miércoles, 13 de septiembre de 2017

LOS MATICES DE LA PERCEPCIÓN





















(a propósito de la poesía de
la entrerriana Delfina Muschietti -
Nota del A.)



          La cuestión de la lírica es, se sabe, al menos desde Petrarca, la cuestión del sujeto, aunque Safo, claro, también lo sabía. Y sabía que la cuestión del sujeto es la cuestión de su disolución. Temas clásicos de la lírica, desde Safo, desde Petrarca: el amor, el paisa­je, la muerte, instancias todas de disolución del sujeto, de riesgo de perderse del sí mismo en lo otro, en el otro1. Tradiciones que, después de pasar por el misticismo, por el romanticismo, perdu­ran: hasta la vanguardia, aunque se modernicen o urbanicen, has­ta la posvanguardia que se embarra o barroquiza. Tradiciones que se complican, que se re-barroquizan, en lo que configuró, propues­tas teóricas o prácticas mediante, la poesía escrita por mujeres2.
          Porque la cuestión del sujeto es también la causa perdida de las mujeres ante el lenguaje3. Por eso si, como ha afirmado Walter Mignolo4, en la lírica de vanguardia el poeta se volatiliza en tan­to hombre y queda convertido en una pura voz que sostiene las palabras en el aire, en la escritura poética de algunas mujeres incluso la voz pierde su unidad y se vuelve protagonista de un doblez, dislocación o disolución que se inscribe en el acto de enunciación.
          Ya lo dijo Roland Barthes: quien habla no es quien escribe y quien escribe no es quien vive. Pero ¿quién vive en la escritura, qué alienta en un poema? Si a partir de la vanguardia histórica el yo-sujeto desaparece como registro del alma-razón unificadora de la experiencia, si entonces el yo estalla y se disuelve, lo que habla en el poema, dice Delfina Muschietti5, es un cuerpo, una materialidad, una serie de fuerzas que se chocan en el espacio- tiempo. Un cuerpo que ha perdido la experiencia de sí (ha sido secuestrado, anulado) y que en la escritura se recupera, intenta palparse y re-conocerse.
          El cuerpo y la escritura se complican cuando los fragmentos recuperan algún segmento de sexo-género mujer. La búsqueda de una identidad, que no puede ya jugarse en la trascendencia sino a lo sumo en la peculiaridad de la operación de montaje llevada a cabo en el cuerpo del poema, afecta no sólo a la cons­trucción de una lengua poética, sino también, y sobre todo, a una deconstrucción de la escritura de sí misma por parte de los otros.
           Cuando esa voz es la voz del sueño que se erige a partir de su propia dislocación, lo que aparece es una casi ubicuidad exaspe­rada del yo que se desarrolla con la precisión irritada de unos ojos dañados por la luz excesiva del mediodía y se refugia en la oscuridad del poema que circula por los misteriosos caminos de lo imaginario. Ahí la voz misma está quebrada, desdoblada, des­leída. Como Delfina Muschietti no abandona nunca en su escri­tura la estela de los desplazamientos de Gradiva, los pasos de Zoé marcan, leves e indelebles al mismo tiempo, los itinerarios del sueño, desde la pesadilla sonámbula contada por la voz de la madre hasta “el perfecto cielo de la infancia” (“Junio (2)”, El rojo Uccello).
          El sujeto que escribe concentrado en el hilo vacilante de la voz, que es también el hilo vacilante de la mirada, que es el ritmo alternante del poema (con versos de longitudes tan variadas que llegan a fundirse con la prosa), a partir de su no pertenencia se expande hacia lo otro, texto, cuerpo ajeno, paisaje, o menos, fra­gancia, color, luces mutantes (“En un pliegue del aire el puro silencio. Permanecer despegada en este eco transparente: mi es­palda atenta al murmullo invisible del agua y al movimiento de las motas en el polvo celeste”, “Octubre (1)”)» y se contrae hacia el detalle, lo mínimo (“Allí persistimos también: en el delicado pétalo blanco que se abre a una sostenida fragancia”, “Marzo”) y aún lo cotidiano, que restituye la escena de la lectura al escenario del poema (“tu voz en el suspenso de las tardes, leyéndome” (“Enero”)).
          El poema se configura entonces como cuerpo vivo, porque late, pero sobre todo porque respira. Es el aire exhalado lo que constituye el ritmo, de la respiración, de la lectura, pero es más que nada lo que intercede, lo que media la relación del cuerpo con el mundo en un espacio indecidible en su pertenencia, por­que el aire ¿pertenece al cuerpo o al mundo?, ¿es el paisaje que penetra o es el soplo del cuerpo que modifica la inmovilidad bri­llante de las hojas? Con el “cuerpo suspendido en eso que flota sin fin en el aire de noviembre” (“Noviembre (2)”) el aire se con­vierte en el espacio mismo del poema (“Volver a escribir. Volver a respirar”, “Julio (2)”), en el que el sujeto se experimenta, en el que el alma vuelve a ser lo que fue una vez: el hálito, el aliento, lo que se intercambia amorosamente entre los cuerpos.
          Porque se realiza de alguna manera, sutil y profunda, eso que algunas teóricas del feminismo llamaron “escribir con el cuerpo” o “desde el cuerpo”. En los poemas de Olivos, donde aparecen tramados íntimamente, como no podía ser de otra manera, amor, dolor, cuerpo, palabra y ausencia, lo que se construye es la me­moria del cuerpo. Memoria del cuerpo propio (el cuerpo de la niña) siempre en definitiva cuerpo-otro (lo que se sintió el in­vierno, el verano pasado, el pasado amor, vistos ahora con extrañeza), y memoria del cuerpo del otro, su tacto, su calor, tatuados por esa fuerza del amor que graba su forma como para siempre cuando “hace quince días apenas / no la conocía”, ahora en el trasluz de la ausencia, como vacío en el cuerpo propio: el amado que abandona, los hijos que crecen y toman en su cuerpo, repeti­ción y diferencia, la forma del cuerpo de los padres.
         Hay también una sabiduría del cuerpo que consiste en “saber­lo / sin necesidad de pensamiento”, una inmediatez cuerpo-sen­sación, que concita toda su red compleja de afectos y conceptos en delicados e inextricables matices y claroscuros, que como

una onda expansiva
recubre cada objeto
una silueta de luz velada
lumínica en la oscuridad
(“de saberlo...”)

Es también el cuerpo sin límites de la enamorada, de la que se funde con el paisaje, de la que contempla, de la que da a luz, estados que llevan fuera de sí misma y ayudan a construirse “un cuerpo desbordado/negándose a su propio límite/ imprevisible”.
          Reverberan en Olivos, trabajados como resta, por elipsis y re­ticencias (lo opuesto en el estilo) algunos tópicos del Barroco amoroso bajo la forma de la mutua implicación de los pares de opuestos, pero como si el trabajo del poema fuera poner en foco lo difuso, o tomar en consideración lo fuera de foco. Reflexiona así sobre la imagen: sus componentes fotográficos de luz y som­bra, sus elementos pictóricos de línea y color, fondo y forma, sus componentes escénicos de actores y decorados. Pero también la imagen funciona como un beso, “un desprendimiento fugaz del universo / suspendido en el espacio”, el centro mismo del poe­ma, núcleo placentero y doloroso a la vez del recuerdo y la aluci­nación.
          Si de algo no cabe duda es de que el sujeto que se explora en los poemas es un sujeto amoroso (que “ejercita / amorosamente / su propio vacío”), enamorado diría Barthes6, perdido en la práctica afanosa de una escucha perfecta que hace resonar lo que se aprende con el cuerpo, la pura percepción que deja al sujeto, pre­dispuesto desde su vacío, profundamente afectado. La pureza de esta escucha-contemplación se excede a sí misma por el revés de lo insignificante que desata sus múltiples sentidos y tensa el arco desde el placer hacia el dolor. Así la luz, que da nacimiento al color (al rojo del Uccello) y permite la expansión de la mirada, así el poema, que permite la expansión de la voz como un volar de pájaro asido a su fuga, y por tanto son celebrados en sus cre­púsculos variados, en sus mutaciones más ligeras, pueden llegar a ser insoportables: “mi abituo poco a poco a sopportare la luce” (“Febrero (1)”) porque “Todo animal el fino instinto de la luz, / esa precisa elección de la penumbra” (“Septiembre”).
          En la genealogía de los poetas que asumen el riesgo de some­terse a lo desconocido (de sí mismos, del lenguaje, de una ima­gen que los rapta, de la arborescencia de los objetos que mudan en el vapor de la tarde), de los que se lanzan a vivir en el desor­den que instaura la diferencia en el lenguaje, que como la herida de amor es una abertura por la que el sujeto fluye constituyéndo­se como sujeto en este fluir mismo, la poeta inscribe su escritura en la línea de la búsqueda del tiempo perdido, se encierra en la apertura infinita del horizonte, del paisaje, del poema, para escri­bir el tiempo sustraído, la suspensión del sujeto en la espera del deseo en que ya no es casi ni sujeto, en un ejercicio de invención y de memoria.
          La instantaneidad hipnótica del cuadro, compuesto “con el pre­ciso movimiento / de los sueños”, hecho en la anamnesis de ras­gos insignificantes, como si el recuerdo fuera sólo recuerdo del tiempo, del transcurso, de las modulaciones de la luz en una voz que lee al borde del atardecer en el campo, un gasto puro como un perfume sin soporte, al modo del haikú japonés, participa de lo irrecuperable, de lo que no tiene destino (“¿por qué amar aho­ra lo que desaparece?”, “Octubre (1)”). Se descubre en lo trivial lo nunca visto, la plenitud de la inmediatez sustraída del trans­curso aunque ella misma sea un transcurrir, y se transfigura en la voracidad del sujeto que deja huellas de la velocidad en el detenimiento de una percepción que busca ser compartida, un “tácito acuerdo en la contemplación” (“Marzo”).
          Entonces, con la lógica de los sueños y la mecánica del zapping una cabecita rubia se transforma en una morocha, una mujercita en un hombrecito, Olivos en Entre Ríos, la Villa Recchi y una esquina descripta por Pasolini. Lo que permite también superpo­ner sin hilación temporal ni relación de causa a efecto la niña a la adolescente a la mujer para contar una historia o varias de en­cuentros y de pérdidas, de amores, desamores y traiciones, la his­toria también de una “aparecida”: la Delfi.
           Sueños en los que aparecen carteles rituales que como luces de neón brillando en una calle desconocida dan órdenes en un idioma extraño, carteles como mandatos incomprensibles o da­ñinos que permanecen como un cuerpo siempre ajeno que incrusta su extrañeza en el cuerpo del poema, en el relato del sue­ño, pero que, al imponerse, alientan el ritmo del poema.
          La imagen se repite como un rito que no permite conocer el final de las historias, o justamente porque no se conoce el final retorna como un fantasma, hecho imagen o palabra o frase, visto- escuchado, casi al azar, y funciona como piedra de toque del poe­ma y de la vida; ese acting out determinado por el secreto que hay escondido en toda familia. Y entonces el poema es esa apari­ción, y es la posibilidad de respuesta a la pregunta “si será posi­ble escapar del humo que sale por la hendija finísima de la grie­ta”. Y sí, ese secreto, ese detalle que siempre estuvo ahí pero nunca se vio, nunca se pudo ver, es lo que atrapa y expone, casi con asombro, el poema vuelto cámara de resonancia y sobre todo cámara fotográfica. El poema capta entonces el motivo central del fotograma, lo que se quiere decir, pero también aquella rama, aquella sombra del que fotografía, aquella pared descascarada más allá, lo que el ojo del fotógrafo no vio al capturar su imagen de deseo pero la cámara revela al capturar lo real desde las posi­bilidades técnicas, lo que nunca se dijo y siempre estuvo sin em­bargo ahí, lo que la fotografía revelará, implacable, esa llave in­accesible de la historia que lleva al centro de la angustia por la indeterminación de sí: “no sabré nunca por qué”, “jamás seré cierta”.
         Por eso su figura es la del retomo, como “esos pantalones de los 70 / que vuelven a usarse hoy”, escribe en la estela de la repe­tición y la diferencia, el pequeño deslizamiento que va de una copia a otra, como cuando dice “soñé que no sabía cuál era mi casa /... / soñé que Esteban se desprendía de mi mano / ... / soñé que me sentía solo / ... / soñé que mi padre se moría otra vez” (Olivos).
          Esta escritura fotofóbica se asombra ante la persistencia de lo muy pequeño y tal vez por eso se propone minorizando lo que ya es menor: no es casi ni poema, sólo la leve y como al pasar ins­cripción de un diario íntimo la que organiza los títulos y la dispo­sición de las inscripciones en Enero. La brevedad oculta, tras su aparente inocencia, el trabajo sutil de lo que roza con un gesto como de ala. La que se esconde para no ser vista tras un lengua­je oscuro a fuerza de transparencia exige la relectura, la mira­da al trasluz, para que sea posible el juego de su insoportable levedad.
         Con un procedimiento que tiende a la vez a la paleografía y a la adivinación el trabajo de desciframiento de lo que está escrito (inscrito en el cuerpo como una letra obstinada en su retomo, como un tatuaje) es al mismo tiempo una reinserción, un injerto y una reescritura ofrecida hacia adelante, hacia sus futuros deve­nires. El poema cita entonces, deliberadamente fuera de contex­to, palabras e imágenes de la cultura (Uccello, Magritte, Miguel Angel, Kafka, Freud, Proust y por detrás, siempre J. L. Ortiz), con lo que introduce a un tiempo un itinerario de resonancias, de brumas de sueño propio que bordean al sujeto escribiente, y la complicidad del otro, invitado sin cesar a repetir lo irrespetuoso del procedimiento de la cita doblemente desautorizada (tampoco lleva el nombre del autor) que aúna el sacrificio a la ofrenda.
          La religión del sujeto, al mismo tiempo ligazón con el otro (lo otro) y desprendimiento de sí, supera el solipsismo autorreferencial de cierta poesía, y alcanza al asimiento del lector en tanto sujeto otro, en su obstinación que es también una capacidad de deslizamiento.
          Sin embargo, así como Oliverio Girondo festejaba el espacio cerrado del poema por la posibilidad que ofrecía al sujeto de expandirse en devenires diversos (“Los nervios se me adhieren / al baño, a las paredes, / abrazan los ramajes, / penetran en la tierra, / se esparcen por el aire, / hasta alcanzar el cielo”) mientras lamen­taba los límites infranqueables del cuerpo propio (“Cansado. / ¡Sí! / Cansado / de usar un solo bazo, / dos labios, / veinte de­dos”), y así como Alejandra Pizarnik hacía de la escritura una ceremonia fundante (“Toda la noche hago la noche. Toda la no­che escribo. Palabra por palabra yo escribo la noche”) al mismo tiempo que denunciaba el fracaso (la rotura) del lenguaje en su relación con el mundo (“Las palabras / no hacen el amor / hacen la ausencia. / Si digo agua ¿beberé?”), el sujeto simultáneamente expandido y concentrado que circula por los poemas de Delfina Muschietti celebra la intermitencia del lenguaje de la poesía como refugio y desierto para la emergencia de la voz-sueño cuando “disimulada despierto a un sueño absoluto” (“Enero”) al tiempo que se asienta sobre la duda que la deshace a sí misma como escritura, cuando la imposibilidad de comunicación de la percep­ción en el límite del cuerpo ajeno le hace preguntar “¿Qué han visto tus ojos además de los altos cardales? ¿Qué has oído en todo este tiempo, además del croar de las ranas sobre la hierba húmeda?”.
          Una brevedad, extraña y promisoria, anuncia el secreto de los textos de Muschietti, porque subraya un acrecentamiento, un acen­dramiento, en la precisión de la escritura para nominar lo impre­ciso de un espacio intermedio. Es en el “entre” donde se ubican los poemas: entre las estaciones, entre los momentos del día, en­tre el oasis y el desierto, entre la voz y el silencio, entre el sueño y la vigilia, entre el amor y el olvido, zonas de peligro en las que los sujetos y los objetos, descuidadas sus líneas divisorias, se en­rarecen.
          Atenta siempre a la marcación de lo que se desmarca, pero no para fijarlo sino para recalcar, con obsesión irritada, y a la vez encantada, como si ahí se cifrara el secreto de la experiencia, una zona flúo, la escritura de Delfina Muschietti hace des nuances du langage un inventario concomitante aux nuances de la perception. Sin embargo no se trata de una percepción sin más. Como en los sueños, como en la era virtual, las escenas se desmaterializan para transformarse en mises en scène (“los focos de luz como en un set”), espejismos, pantallas ilusorias, o puras fantasías árabes (esos ilusionismos creados por los arquitectos moriscos, verda­deros especialistas en efectos de luz y sonido). Así, la percepción misma es llevada a su límite, sometida a ejercitarse sobre lo ilu­sorio, pero reafirmada en ese mismo acto como potencia.
         Entonces el sujeto, expuesto y a la vez sustraído, retraído has­ta volverse sólo cuerpo, una inmanencia de puro presente, vuelto voz y a su vez, revelado y transformado en cada uno de los senti­dos que palpan, huelen, saborean, “se expande y se extingue”, se explora más allá de sus fronteras, pero se vuelve sobre todo, con las mutaciones propias de la lógica del sueño, su propia razón de ser: una luz iridiscente que respira (“si vibra la luz / suena cae”).
         Al mismo tiempo que se pregunta sobre las relaciones fami­liares y amorosas y las relaciones de dominio-sumisión que las subyacen inscribe su gesto, que es un murmullo y un itinerario. En la huida de Rimbaud hacia África, alejándose del frío, de la madre, lee la poeta el camino de la escritura: con el vacío (el desierto) como centro de gravitación que atrae y fascina (su po­der destructor), y también como motor del acto de escribir (“de­seoso es aquel que huye de su madre”).
         Si el paso del verano al otoño es un cambio en el tacto de las cosas y los cuerpos, es sobre todo un cambio que afecta a la ilu­minación, a la reverberación de lo exterior sobre un paisaje que es siempre, en esta escritura, tanto interior como exterior: un des­apego. Desde allí, desde ese refugio sin techo, que es al mismo tiempo que el oasis el desierto, un refugio contra la memoria (pero que dice la memoria de lo amado vuelta ausencia en el presente) el poema se levanta como una figura a contraluz: algo que se opone a la ferocidad solar, un aliento que envuelve y derrama “el aire del oasis”, un lugar donde errar, que inscribe “un sueño in­cumplido / el Sahara / una eterna promesa / de agua”. Cuando la travesía es una travesía por el desierto la sombra del poema es la única que puede otorgar reposo a una viajera dolorosa y placente­ramente deslumbrada.
         Delfina Muschietti parece escribir a partir de la afirmación de Diderot según la cual “la palabra no es la cosa, sino un brillo por cuyo resplandor se la percibe”, y hace retomar así al lenguaje y al poema al mundo de la percepción, plenitud absoluta y doloro­sa que es confusión con “la pesadilla de la luz” y con la voz del sueño, y es al mismo tiempo, claro, afección y concepción, per­cepción de la cual el poema no puede salir en virtud de su misma materialidad lingüística, es decir, en virtud de su aliento.
         Apenas un murmullo en el costado, la escritura se impone en el susurro, un “hablarse en voz baja como atenuar el mundo y conocerlo, filtrar la luz sobre el cuerpo en breve caricia” (“Julio (2)”), y luego de la disolución en la multiplicidad de las voces propias-ajenas, concluye tímidamente en bastardillas “Helio, it's me” (“Julio (2)”).
          Como cuando era niña, munida de diminutas alas, desde su nido la voz se expande y escribe al mismo tiempo que el llamado la soledad absoluta de la escritura y del sujeto amoroso, el perfil de la ausencia en “la diferencia que restituye y abruma el poema”, dejando su pequeño dibujo brumoso en el aire tatuado por un ausente 7. Allí donde la definió un Balzac visionario: “Ella era entendida y sabía que el carácter amoroso se cifra de algún modo en las cosas sin importancia”.




Anahí Mallol



[1]              Stierle, Kerlheinz. “Identité du discours et transgression lyrique”. En:  Poétique n° 33, 1977. “Le sujet lyrique est un sujet en quête de son identité, sujet qui s’articule lyriquement dans le mouvement de cette quête. C’est pourquoi les thèmes classiques de la poésie lyrique sont précisément ceux dans lesquels l’identité se met enjeu, comme l’amour, la mort, l’intros­pection, l’expérience de l’autre socialement immédiat, et sourtout du pay­sage. (...) Le sujet devient pour lui-même son propre thème généralement dans la mesure où ses relations habituelles avec les instances collectives à partir desquelles le sujet peut se concevoir avant tout comme sujet, sont devenues problématiques, incertaines, douteuses.”
2              Genovese, Alicia. La doble voz.  Poetas argentinas contemporáneas. Buenos Aires, Biblos, 1998.
3          'Existe mucha literatura teórica a propósito de este tema. Para una primera aproximación desde el punto de vista lingüístico se puede consultar: Violi, Patrizia. El infinito singular. Madrid, Cátedra, 1991.
4       Mignolo, Walter. “La figura del poeta en la lírica de vanguardia”.
5     Muschietti. Delfina. “Alejandra Pizarnik: la niña asesinada”. En: Filolo­gía, XXIIV, 1.
6        Barthes, Roland. Fragmentos de un discurso amoroso. Buenos Aires, Siglo XXI, 1991.
7    Realiza de este modo, pone en acto, lo que había definido desde un lugar puramente teórico en el ensayo “La voz del sueño” (introducción a un libro en preparación, publicado fragmentariamente en “La hoja del Ro­jas”, año VIII, n° 67, Dic. 1995), mientras repiensa, pone en movimiento, la lectura sutil de Juan Ele (en: “Poesía y paisaje, exceso e infinito” Ma­drid, Cuadernos Hispanoamericanos, n° 538, abril de 1995), o el análisis de género sobre Alejandra Pizarnik (“La niña asesinada” En: Filología, XXIIV, 1 y otros), al mismo tiempo que reescribe en sus propios poemas la obsesión fotográfica de Pier Paolo Pasolini por la luz y el pomeriggio italianos que ya había destacado en el prólogo a su traducción (Pasolini, La mejor juventud. Traducción, selección y prólogo de Delfina Muschietti, editorial La Marca).



Anahí Mallol. Poeta y ensayista argentina, nació en La Plata, Argentina,  en mayo del 68. Reside en Villa Elisa, provincia de Buenos Aires. Publicó siete libros de poemas: Postdata (Siesta, Buenos Aires, 1998), Polaroid (Siesta, 2001), Óleo sobre lienzo (Chicas de Bolsillo, La Plata, 2004), Zoo (Paradiso, Buenos Aires, 2009, premio del Fondo Nacional de las Artes), Querida Alicia (La Sofía Cartonera, Córdoba, 2012), como un iceberg (Paradiso,  2013, premio del Fondo Nacional de las Artes) y Una ciudad (27 Pulqui/Malisia, Buenos Aires, 2016). Además, es autora del libro de ensayos El poema y su doble (Simurg, Buenos Aires, 2003) sobre poetas argentinos (de donde fue extraído el texto que publicamos). Formó parte del sello editorial Siesta y actualmente integra el equipo de redacción de EXTRA. Lecturas para poetas, revista de poesía y traducción dirigida por Mirta Rosenberg y editada por Bajo la luna. Poemas suyos han sido traducidos al inglés, alemán, francés, portugués e italiano. Colabora con revistas de poesía y de crítica literaria nacionales e internacionales.





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