jueves, 11 de febrero de 2010

FORMACIÓN HOSPITALARIA



HOSPITAL TIPO FRANCÉS


Grandes espacios.
Chicos de ojos abiertos
asoman tras los edredones,
vomitan y se entregan, sonríen
ajenos a nuestras preocupaciones.
A veces los envidio,
lamentarse
no está a la altura de las circunstancias.
Entre los pabellones, pasillos de aire
atrocidades arquitectónicas
alares ectópicos,
y el amontonamiento híbrido
que genera la escasez.
Alfiles de guardapolvos abiertos,
manos en los bolsillos mostrando pulgares,
se quejan y tardan
en recorrer cada uno su diagonal.
Así y todo, el conjunto es agradable
fresco, verde,
los gomeros son altos y el sol ciega
cuando las hojas se mueven
y golpean las tejas pletóricas.
A veces, las hojas
flotan en los charcos y vuelan
entre paredes o por ventanas abiertas.
Canta muy feo aquel señor que acarrea la comida,
un chico lo escucha y se ríe a carcajadas.



CONTAGIO

En una habitación restringida
hay una nena con tuberculosis,
el tipo que se juntó con la madre
le pegó el sida,
a ella y a su hermana.
A él no le importó, a la madre
tampoco.
Él amenaza
con su sangre resentida,
la enfermera no se arriesga,
nosotros
tampoco,
lo esquivaremos varias veces
antes de que termine el día.
La nena, tosiendo en la máscara, va a morir.
La madre
tomará el bondi a Mataderos y tendrá otros hijos
con ese tipo,
los parirá aquí mismo,
y los traerá después muchas veces
antes de la definitiva.



MUERTE NATURAL

Mi abuelo falleció en su sillón
mientras la luz que atravesaba
el cristal líquido en la ventana
lo sumía en la narcosis.
Se dijo que fue: “de muerte natural”.
Conozco la verdadera causa, y también
que sólo le sirve a la medicina.
Deberíamos poder disfrutar
de esta entidad desaparecida
todo lo posible.
En estos tiempos, la gente no muere en su casa,
no hay más velorios en ellas,
se teme el morir, el cuerpo muerto.
No haber hecho “todo lo posible” se convierte
en un martirio.
Ya no existe la muerte natural.
Hoy murió alguien, aislado, intubado,
mudo entre desconocidos
ignorantes de su individualidad.
Tras el último intento de reanimación,
lo cubrieron y llevaron a otro cubil.
Morir solo no puede ser bueno,
por eso conduje el auto hasta mi pueblo
con mi padre moribundo, y él
miraba por la ventanilla
el paisaje que no volvería a ver.
Y murió en su casa, en sus sábanas,
con ese olor a pasto en el aire
que a pesar de ser frío, era una propiedad.
Los camiones por la avenida
hacían vibrar la casa.
Dijo lo que pudo y escuchó.
Vio lo que vio, en su última mirada.
Mi padre murió en su casa, en su cama,
su espíritu no flotó fuera
ni perdió el camino
conocía las cosas íntimas
los recovecos de su casa.


(De: Formación Hospitalaria, 2006)


Marina Serrano (Argentina, Quequén, Provincia de Buenos Aires, 1973)

(Sugerida por Ignacio Uranga)




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