pero sus afirmaciones han sido puestas en duda. Se tiene la certidumbre de que ese nombre existe porque Plinio, en su Historia Natural, narra la ejecución de un magistrado por intentar revelarlo. Autoridades modernas suponen que el nombre es el de una diosa andrógina, lo que daría al propuesto por Lydas el valor de una metáfora respecto a los arcanos de la conciliación de los opuestos. Los tres nombres eran impuestos en la ceremonia de fundación de la ciudad. Y ese ritual fue practicado invariablemente en la fundación de ciudades, por lo menos hasta la Antigüedad clásica, tanto en Europa como en China, India, América, África, etc. "Estoy persuadido de que la estructura esencial del rito (de fundación)... es más primitiva que la historia escrita de cualquier civilización": Joseph Rikwert, The Idea of a Town.
¿Cuál es el sentido de estos tres nombres? El público es de uso profano en general, corresponde al reino de la utilidad. El sacerdotal representa el aspecto exotérico de la religión, su parte abierta, eclesiástica. El nombre secreto es el fundamento de los otros dos: del sacerdotal porque, como lo indica su carácter de secreto, es la raíz esotérica, mística, de lo religioso; del público, porque así lo confirma el hecho de que se vea a Roma como anagrama de Amor. El nombre secreto corporiza la esencia del justo habitar humano sobre la tierra. Debe ser entendido como las tres letras mediante las cuales dice el Talmud que Dios creó el mundo. El nombre secreto es así el creador real del fenómeno que constituye la ciudad rectamente habitable y habitada por los hombres. Ha sido forjado gracias a la fusión de un temple especial de los hombres -que les permite arrancar un nombre a Dios- y de una disposición especial de Dios -que accede a descender entre esos hombres-. El temple de los fundadores queda esclarecido por una parte del ritual en la que cada uno arroja al mundus -foso de significación importante- un puñado de tierra del lugar del que procede. La religión prohibía el abandono de una tierra en la que se había fijado el hogar y enterrado a los antepasados. Porque la religión religaba no sólo con los dioses sino también con la tierra, poblada por miríadas de númenes, para quien esté despierto para percibirlos. Al arrojar tierra del antiguo lugar en el nuevo, se declaraba que éste era también terra patrum, se purgaba la impiedad del abandono. El nombre secreto, símbolo del renovado matrimonio de la tierra y el cielo gracias a la mediación de los hombres, es el ser del vivir en común, lo que la comunidad posee en común y la comunica. No es un valor de uso: es del todo "inútil" porque es la suprema "utilidad". Es así lo más fuerte y lo más vulnerable: por ambas causas debe permanecer secreto.


La culpabilidad del viajar


Las ciudades americanas postcolombinas fueron fundadas en forma diferente. Pues el tipo de hombre que las fundó era diferente. Para mencionar uno de sus rasgos decisivos, era un hombre que viajaba sistemáticamente. Esto resulta revelador. El Talmud autoriza al creyente a abandonar un poblado y marcharse a otro sólo cuando la mala fortuna abusa de él en el primero. Lao Tse dice: "Los poblados vecinos pueden encontrarse al alcance de la mirada, puede incluso oírse a lo lejos el gritar de sus gallos y sus perros. No obstante, los hombres deberían morir viejísimos sin haber viajado nunca lejos". Por lo demás, en toda la literatura tradicional -Odisea, Eneida, Divina Comedia, Libro del Viaje Nocturno de Mahoma, The Pilgrim 's Progress, etc.- se advierte el mismo esquema según el cual una necesidad irrecusable fuerza al héroe a un viaje en el que el descenso a los Inferi es el requisito purgativo previo para alcanzar la meta buscada, redención o Superi. Todo viaje es la riesgosa repetición de la primordial expulsión del Paraíso por un abuso del juicio. Puede ser un pueblo que fue expulsado de su lar por otro, debido a que no tuvo en los numina la fe suficiente como para tornarse invulnerable, con lo que se ve obligado a una nueva fundación o a la maldición de una diáspora; puede ser un peregrino que marcha hacia el santuario en el que obtendrá la purificación que, como el viaje lo dice, le resulta imprescindible; puede ser el caballero que marcha a reconquistar algo sagrado cuya posesión por los "infieles" se le aparece como intolerable: quien viaja es culpable.
¿Qué significa esto? En un sentido espiritual o religioso apunta al hecho de que, por ser el mundo una unidad viviente, en todos sus lugares existen por igual las mismas fuerzas numinosas en las que el hombre centra su vida. La circunstancia de que una criatura no perciba en un lugar tales fuerzas indica que algo duerme, está ensordecido o muerto en ella. Pues un humano plenamente vivo está en contacto, se halla religado a la fuerza viviente de todo lo creado: es religioso. Y el hecho de que una criatura enferma no perciba en un lugar tales fuerzas y sí las sienta en otro, bajo otras apariencias, dice que es una víctima de lo apariencial, un prisionero de su yo inferior, y que lo que percibe no es en realidad dichas fuerzas sino la apariencia de éstas. Pero por entonces tal hombre ya ha consumado su segunda expulsión del recinto de lo sacro, que consiste en quebrantar la raiz en su lugar originario que -en el misterio de su nacimiento- le fue concedida como una cifra de su destino. (Hoy ya está próximo el momento en que el carácter culpable y maligno del viajar volverá a ser entendido con claridad, aunque quizás no llegue a ser posible hablar demasiado sobre ello. Hace pocas décadas la posibilidad de esa comprensión no era sospechada siquiera.) El caso es que con el crecimiento acelerado de las posibilidades y de la velocidad de los cruceros aéreos, viajar constituye una de las notas distintivas de la vida contemporánea. Quienes deben viajar corrientemente por obligación han perdido toda inocencia respecto al asunto y sienten que ese dejar de ser dueños de sí que es hoy el viaje no puede ser sobrellevado de otra forma que como un castigo. Hay que tomar el avión porque la compañía rival envía a lejanos mercados, por avión, a representantes suyos cuya acción es necesario contrarrestar, o sea para restablecer el estado anterior de los negocios, el estado en que se encontrarían si no existiese el avión; hay que tomar el avión porque, como existe la posibilidad de tomar el avión, el estadista o el diplomático o el militar no pueden rechazar públicamente la posibilidad de influir personalmente en tal conferencia, frente de batalla, etc., respecto a cuya evolución sabe que su presencia personal no será en modo alguno influyente; hay que tomar el avión para realizar la campaña electoral porque el adversario ha tomado el avión, o sea para hacer lo mismo que el adversario, a fin de que el resultado electoral sea el mismo que sería si no hubiese avión. Esos medios de transporte cada vez más aterradoramente veloces no se usan por necesidad, sino porque su existencia obliga a que se los use. Pues no han cambiado la política ni la diplomacia ni el comercio ni casi ninguna de las instituciones sociales. Lo que han cambiado es el ritmo al que se cumplen los mismos fenómenos, es decir, han cambiado el ritmo de la vida humana en una medida sin precedentes. Los medios de transporte ultrarrápidos -cuya velocidad se va acelerando en forma inexorable no por decisiones que correspondan a necesidades humanas, sino por el autónomo desarrollo de las propias máquinas- constituyen, en efecto, uno de los aspectos salientes de esa tecnología que con el pretexto de facilitar las condiciones de la vida humana las va convirtiendo en más peligrosas, perturbadoras, letales. Pues la tecnología es un fantasma forjado exclusivamente por la razón del hombre, que se ha encarnado en la realidad, se ha independizado y ahora amenaza al hombre con un mundo que por ser puro cálculo y razón resulta hondamente hostil para una criatura que es bastante más que razón. En el momento de la concepción de la tecnología el hombre, al poner su elemento específico, la razón, por encima del universo, se desencadena del orden universal y se convierte en un meteoro que marcha ¿hacia dónde? Así el confort que la tecnología proporciona tiene un precio tan alto que presumiblemente resulta impagable. Hacia 1840, cuando surge inicialmente y empieza a enseñorearse de París la masa, esa multitud afanosa que la Revolución Industrial necesitaba y engendró -y sobre cuyo carácter el primero en advertir fue Poe-, los flâneurs pusieron de moda conducir por las calles tortugas atadas con una cuerda para subrayar -mediante esa sumisión al símbolo de la lentitud- que era cada hombre quien debía decidir su ritmo de vida. Hoy, al cabo de un siglo y cuarto, no sólo el ideal contemplativo del flâneur ha sido olvidado -y sustituido por un activismo introyectado en el hombre por las máquinas, que se adueñó ya de intelectuales y artistas-, sino que todo aquel que marcha por las calles de una ciudad paga con su vida si no es minuciosamente cuidadoso en cuanto a evitar a las multitudes que ahora avanzan montadas sobre máquinas de criminal rapidez. La tecnología, al sustituir la marcha a pie o mediante tracción animal por sistemas mecánicos progresivamente veloces, ha venido a poner de manifiesto otra vez al cabo de los siglos el carácter culpable del viajar: quienes deben viajar corrientemente por necesidad saben que ese trastorno fisiológico y psicológico que provoca la travesía en avión es la repercusión atenuada y acumulativa de la muerte espiritual que sufre aquel que se pierde a sí mismo para quedar del todo a merced de un mecanismo cuya menor falla puede arrastrarlo a una muerte material ineludible. Y este memento mori -que la tecnología procura a los viajeros con tono tan convincente como el de cualquier religión que habla a un pecador- puede encerrar alguna esperanza.
En cuanto a aquellos que no viajan por necesidad, lo hacen para satisfacer sus deseos, por placer. Los millones de turistas que cada día se lanzan hoy a rodar por el mundo así lo declaran a quienes quieran oírlos: la experiencia es maravillosa. Pero si se observa en qué consisten ese "placer" y esa "maravilla", se comprobará que estas criaturas no atienden a su experiencia verdadera y se limitan a repetir las frases con que la propaganda -incidental hija adoptiva de la tecnocracia- las empuja agresivamente a utilizar los servicios tecnológicos. Pues aunque en general carezcan de la conciencia respecto a los efectos del viaje ultarrápido que el viajero forzado termina por alcanzar, no pueden dejar de sentir dichos efectos. Y en cuanto a la asimilación, gustación e incluso mera percepción de los valores estéticos, informativos, paisajísticos, decorativos y de toda otra índole que supuestamente los inducen, a viajar, cometen el mismo error que las personas que deciden conocer un entero museo en una tarde, sin saber que a la media hora a lo sumo estarán tan saturados que aunque continúen pasando de sala en sala ya no verán ni sentirán nada. Así los turistas, preanestesiados por el trauma del viaje inicial, bombardeados luego por mil sensaciones nuevas y fatigas, no tardan en convertirse en apremiados fantasmas que en un sueño recorren lugares y ciudades que luego recordarán haber visitado no porque los hayan visto sino sólo por las tarjetas, catálogos y prospectos que descubren en sus valijas al regreso. Porque ocurre que deben apresurarse siempre -incluso los adinerados que, vencidos por el ritmo general, se las ingenian para estar empleados full time-, pues en sus lugares de origen son reclamados por tareas urgentes. Y la experiencia verdadera que padecen es la de que su tiempo vital durante el lapso del viaje es pulverizado por la velocidad, que devora entonces parasitariamente sus vidas: el "placer" del turismo consiste así en el éxtasis de una pasajera aniquilación por la rapidez. Y este "salario de muerte" que se recibe en pago por el "pecado" de viajar, como no es más que la exacerbación casi absoluta de los efectos que la tecnología inflige a los mismos turistas en sus vidas habituales -nulificación por medio de una rutina constituida por continuadas experiencias de shock-, indica que tales millones de seres se hallan tan fascinados por esa gran alienadora que cuando periódicamente ésta los suelta por un instante no se les ocurre intentar alejarse de sus influjos sino que, por el contrario, la requieren para un abrazo más sofocante. Así es forzoso deducir que el viajar resultará crecientemente coercitivo, tanto por la ansiosa disposición de la clientela universal como por el aumento de los medios, de la velocidad de los medios y de las admoniciones de la propaganda para hacerlo. Y pronto también a las grandes masas les resultará imposible resistirse a esa ordalía de aspecto placentero. Pero esto habrá de conducir a un momento en que la tensión de la fatiga colectiva llegue a un extremo tal que comience -¿quién sabe cómo?, ¿quién sabe cuándo?- a surgir una general y honda necesidad de quietud, de una raíz que no rota, de un único lugar para vivir: también la tecnología tiende -con la misma aceleración de la velocidad- a eliminar virtualmente los viajes a partir del instante en que anule el espacio y convierta a la tierra en un punto.
El fundador precolombino es el hombre para quien la culpabilidad del viajar ha desaparecido: poseído por la razón, encuentra el viajar razonable. Desencadenado de la religación universal, no percibe ya lo religioso. Permanecer en la comunidad natal, poder leer en la escritura de los hechos cotidianos las palabras de las fuerzas que lo rodean, saber apacentar el mundo vegetal y animal para que su cumplimiento sea máximo, aprender a recibir en sí cada vez más la tensión de constituir el arco que une en matrimonio a la tierra y el cielo, sentirse vivir cada vez más la plenitud de la vida consistente en ser conducido por esa tensión hacia profundidades de sí mismo en las que en cada cual hay tesoros de sabiduría y de participación con los demás: eso ya no es más destino para semejante hombre. Para él, destino consiste justamente en lo contrario, en romper con el origen, en huir de las posibilidades de enraizar: el mundo se le aparece como una planicie sobre la que hay que correr y correr, aunque no para aprovechar los ciclos climáticos, como el nómade clásico, sino en desafío de cualquier ley natural, por el correr mismo. Este hombre que ha perdido el contacto, sin tacto para muchas cosas que antes percibía, troca la reflexión espiritual por la acción: vuelca el intelecto hacia la superación práctica de los obstáculos extemos, arrancándolo de su tarea interna de construcción del hombre. Es el espíritu de Occidente, que se exacerba hasta hoy, convertido ya en el espíritu mundial.


Ciudades postcolombinas

Las ciudades postcolombinas fundadas por tales criaturas no tuvieron nombre secreto.
En un sentido inmediato y superficial esto quiere decir que a nuestras ciudades no les fueron adjudicados más que un nombre sacerdotal, incidentalmente, y siempre un nombre público: Santa María de los Buenos Aires, Buenos Aires. El nombre sacerdotal consistía en el de un santo cristiano, bajo cuya protección se colocaba a la ciudad. En cuanto al nombre secreto, era por entonces algo que el hombre soi disant cristiano había dejado de considerar y de entender. En innumerables ocasiones se ha manifestado que el motivo o al menos uno de los motivos principales de los viajes de descubrimiento y fundaciones americanas fue la religión. Es posible que hayan existido casos individuales aislados para los que tal afirmación resulte adecuada: aplicada al impulso general es falsa. Piénsese que el simbolismo zodiacal constituye el fundamento del cristianismo, así como de todas las grandes religiones. Basado en el ritmo de las estaciones y en la observación del cielo, expresa la religiosa percepción de la totalidad de lo creado y el sentimiento de correspondencia y dependencia que el hombre tiene respecto a dichas fuerzas. El hombre colombino demuestra una incapacidad tal en ese orden que ni siquiera es capaz de considerar el problema que la inversión de las estaciones provoca en el hemisferio sur en relación con el norte. Agosto, por ejemplo, está regido en el norte por el solar Leo debido a que ese es el mes en que el verano alcanza su apogeo; que el mismo valor simbólico siga rigiendo para el helado agosto del sur indica la ceguera zodiacal que el hombre de Occidente había alcanzado. Pero si se busca una nota más dramática de la barbarización por falta de verdadero contacto con los números terrestres y celestes -pese a las infinitas declaraciones verbales de índole sacerdotal-, considérese la actitud de conquistadores y colonizadores y sus descendientes respecto a los indígenas locales en Argentina y Norteamérica, por ejemplo. En ambas regiones los emigrados europeos llevaron contra los nativos guerras que condujeron a la exterminación total de éstos, verdaderas guerras punitivas que ningún "bárbaro" general antiguo se hubiese atrevido a desencadenar contra un pueblo al que desease conquistar, del cual buscaba sujeción con el menor número de pérdidas posibles, salvo en los casos en que mediase una específica razón de venganza. Y la declaración de que los viajeros del "Mayflower" se marcharon a América para preservar su libertad religiosa es posible que fuese cierta en el superficial plano de las intenciones y de las creencias mentales, pero no tardó en mostrar sus raíces más hondas, nada religiosas, cuando se resucitó en el lugar de la libertad esa institución de la esclavitud que tan reñida está con los preceptos evangélicos y cuyas consecuencias se extienden y se agravan hasta el presente.
Sólo quien reduzca la religión a sus formas exteriores petrificadas y puestas al servicio del afán de dominio y de la codicia en general puede sostener que la europeización de América empezó animada por impulsos religiosos.


La sombra de Eldorado
Justificar a ambos lados
Río de la Plata, Argentina son palabras cuyo sonido es claramente significativo, aunque con frecuencia se lo olvide. Son las palabras que se pronunciaron en el Origen, las que indican cómo se encaraba la nueva tierra, qué se esperaba de ella. Plata, argentum: hablan de riqueza. No de la riqueza que mediante el trabajo y el afincamiento puede cosecharse en una tierra fértil, sino de la que se arranca en un abrir y cerrar de ojos, de la que no exige más que descubrirla y huir con ella, de la riqueza de las piedras y los metales preciosos. La ciudad de oro macizo, la montaña de plata, Eldorado: eso se esperaba y se buscaba. Y ante la confirmación fabulosa de tales expectativas en Perú y México, aquéllos desembarcados por azar en tierras sin esos metales se desesperaban y enloquecían por hallarlos. Los restos de la primera Buenos Aires fundada por Mendoza en 1536 fueron quemados en 1541 por Irala, gobernador de Asunción. Irala dejó en estas playas un bando ordenando a todo el que llegase a este punto que subiera a Asunción, porque ésta se hallaba "más cerca de la sierra de Plata" imaginaria... Así se encaró la nueva tierra. No con ánimo reverente, no con espíritu dispuesto a propiciarse sus numina, no con la intención de purgar la culpa de haber abandonado los lares originarios, sino con la decisión cruda de violentarla, arrancarle esas soñadas riquezas y abandonarla. Pues no se venia a América para quedarse: se venia a hacer fortuna y regresar. En realidad, los fundadores no vinieron a fundar ciudades, porque no pensaban habitarlas. Cada cual procuraba enriquecerse y marcharse, hacia el lugar natal si lo lograba, hacia puntos aún no explorados en caso contrarío. Cada cual se sentía de paso: un hombre aislado entre otros hombres igualmente aislados, porque no sólo no tenían en común la voluntad de habitar en común, sino que incluso lo que tenían en común, la codicia de oro, convertía a cada cuál en enemigo potencial de cada cual, aislaba más a todos. De tal manera no formaron una comunidad, apenas un racimo de codiciosos. Y a pesar de que los preciosos metales resultaron inexistentes -en la Argentina al menos- y de que hubo que labrar la tierra -que, ella sí, se mostró riquísima-, a pesar de que muchos no pudieron irse, de que pasaron los siglos y se sucedieron las generaciones, a pesar de que el puñado inicial se convirtió en millones de criaturas, el espíritu no cambió: después de la segunda guerra general, hacia 1950, la última oleada de inmigrantes europeos llegó empujada por la quimera de "hacerse la América", igual que a principios de este siglo, igual que en el siglo XIX, en el XVIII, en el XVII y en el XVI... Se sabe que en estas tierras americanas -digamos en aquellas en que hay riqueza- debe procederse así. Pues en ellas todos proceden así. Eso es lo grave: no que los que llegan tengan tales propósitos, sino que los hijos de los hijos de los hijos de los hijos muestran -algunos no bien se les rasca la piel, la mayoría sin necesidad de ello- el color de dragón de los fundadores. Basta mirar la historia. En cuanto al odio y el resentimiento generalizados de unos contra otros, resulta cómodo para grandes mayorías argentinas pensar que puede limitárselos a dos épocas que serían las de Rosas y Perón. Se olvida que de los patriotas iniciales Liniers y Álzaga -que salvaron dos veces a Buenos Aires de los ingleses- fueron el primero fusilado y el segundo ahorcado en la plaza de la Victoria, Moreno presuntamente envenenado en el mar, Castelli -canceroso de la lengua- encarcelado, Saavedra, Belgrano, Paso, Vieytes, confinados o destituidos; se olvida el feroz odio entre criollos y españoles durante la Colonia, el eterno odio entre porteños y provincianos, el odio de los emigrados a su regreso tras la caída de Rosas, el odio entre San Martín y Rivadavia, entre Sarmiento y Alberdi, el odio del uriburismo -que torturóy fusiló- en 1930 después de derrocar a Irigoyen, el odio de los antiperonistas -que también fusilaron- después del golpe de 1955. Se olvida que el odio es una constante tal en estas tierras que Joaquín V. González lo vio como la columna vertebral del acaecer argentino, Y respecto a la codicia desmedida que conduce a la apropiación violenta de lo ajeno, al engaño, al peculado, si nos mantenemos en el plano de la administración oficial -que suele ser un reflejo de lo que ocurre en el resto de la población-, desde Diego de Góngora, segundo gobernador de Buenos Aires (1618-23), que fue jefe de la mayor pandilla de contrabando de la época, y a lo largo de numerosos puntos cumbres -unos pocos de los cuales, tomados al azar, son el enriquecimiento de Rosas, quien, entre otras cosas, acapara el abastecimiento local; el negociado de las concesiones eléctricas de Buenos Aires, en 1936, la lista de cuyos responsables nunca llegó a publicarse por el escándalo nacional que el número y el encumbramiento de los implicados provocaría; el miliunanochesco enriquecimiento de Perón; el negociado de las concesiones de petróleo de 1960, etc.- vemos que se extiende hasta el presente una ininterrumpida cadena que no hace más que robustecerse a medida que el país crece.
Odio o resentimiento de todos contra todos, despojo de todos por todos. Tal historia, cambiando nombres y detalles, es presumiblemente la misma en gran parte de los países latinoamericanos. Odio y despojo han existido, existen, por doquier, pero en general como excepciones: entre nosotros son la norma. Y no es que falten excepciones, individuos honestos, de corazón limpio, capaces de nobles sacrificios, hay movimientos de inspiración sana, grupos guiados por ideales justos: sin embargo el espíritu general, colectivo, no los quiere y es más fuerte, los aparta, los silencia, los destruye. Porque el espíritu general es el espíritu que no quiso fundar una comunidad, no quiso esa comunión reverencial con la tierra y el cielo que asegura lo común de la comunidad y que se concreta en el nombre secreto.


El campamento

Lo que se fundó en América fue el Campamento. Y el Campamento no necesita nombre secreto porque es precario: destinado a la extracción de riqueza, alberga gente de paso. Le basta con los nombres útiles, pues su sentido se agota en el reino de la utilidad. La ley que rige en el Campamento es la Fiebre del Oro, la cual si por un lado se manifiesta continuadamente como tal en forma abierta, por otro desempeña su papel decisivo bajo diversas apariencias. Porque Fiebre del Oro no es sólo la cruda rapiña del aventurero inicial y de sus infinitos sucesores hasta llegar al comerciante o industrial contemporáneos que con la baja calidad e injustos precios de sus productos estafan a sus conciudadanos sin miramientos. Fiebre del Oro es también la terrible anarquía que casi a partir de 1810 estalla en estas tierras debido a que Buenos Aires, el Campamento por excelencia, se resiste a compartir con las provincias el rédito que brinda la aduana. Y este ejemplo argentino de la persistencia de la estructura colonial de explotación de las provincias por parte de los puertos originarios de entrada de los conquistadores tiene su réplica en los restantes países latinoamericanos. Fiebre del Oro es al avasallamiento definitivo del interior por Buenos Aires en 1862, avasallamiento que si bien aparece como condición ineludible para lograr la organización real del caotizado país, no por ello deja de confirmar al Campamento, a Buenos Aires, como destino, como algo fatal: Moreno y Urquiza, dos de los que entendieron que en el Campamento inicial residía la fuente de todos los problemas, intentaron luchar contra esa fatalidad frontalmente, buscaron diluir el poder de Buenos Aires, y fracasaron. Contra un Campamento no se lucha tratando de destruirlo, porque en el mejor de los casos quedará sólo la tierra arrasada, sino que se lucha fundando en otro lugar una ciudad verdadera, que es lo que los interiores latinoamericanos nunca hicieron, hipnotizados por la fuerza del Origen. Fiebre del Oro, entre incontables manifestaciones, es en fin el mecanismo típicamente paradójico sobre cuyos resultados ilustra en forma ejemplar el tratado Roca-Runciman, de 1933, según el cual el gobierno del general Justo, que debía el poder al nacionalista Uriburu, entregaba el país como presa económica a una potencia extranjera: está aquí el recuerdo diríase visceral de la función originaria del Campamento como simple extractor de riqueza, que es aceptada con entera sumisión, incluso en el caso de que quienes se hallan en el trance sustenten una ideología contraria a dicha función. Pero la Fiebre del Oro termina por conducir al caos. Sea hacia 1810, tras la separación respecto a la metrópoli colonial, cuando cada villa pretende ser su propia y única explotadora, cuando señor de horca y cuchillo aspira a convertirse en todopoderoso. Sea hacia 1853, cuando el mismo problema se replantea con la caída de Rosas. Sea hacia 1930, cuando la aparición de las masas en la escena argentina no encuentra la mano conductora. Sea hacia 1943, cuando la oligarquía ahíta se echa a dormir en el poder. Sea hacia 1965, cuando un laissez faire del todo anacrónico es tolerado en el gobierno por lo que podría llamarse "un pacto de ilusión". El caos es un espasmo cíclico en el curriculum de la Fiebre del Oro. Sin embargo, el terrible desgaste en vidas humanas, producción y fuerzas que el caos ocasiona hace que el odio de todos contra todos se exacerbe hasta llegar a un punto en que convoca la implantación de un Orden aparentemente capaz de poner término a la anarquía.


La prehistoria y la Fiebre del Oro

El odio sabe. Sabe, porque nacido de la rivalidad respecto al prójimo, estuvo en el Origen. Y al evocar el espectro del Orden para que se reencarne en la realidad, demuestra saber que los problemas causantes del caos no son fortuitos sino que se remontan al Origen. Pues el Orden es la disciplina militar más o menos férrea con que debe manejarse a los habitantes del Campamento, poseídos por la Fiebre del Oro, para que no se devoren entre sí: es la corporización del odio de todos contra todos. El Orden queda situado en el momento previo a la fundación, cuando los pobladores son mantenidos sofrenados antes de que se les permita entregarse abiertamente a la Fiebre del Oro: sin él no podría fundarse el Campamento. De tal suerte, el Orden constituye la Prehistoria. ¿Es la Fiebre del Oro la Historia? Por lo menos, ocupa el lugar de ésta. Pero es una historia muy singular, en la que cada uno de sus momentos parece destinado a borrar al anterior, a fin de que en ningún instante quede atrás nada, no haya Historia: es San Martín, a quien se autoriza a liberar a Chile y a quien en seguida no se autoriza a liberar al Perú, clave para el sostén de la libertad de Chile y también de Argentina; es Lamadrid, quien parte de Buenos Aires como enviado de Rosas para pacificar la provincia de Tucumán y en Tucumán se suma a una coalición contra Rosas; es Frondizi, quien fundamenta su futura labor de gobernante con un libro en el que afirma y demuestra que la explotación del petróleo debe ejecutarla el estado nacional y al llegar al poder entrega sin vacilar tal explotación a manos extranjeras. Es que el Campamento nunca es un hecho para durar y por consiguiente excluye la idea misma de Historia. Y como la historia no se cumple en un sentido hondo y real, como no pasa de una mera acumulación de acaeceres, se vuelve al Origen: se vuelve al Origen porque el Origen es la tierra, no apaciguada por un nombre secreto, que retorna, que retornará siempre -para impedir la Historia y como prueba de que la Historia es imposible- mientras sus numina no sean aplacados por la voluntad humana de forjar una comunidad.
(Tal vez éste sea uno de los ángulos más fructíferos para encarar la particular dificultad de estos países respecto a la tarea de escribir su historia, es decir, de dar una visión objetiva de su peripecia, lo cual no constituye un mero inconveniente mental o académico, sino la clave de vitalísimos problemas. Por lo general, la Fiebre del Oro suele ser la más entusiasmada y activa respecto a esa tarea de escribir la historia: necesita demostrar que la Historia existe, pues la Historia es su razón de ser. Así la Fiebre del Oro construye apresuradamente un panteón tan rígido y pulido que resulta ahistórico, muerto. Pero luego aparece en el campo también la Prehistoria, que "revisa" la versión existente para dar una nueva que se diferencia de la anterior sólo en el hecho de que quienes figuran como "héroes" en la primera pasan a ser "villanos" en ésta y los "villanos" se convierten en "héroes". Un síntoma más de esta imposibilidad de concebir objetivamente la Historia consiste en aplicar la censura del silencio a todo aquel que realice un esfuerzo por ser objetivo: Juan Facundo Quiroga, libro de David Peña en el que éste, admirador de Sarmiento, busca liberar la figura del caudillo de la leyenda negra con que lo marcó Sarmiento, permaneció cincuenta años sin ser reeditado después de sus primeras ediciones, que fueron excepcionalmente bien recibidas.
Naturalmente, de tal dificultad surge el estilo de profunda beatería y falsedad con que se imparte la enseñanza de la historia, estilo que contribuye desde muy temprano a acentuar la irrealidad general de las vidas. De ahí también el culto público de los "héroes", de frecuencia y aparato desmesuradamente anormales; la enfermiza susceptibilidad "patriótica" y la sintomática preocupación por el "problema" del "ser nacional".)
La Prehistoria o el Orden, cuando es convocado -pues en general debemos hacerle la justicia de reconocer que no vuelve sólo por ambiciones particulares, sino más bien por el juego de fuerzas superiores a todos-, tiene como misión primera la de barrer con las falsas construcciones de la Historia. Se debe empezar de nuevo, porque se partió erradamente. La Prehistoria, por el hecho mismo de presentarse, declara que debe cumplirse una nueva fundación. Para ello reclama "las facultades extraordinarias" (Rosas, 1829), proclama "el estado de sitio" (Uriburu, 1930), la situación de "conmoción interna del estado" (Perón, passim), da a conocer "el Acta de la Revolución" (Onganía, 1966). Se trata de "restaurar las leyes", de preservar "la Argentina raigal", etc. Se trata en suma de restablecer la pureza del Origen.


Características del Origen

Pero ¿en qué consiste la pureza del Origen? Porque ¿cuál es el Origen al que la Prehistoria se remonta? A poco de instalarse en el poder la Prehistoria -pese a que en verdad no crea más que en la piramidal disciplina castrense- no tarda en anunciar o insinuar que tras un período breve o largo de reencaminamiento se consultará la voluntad general para decidir quién ocupará el poder en que ella se encuentra entonces. Y tal apelación a principios republicanos nos dice que la Prehistoria se refiere aparentemente al Origen poscolonial, a la supuesta independencia declarada en 1810, a la separación de España la constitución como república libre. Sin embargo, hay en esto un equivoco fundamental. En La Paz, en Quito, en Caracas, en Buenos Aires, en América toda, las declaraciones similares de los comienzos de la segunda década del siglo XIX son actos de adhesión al rey español Fernando VII, destronado por Napoleón, y el rechazo de la perspectiva de formar parte del imperio francés. "En Buenos Aires, Fernando VII fue jurado de rodillas, frente al crucifijo, con la mano derecha sobre los Evangelios, por los miembros de la Primera Junta del 24 de mayo y el primer presidente de los argentinos, Baltasar Hidalgo de Cisneros, y por los de la Segunda Junta del 25 del mismo mes y el segundo presidente, Cornelio de Saavedra": Enrique de Gandía, La Independencia Americana. Y en 1815 Rivadavia y Belgrano buscaban en Europa, por encargo de su gobierno, un monarca español para Argentina, mientras que en 1821 San Martin reclamaba un principe de la misma sangre para colocar a la cabeza del Perú. Tan poco deseaban los hispanoamericanos independizarse de España que nunca lo intentaron: lo que les aconteció a tales pueblos en la segunda década del siglo XIX fue que de improviso se encontraron con que estaban libres por abdicación de su monarca. Y ante esa circunstancia reaccionaron buscando otros reyes que sustituyesen al perdido. Es decir que el segundo Origen, el de carácter republicano, se produjo por sí y fue rechazado. Luego sobrevino el largo período de anarquía, que indicó que la forzada libertad servía para separar agresivamente a cada uno de los demás y no para unir a todos en una república. La república como tal no surge en la Argentina hasta la séptima década del siglo XIX, tras la caída de Rosas y tras la derrota de Urquiza, derrota ésta que representa el definitivo triunfo de Buenos Aires sobre el interior. Pero este nuevo Origen, al sellar la dominación económica del entero territorio de la república por la aduana de esta ciudad capital, que constituía la base inicial de operaciones de la colonia española, reproduce -en el momento mismo de constituirse la república y pese al denodado republicanismo de los vencedores- el carácter de crudo extractor de riquezas que había tenido el gobierno colonial.
Puesto que el Origen colonial retorna siempre, nunca ha sido efectuada una verdadera fundación republicana. Y así la Prehistoria -por republicanas que puedan ser sus intenciones-, al restituir el Origen, se presenta siempre con rasgos del absolutismo español. Restricciones a la libertad, totales en el periodo de Rosas, relativas bajo Uriburu, Perón, Onganía. Hostilidad hacia lo intelectual, por considerarlo un riesgo de subversión del orden constituido. "Los adelantos y grandes descubrimientos de que estamos tan orgullosos ¡Dios sabe adonde nos llevarán! Pienso que nos llevarán... al caos", escribía Rosas. Y si Perón realizó todo su gobierno con el lema inicial de "Alpargatas sí, libros no", uno de los primeros y más violentos actos de Onganía consistió en la intervención de las universidades. Régimen de gobierno autocrático, ejercido abiertamente por Rosas, en forma más velada por Perón, y expresado como ideal corporativista por Uriburu y Ongania. En realidad, en lo que va de este siglo, tales rasgos son por fuerza pasajeros, pues la presión de la generalizada Fiebre del Oro obliga a la Prehistoria a ocultar o borrar de su faz esos signos inquietantes que la privan de la pasividad de grandes sectores públicos y tornan su desempeño considerablemente difícil.


Mundus y quimera


Uno de los momentos fundamentales del rito tradicional de fundación de ciudades es aquel en que se procede a la apertura del mundus. Se trata de un vasto pozo que era cavado en la tierra y tapado luego, con lo que quedaba convertido en una cámara subterránea, la cual, por su aspecto abovedado similar al cielo, era denominada mundus, universo. Sin embargo, mundus, de mundare, es lo limpio, lo purificado. Un tercer sentido le asignan Varrón y Macrobio al identificar mundus con mundo infernal, infierno. Y, por pertenecer a la tierra, era de índole estrictamente femenina. Las cuatro sentidos concurren al significado del mundus de fundación. Colocado bajo la advocación de Ceres, la diosa de la fertilidad, indicaba reverencia al principio femenino; inaugurado con frutos del nuevo lugar y con terra patrum, servía para purificar de la culpa de haber abandonado viejos lares; además, por ser entrada a los infiernos, mostraba un contacto vigilante y propiciatorio con las potencias de éstos -que en suma podrían identificarse con una Ceres (ímpetu vital) adversa o perturbada-. El mundus constituye el vientre, el locus genitalis maternal, la matrix de la que depende la existencia misma de la ciudad. Resulta oportuno comparar estas nociones con las de otra gran tradición. Se trata de la concepción budista del hara. Hara significa literalmente vientre, la zona que se halla debajo del ombligo, la cual es para el budismo el centro del cuerpo humano, el centro de gravedad psicofísico del hombre, en el cual debe éste apoyarse si desea vivir una vida no mutilada. Esa zona es desde el punto de vista biológico tanto el reino de la fertilidad, gobernado por Ceres, pues en él se cumplen las funciones de gestación y asimilación, como también el plutónico tiempo inferior, porque allí se desarrollan las descomposición y la muerte. "El hecho de anclarse en el centro de su cuerpo procura al hombre el goce de una fuerza que le da la posibilidad de enseñorearse de su existencia": Graf Karlfried von Durckheim, Hara. Dicha fuerza es la vida cósmica que atraviesa el vientre y a la que el hombre puede propiciarse si aprende a no ser víctima de su cerebro, su corazón o su voluntad, si aprende a descender a sus raíces. El esfuerzo propiciatorio indica reconocimiento por parte del hombre del cordón umbilical que lo une al gran ritmo de la naturaleza. "Lo que importa es la fuerza primordial y universal de la vida que atraviesa a grandes oleadas el bajo vientre del hombre, similar a un torrente de agua que viniendo de la eternidad pasase rumbo a la eternidad": op. cit. Según esta percepción, al mundus externo, cuya apertura le resulta al hombre ineludible para habitar humanamente la tierra, corresponde un mundus interno cuya ocupación le resulta al hombre imprescindible para habitar humanamente en el hombre. Y es de presumir que se trata de dos versiones en distinto estilo del mismo fenómeno. Pero lo que debe retenerse como significativo es el hecho de que dos tradiciones sin ningún contacto atestigüen del mismo modo respecto a la necesidad a la que debe someterse el hombre de dar testimonio de las fuerzas sobrehumanas de la naturaleza, de las que nunca -bajo pena de muerte- podrá liberarse. El europeo que puebla América ha olvidado la noción de mundus y carece de sentido del hara. Sus ciudades, trazadas en forma de damero, en las que cada punto es cualitativamente igual a los demás, denotan una quimera de la razón. Ciudades y templos clásicos adoptan a veces la forma de damero, pero en ellos cada punto, a pesar de ser topográficamente igual a los restantes, difiere de ellos por completo en su valor cualitativo: a través de la totalidad de los puntos se busca reproducir en la ciudad como unidad orgánica una imagen del universo que sea protectora y regenerativa. En el Campamento americano, sin mundus -o sea, implantado en desafío a la naturaleza-, se vive una vida trivial, carcomida por la irrealidad, utópica. Es que el fundamento de una vida humana real y cumplida lo constituye el esfuerzo inicial por reconciliarse con la naturaleza, por trabarse en lucha con sus manes creadores y destructores, a fin de incorporarse al juego cósmico de sus potencias, o, por lo menos, el vivir esa vida en una comunidad que en algún momento de su pasado cumplió tal esfuerzo, cuyas consecuencias siguen impregnando sus diversos estratos. Y el supuesto a partir del cual se funda América es justamente la negación de ese esfuerzo. La ratio de la quimera americana es la Fiebre del Oro, que toma las potencialidades del individuo aventurero en forma parcial y le permite así la ilusión de que no debe empeñarse en luchas más hondas. Tales potencialidades no desarrolladas pasan a cumplirse en una ensoñación cuyo motivo principal es la patria ultramarina. Se sueña con lo que allá se ha vivido y dejado, con lo que allá se vivirá cuando se regrese con el oro que se coseche. Pero ocurre que esas ensoñaciones de una vida pasada y futura en la patria ultramarina conforman el presente de una vida americana, la cual se convierte así en fantaseo irresponsable, salvo en lo que concierne al oro. Puesto que de entrada se ha huido de las potencias de la creación y la destrucción, se cree que en América todo es posible. Pero para construir algo es menester que los cimientos encuentren una resistencia que falta cuando se elude lo profundo: el aventurero afronta esta verdad ineludible al descubrir que uno a uno se estrellan contra la realidad esos locos proyectos a los que se ha lanzado tras comprobar que el oro no existe y que desdichadamente no puede volver a la patria ultramarina. Así se aprende el juego de simular profundidad en lo trivial, asi se aprende a convertir lo que era fantaseo sobre la patria ultramarina en compensatorias quimeras sobre uno mismo en tierra americana, así se aprende a culpar y odiar a la realidad por el propio fracaso, así se aprende un estilo de vida fantasmalizado, vida de segundo grado, cuyos momentos más intensos están dados por el relampaguear del resentimiento. Y tal como el habitante de Roma posterior en muchas generaciones a la fundación sabía, al marchar por el camino llamado decumanus, que estaba siguiendo el curso del sol, del mismo modo el habitante de los campamentos americanos en muchas generaciones posterior a la fundación repite el mismo estilo de vida de segundo grado, empobrecida por el fantaseo, que el espíritu del campamento sin mundus impone. Quimera es tanto planear la coronación de un monarca de estirpe inca para solucionar los problemas que en América originó hacia 1810 la desaparición del monarca español, como la fundación hacia 1950 de Brasilia, en un inútil esfuerzo por arrancar la sede del gobierno del Campamento originario en Río de Janeiro. Quimera es tanto una literatura y un arte latinoamericanos que, incapaces de radicarse en lo hondo de la realidad, resultan sujetos a modelos europeos hasta el punto de que -salvo contadísimas excepciones- no alcanzan una expresión propia, como lo es también el proyecto de Bolívar de formar una confederación sudamericana, sin considerar que la realidad de la anarquía vedaba a la sazón pensar incluso en formar naciones. Quimera es tanto considerar en el siglo XIX que gracias a una mera declaración verbal un conjunto de caudillos bárbaros y sus clientelas iban a transformarse apaciblemente en virtuosos ciudadanos de una república, como lo es asimismo la suposición, a partir de 1963, del derrocado presidente Illia de que podía gobernarse un país para que superara los intrincados problemas políticos y económicos de la séptima década de este siglo mediante la rememoración del "sueño" de un liberalismo que había perdido sus posibilidades históricas hace alrededor de cincuenta años.
En los habitantes de la ciudad sin mundus lo único real y profundo es la Fiebre del Oro. Y cuando la Fiebre del Oro mantiene su dominio en la cruda forma primaria todo lo que signifique salir de los límites del propio ego, ir más allá de sí por causa de una preocupación por los otros, renunciar a algo por el bienestar general, expresar algo que concierna a todos, etc., se produce de modo débil, caricaturesco o falso, como un rito que se practica pero sin entender su sentido. Así se explica, por ejemplo, el hondo y malsano conservadurismo que afecta a la totalidad de los miembros de las sociedades latinoamericanas, incluyendo a aquellos más desposeídos. Nadie se siente jamás tan "sin nada que perder" como para exigir o desear una revolución o un cambio en la sociedad: incluso el esclavo que no cuenta más que con la cadena que lo ata tiene la Fiebre del Oro y, a la espera de satisfacerla, no quiere un cambio de cosas que lo ponga en el riesgo de perder siquiera su cadena. Por ello no hay en tales países fuerzas políticas de izquierda verdaderas o con respaldo eficaz. En el actual mundo de masas, de acelerado crecimiento demográfico y singulares cambios, izquierda política significa la orgánica articulación de las mayorías de individuos menos afortunados a los efectos de obligar a la sociedad a cumplir las modificaciones necesarias para la salud de ésta y prevenir de tal forma los estallidos destructores que sobrevienen cuando no se realizan dichas modificaciones. En un mundo donde la intercomunicación entre los diversos países resulta compulsiva, izquierda política significa poseer la antena necesaria para captar, interpretar y asimilar las modificaciones que se producen en la gran sociedad de masas actual, a fin de no condenarse a desempeñar un papel dependiente y lesivo en la intercomunicación. Ese instrumento de cambio e inteligencia falta en los países latinoamericanos. Como pendant -en apariencia mitigatorio pero en realidad exacerbante- de esa falta surgen los pequeños grupos de intelectuales extremistas a ultranza. Esos grupos se adueñan de universidades y otros puntos clave y realizan desde allí su agitación en pro de la reforma social. Pero tanto lo exagerado y utópico de sus demandas como lo histérico de sus actitudes y gritos denuncian la falta de solidez de sus convicciones y la falta de apoyo verdadero por parte de cualquier sector del país. Y a la larga el papel que desempeñan tales grupos de utopistas -que si fueran reformadores reales actuarían con mucho más sigilo y eficacia- es el de servir como los mejores pretextos que la Prehistoria encuentra para sentirse o simular sentirse convocada a restaurar la pureza del Origen amenazada por los "subversores". La verdad que los extremistas gritan es la de la impotencia de la Fiebre del Oro -debida a la trivialidad e irrealidad final de su falta de mundus- para manejar al país y la de su desesperada apelación a la Prehistoria: no otra cosa aconteció, en resumida síntesis, al ser derrocado el presidente Frondizi en 1962 y al serlo el presidente Illia en 1966.
(Existe sin duda la posibilidad de superar ese destructor movimiento de péndulo entre la prehistoria y la Fiebre del Oro, incluso en naciones que carecen de mundus, esto es, de naciones implantadas en desafío a la naturaleza. Existe la posibilidad de lograr que una nación arranque en forma definitiva por el camino de la Historia de la Fiebre del Oro y de que a partir de entonces las reapariciones de la Prehistoria sean aisladas, de escasa repercusión en el conjunto, y de que hasta se llegue al caso de que contribuyan a la más rápida marcha de la Fiebre del Oro. Una sociedad de ese tipo -a la que tienden o quisieran tender todos los países latinoamericanos- es la que forman los Estados Unidos de América. Allí la trivialidad y la irrealidad de la vida en la Fiebre del Oro fueron tomadas con pasmosa seriedad para organizar un sólido estilo de existencia nacional que el mundo entero conoce con el nombre de tecnocracia. La tecnocracia toma las vidas de quienes viven a ella sometidos según un estilo "estadístico", por así llamarlo, que aprovecha siempre especialidades técnicas parciales de los individuos y los ignora siempre como las totalidades humanas que son, por lo que los condena a llevar una existencia tan superficial y fantasmal, tan de segundo grado, como la que distingue siempre a la de la Fiebre del Oro. La Prehistoria puede volver en carácter de oposición "refundadora" a través de incidentes -como los asesinatos de Lincoln y Kennedy, el espíritu del Sur, el mundo que revelan las novelas de Faulkner, el maccarthysmo, etc.-a los que la Fiebre del Oro vestida de Tecnocracia consigue sobreponerse, pero son más importantes los aspectos en que se presenta como aliada -la Conquista del Oeste, el espíritu militarista que a cañonazos abre y mantiene mercados para los productos de la Tecnocracia, etc.-. Este "ideal" -al que de algún modo con el tiempo los países latinoamericanos se acercarán en variada medida- constituye el máximo de intensidad vital -basada en la eficacia, nunca en la plenitud, a la que la primera se opone- que pueden alcanzar las sociedades sin mundus ni hara, es decir, formadas por criaturas que se han enajenado los manes tanto externos como internos.
Por lo demás, en una humanidad progresiva y generalizadamente desencadenada del nutricio orden cósmico por la razón, este modelo se aparece como el más adecuado para la mayoría de las naciones, aunque debe notarse que en aquellas que en el pasado contaron con un nombre secreto, con un mundus, las influencias del modelo tecnológico no logran nunca penetrar demasiado hondamente y son por ello menos ostensibles y menos nocivas.)


La ambigüedad de la prehistoria

La Prehistoria no sólo tiene apariencia negativa, sino que se halla en realidad dotada de una carga negativa. Su negatividad reside en el hecho mismo de que reaparezca -pues lo hace a destiempo y, al estar fuera de lugar, debe perturbar- y también por lo que significa para la sociedad en que resurge, pues en una comunidad sanamente constituida no existe ocasión para que eso acontezca: así la Prehistoria resurgente es a la vez doloroso síntoma y desagradable índice de la enfermedad pasada y presente de la sociedad. Pero la Prehistoria resurgente posee también en principio un carácter positivo. Ello se debe a que idealmente, por su propia esencia, la Prehistoria encierra en sí "intactas", sin "malgastar" todas las posibilidades que existían antes de la fundación y que fueron malbaratadas por la Historia. En la práctica, ese carácter positivo se traduce en la candidez de la brutalidad con que la Prehistoria procede siempre. Y puede hacerlo así debido a que es "nueva" en la situación y por consiguiente se halla libre de los compromisos de toda índole que atan a quienes actúan en la Historia. En efecto, Rosas cubre a la Argentina de sangre y humillación durante varios lustros, pero es su régimen el que regula la anarquía y hace posible la ulterior y relativa unidad el país. Uriburu, con la práctica de un autocratismo desembozado, vino a anunciar que la doctrina y los hechos del liberalismo habían tocado a su fin, aunque la brevedad del paso de este general por el poder impidió que ello se afirmase con la claridad y la profundidad necesarias. Perón también actuó despóticamente y a ello agregó una obra de corrupción nacional en todos los órdenes, pero atacó en buena medida al privilegio y, sobre todo, forzó en las estructuras sociales un cambio cuya ausencia hubiera podido significar graves estallidos o un más hondo emponzoñamiento. Mientras que Onganía ha emprendido la drástica reforma de una administración pública agobiada por la burocracia, busca frenar a un sindicalismo antiobrero en su oportunismo y su demagogia, reorganiza empresas nacionales -ferrocarriles, etc.- que implicaban la mayor parte del déficit del presupuesto nacional, aspira a sacar a las universidades del pantano en que se hundían debido a la inoperancia de los reglamentos que las gobernaban, etc.
Con la eficacia de la brutalidad que ejerce por ser "ajena" a todo lo que la Historia urdió y urde, la Prehistoria hace dar a estos pueblos saltos cualitativos desusados e imprescindibles pero que la Historia de la Fiebre del Oro es incapaz de promover porque los compromisos a que se entrega en la irrealidad y la trivialidad se lo vedan. Sin embargo, estos saltos son siempre cuantitativos, nunca cualitativos. Pues la Prehistoria no efectúa una nueva fundación verdadera, sino que reitera el Origen sin nombre secreto, sin mundus, sin pacto real con los manes. Así el país americano crece -tal como puede leerse en el lenguaje descarnado de las citas referentes a su producto bruto-, se amplían sus servicios, aumenta su potencial humano, "progresa" en general, pero el espíritu continúa sin cambiar. En las nuevas alturas progresivas vuelven a actuar los mismos elementos y el ciclo de descomposición se repite materialmente aumentado. La unidad lograda en la década de 1860 reafirma de modo definitivo el paralizante triunfo de Buenos Aires, que era el que había provocado la anarquía y la dictadura rosista. La sucesión del confuso anuncio autocrático de Uriburu la constituyen diez años de discrecionalismo aun peor, por hallarse disfrazado, y una inmoralidad deliberada. Los cambios sociales que lega Perón no tardan en revelar que son extremadamente superficiales y que han conducido la enfermedad social a expresiones más sutiles. Y así. Que un país sólo se ponga en marcha con cierta radicalidad gracias al resurgimiento de la Prehistoria representa un fenómeno negativo: cuando al cabo la Historia vuelve a retomar el poder en el nuevo nivel alcanzado únicamente consigue desarrollar y manifestar en su estilo el dato negativo originario.


El castigo de la serpiente

"Se pidió al Rabí Bunam que explicase por qué la serpiente que sedujo a Adán recibió el cómodo castigo de encontrar su comida por doquier sin trabajo ni lucha, mientras que a los seres humanos se les ordenó comer su pan con el sudor de su rostro (Génesis 3:14-19).
"El Rabí respondió: 'La sentencia impuesta a la serpiente fue el más terrible de los castigos posibles. Dios le dijo: Comerás y no volverás a tener relación alguna conmigo, puesto que siempre habrá abundancia de comida para ti y no tendrás necesidad de volverte hacia mí. Pero Adán y Eva se vieron obligados a buscar las bendiciones de Dios para obtener su comida y cuando les faltó pan se volvieron hacia Él con súplicas. Así ellos y sus descendientes estarán siempre en comunión con Dios'": Louis L. Newman, Hassidic Anthology.
Esta parábola jasídíca cobra aquí tres sentidos, En primer lugar, ilumina la acción de los fundadores originarios. Estos vinieron a buscar la riqueza, lo que asegurase el ocio, "la comida por doquier sin trabajo ni lucha": así vinieron con la intención de ganarse la condena de la serpiente, "el más terrible de los castigos posibles". Y tal fue lo que legaron a sus sucesores, tanto desafortunados como afortunados. En cuanto a estos últimos -quizás muy pocos, pero entre los que se cuenta la Argentina-, no volvieron "a tener relación alguna" con Dios: al no verse asediados nunca por problemas reales de subsistencia material, los habitantes de estos países se sumergen cada vez más en un indiferente egoísmo, no alcanzan nunca la honda crisis regenerativa y resultan víctimas de la paradoja de ser sepultados mediante la fertilidad por una tierra a la que no apaciguaron. El tercero de los sentidos se refiere a los países desafortunados, que, nacidos de la ambición del fácil alimento perpetuo, alcanzarán ahora alguna vez-aunque sea en forma muy imperfecta- gracias a la Tecnocracia ese ideal de la condena de la serpiente, que no podrán sobrepasar por el hecho de que era lo único que deseaban, porque de verdad no conseguirán concebir otra cosa.
Nacer en estos países puede llevar a la perplejidad y también a la reflexión. ¿Por qué se ha nacido en un país así? ¿Por qué debe uno preocuparse de haber nacido en un país determinado? Un país ¿no es algo que debería darse por descontado? O, en última instancia, no existir como carga perpetua: no ser una condena casi inapelable. Pues es cierto también que los países atraviesan crisis durante las cuales es preciso preocuparse por ellos: pero las atraviesan, no nacen y viven en la crisis como enfermedad crónica e incurable. En estos países el contacto con la realidad es, a la larga o a la corta, sépaselo o no, corrosivo, frustratorio, venenoso para cualquier intento de vida espiritual verdadera: el espíritu público es adverso. Espíritu público favorable es aquel -conocido por tantas épocas y comunidades en la historia humana registrada y no registrada- que con la suma de sus tensiones, demandas y resistencias coopera sin cesar para que los individuos -en la medida de sus esfuerzos particulares- forjen en su interior la unidad espiritual que les permita alcanzar esa plenitud de la vida que consiste en entrar en contacto con todas las potencias humanas y sobrehumanas que los rodean. Espíritu público adverso es el que con sus tensiones, demandas y resistencias perturba los esfuerzos del individuo por alcanzar su unidad interior y lo escinde en cambio en mil partes de las cuales algunas se debilitan o atrofian, mientras que otras se desarrollan en forma monstruosa, hasta hacer con ese proyecto de espíritu individual una enfermiza caricatura del espíritu.
La repetición de estas dolorosas y destructoras experiencias puede conducir a considerar el mundo exterior a estos paisas para comparar, para entender, para marcharse quizás a otras tierras donde se viva libre del espíritu adverso. Y lo que encuentra quien cumple tal búsqueda es que la Tecnocracia cubre ya la mayor parte del mundo con ese estilo de vida "estadístico" que, por requerir y usar a los individuos en múltiples formas parciales, inconexas y hasta puestas en antagonismo, pero sin reconocerlas jamás como unidades o totalidades, provoca -tal vez de modo menos dramático, pero sin duda con mayor seguridad- los mismos efectos de maligna disociación que el adverso espíritu público americano.
Y semejante percepción -que ¿quién no tiene hoy de algún modo y en alguna medida?-, a su vez, puede llevar, pese a su extraordinario poder negativo -acaso merced a él-, no a un archipesimismo, que sería paralizante y falso, por su ignorancia de las increíbles reservas del hombre, ni tampoco a la difundida locura de intentar una lucha abierta, externa y frontal contra el espíritu público, buscando modificarlo, actitud capaz de embriagar y persuadir a quien la adopta de que es noble y acertado, pero que en realidad es la que ejerce un efecto destructor más fulminante. Semejante percepción puede, en cambio llevar a la búsqueda de la que acaso sea la única puerta que quede abierta para combatir por lo que aún merezca el nombre de vida humana: esa puerta es la que indica la consideración de que si bien se acepta en general que "de Nazaret no puede salir nada bueno", también sabemos con certeza que existe la posibilidad de que de "Nazaret" salga no sólo "algo bueno", sino incluso algo extraordinario. Por supuesto, como no nos es dado suponer que de la noche a la mañana seremos convertidos graciosamente en nuevos Cristos, ungidos Hijos de Dios, el camino a seguir es otro. El camino consiste en modificar nuestra relación con el espíritu público adverso. Es preciso abandonar toda ilusión positiva o negativa respecto a él, aprender a no intentar huirle ni combatirlo, pues se caerá en la quimera o se le prestará el apoyo de una resistencia que es identificación. Pero sobre todo resulta necesario invertir las relaciones para que, aunque vivamos en él no dependamos ya de él. Y esa inversión sólo podrá conseguirse descendiendo al interior de nosotros, allí donde está nuestro hara, a esa ciudad con su nombre secreto, con su mundus y su decumanus, a esa ciudad de la que surgieron como réplicas las ciudades y todo lo construido sobre la tierra. Nuestras construcciones se han tornado mortíferas porque hace mucho que abandonamos la ciudad interior. Así, volver a habitar la ciudad interna, reconocerla, reconstruirla es la única forma de que algún día vuelvan a soplar en la ciudad externa los vientos del espíritu favorable. Que todas las puertas para el espíritu se cierren es grave. Que quede abierta sólo la que conduce a nuestra ciudad interior tal vez signifique que en tan extrema situación yace una posibilidad extraordinaria. Y es posible.


(Extracto de El nombre secreto,
Caracas, Monte Ávila Editores, 1969;
a su vez reproducido en la revista
"pensamiento en los confines", número 7,
UBA, Bs.As., segundo semestre de 1999,
de donde fue tomado)
H.A. Murena


Héctor Álvarez Murena (Buenos Aires, 1923 - 1975). Narrador, poeta y ensayista argentino. Se inició con los cuentos de Primer testamento (1946) y pronto alcanzó renombre como ensayista, en la línea de Ezequiel Martínez Estrada. Publicó en la revista Verbum un artículo titulado Reflexiones sobre el pecado original de América (1948), cuyas ideas amplió en El pecado original de América (1954). El título remite a la tesis del autor, quien considera que la culpa cultural americana es fruto del desarraigo que resultó de la inmigración y de las condiciones geográficas. Aun cuando Murena se vinculó a la revista Sur, mantuvo una actitud independiente respecto de los ambientes literarios y filosóficos; por otra parte, rechazó la sociedad de consumo y la masificación. En los ensayos de Homo atomicus (Premio Municipal, 1961) atacó el nihilismo, mientras que su búsqueda de una religiosidad que recuperase lo sagrado se pone de manifiesto en su último libro teórico, La metáfora y lo sagrado (1973). Siempre en este campo, tradujo al castellano a Walter Benjamin y Theodor Adorno. La sobria y cuidadosa poesía de Murena se refleja en los volúmenes La vida nueva (1951), El círculo de los paraísos (1958), El escándalo y el fuego (1959), Relámpago de la duración (1962), El demonio de la armonía (1964) y El águila que desaparece (1975). En sus novelas La fatalidad de los cuerpos (1955), Las leyes de la noche (1958), Los herederos de la promesa (1965), Epitalámica (1969), Polipuercón (1970), Caína muere (1972) y Folisofía (póstuma, 1976) se retratan personajes que habitan un mundo desolado y hostil, centrado en la radical incomunicación humana. Otros títulos del autor son Ensayos sobre la subversión (1962), El hombre secreto (1969) y los libros de relatos El centro del infierno (1956), El coronel de caballería y otros cuentos (1971). La obra de Murena ha sido traducida a varios idiomas.


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