Si hay una cosa que llegué a entender, (entre las tantas que no),
temprano, sin que me lo hayan dicho, es que las palabras son peligrosas. A menudo no, quizás,
en el sentido de andar en la Rueda de la Fortuna con la barra abierta, de salvar una carta
en las vías del tren, de tragar vidrio, aunque podrían ser esto;
no, el riesgo de las palabras se parece al riesgo de comer huevo crudo de la mezcla para tortas,
como fui advertida en mi infancia; la amenaza de enfermedad
una amenaza real, documentada, indudablemente desagradable, pero rara, y mucho mayor
que la del disfrute de meter el dedo en algo sin terminar.
Yo pensaba en las palabras no en términos de lo que pueden hacer, sino en el sentido de que este poder
era lo que son: la cachetada que nunca recibí ni repartí,
la boca de alguna persona sobre la clavícula de otra antes de que haya sido provocada
o permitida, la manera en que el sufrimiento siempre me aterra infinitamente más que la muerte.
Quería las palabras no como la descripción del mar en un día de tormenta
o cuando está en paz, la misma agudeza del jugo y las espinas del arándano, mi madre llorando con Bach,
sino como el anuncio de estas presencias, el hecho de poder testimoniar, el único medio
de participar en lo que vemos. Y necesitaba palabras de una manera que hacía
que mi enojo, pienso, convertía mi urgencia muy rápido en una flor completa, teniendo dieciocho
y en otro país y con un hombre cuyo lenguaje no era el mío,
ni todo ni nunca; el lenguaje de este hombre sobre el cual yo sólo podía apoyar mi mano
de la forma que él apoyaba la suya sobre mi espalda. Cuando me ponía nerviosa, cuando mis manos
temblaban hasta llegar a mi cara y encontraban mi pelo y mi boca en mis propias palabras
dije, usando otras, Hay tanto que no puedo decir-
él dijo, Decímelo en tu idioma, entonces, y entendí que entendía las palabras del mismo modo que yo.
Le hablé con las luces apagadas. Hablé para la luz que estaba apagada,
le hablé a sus oídos y a su hombro y a sus ojos, a la figura en la oscuridad
de esta persona que no sabía nada de lo que yo había dicho y aceptó cada parte.
Y cuando dejé de hablar, asintió con la cabeza -un movimiento cuidadoso, casi solemne,
que mandaba un ardor de gratitud y angustia por mis capilares, más fuerte que si no hubiera dicho
nada en absoluto, si hubiera intentado cualquier otra forma de comprender
lo que significa tratar de cruzar una distancia no menos vasta por ser inventada y sostenida
por nosotros, con cada palabra y cada minuto; querer tocar lo que no podemos ver
con tacto verdadero, con una confianza real, con las fuertes y calientes manos de lo que decimos.
(Traducción de Victoria Schcolnik)*
Robin Myers. Poeta norteamericana, nació en Maplewood, NJ, 1987 y es alumna y amiga de Ezequiel Zaidenwerg, traductor que la dio a conocer en la Argentina.
*Tomado de la revista VENTIZCA -primavera, septiembre, 2009-, que edita Victoria Schcolnik, en Bs.As.
En cualquier momento paso por ahí. Gracias.
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