sábado, 19 de diciembre de 2020

LA BIOGRAFÍA Y EL POETA

 














 

 

          Quiero hablar sobre la relación de cierto tipo de poemas con una tendencia actual de la biografía literaria y plantear ciertas cues­tiones que creo que deberían interesar a lectores y escritores con respecto a esa relación y sus implicaciones. El tipo de biografías en las que estoy pensando son aquellas que exploran y revelan todo cuanto en la vida del sujeto resultaba dudoso, escandaloso o sensacional. Tales relatos de las vidas de los poetas son populares y los leen miles de personas que no son lectores habituales de poesía: los esqueletos extraídos del armario del poeta (en algún caso con la complicidad de sus herederos y de los psiquiatras) les resultan a esos lectores, al menos en apariencia, mucho más absorbentes que sus poemas; y si se deciden a leer también los poemas, a menudo lo hacen por la propia curiosidad morbosa provocada por la biografía.
          Los escritores de lo que se ha llamado poesía «confesional» -poesía que con voluntariedad hace públicas, a menudo con ima­ginería enfática y sorprendente, experiencias y percepciones que en otro tiempo se consideraban privadas- no son los únicos poe­tas cuyas vidas son investigadas de esa manera, pero los poemas «confesionales» parecen alentar tácitamente la pauta. Si el autor estaba dispuesto a revelar intimidades, ¿no tiene el biógrafo, en consecuencia, permiso para hacer lo mismo? Esta pregunta con­duce a otras e indica, creo yo, que necesitamos aprender a discri­minar mejor entre obras de arte que, aunque a veces contengan revelaciones, mantienen la integridad estética, y obras que, en todo o en parte, son manifestaciones de exhibicionismo. (Cuando en este caso se tocan experiencias similares a las del lector, la distinción puede resultar más difícil, porque el contenido será innegablemente emotivo; en lectores que no hayan tenido expe­riencias análogas, ese contenido puede provocar piedad o com­pasión empática). Antes de entrar en este asunto, sin embargo, ocupémonos del de la biografía.
          Al considerar la naturaleza de la biografía (y me limitaré a las biografías de poetas, aunque obviamente puede aplicarse de igual forma a las demás) necesitamos reflexionar sobre su función o funciones. En primer lugar, debemos suponer que la obra creativa del sujeto es de tal condición que se hace precisa una biografía; o bien que su relación con un movimiento o con otros escritores importantes o alguna otra razón histórica o sociológica similar lo hacen digno de tal trabajo. En segundo lugar, debemos pregun­tarnos si se pretende que el libro sea una obra de referencia, en la cual, al consultar los imprescindibles índice y cronología, po­damos encontrar fechas y hechos relativos a la obra del sujeto. Si el sujeto intercambiaba ideas con X, Y o Z, o estaba influido por ellos; o en qué fecha se compuso cierto poema y si existe una versión anterior... Este tipo de información podría facilitar nues­tra comprensión de los propios poemas. Y, en tercer lugar, si la biografía pretende, mediante el uso de cartas, diarios, entrevistas y las propias impresiones y opiniones del biógrafo, describir los procesos mentales del poeta, su presencia física, su personalidad, historia médica y experiencias sexuales, debemos preguntarnos si esta información «confidencial», como los «hechos desnudos» de las obras de consulta bien indexadas, añade valor a lo que re­cibimos de la propia obra creativa del sujeto. Es natural que si disfrutamos de la obra, o pensamos que es importante, sintamos algún interés por la persona que la creó. Pero no sabemos prác­ticamente nada de la vida de Shakespeare, y lo poco que se sabe no puede verificarse; ¿acaso los millones de personas a las que han impresionado sus obras se sentirían enriquecidas de manera más profunda si cada episodio de su vida pudiera documentarse al aparecer antiguos papeles escondidos? No lo creo. Aun así, hay biógrafos que verdaderamente instruyen y deleitan.
          Un ejemplo de una excelente biografía que combina dos fun­ciones es la Vida de Keats, de Walter Jackson Bate. Además de sus datos objetivos bien indexados, Bate sugiere algunos facto­res poco tratados que pudieron haber tenido parte en la compo­sición de este o aquel poema, pero se abstiene de hacer análisis psicológicos gratuitos. La propia obra es siempre el objetivo cen­tral de su atención. Las personas, lugares, libros, conversaciones e impresiones de la vida de Keats se tratan por su relevancia en los poemas, la raison d’être de la biografía, y no para satisfacer la pura curiosidad. Por el contrario, las biografías que deploro se centran en los escándalos peculiaridades dramáticas del poeta y no se preguntan seriamente si son relevantes para los poemas como obras de arte.
          Si biografías como la de Bate y otras de su estilo constituyen crí­ticas personales y homenajes sin descarriarse en lo excesivamente subjetivo, mucho menos en puro sensacionalismo y cotilleo, el tiempo transcurrido desde que sus sujetos vivieron y murieron también los ayuda. Un problema de la biografía moderna es que «las vidas» se escriben antes de que los sujetos se hayan enfriado en sus tumbas. (¡Si se da un paso más allá y se biografía a personas vivas, al menos se obtendría autorización o un vigoroso rechazo!). Pero con o sin un intervalo aceptable, debería reconocerse que, a pesar de que nuestra comprensión de la historia cultural aumenta con cierta cantidad de información objetiva, lo que sigue siendo más interesante de la vida de un artista ha de ser aquello que está en la propia obra. En ella lo autobiográfico se transforma a menudo completamente o, narrado sin disfraz, se selecciona y se le confiere una significación que trasciende lo efímero y lo es­trechamente personal. Cuando esta trascendencia no se produce, el material autobiográfico carece de la resonancia que encontra­mos en poemas de mayor trasfondo. La Maud Gonne de Yeats no es sólo Maud Gonne, y el poeta no es sólo el Willy Yeats enamo­rado de ella. Ella es Cathleen Ni Houlihan, es la propia Irlanda, y él, el pueblo irlandés enamorado de su país. En nuestro tiempo, Milosz sólo escribe explícitamente sobre su propia historia vital cuando se lo exige su tema de fondo, el intelecto humano y el alma humana en medio de la confusión de la historia del siglo XX. Nadie podría extraer una biografía de sus Poemas reunidos. William Carlos Williams, que tanto énfasis puso en la virtud de la imagen concreta y en «encontrar lo universal en lo local», fue también discreto y selectivo en sus poemas. Estos surgían directamente de su experiencia, sí, pero de ellos bien poco po­demos sacar en términos de biografía: que era médico, que la mayoría de sus pacientes eran inmigrantes pobres, que el nombre de su mujer era Floss, que vivía en Nueva Jersey, a la vista de la línea del cielo de Nueva York al otro lado del Houston... y eso es todo. Incluso cuando, ya anciano, le confesó a Floss de manera indirecta las infidelidades que acompañaron su amor por ella, no estuvo ni siquiera cerca de hacer públicos los detalles físicos de sucesos intrínsecamente íntimos. Hablando desde el punto de vista biográfico, Williams revela casi tan poco como Wallace Stevens o T. S. Eliot. Como escribió A. N. Wilson en una reseña de una biografía de Arthur Ransome, autor de Golondrinas y amazonas y otros excelentes libros para niños, «el dinero, las enfermedades, los matrimonios... son sólo la paja que la imagi­nación ha descartado». En otras palabras, las vidas de poetas y otros artistas no suelen ser más interesantes que las de cual­quier otro. A la inversa, las grandes novelas nos hacen darnos cuenta de que las vidas más anodinas pueden poseer un pro­fundo interés. Esos sutiles flujos de sentimiento y percepción que un gran escritor de ficción puede revelar bajo la superficie de vi­das «triviales» son mucho más interesantes que los escándalos y dramas que algunos biógrafos sacan a la palestra. Si la vida de un poeta es más interesante que su poesía, ello no dice mucho a favor de los poemas. Es en estos, si son buenos, en los que podemos ras­trear esas escondidas corrientes esenciales de vida interior.
          Quizá en el tipo de poema en el que no parece que se haya descartado suficiente paja el problema real no sea tanto la falta de selectividad como la insistente inclusión de material que en principio se considera privado, el cual puede dominar un poema en detrimento del enfoque deseado y de la integridad artística. Cuando esto ocurre, la relación entre poeta y lector -o poema y lector- cambia. Al igual que el alcoholismo, las enfermedades mentales, la violencia y las historias sexuales turbulentas de las celebridades de cualquier campo hacen de estos imanes para la curiosidad popular, la inclusión en los poemas de cierto tipo de datos íntimos los deja expuestos a un tipo chismoso de lectura incluso antes de que un biógrafo se embarque en cualquier tipo de investigación sobre el autor.
          Existe un comedimiento, por ejemplo, en las siempre emocio­nantes elegías del pasado -si pensamos, en nuestro propio siglo, en el poema de Rexroth a su primera esposa, Andrée Rexroth, o si retrocedemos hasta la despedida de Ben Jonson de su primo­génito de siete años, o hasta la Exequia de Henry King-, un come­dimiento que es extraño encontrar en muchos poemas de duelo contemporáneos. (Una notable excepción me parece El libro de Sam, de David Ray, porque lo que emerge más vigorosamente de esta colección de poemas no es tanto el inconsolable dolor del padre que se modula desde la impresión inicial hasta la plena in­tegración en la vida que prosigue -aunque esto lo transmite con memorable intensidad- como el vívido espíritu del propio joven Sam, individual, aunque universal).
          Junto con la ausencia de comedimiento, quizá lo que me mo­lesta en muchos poemas contemporáneos equivalentes es su ego­tismo. Las elegías centradas en el yo o excesivamente confesionales a menudo nos hacen sentir culpables de dureza e insensibilidad si nos atrevemos a pensar durante un momento en que el reciente y amado difunto está, a todos los efectos, siendo utilizado. No es que dudemos de la realidad de la angustia misma, pero nos senti­mos manipulados por su inmediata y repetida exhibición pública. Cuando los protagonistas de una historia real de amor rota por la muerte son expuestos a la luz en los poemas del superviviente (que por sistema ha de ser estupendo), estos poemas como con­junto no pueden transmitir un pesar universal, sino que perma­necen conectados a una historia vital específica. Lo mismo ocurre en los poemas de amor: una sensualidad evocada de un modo restringidamente anecdótico es menos erótica que aquella menos explícita, más estilizada, más misteriosa.
          ¿Qué mueve a los poetas a proporcionar información que los hace más vulnerables de lo normal a la curiosidad vulgar? De­bemos asociar esta pregunta con una indagación similar en el apetito público de escándalos, conmociones y todo tipo de re­velaciones íntimas, que en mayor o menor grado todos compar­timos, igual que respiramos el mismo aire cultural. No pretendo desenmarañar la psicología social del asunto; pero creo apreciar algunos factores históricos que han afectado a ciertas prácticas poéticas y a su aceptación por parte de los lectores.
          Uno de esos factores es que el énfasis que, durante los años 50 o primeros 60, William Carlos Williams puso en las circuns­tancias locales concretas de la vida diaria como fuente vital para el poeta, empezó poco a poco a diluirse y distorsionarse. El resultado fueron miles de poemas banales, poemas en los que una descrip­ción (posiblemente de interés intrínseco) de algo que el escritor había visto venía precedida por la información, enteramente su­perflua, de que este lo había visto y de que en ese momento iba camino de una taberna porque necesitaba una cerveza. El engarce ha engullido la piedra preciosa al dedicársele al menos tanto tiempo al prólogo como a la idea. Los poemas de este tipo han llegado a ser tan prevalentes que son aceptados como normativos (y, en verdad, no han desaparecido de la escena). Esta norma, con su gratuita reiteración de la primera persona de singular, asfaltó el camino para el ulterior narcisismo, al saltar a la palestra la es­cuela confesional. (Debería mencionar aquí que, aunque Robert Lowell es citado como el principal instigador de esa escuela, su propia obra de veta confesional destaca claramente por su pre­ponderante sentido histórico, que sitúa todo cuanto proviene de su historia individual en una configuración objetiva más amplia). Luego, bien entrados los 6o, empezaron a dejarse oír en la socie­dad estadounidense cierto número de conceptos que, a medida que se iban filtrando lentamente y alcanzando cierto grado de aceptación general, también en el pensamiento de los poetas, aca­baron distorsionándose igual que había ocurrido con las ideas de Williams. Uno de esos conceptos se resumía en la consigna «deja que salga todo». Tanto si esta expresión tuvo su origen en alguno de los poetas Beat o en cualquier otro, su significación primordial era política, y su adopción estética fue un efecto secundario, en función de la elección y el juicio artísticos individuales.
          A medida que la gente reaccionaba ante la hipocresía de la ale­gación del Estado de estar defendiendo la democracia, en vez de admitir que la guerra en Vietnam, como otras guerras, se libraba por todo un conglomerado de razones económicas y geopolíticas, un montón de otras hipocresías salió a la luz al mismo tiempo. Toda una generación fue consciente de la disparidad entre el modo de vida de sus padres y sus valores establecidos. «Deja que salga todo» emergió como un grito en pro de la verdad para exi­gir el fin de las mentiras en la política y en el tejido social; una llamada a proclamar que el emperador (en este caso, lo que en aquellos días llamábamos la maquinaria bélica y, por extensión, el sistema social que la sustentaba) no llevaba ningún traje de ver­dad o justicia. Naturalmente, las artes no podían permanecer al margen; sin embargo, en vez de un compromiso cada vez mayor con la precisión y la integridad artística, lo cual hubiera sido la traslación lógica de este trasfondo, la consigna fue interpretada como una justificación para una estética del exhibicionismo.
          Existe una diferencia entre sacar a la luz un secreto y mante­nerlo en una continua exposición. El «sexo en grupo» (¿alguien recuerda esta expresión?) puede ser lo contrario a la mojigatería, pero no es su única alternativa. A mediados de los 70, en una celda del sheriff, tras una gran manifestación con arrestos masivos, recuerdo haber visto a una joven masturbándose en medio de un grupo de otras mujeres. Nadie hizo ni siquiera el menor comen­tario en voz baja. Que un acto privado se mostrase abiertamente en público se consideraba, en apariencia, aceptable, o al menos nadie se atrevía a protestar por miedo a ser tachado de puritano. Se confundía el pudor con la mojigatería y el afán de privacidad con elitismo y falta de sincera franqueza.
          El lema «lo personal es político» empezó a usarse más o menos en la misma época. Lo que esto venía a significar, en mi opinión, es que lo que hagas en tu vida diaria debería reflejar tus conviccio­nes políticas. Por ejemplo, resulta hipócrita e infructuoso trabajar por la paz y la justicia si luego te muestras agresivo con la familia y los amigos. Pero mucha gente usó la expresión como excusa para retraerse de cualquier tipo de acción política; y para algunos poetas pareció significar que «lo particular y local» era suficiente en sí mismo, sin necesidad de tener que molestarse en buscar lo universal. Por supuesto, ir deliberadamente en busca de la univer­salidad resulta nefasto: sería pura pretenciosidad; pero un poeta necesita conocer un marco de referencia más amplio que el de sus circunstancias accidentales, y sin alguna inquietud por ampliar el contexto, poco fundamento poético puede resultar.
           Ligado a este tema de «lo personal es político» se encuentra el movimiento de escritura diarística de los 70 y los 80, fruto del «potencial humano», el «crecimiento personal» y otros progra­mas integrales, estrechamente asociado al feminismo, si bien no es exclusivo de los grupos de mujeres. Llevar un diario o dietario puede ser realmente valioso para cualquiera, aunque hay que te­ner cuidado de no convertirlo en el propósito de vivir. Pero a los poetas puede crearles un problema. Los diarios son en esencia pri­vados. Los poemas también tratan con la experiencia íntima, pero la seleccionan y modifican, si son buenos poemas. Demasiado a menudo, la medida apropiada de sinceridad para una obra de arte autónoma es reemplazada por una medida mucho más grande que sí puede servir a un propósito catártico en el desa­rrollo psicológico del diarista, cuyas páginas no han de ser leídas por nadie más que por el que las escribe, y quizá sólo una vez, pues el acto de escribir en sí mismo ya ha cubierto su necesidad. El impulso generalizado de la escritura diarística y su debate en cuanto género artístico, junto con la publicación de seleccio­nes de los diarios de escritores vivos, ha contribuido a difuminar la distinción entre «privado» y «público». Da la impresión de que algunos poetas han perdido el sentido de dónde acaba el diario y comienza el poema. Las entradas del diario que consisten en reflexiones filosóficas o de otro tipo, que registran observaciones de la naturaleza y cosas así resultan una fascinante especie de en­sayo informal; y en aquellas en las que un escritor, u otro artista, habla de su oficio y de su proceso creativo o reflexiona sobre una obra que se dispone a escribir hay con frecuencia mucho más que aprender que de los ensayos formales. Se agradece que el autor nos permita echar un vistazo al taller del alquimista. Pero he visto extractos de otros diarios de naturaleza tan confidencial que, de nuevo, una se pregunta por sus motivaciones.
          ¿Hay quizá en cada acto de comunicación artística algo cues­tionable? Nosotros, los poetas, curiosamente estamos dispues­tos a leer en público, a desnudar así nuestras almas de un modo más apremiante que cuando median el papel y la imprenta, y a dejarlas expuestas, tras la lectura, a las preguntas impertinentes de absolutos extraños. ¡Cada vez que leo me maravilla esta
 
 
disposición! Está justificado, por supuesto, por la creencia de que uno ha creado una obra. Todos los creadores de arte deben creer que están contribuyendo con una cosa a la suma de las cosas y que tiene algún valor y una vida propia que vivir. Sin tal creencia no serían capaces de servir al arte que cultivan; por más modestia que posean, por más autocrítica, sin esa pizca de fe un artista queda paralizado. Pero esa justificación no puede extenderse a los diarios auténticos. ¿No hay algo retorcido en «compartir» voluntariamente, como dicen, algo cuya misma naturaleza queda destruida al hacerlo? ¿Una necesidad compul­siva, como un personaje de Dostoievski, de convertir al lector en un voyeur. Ese es el fenómeno que he observado con respecto a algunos poemas. Y de nuevo la conformidad de la audiencia nos implica a todos en alguna medida.
          Que los límites entre privado y público se difuminen conduce a la pérdida gradual de la idea misma de privacidad, una pérdida que, como el creciente desgaste de ciertos matices gramaticales y el empobrecimiento del vocabulario, excepto en lo que atañe a palabras tecnológicas, es una forma de erosión que afecta a la ecología humana en su conjunto. A la televisión y al desarrollo de la tecnología de las comunicaciones se les acusa, y creo que con razón, de ser responsables de parte de esta erosión. Como todo el mundo sabe, la violencia extrema, real o ficticia, hace mucho que irrumpió en los hogares de la gente, mezclada con anuncios, comedia y escenas de intercambio sexual explícito, de tal modo que todas estas cosas van juntas: igualmente vividas, igualmente absurdas. El teléfono lleva entrometiéndose en nuestras vidas en momentos inoportunos desde hace más de un siglo. Los bancos de datos contienen, se nos ha dicho, todo tipo de información so­bre nosotros que no somos conscientes de haber entregado a na­die. Senderos trillados, cubos de basura, o basura (no siempre en cubos) hacen que el sentimiento de soledad resulte difícil de en­contrar para aquellos que lo buscan en lo que creen tierra virgen.
Se podría pensar que la privacidad y la intimidad serían lo más valioso en tal entorno, pero en vez de eso su misma naturaleza es confusa. Cuando las invaden factores externos, estos encuentran poca resistencia. ¿Cuántas personas, por ejemplo, toman alguna medida para evitar las llamadas de telemarketing, llamadas que no sólo les interrumpen mientras están comiendo o lo que sea que estén haciendo, sino en las que el operador las llama de inme­diato por su nombre de pila?
          Aún se da otro factor, más profundo que estos, y es la turba­ción ante las formalidades, ante cualquier cosa reconocida como ritual (aunque los rituales no reconocidos existen en la vida dia­ria). Esto resulta muy claro en las ceremonias religiosas, en las que algo parecido al excesivo naturalismo del teatro dramático susti­tuye al poderoso distanciamiento inherente a las prácticas litúr­gicas tradicionales de cualquier religión, prácticas a partir de las cuales el teatro mismo se desarrolló. Aun así existe una profunda necesidad humana de ritual. Las viejas formas de este, como las viejas formas prosódicas, pueden no acomodarse, sin cambios, a las cambiantes necesidades de la gente, pero las nuevas formas que se desarrollan pierden su poder si pierden el propio carácter de ritual o ceremonia, igual que las nuevas exploraciones forma­les de la poesía deben conservar su carácter intrínsecamente poé­tico y no convertirse en una forma de periodismo.
          La turbación ante las formalidades que (junto con la falta de imaginación) da lugar a alternativas insatisfactorias en rituales que han cesado de ser efectivos desde el punto de vista emocional parece estar relacionada con el mismo hecho del difuminado de los límites. Cuando todo se vuelve personal (como un sacerdote que saluda a la gente al comienzo de la misa con un «buenos días» al que se replica «buenos días, padre», en vez de decir «la paz sea contigo» y recibir la respuesta de «y con tu espíritu»), entonces lo personal es indistinguible de lo público: el sacerdote es saludado como un individuo y ello oscurece la naturaleza de su dignidad
como sacerdote, que trasciende lo personal. Del mismo modo, cierto distanciamiento que mostraban los grandes poetas del pa­sado —la presunción de la capa del bardo, como las vestiduras del sacerdote- ha sido sacrificado en nuestro tiempo, menos en aras de la relevancia que debido a cierto sentimiento de que la cere­monia es absurda (como de hecho puede serlo cuando se acomete con timidez y sin convicción).
          La publicación de poemas que, como los diarios (aunque a veces con innegable belleza o fuerza de lenguaje), presentan, sin mediación, sin transformar, relatos de las experiencias más ínti­mas, representa una forma de autoinvasión. Y uno de los aspec­tos más problemáticos de ello es su desprecio hacia los demás.
 
La conducta de mi amor en la cama
no voy a debatirla
 
escribió Robert Creeley en 1959. He leído bastantes poemas que me han hecho sentir que el autor habría hecho bien en aplicarse esta máxima. Al menos los adultos pueden protestar y defender­se si se sienten expuestos y usados como personajes en el drama indiscreto de alguien; los niños no. Y hay muchos poemas en los que un padre -y tengo que reconocer que, por lo que he obser­vado, es más a menudo una madre— escribe de un niño en tales términos que puede esperarse que, cuando el niño lea el poema antes o después, le provoque una profunda turbación, incluso traumática. Se trata de poemas -o imágenes en poemas- que se centran en el cuerpo del niño, y en particular en sus genitales. ¡Imaginaos a un tímido adolescente descubriendo en letra im­presa una gráfica descripción de su pequeño pene cuando tenía cinco años, de su color y su forma! ¡Aún peor, imaginaos a sus compañeros de clase leyendo el poema y tomándole el pelo con ello! ¿Era esa descripción vital para el poema? En general, yo di­ría que no. Pero en algunos ejemplos podría serlo. En tal caso, el escritor habría de reconocer, en mi opinión, que a pesar de que el tono y la intención sean de ternura, el poema debería permanecer inédito, al menos hasta que el niño fuera adulto y pudiera dar su consentimiento. (1)
 
(1) Una amiga me señalaba que tales poemas ponen de manifiesto la presunción incons­ciente, demasiado común entre los padres, de que sus hijos «les pertenecen», como extensiones de sus propios cuerpos. (N. de la A.).
 
          Es importante prestar atención a un tipo de poema autobio­gráfico que no participa de la gratuidad y el narcisismo, sino que trae a la luz actos de opresión y crueldad. Las víctimas de racismo, violación, tortura, incesto y otros abusos y crímenes que se atre­ven a contar sus historias están hablando en nombre de otros cuyo propio sufrimiento los ha llevado a reprimirse y callar, y que también, a menudo, de un modo confuso, se han sentido cóm­plices del mismo. Saber que no están solos en lo que les ocurrió puede proporcionales cierto grado de liberación. Sin embargo, dudo que un conocimiento más general de, por ejemplo, el abuso infantil ayude realmente a hacer que la sociedad sea menos pro­pensa a él; casi parece, y es desolador, que cuantos más ejemplos se descubren, más prolifera. Lo mismo puede decirse de la viola­ción. Pero esto puede ser mera conjetura, mientras que romper el silencio en tales ejemplos produce un claro beneficio personal, y si hacerlo da como resultado poemas de alta integridad, estos deberían, por supuesto, ser publicados.
          Algunos poetas compasivos, muy evolucionados, que han llegado a percibir, con el tiempo, la opresión en las vidas de sus propios opresores (la cual, en algunos casos, fue la causa de su perversión) y que han visto surgir en tales personas el remor­dimiento, el progreso y el cambio, habrán de enfrentarse al dilema ético de decidir si publicar los poemas que exploran en retrospec­tiva faltas del pasado. Pero la decisión correcta ha de ser dejar de lado esos escrúpulos, pues tales revelaciones objetivas, a diferencia de la obra de los poetas narcisistas que utilizan a sus familiares
y a sí mismos, no lo son sólo en beneficio propio, por mucho que contribuyan a liberar a sus autores de la parálisis de la vergüenza y la ocultación.
          El principio de respeto por la privacidad de los demás podría llevarse, por supuesto, hasta el absurdo e impedir la publicación de prácticamente todo; su aplicación es una cuestión de sentido común tanto como de sensibilidad. Pero lo cierto es que se ne­cesita un correctivo, no desde fuera, en forma de censura, sino por parte del propio poeta, que debe evitar con escrupulosidad la utilización abusiva o hiriente de las vidas de los demás: una forma de autocensura ejercida desde el equilibrio de la conciencia estética y ética.
          Lo cual me conduce a preguntarme lo siguiente: si la catarsis es una de las funciones del arte, ¿puede esta coexistir con tales reparos? Es una pregunta muy seria. Pero ha de ir seguida de otra: ¿catarsis para quién? Al escritor, la escritura ya se la ha propor­cionado y la publicación resulta superflua. Para el lector, lo que es catártico no tiene por qué ser lo que lo era para el escritor; ¿y no puede darse la catarsis del lector sin que sea a expensas de los familiares del escritor? ¿Es para el escritor la pérdida de la in­timidad el sacrificio sin el cual no puede alcanzarse la redención? Nada en los dramaturgos griegos, cuyas obras fueron las primeras en buscar esa «purificación por medio de la piedad y el miedo», conduce a suponer tal cosa, ni posteriormente han aparecido evi­dencias de esa necesidad.
          Si poetas y lectores se comprometieran a ponderar estas cues­tiones podría, tal vez, producirse un efecto en el mercado de la biografía sensacionalista. La propia idea de los poetas de lo que constituye una «vida» tendría que cambiar antes de que lo hagan las biografías. ¡Qué distinta en sus presupuestos de lo que se usa en nuestros días es la desnuda lista de hechos, la mayoría relativos a su hermano y no a sí mismo, con la que el poeta del siglo XVII, Henry Vaughan, con modestia, aunque con fervorosa cortesía, replicó a la petición de John Aubrey de detalles de su vida! Cómo contrasta esa modestia con el egotismo de los escritores que dan por hecho que el lector desea saber que les huelen los pies o que en una ocasión una hermana se meó deliberadamente sobre ellos. (2)
 
(2) Las alusiones de la autora son tan directas que podemos poner nombres a alguno de los autores que critica. Por ejemplo, esta historia de la hermana y la anterior del pene del niño aparecen en sendos poemas de Sharon Olds. (N. del T.).
 
          Iris Origo, la admirable historiadora, escribió que las dos grandes virtudes del biógrafo son el entusiasmo y la veracidad, y que tres «insidiosas tentaciones [...] [los] acosaban»: «suprimir, inventar y convertirse en jueces». Pero en el mismo ensayo sobre el arte de la biografía también habla de «una nueva era del perio­dismo, que se muestra demasiado curioso sobre los grandes», lo que Henry James describió como procedente de «la astucia y fe­rocidad de [...] inquisitivos cazadores cuya presa es todo aquello que exige privacidad y silencio». La propia obra de Origo muestra cómo un biógrafo, al igual que un poeta, puede conservar la ve­racidad y a la vez evitar cualquier tipo de represión, que sería un falseamiento, pero descartando juiciosamente la paja, igual que debe hacer un poeta (aunque mucho de lo que es paja en los poe­mas es grano fundamental en la biografía; por ejemplo, detalles históricos de genuina relevancia).
          La crítica de Proust al «método de Sainte Beuve» consistía esencialmente en que la información que recogía no arrojaba luz sobre la obra de un autor, sino que tenía que ver con todo lo irre­levante. Se puede argumentar en pro de la relevancia de mucha información biográfica, pero no en pro de toda ella. Mientras los poetas publiquen sin tener en cuenta la privacidad propia y ajena estarán contribuyendo a llenar de basura la verdadera esfera de interioridad que es la fuente de su arte. La comunicación más profunda, la duradera comunión de la que es capaz la poesía, fluye siempre desde ese centro interior hacia el exterior, para encontrar la otra profundidad interior que la recibe. Terminaré con una cita que expresa con belleza esa realidad: «La razón de esta corrección y reescritura fue su búsqueda de la fuerza y exac­titud de la expresión», escribió Pasternak en Dr. Zhivago,
 
pero también obedece a los dictados de una reticencia interior que le prohibía exponer sus          experiencias personales y los sucesos reales de su pasado con excesiva libertad, para no ofender o herir a aquellos que habían tenido parte directa en ellos. Como resul­tado, el ímpetu y el pulso de sus sentimientos fue gradualmente excluido de sus poemas, y lejos de que estos se volvieran mórbi­dos y débiles, apareció en ellos una amplia paz y una conciliación que elevó lo particular al nivel de lo universal, accesible a todos.
 
(Del Libro: “Pausa Versal”, Ensayos escogidos,
Vaso Roto Ed., 2017)
 
Denise Levertov (Ilford, Reino Unido, 1923; Seattle, Washington, Estados Unidos, 1997)
 (Traducción de José Luis Piquero)

 
PARA LEER LA BIOGRAFÍA de la autora, ver entrada anterior (Nota del administrador)



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