viernes, 15 de septiembre de 2017

IDEA DE LA PROSA (3)






































          Es un hecho sobre el cual nunca se reflexionará lo suficiente que ninguna definición del verso es del todo sa­tisfactoria, salvo aquella que acredita su identidad respecto de la prosa a través de la posibilidad del enjambement  (1). Ni la cantidad, ni el ritmo, ni el número de las sílabas -todos elementos que pueden darse también en la prosa- brindan, desde este punto de vista, una diferenciación que alcance: pero sin dudas es poesía el discurso en el cual puede opo­nerse un límite métrico a un límite sintáctico (todo verso en el cual el enjambement no se halla de veras presente será, pues, un verso con enjambement cero), y prosa, aquel discurso en el cual esto no es posible.
           Hay poetas -Petrarca es su precursor- en quienes el enjambement cero constituye la regla, y otros -Giorgio Caproni está entre ellos- en quienes el grado marcado tiende, en cambio, a prevalecer. En las últimas composi­ciones de Caproni, sin embargo, esta tendencia se extrema hasta lo inverosímil: el enjambement devora entonces al verso, que se reduce a esos únicos elementos que permiten atestiguar su presencia: es decir, a su específico núcleo di­ferencial, dado que el enjambement encarna, en el sentido que se ha visto, el rasgo distintivo del discurso poético. Citamos de una poesía muy reciente:

.......La porta
Bianca...
La porta
che, dalla trasparenza, porta
nell'opacità...
La porta condannata...

          La consistencia métrica tradicional del verso aquí esta drásticamente contraída, y los puntos suspensivos, tan característicos del último Caproni, se emplean justamente para signar la imposibilidad de desarrollar el tema métrico del verso más allá de su núcleo constitutivo (que -y esta no es una observación trivial, aunque, después de todo lo que se ha dicho, se da por descontada- se encuentra no al principio, sino in fine, en el punto de la versura -2-), asi como, en el adagio del quinteto de Franz Schubert op. 163, de cuya enseñanza Caproni hace buen uso, el pizzicato remarca en cada ocasión la imposibilidad, para los arcos, de formular acabadamente una frase melódica. No por esto la poesía deja de ser tal: una vez más, el enjambement, a diferencia del blanco de Stéphane Mallarmé, que anexó la prosa al campo de la poesía, es condición necesaria y suficiente de la versificación.
          ¿De qué se trata, entonces, el enjambement como para que le sea conferido semejante poder de las claves sobre los metros de la poesía? El enjambement exhibe una no-coincidencia y una desconexión entre el elemento métrico y el elemento sintáctico, entre el ritmo sonoro y el sentido, como si -contrariamente a un difundido pre­juicio, que considera la poesía el lugar de una lograda y perfecta adhesión entre sonido y sentido-, aquella viviera, por el contrario, únicamente de la íntima discordancia3 entre esos dos elementos. El verso, en el acto mismo en el cual, rompiendo un nexo sintáctico, afirma su propia identidad es, no obstante, irresistiblemente atraído a enarcarse4 sobre el verso sucesivo, para asir eso que ha arrojado fuera de sí: insinúa un paso de prosa con el gesto mismo que demues­tra su versatilidad. En este arrojarse de cabeza al abismo del sentido, la unidad puramente sonora del verso trans­grede, con su propia medida, también su propia identidad.
          El enjambement de ese modo ilumina la andadura origi­naria, ni poética ni prosaica, si no, por decirlo así, en bustrófedon (5), de la poesía: la esencial prosimetricidad de todo discurso humano, cuyo precoz testimonio en los gathas del Avesta o en la satura latina da fe del carácter no episódico de la propuesta de la Vita nuova en los umbrales de la Edad Moderna. La versura que, si bien en los tratados de métrica no es nombrada, constituye el meollo del verso (y cuya exposición es el enjambement), es un gesto ambiguo, que se desarrolla al mismo tiempo en dos direcciones opuestas, hacia atrás (verso) y hacia delante (prosa). Ese vaivén, esta sublime vacilación entre el sentido y el sonido, es la herencia poética que el pensamiento debe resolver. Para recoger su legado, Platón, dado que rechazaba las formas tradicionales de la escritura, fijó la mirada sobre aquella idea del lenguaje que, de acuerdo al testimonio de Aristóteles, no era, para él, ni poesía ni prosa, sino el punto medio entre ellas.



1 Encabalgamiento o corte de versos (en traducción aproximada del administrador del blog).
2 Término italiano (en especial de Italia meridional) que significa tanto e lugar como el momento en que da vuelta el arado para hacer el próximo surco [N. del T.].
3 El autor emplea aquí la palabra discordo, arcaísmo y término literario por “desacuerdo” [disaccordo] o “discordancia” [discordanza)  (N. del T.)
4 En italiano la palabra inarcatura (aquí Agamben usa el verbo inarcare) en métrica significa, precisamente, enjambement [N. del T.J.
5 Escritura de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, alternativamente, empezando cada línea donde termina la anterior (N. del Administrador del blog)




                                         IDEA DE LA VERDAD


           Gershom Scholem en una oportunidad escribió que hay algo infinitamente desconsolador en la formulación de la ausencia de objeto del conocimiento supremo, que se enseña en las primeras páginas del Zohar y constituye, por lo demás, la lección última de toda mística. En esas páginas, en el límite extremo del conocimiento se encuentra el pronombre interrogativo ¿Qué? (Mah), más allá del cual ya no hay respuesta posible. “Cuando un hombre interroga, intentando discernir y conocer paso por paso hasta lo último, alcanza el ¿Qué? Es decir: has compren­dido ¿Qué?, has visto ¿Qué?, has buscado ¿Qué? Pero todo sigue siendo tan impenetrable como al principio”. No obstante, más íntimo y oculto resulta, según el Zohar, el otro pronombre interrogativo, que signa el límite superior de los cielos: ¿Quién? [Mí). Si ¿Qué? es la pregunta que indaga sobre qué cosa (el quid de la filosofía medieval), ¿Quién? es, en efecto, la pregunta que interroga el nombre: “Lo impenetrable, lo Antiguo ha creado eso. Y, ¿quién es? Es ¿Quién?... Puesto que es, a la vez, objeto de pregunta indevelable y cerrado, se lo llama ¿Quién? Más allá, ya no hay otras preguntas... Existente e inexistente, impenetrable y cerrado en el nombre, no tiene otro nombre más que ¿Quién?, aspiración al develamiento, a ser llamado con un nombre”.
          Desde luego, cuando alcanza el límite del ¿Quién?, el pensamiento ya no tiene objeto, experimenta la ausencia de un último objeto. Pero esto no es desconsolador o, más bien, lo sería sólo para un pensamiento que, al confundir una pregunta con otra, continuara preguntando ¿Qué? allí donde no sólo no hay respuestas, sino que tampoco hay más preguntas. Sería de veras desconsolador que el conocimiento último tuviera todavía la forma de la objetualidad. Precisamente la ausencia de un último objeto del conocimiento nos salva de la tristeza sin remedio de las cosas. Toda verdad última que pudiera ser formulada por medio de un discurso objetivante, aunque fuera tam­bién en apariencia feliz, tendría a la fuerza, por destino, el carácter de una condena, de un estar condenados a la verdad. La deriva hacia esta definitiva clausura de la verdad es una tendencia presente en todas las lenguas históricas —tendencia a la que la poesía y la filosofía se oponen con obstinación-, y en la cual, por el contrario, encuentran alimento tanto el poder significante de los lenguajes humanos como la ineluctable muerte de estos. La verdad, la aper­tura que, conforme un hóros platónico, es propia del alma, se fija, mediante el lenguaje y en el lenguaje, en un último, inmutable estado de cosas, en un destino.
           Es de este pensamiento que Friedrich Nietzsche intentó salvarse a través de la idea del eterno retorno, a través del sí dicho en el instante más atroz, cuando la verdad parece cerrarse para siempre en un mundo de cosas. El eterno retorno es, de hecho, una última cosa, pero, a la vez, también la imposibilidad de una última cosa: la repetición eterna del cerrarse de la verdad en un estado de cosas es, en cuanto repetición, también la imposibilidad de esta clausura. En la formulación suprema de Nietzsche: el Amor fati.
          Esta monstruosa solución de compromiso entre el des­tino y la memoria, en la cual eso que sólo puede ser objeto de recuerdo (el retorno de lo idéntico) en cada ocasión es entendido como un destino, es la imagen trastocada de la verdad, a la que nuestro tiempo no logra encontrarle solución. Porque la apertura del alma -la verdad- no queda abierta de par en par en un destino infinito ni se encierra en la eterna repetición de un estado de cosas, sino que, en su abrirse en un nombre, ilumina únicamente la cosa y, cerrándose en ella, estrecha sin embargo su propia apariencia, recuerda el nombre. Esta difícil encrucijada entre don y memoria, entre una apertura sin objeto y eso que sólo puede ser objeto, es la verdad en la cual, según el autor del Zohar, el justo habita: ¿Quién?  es el límite superior del cielo, ¿Qué?, el límite inferior. Jacob recibe ambos en herencia: huye de un límite al otro, del límite inicial ¿Quién? al límite final ¿Qué? y se mantiene en el medio”.




                                        IDEA DE LO INMEMORIAL


           Cuando despertamos, sabemos, a veces, que en el sueño hemos visto la verdad con una claridad tan palpable que quedamos totalmente satisfechos. Se nos muestra en algunas ocasiones una escritura que de golpe descubre el secreto de nuestra existencia; en otras, una sola palabra, acompañada de un gesto imperioso o repetida en una cantinela pueril, ilumina como un relámpago todo un paisaje de sombras entregando cada detalle a su reencontra­do y definitivo aspecto.
          Al despertar, sin embargo, aun si recordamos con nitidez todas las imágenes del sueño, esa escritura y esa palabra han perdido su fuerza para producir verdad; con tristeza, las miramos desde todos los ángulos, ya sin su encanto, y no logramos comprender su portento. Tenemos el sueño, pero de él nos falta inexplicablemente lo esencial, que ha permanecido sepultado en aquella tierra a la cual, despiertos, ya no tenemos acceso.
          Una que otra vez llegamos a tiempo para observar aquello que empero debería sernos por completo eviden­te, es decir, que en vano creemos que el secreto del sueño está en otro lugar o en otro tiempo. El sueño existe como un todo para nosotros en el instante en que, al despertar, produce un destello en nuestra mente. El mismo recuerdo que el sueño nos ha dado también nos ofrece la falta que lo aflige: un solo gesto los contiene a ambos.
          Una experiencia análoga sucede en la memoria invo­luntaria. Aquí el recuerdo, que nos restituye la cosa olvi­dada, la olvida en cada oportunidad, y este olvido es su luz. De aquí, no obstante, que se materialice en nostalgia: una nota elegiaca vibra con tanta tenacidad en el fondo de toda memoria humana, que, en el límite, el recuerdo que nada recuerda es el recuerdo más fuerte.
          Lejos de ver en esta aporía del sueño y del recuerdo un límite y una debilidad, por el contrario, debemos recono­cerla por aquello que es: una profecía que concierne a la estructura misma de la conciencia. Lo que ahora regresa de manera imperfecta a la conciencia no es lo que hemos vivido y, luego, olvidado, sino que, más bien, accedemos, en ese momento, a lo que nunca ha sido, al olvido como patria de la conciencia. Por este motivo nuestra felicidad está empapada de nostalgia: la conciencia contiene en sí el presagio de la inconsciencia y precisamente ese presagio es, antes bien, su perfección. Esto significa que toda atención tiende, en última instancia, a una distracción y que, en su punto extremo, el pensamiento es tan sólo un sobresalto. El sueño y el recuerdo sumergen la vida en la sangre de dragón de la palabra y, de este modo, la vuelven invul­nerable a la memoria. Lo inmemorial, que se precipita de memoria en memoria sin jamás llegar al recuerdo, es en sí mismo inolvidable. Este inolvidable olvido es el lenguaje, es la palabra humana.
          De esa manera la promesa que el sueño formula en su propio incumplirse es la de una lucidez tan potente que nos restituye a la distracción, de una palabra tan realizada que nos devuelve a la infancia, de una razón tan soberana que se comprende a sí misma como incomprensible.




Giorgio Agamben





Giorgio Agamben nació en Roma, Italia,  en 1942. En su juventud asistió a los célebres seminarios de Martin Heidegger en Le Thor. Ha dictado cursos en diversas universidades europeas. Fue director de programa en el Collège International de Philosophie de París. Actualmente, es profesor de Iconología en el Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia.  Entre sus libros se destacan El hombre sin contenido (1970), Estancias: la palabra y el fantasma en la cultura occidental (1977), El lenguaje y la muerte (1982), La comunidad que viene (1990), Homo sacer (1995), Medios sin fin (1996), Lo que queda de Auschwitz (1998) y El tiempo que resta (2000). La editorial argentina, Adriana Hidalgo,  publicó Infancia e historia en 2001 , Profanaciones (cuarta edición, 2013), Lo abierto (segunda edición, 2007), La potencia del pensamiento (2007),  El sacramento del lenguaje (2010), Desnudez (2011), entre otros libros, más  Idea de la prosa, de donde fueron tomados estos textos.





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