jueves, 4 de marzo de 2010

Plaza de Mayo, 20 de diciembre de 2001















I

Esta plaza tiene algo irreal
lo sospeché desde mi infancia
como si los autores
de los manuales escolares
se hubieran puesto de acuerdo
en la lluvia y el barro
en la moda de 1810
o en French y Beruti
como Batman y Robin.

Lo crucial no era más
que esa lluviosa figurita
comprada por centavos
al librero de la esquina
calcada torpemente
del Kapelusz
recortada del Billiken
a golpe de tijera
y pólvora de tiza.

Pero ¿qué había de fundamental?
¿Qué significaba la palabra revolución?

Mayo era fácil, porque gris
era un color y otoño
el frío que empezaba por las piernas
el cumpleaños de mi padre
olor a chocolate igual a fiesta patria.

En cuanto a revolución
algo tenía que ver
con las interminables alas del Cabildo
pero en lo más ciego de mis ojos
yace el primer encuentro
con los muñones brutales del edificio.

De esa mutilación, como de una costilla
no sé qué fe maltrecha
nacería.


II

La misma plaza, hoy
a punto de verano
pisoteados sus arriates
en lugar de aquel barro

gente con no sé qué
comunión en su diversidad
la ciudadanía en los hombros
curiosa y asombrada
como niño a babucha
y cuentas de festejos
del tanto mirar para otro lado
del sírvete que hay más.

Qué hago aquí, me pregunto.

Pantalón corto y claro
sandalias cómodas, por si hay que correr
sandwich a dos cincuenta por mazamorra de negra
mochila al hombro roja, anteojos de sol...

Pero qué instinto me llama a atestiguar
para volverme otra mancha incomprensible
de futuros manuales escolares
entre la multitud que la montada
y los hidrantes amenazan.

Y no lo sé:
he venido
como a una catedral
a tratar de creer en Dios.


III

El gas quema la garganta
me uno al éxodo
con lágrimas de bautismo
y apenas comprendo
que no se trata de huir:
es una romería que me arrastra
en su silencio embrionario
lo interrumpen las toses
como una plegaria
pero el ruego no sabe
dónde confiar su fe.

Entonces
la avenida de Mayo
se vuelve una visión
torpe de nitidez, como los sueños
mi silueta me abandona
se suma a la procesión como una peregrina más
entregada a ese sueño sin constancia
deambula entre lapidaciones y disparos
y humo y grito
a paso lento, lento
como sí no fuera dueña
de los propios contornos
y sus músculos desdibujados
no tuvieran miedo a la emboscada
en cada bocacalle.


IV

Fue en Hipólito Yrigoyen o en Alsina
donde una pareja le ofreció vinagre
para calmar el ardor en los ojos
le regalaban incluso el pañuelo, pero ella
(podía pensar en ese momento cosas así)
no quería ser la extraña que se llevara algo
que jamás recuperarían.

Siguió caminando
tuvo tiempo para volver sobre sus pasos
y recoger unas monedas
que se le habían caído, y en ese ruido
de las monedas contra el piso
oyó también el plomo que (después se supo)
eran los muertos multiplicándose
en distintos puntos de la ciudad y del país.

Poco más tarde experimentó algo increíble
cruzar la 9 de Julio fue pasar a otra dimensión
tuvo que ser así de metafísico
porque ahí nomás un tipo le dijo: ¡Lindas piernas!
porque no demasiado lejos
frente a la Facultad de Medicina
esos matasanos festejaban sus títulos
extraterrestres en carnaval de harina
como cerrar los ojos
como tirar el pan.

(De Cartografías)

Silvia López


Silvia López. Poeta argentina. Nació en Buenos Aires, en 1964. Es autora de dos novelas (Dios juega a los patitos chinos y Museo de arte amoroso), aún inéditas. Por su trabajo de ficción en cuentos, recibió, entre otras distinciones, la tercera mención en el concurso Joven Literatura de la Fundación Fortabat (1994) y el tercer premio Letras de Oro (2004). Participó en la antología poética Detenerse en el tiempo (Botella al Mar, Buenos Aires, 2004). "Cartografías", Editado por Huesos de Jibia, en 2008, es su primer libro de poemas.





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