domingo, 17 de septiembre de 2017

LA INVENCIÓN ESTÉTICA



  


              El desorden es esencial para la “creación” en la medida en que ésta se define por un determinado “orden”.
          Tal creación de orden se basa a la vez en formaciones espon­táneas que se pueden comparar con los objetos naturales que presentan simetrías o figuras “inteligibles” por sí mismas, y tam­bién en el acto consciente (es decir: que permite distinguir y ex­presar separadamente un fin y unos medios).
          En resumen, en la obra de arte siempre están presentes dos elementos constitutivos: Io aquellos cuya generación no conce­bimos, que no pueden expresarse en actos, aunque luego puedan ser modificados por actos; 2o los que son articulados y han podi­do ser pensados.
          En toda obra, hay una determinada proporción de tales cons­tituyentes, proporción que cumple un papel considerable en el arte. Según sea preponderante el desarrollo de uno o del otro, se distinguen las épocas, las escuelas. En general, las reacciones su­cesivas que marcan la historia de un arte ininterrumpido en el tiempo se reducen a modificaciones de esa proporción, pues lo reflexivo sucede a lo espontáneo como rasgo principal de las obras, y recíprocamente. Pero esos dos factores siempre están presentes.
          La composición musical, por ejemplo, requiere la traducción de actos a signos (cuyos efectos serán sonidos) de ideas melódicas o rítmicas que se separan del “universo de los sonidos” conside­rados como “desorden” -o más bien como conjunto virtual de todos los órdenes posibles, sin que tal determinación particular nos resulte concebible en sí misma. El caso de la música es parti­cularmente importante, ya que muestra en su estado más puro el juego de las formaciones y de las construcciones combinadas. La música está provista de un universo de opciones -el de los sonidos tomados del conjunto de los ruidos, bien distinguidos de ellos, y que a la vez son clasificados y marcados en instrumentos que permiten producirlos idénticamente por medio de actos. El uni­verso de los sonidos resulta así bien definido y organizado, y la mente del músico se encuentra de alguna manera dentro de un solo sistema de posibilidades: el estado musical le es dado. Si se produce una formación espontánea, plantea de inmediato todo un conjunto de relaciones con la totalidad del mundo sonoro, y el trabajo reflexivo aplicará sus actos sobre esos datos, vendrá a explotar sus diversas relaciones con el ámbito al que pertenecen sus elementos.
          La idea primera se propone tal cual. Si estimula la necesidad o el deseo de realizarse, se atribuye un fin, que es la obra, y la conciencia de ese destino convoca todo el aparato de los me­dios y asume el tipo de la acción humana completa. Delibera­ciones, decisiones, tanteos, aparecen en esa fase que denominé “articulada”. Las nociones de “comienzo” y de “fin”, que son ajenas a la producción espontánea, tampoco intervienen sino en el momento en que la creación estética debe adquirir las caracte­rísticas de una fabricación.
         En materia de poesía, el problema es mucho más complejo. Resumo las dificultades que ofrece:
A.      La poesía es un arte del lenguaje. El lenguaje es una com­binación de funciones completamente heteróclitas, coordinadas como reflejos adquiridos por un uso que consiste en innumera­bles tanteos. Elementos motores, auditivos, visuales, mnemónicos, forman grupos más o menos estables; y sus condiciones de pro­ducción, de emisión, los efectos de su recepción son notoriamen­te diferentes según las personas. La pronunciación, el tono, la modulación de la voz, la elección de las palabras; por otra parte, las reacciones psíquicas provocadas, el estado de aquel a quien se habla... otras tantas variables independientes y de factores indeter­minados. Tal discurso no tendrá en cuenta para nada la eufonía; tal otro, la continuidad lógica; tal otro, la verosimilitud..., etc.

B.     El lenguaje es un instrumento práctico; además está unido tan de cerca al “yo”? al  cual expresa, del modo más rápido, to­dos sus estados para sí mismo, que sus virtudes estéticas (sonoridades, ritmos, resonancias de imágenes, etc.) son cons­tantemente desatendidas y se tornan imperceptibles. Se llega a considerarlos como se consideran en mecánica los roces (Desapa­rición de la Caligrafía).

C.     La poesía, arte del lenguaje, se ve forzada pues a luchar contra la práctica y la aceleración moderna de la práctica. Pon­drá de relieve todo aquello que pueda diferenciarla de la prosa.

D.    Por lo tanto, a diferencia del músico y menos afortunado que éste, el poeta está obligado a crear, para cada creación, el universo de la poesía, es decir: el estado psíquico y afectivo en el cual el lenguaje puede cumplir un papel totalmente distinto al de significar lo que es o fue o será. Y mientras que el lenguaje práctico es destruido, reabsorbido, una vez alcanzada la meta (la comprensión), el lenguaje poético debe tender a la conservación de la forma.

E.      La significación no es entonces para el poeta el elemento esencial, ni finalmente el único, del lenguaje: no es más que uno de sus constituyentes. La operación del poeta se realiza por me­dio del valor complejo de las palabras, es decir; componiendo a la vez sonido y sentido (estoy simplificando...) tal como el álge­bra opera con números complejos. Perdón por esta imagen.

F.      Igualmente, la simple noción de sentido de las palabras no basta en la poesía; hablé de resonancia, hace un momento, de modo figurado. Quería aludir a los efectos psíquicos que producen los grupos de palabras y de fisonomías de palabras, independientemente de las relaciones sintácticas, y mediante las influencias recíprocas (o sea no-sintácticas) de su cercanía.

  G. Por último, los efectos poéticos son momentáneos, como todos los efectos estéticos, como todos los efectos sensoriales.
         La poesía además es esencialmente “in actu”. Un poema no existe sino en el momento de su dicción, y su verdadero valor resulta inseparable de esa condición de ejecución. Y a tal punto la enseñanza de la poesía es absurda que se desinteresa totalmen­te de la pronunciación y de la dicción.

         De todo esto se deriva que la creación poética es una catego­ría muy particular entre las creaciones artísticas; a causa de la naturaleza del lenguaje.

         Dicha naturaleza compleja hace que el estado naciente de los poemas pueda ser muy variado: a veces un determinado tema, a veces un grupo de palabras, otras veces un simple ritmo, otras veces (incluso) un esquema de forma prosódica, pueden servir de semillas y desarrollarse como pieza organizada.
     
         Un dato importante que hay que señalar es tal equivalencia de las semillas. Además de las que cité, me olvidaba de mencio­nar las más sorprendentes. Una hoja de papel en blanco; un rato libre; un lapsus; un error de lectura; una pluma grata para la mano.

         No entraré en el examen del trabajo consciente ni en la cues­tión de analizarlo en actos. Sólo quise dar una idea muy sumaria del ámbito de la invención poética propiamente dicha que no debe confundirse, como se hace habitualmente, con el de la ima­ginación sin condiciones y sin materia.

(1938)



Paul Valéry

 (Traducción: Silvio Mattoni)



Paul Ambroise Valéry, (Sète, 1871-París, 1945) Escritor francés. Su obra poética, que prolonga la tradición de Mallarmé, está considerada como una de las más importantes de la poesía francesa del siglo XX. Su obra ensayística es la de un hombre escéptico y tolerante, que despreciaba las ideas irracionales y la inspiración poética, y creía en la superioridad moral y práctica del trabajo, la conciencia y la razón. Estudió derecho en Montpellier, donde también publicó sus primeras poesías: «Sueño», en la Revue maritime (1889); Élevación de la luna», en Le Courier libre (1889); «La marcha imperial», en La Revue indépendante, y «Narciso habla», en La Conque (1891). Su amistad con Pierre Louïs le abrió las puertas del París literario, donde conoció a André Gide y a Stéphane Mallarmé (1891), a quien le uniría una gran amistad. Su amor no correspondido por una tal Madame Rovira precipitó una crisis, que le llevó, en 1892, a renunciar a la poesía y a consagrarse al culto exclusivo de la razón y la inteligencia. En 1894 se instaló en París, y al año siguiente publicó los ensayos filosóficos Introducción al método de Leonardo da Vinci y La velada con el señor Edmond Teste; este último, aparecido en la revista Le Centaure, fue el primero de una serie de diez fragmentos donde expone el poder de la mente por entero volcada en la observación y deducción de los fenómenos. Tras trabajar como funcionario del Ministerio de Guerra (1895), fue secretario particular de Édouard Lebey (1900-1920), uno de los directores de la agencia Havas. Obtuvo gran notoriedad con la publicación del largo poema La joven Parca (1917), y de dos volúmenes de versos, Álbum de versos antiguos (1920) y Cármenes (1922) -que incluye su poema El cementerio marino, considerado el prototipo de la «poesía pura» de Valéry-, y en 1925 ingresó en la Academia Francesa. Sus obras siguientes fueron diálogos en prosa: Eupalinos o el Arquitecto (1923) y   El alma y la danza (1923). Posteriormente publicó una recopilación de ensayos y conferencias (Variedad, 5 vols., 1924-1944), y una serie de obras, como Rhumbs (1926), Analecta (1927), Literatura (1929), Miradas al mundo actual (1931), Malos pensamientos y otros (1941), y Tal cual (1941-1943), consideradas el diario intelectual de Valéry. Fue profesor de poética del Colegio de Francia (1937-1943). Escribió también para el teatro los ballets Amphion (1931) y Semíramis (1934), a los que Arthur Honegger puso música, y compuso el libreto de La cantata de Narciso (1942), con música de Germaine Tailleferre. Póstumamente aparecieron el drama Mi Fausto (1946), y también Historias rotas (1950), Cartas a algunos (1952), Correspondencia con André Gide (1955), Descartes (1961) y, a partir de 1956, los numerosos volúmenes de sus Cuadernos.






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