domingo, 1 de diciembre de 2019

EL CRISTAL DE AMOR




Yo la deseaba resplandeciente de flores, con pequeños vol­canes enganchados en las axilas, y especialmente esa lava como almendra amarga, que se hallaba en el centro de su cuerpo erguido.

También había una arcada de cejas bajo las cua­les todo el cielo pasaba, un verdadero cielo de violación, de rapto, de lava, de tormenta, de rabia; en suma, un cielo absolutamente teologal. Un cielo como un arco er­guido, como la trompeta de los abismos, como la cicu­ta bebida en sueños, un cielo contenido en todos los fras­cos de la muerte, el cielo de Eloísa sobre Abelardo, un cielo de enamorado suicida, un cielo que poseía todas las furias del amor.

Era un cielo de pecado protestatario, un pecado suspendido en el confesional, de esos pecados que recar­gan la conciencia de los sacerdotes, un verdadero pecado
teologal.

Y yo la amaba.

Ella era una criada, en una taberna de Hoffmann, pero una criada lamentable y crapulosa, una criada lamentable y crapulosa y mal lavada. Llevaba los platos, ponía las cosas, en su lugar, hacía las camas, barría los cuartos, sacudía los doseles de las camas y se desvestía delante de su tragaluz, como todas las criadas de todos los cuentos de Hoffmann.

En esa época yo dormía en una cama calamitosa cuyo colchón se tendía todas las noches, se abarquillaba ante ese avance de ratas vomitadas por los reflujos de los malos sueños, y que se achatan al salir el sol. Mis sábanas olían a tabaco y orgullo, y a ese olor nauseabundo y de­licioso recubierto por nuestros cuerpos cuando nos pre­ocupamos por olerlo. En suma, eran verdaderas sábanas de estudiante enamorado.

Empollaba una tesis espesa, torpe, sobre los abor­tos del espíritu humano en esos umbrales agotados del alma hasta donde no llega el espíritu del hombre.

Pero la idea de la criada me trabajaba mucho más que todos los fantasmas del nominalismo excesivo de las cosas.
La veía a través del cielo, a través de los cristales hen­didos de mi cuarto, a través de sus propias cejas, a través de los ojos de todas mis ex amantes, y a través del cabe­llo amarillo de mi madre.

Ahora bien, estábamos en la noche de San Silvestre. El trueno tronaba, los rayos avanzaban, la lluvia seguía su camino, los capullos de los sueños balaban, las ranas de todos los estanques croaban; en suma, la noche hacía lo que tenía que hacer.

Ahora necesitaba encontrar una manera de abocar­me a la realidad... No era suficiente estar abocado a la re­sonancia oscura de las cosas, y por ejemplo oír hablar a los volcanes, y vestir al objeto de mis amores con todos los encantos de un adulterio anticipado, por ejemplo, o ton todos los horrores, basuras, escatologia, crímenes, en­gaños que se relacionan con la idea del amor; simplemen­te necesitaba encontrar la manera de llegar directamente a ella, vale decir, y ante todo, de hablarle.

De pronto se abrió la ventana. En un rincón de mi cuarto vi un inmenso juego de damas sobre el que caían los reflejos de una multitud de lámparas invisibles. Cabezas sin cuerpos hacían rondas, tropezaban, caían como bolos. Había un inmenso caballo de madera, una reina de mor­fina, una torre de amor, un siglo venidero. Las manos de Hoffmann empujaban los peones, y cada peón decía: NO LA BUSQUES AHÍ. Y en el cielo se veían ángeles alados y hol­gazanes. Por lo tanto, dejé de mirar por la ventana y de tener la esperanza de ver a mi criada querida.

Entonces sentí unos pies que terminaban de aplas­tar los cristales de los planetas, justo en el cuarto supe­rior. Unos suspiros ardientes atravesaban el piso, y oí el aplastamiento de una cosa suave.

En ese momento, todos los platos de la tierra se pusieron a rodar y los clientes de todos los restaurantes del mundo partieron en persecución de la criadita de Hoffmann; y se la vio corriendo como una condenada; después pasó Pierre Mac Orlan, el remendón de botines absurdos, empujando una carretilla por el camino. A con­tinuación venía Hoffmann con un paraguas, luego Achim d’Arnim, luego Lewis, que caminaba transversalmente. Por último se abrió la tierra y apareció Gérard de Nerval.
Él era más grande que cualquier otra cosa. También
había un hombrecito que era yo.

-Pero tenga muy en cuenta que no está soñando -me decía Gérard de Nerval-, por otra parte aquí está el canónigo Lewis, que de esto sabe un monton: Lewis, ¿se atrevería a sostener lo contrario?
-No, por todos los sexos barbudos.
Son estúpidos, pensé, no vale la pena que se los considere como grandes autores.
-Por lo tanto -me decía Gerard de Nerval-, todo eso está relacionado. La metes en una ensalada, te la comes con aceite, le sacas la cascara sin vacilar, la criada es mi mujer.

Ni siquiera conoce el peso de las palabras, pensé.
—Perdón, el precio, el precio de las palabras —me sopló mi cerebro, que de eso también sabía un montón.
—Silencio, cerebro —le dije—, todavía no estás lo bastante vitrificado.

Hoffmann me dijo:
-Vayamos al grano.
Y yo:
—No sé cómo abocarme con ella, no me atrevo.
-Pero ni siquiera tienes que atreverte -objetó Lewis-, Lo conseguirás transversalmente.
—¿Transversalmente, pero a qué? -repuse yo-. Porque por el momento la que me atraviesa es ella.

Pero desde el momento en que te dicen que el amor es oblicuo, que la vida es oblicua, que el pensamien­to es oblicuo, y que todo es oblicuo. La TENDRÁS CUAN­DO NO PIENSES EN ELLA.

Escucha, ahí arriba. ¿No oyes la complicidad de esos puentes de indolencia, el encuentro de ese montón de inefable plasticidad?
Yo sentía que mi frente estallaba.
Al final comprendí que se trataba de sus senos, y comprendí que se reunían, y comprendí que todos esos suspiros se exhalaban del propio seno de mi criada. También comprendí que ella se había acostado en el piso de arriba para estar más cerca de mí.
La lluvia siguió cayendo.

En la calle se escucharon unas coplas de una estupidez espantosa:

Con mi chica es un chiste
Cuando comemos alpiste (bis)
Porque somos pájaros
Porque somos pájaras
Con mi chica es un chiste
Palomita en su balcón
Todo el sudor de la damisela
No vale lo que la ciruela
De su amorosa adoración.

Cerdos estúpidos, me puse a gritar mientras me in­corporaba, están ensuciando el espíritu mismo del amor.
La calle estaba vacía. Sólo estaba la luna, que se­guía con sus murmullos acuáticos.
¿Cuál es el mejor colgante, cuál la joya más bella,
cuál la almendra más sabrosa?
Ante esa visión sonreí.
Ya ves, ¡no es nada del otro mundo!, me dijo.

No, no era nada del otro mundo, y mi criadita es­taba en mis brazos.
—Desde hace tanto tiempo, tanto tiempo —me dijo—, que te deseaba.

Entonces fue el puente de la noche total. La luna volvió a subir al cielo, Hoffmann se escondió en su sótano, todos los comensales recuperaron su lugar, no hubo más que el amor: Eloísa el abrigo, Abelardo la tiara, Cleopatra el áspid, todas las lenguas de la sombra, todas las estrellas de la locura.
Fue el amor como un mar, como el pecado, como la vida, como la muerte.
El amor bajo las arcadas, el amor en el estanque, el amor en una cama, el amor como la hiedra, el amor como una oleada.
El amor tan grande como los cuentos, el amor como la pintura, el amor como todo lo que es.
Y todo eso en una mujercita tan pequeña, en un corazón tan momificado, en un pensamiento tan restringido, pero la mía pensaba por dos.

Desde el fondo de una embriaguez insondable se desesperaba repentinamente un pintor atacado de vértigo. Pero la noche era más bella que todo. Todos los es­tudiantes volvieron a su habitación, el pintor recuperó sus cipreses. Una luz de fin del mundo llenó poco a poco mi pensamiento.
Pronto no hubo otra cosa sino una inmensa mon­taña de hielo sobre la cual colgaba una cabellera rubia.



(de: El arte y la muerte y otros escritos, 1929)
-Edición no  Bilingüe-

Antonin Artaud

(Traducción: Victor Goldstein)

Antonin Artaud (Marsella, 1896 - Ivry-sur-Seine, 1948) Poeta, ensayista, actor y director de teatro francés, fundador del teatro de la crueldad. En 1910 publicó sus primeros versos bajo el seudónimo de Louis des Attides. Terminó sus estudios en 1914 y al año siguiente ingresó en una clínica mental en la Rouguière, cerca de Marsella, por padecer fuertes dolores de cabeza crónicos originados a partir de una grave meningitis que sufrió a la edad de cinco años. En 1920 sus padres lo llevaron a París y conoció al psiquiatra Edouard Toulouse, fundador de la revista científico-literaria Demain, para la cual escribió y trabajó como secretario de redacción. Posteriormente estudió actuación en el Théâtre de l'Oeuvre bajo la dirección de Lugné-Poe, y luego se vinculó con Charles Dullin, que acababa de fundar el Théâtre de l´Atelier, en el que participó como actor y realizador. En 1923 entró en contacto con R. Desnos y A. Breton, y se adhirió de inmediato a los principios del grupo surrealista, convirtiéndose en uno de sus principales miembros. Dirigió la "Central de Investigaciones surrealistas" y participó activamente en la revista La Révolution Surréaliste hasta su ruptura con Breton en 1926, época en que fue expulsado del movimiento junto a P. Soupault, acusados de "desviacionismo literario". Con Roger Vitrac y Robert Aron, fundó el Teatro Alfred Jarry, que entre 1926 y 1930 realizó producciones experimentales como su obra Vientre quemado o la madre loca (1927); y participó, como actor cinematográfico, en las películas Napoleón (1927), de Abel Gance, y La pasión de Juana de Arco (1928), de Carl T. Dreyer. En 1932 escribió Teatro de la crueldad, manifiesto publicado por la Nouvelle Revue Française en su número 229, donde afirmó las bases de lo que posteriormente será El teatro y su doble (1938), su principal obra crítica, y que junto a Ubu rey, de Jarry, representa la síntesis del drama vanguardista del siglo XX. En su teoría, le asigna al teatro la función de destruir los valores culturales artificiales, impuestos por siglos de dogmatismo racionalista, y propone volver al ritual primitivo para reflejar la verdadera realidad del alma humana y las condiciones en que vive: "el drama de crueldad". Entretanto había publicado una colección de ensayos, una novela (Le Moine, 1931) y Heliogábalo o El anarquista coronado (1934). El estreno de su tragedia Los Cenci, inspirada en Stendhal y en Shelley, constituyó un rotundo fracaso (1935) y determinó en el autor el abandono definitivo del teatro. En 1936 se embarcó a México, donde dio una serie de conferencias para luego convivir durante meses con los indios tarahumaras, de cuya experiencia data un conjunto de artículos y notas que dio origen a Viaje al país de los tarahumaras. Volvió a la patria y en 1937, ya con la salud muy quebrantada, hizo un viaje a Irlanda; su extremada pobreza le obligó a abandonar Dublín al poco tiempo. Durante el viaje de regreso sufrió un acceso de locura y, desembarcado en Le Havre, fue internado en el asilo de esta ciudad (1937). De ahí arranca el penoso calvario del autor: sucesivamente trasladado a varios asilos, fue a parar por fin a Rodez (Aveyron), donde permaneció hasta 1946. Tras diez años de internamiento, lo encontramos de nuevo en París; allí pudo darse cuenta de que no era un desconocido. En efecto, en 1938 había visto la luz una colección de sus ensayos sobre teatro bajo el título de El teatro y su doble, obra cuyo éxito perduraba todavía. La aparición de sus Lettres de Rodez (1946) aumentó aún su prestigio. Alentado por la viva simpatía de que es objeto, Artaud da a las prensas su gran libro Van Gogh, el suicidado por la sociedad (1947). A continuación vieron la luz diversos textos, en su mayoría publicados después de la muerte del autor: Artaud le Momo, Ci-Git, Vie et Mort de Satan le Feu y Para acabar de una vez con el juicio de Dios (1948). Poeta maldito en toda la acepción de la palabra, Antonin Artaud ganó en cierta manera la inmortalidad con su resistencia al mundo exterior. Visionario cuyos textos queman como el vitriolo, su humanidad está por encima de su obra; ésta hace pensar en los fragmentos de una tragedia perdida.


IMAGEN : Artaud , en su papel para 'La pasión de Juana de Arco' de Dreyer.




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