lunes, 16 de agosto de 2021

LA PIANISTA (dos fragmentos)
















Como un ciclón, la profesora de piano Erika Kohut entra atropelladamente en la casa que comparte con su madre. La madre suele llamar a Erika su pequeño torbellino, porque los movimientos de la niña son a veces de una rapidez extremada. Intenta escabullirse de la madre. Erika se acerca al final de sus treinta. Por edad, la madre podría fácilmente ser su abuela. Erika había venido al mundo después de muchos años de duro matrimonio. El padre había cedido de inmediato el bastón de mando a la hija y había desaparecido del escenario. Erika aparece, él desaparece. Hoy, Erika ha llegado a ser hábil por necesidad. Como una multitud de hojas otoñales, entra disparada en la casa e intenta llegar a su habitación sin ser vista. Pero la madre ya está ahí, muy grande delante de Erika, y la enfrenta. Contra la pared y a ver qué ocurre; es inquisidor y pelotón de fusilamiento a la vez, reconocida sin discusión como madre tanto en el Estado como en la familia. La madre inquiere por qué Erika llega   a esta hora, tan tarde. Hace ya tres horas que el último estudiante partió a casa, cargando sobre sus espaldas el sarcasmo de Erika. ¿Crees tú, Erika, que no me enteraré de dónde has estado? Una niña ha de responderle a su madre sin que medie insistencia; pero su respuesta no merece crédito porque a la niña le gusta mentir. La madre aún espera, pero sólo hasta contar uno, dos, tres.
Cuando ya va por el dos, la hija responde algo muy lejano de la verdad. La madre le arranca de las manos el portadocumentos repleto de partituras y ahí, sin más, descubre la triste respuesta a sus preguntas. Cuatro volúmenes de sonatas de Beethoven comparten indignadas el poco espacio con un vestido nuevo; salta a la vista que ha sido comprado recientemente. La madre estalla furiosa contra el vestido. Antes, en la tienda y colgado de la percha, el traje lucía atractivo, multicolor y suave; ahora yace tirado como un estropajo torpedeado por las miradas de la madre. ¡El dinero del vestido estaba destinado a la cuenta de ahorros! Ha sido malgastado prematuramente. Cuando hubiera querido habría podido solazarse con el vestido en forma de un depósito en la libreta de ahorros de la Caja Austriaca de la Construcción; bastaba con echar un vistazo al cajón de la ropa, donde la libreta de ahorros asomaba detrás de una pila de sábanas. Pero hoy fue sacada de paseo y se hizo un cobro. Ahí está el resultado: cada vez que quiera saber dónde ha quedado el buen dinero, Erika deberá ponerse el vestido. La madre grita: ¡así desperdicias un premio futuro! Habríamos llegado a tener una casa nueva, pero como no has sido capaz de esperar, te quedas con un andrajo que dentro de poco tiempo estará pasado de moda. La madre lo quiere todo para el futuro. Nada para ahora. Pero, eso sí, quiere tener a la niña constantemente al alcance de su mano y siempre quiere saber dónde la puede localizar por si surge una emergencia, en caso de que la madre sienta la amenaza de un infarto. La madre quiere ahorrar ahora para poder disfrutar después. Y a Erika no se le ocurre nada mejor que comprar un vestido; casi más perecible que una pizca de mayonesa en un panecillo con pescado. Este   vestido estará pasado de moda no sólo el próximo año, sino ya el próximo mes. El dinero, en cambio, nunca pasa de moda. Los ahorros están destinados a un piso en un bloque de viviendas. El piso de alquiler en el que viven es ya tan viejo que no quedará más remedio que tirarlo. Juntas podrán elegir los armarios empotrados e incluso la distribución de los tabiques, ya que su piso está siendo edificado con un sistema de construcción completamente nuevo. Todo será hecho de acuerdo con los personalísimos gustos de cada uno. La madre, que no cobra más que una pequeña pensión, determina lo que debe pagar Erika. En el flamante piso, construido según el método del futuro, cada una tendrá su propio reino; Erika aquí, la madre ahí, un reino claramente separado del otro. También habrá una sala de estar común para la convivencia. Si se quiere. Pero, de acuerdo con su naturaleza, madre e hija querrán siempre, porque forman una unidad. Ya aquí, en esta pocilga que poco a poco se viene abajo, Erika tiene un propio reino donde es mandoneada a gusto. No es más que un reino provisorio, ya que la madre entra y sale cuando le da la gana. La puerta de Erika no tiene cerrojo y una niña no tiene secretos.
El espacio vital de Erika es su pequeña habitación; ahí puede hacer y deshacer. Nadie se lo impide, porque esa habitación es de su absoluta propiedad. El reino de la madre es todo el resto de la vivienda, porque el ama de casa que se preocupa de todo, ajetrea por todos los rincones, mientras Erika no hace más que disfrutar de las labores domésticas maternas. Erika nunca ha tenido que maltratarse trabajando en la casa, debido a que los detergentes dañan las manos de la pianista. Lo que a veces preocupa a la madre, durante los escasos respiros que se da, son sus múltiples pertenencias. No siempre es posible saber con precisión dónde se encuentra cada objeto. ¿Y dónde está ahora tal o cual huidiza pertenencia? ¿En qué cuarto se oculta sola o acompañada? Erika, igual que el mercurio, esa sustancia escurridiza, quizá se escape detrás de la puerta y haga alguna tontería. Pero la hija se halla cada día puntualmente en el lugar que le  corresponde: en casa. Con frecuencia, la inquietud hace presa de la madre, porque todo propietario aprende ya desde un comienzo y con sufrimientos: la confianza es buena, pero ha de haber control. El principal problema de la madre consiste en fijar un lugar, ojalá inamovible, para cada una de sus pertenencias con el fin de que no se escapen. A este propósito sirve la televisión, que lleva a la casa hermosas imágenes, bellas costumbres, todo prefabricado y bien envuelto. Gracias a ella, Erika está casi siempre en casa, y si alguna vez sale, se sabe con certeza dónde anda revoloteando. Ocasionalmente, Erika va a algún concierto por la noche, pero lo hace cada vez menos. Se pasa el tiempo sentada frente al piano y se revuelve en su carrera pianística abandonada definitivamente hace ya mucho tiempo o se deja caer como un espíritu maligno sobre los ejercicios de alguno de sus alumnos. En caso de emergencia se la puede localizar allí. O, para su solaz, Erika se cita con colegas afines para hacer música de cámara y divertirse. También allí es posible llamarla. Erika lucha contra los lazos maternos y pide con insistencia que no la llame, pero la madre es indiferente ya que sólo ELLA determina los mandamientos. La madre también determina sobre la disponibilidad de la hija, lo cual conduce a que sean cada vez menos los que quieren ver o hablar con la hija. La profesión de Erika es al mismo tiempo su pasión: el poder celestial de la música. La música ocupa completamente el tiempo de Erika. Ahí no hay espacio para nada más. Nada es más grato que una representación musical ofrecida por intérpretes sobresalientes.
Cuando Erika acude a alguna cafetería, una vez al mes, la madre sabe a cuál ha ido y puede llamar. Hace uso indiscriminado de este derecho. Un andamio doméstico para la seguridad y el hábito.
Poco a poco, la existencia de Erika pierde flexibilidad. Se desmorona de inmediato, cada vez que la madre da un manotazo de autoridad. En esos casos, para mofa de los demás, Erika aparece sentada con los restos del cuello ortopédico de su existencia y debe acatar:  tengo que irme a casa. A casa. Casi siempre está de camino a casa cuando alguien la encuentra por la calle. La madre opina, la verdad es que me parece bien mi Erika tal como es. Probablemente no llegue más allá. Si sólo yo, su madre, la hubiese tenido a mi cargo, habría podido llegar a ser una pianista que superaría las fronteras regionales, y sin dificultades, considerando sus aptitudes. Pero, contra la voluntad de la madre, una que otra vez, Erika estuvo sometida a la influencia de extraños; pretenciosos amores masculinos amenazaban con distraerla del estudio, superficialidades como el maquillaje y la ropa llamaban la atención de feas cabezotas; y la carrera termina antes de haber comenzado. Pero al menos se tiene algo seguro en la mano: el cargo de profesora de piano en el conservatorio de la ciudad de Viena. Y ni siquiera tuvo que hacer años de prácticas en otras dependencias, en alguna de las escuelas musicales de distrito, donde tantos han dejado su juventud, grisáceos, polvorientos, gibados –séquito efímero del señor director.
Únicamente esta vanidad. La maldita vanidad. La vanidad de Erika preocupa a la madre y la irrita hasta no poderla soportar. La vanidad es lo único de lo que poco a poco Erika aún debería ser capaz de desprenderse. Mientras antes, mejor, porque en la vejez, que ya está a un paso, la vanidad es una carga muy pesada. ¡Y ya en sí la vejez es suficiente carga! ¡Esta Erika! ¿Acaso las grandes personalidades de la historia de la música fueron vanidosas? No lo fueron. Lo único de lo que Erika aún deberá prescindir es de la vanidad. Si para ello fuera necesario, la madre limará con aspereza todas las superficialidades que Erika conserve. Por ello, hoy la madre intenta arrebatar el nuevo vestido de las manos agarrotadas de la hija, pero sus dedos están bien entrenados. ¡Suéltalo!, dice la madre, ¡entrégamelo! Tu codicia de exterioridades ha de ser castigada. Hasta ahora la vida te ha castigado ignorándote, ahora también tu madre te castiga ignorándote, aunque te acicalas y pintarrajeas como un payaso. ¡Entrégame el vestido! De súbito Erika se dirige a su armario. Se apodera de ELLA un sombrío recelo que ha visto confirmado en varias ocasiones. Por ejemplo, hoy nuevamente falta algo, el traje gris oscuro para el otoño. ¿Qué ha ocurrido? En el mismo momento en que Erika se percata de que falta algo, sabe quién es la responsable. Es la única persona que pudo hacerlo. ¡Cabrona!, ¡cabrona!; Erika da gritos furiosos a su superiora y se abalanza sobre la madre, agarrándose de su cabellera teñida de rubio oscuro, con raíces grisáceas. También el peluquero es caro y lo mejor es no recurrir a él. Erika le tiñe el pelo a su madre todos los meses con un pincel y Polycolor. Tironea de las greñas que ELLA misma ha contribuido a embellecer. Las arranca con furia. La madre llora. Al final, Erika tiene las manos llenas de mechones de pelo y los mira enmudecida y con sorpresa. Como sea, la química ha debilitado la capacidad de resistencia de estos cabellos, pero tampoco la naturaleza habría podido hacer milagros. Por un momento, Erika no sabe qué hacer con ellos. Finalmente va a la cocina y tira a la basura las greñas entre rubias y descoloridas.
Con su cabellera castigada, la madre queda lloriqueando en el salón; es ahí donde Erika suele ofrecer conciertos privados en los que brilla como la mejor porque en este salón nadie jamás ha tocado el piano salvo ella. La madre aún sostiene el vestido nuevo en sus manos temblorosas. Si quiere venderlo, ha de ser pronto, porque esas amapolas del tamaño de una coliflor se llevarán únicamente un año y nunca más. La madre siente la cabeza dolorida precisamente donde le falta el cabello.
La hija vuelve al salón y llora como consecuencia de la alteración. Insulta a la madre, vulgar canalla, pero espera que enseguida se reconcilien. Con un beso cariñoso. La madre jura, se le ha de caer la mano a Erika porque le ha pegado y tirado el pelo a su mamaíta. Erika solloza con más y más fuerza y comienza a sentir remordimientos; la mamaíta, que se sacrifica en cuerpo y alma. Erika no tarda en lamentar todo lo que hace en contra de su madre, porque la quiere, ELLA la conoce desde su más tierna infancia. Finalmente, como era de esperar, Erika se aplaca, pero llora con amargura. La madre cede de buena gana; no puede enfadarse seriamente con su hija. Bueno, ahora prepararé un café y lo tomaremos juntas. Durante la merienda, Erika siente aún más compasión por la madre y los últimos restos de ira desaparecen comiendo bizcocho. Busca las calvas en su cabellera. Pero no sabe qué decir, así como tampoco sabía qué hacer con los mechones. Vuelve a llorar un poco, con remordimientos, porque la madre ya es mayor y algún día ya no estará aquí. Y también porque su propia juventud ya ha quedado atrás. Sí, siempre hay algo que acaba y muy pocas veces le sucede algo nuevo. Ahora la madre le explica a la niña por qué una chica guapa no necesita acicalarse. La niña responde afirmativamente. Tantos y tantos vestidos que Erika tiene colgados en el armario, ¿para qué? Nunca se los pone. Estos vestidos son inútiles y sirven únicamente de adorno para el armario. La madre no siempre puede evitar que la niña haga compras, pero es amo y señor de lo que ha de vestir. La madre determina la forma en que Erika puede salir de casa. Así no me sales de casa, ordena por temor a que Erika visite casas ajenas con hombres desconocidos. La propia Erika ha llegado a la conclusión de que nunca se pondrá esos vestidos. Deber de madre es apoyar las decisiones y evitar los malos caminos. Así, después no habrá que curar las heridas dolorosas por no haber tomado precauciones. La madre prefiere herir por sí misma a Erika, y después se ocupa de su curación.
La conversación pasa a más y llega al punto en que salpica con acidez a aquellos que, a izquierda y derecha, amenazan o podrían amenazar a Erika. ¡No hace falta, no hay que permitirles hacer lo que quieren! ¡Pero tú lo permites! Aun cuando bien podrías frenarlos, pero eres demasiado torpe para ello, Erika. Si la profesora se lo propone con decisión, ninguna jovencita –al menos ninguna de su clase– saldrá adelante ni hará carrera como pianista contra su voluntad y plan. Tú no lo lograste; ¿por qué han de conseguirlo otros en tu lugar y, además, procedentes de tu propio rebaño de pianistas? Mientras todavía moquea, Erika coge el pobre vestido entre sus brazos y, con tristeza y muda, lo cuelga en el armario, junto a los demás vestidos, pantalones, faldas, abrigos y trajes. Nunca se los pone. Sólo han de estar ahí para cuando ELLA retorna a casa por la noche. Entonces los extiende uno al lado del otro, se los pone delante del cuerpo y los mira. Porque, ¡son de su propiedad! Si bien la madre se los puede quitar y venderlos, no puede ponérselos; la madre es demasiado gorda para estas prendas tan estrechas. No le quedan bien. Todo esto es completamente suyo. Suyo. Es propiedad de Erika. El vestido aún no sospecha que en ese preciso momento ha concluido su carrera sin pena ni gloria. Es guardado sin ser utilizado y jamás saldrá de ahí. Erika desea únicamente poseerlo y mirarlo. Mirarlo desde lejos. Ni siquiera quiere probárselo, le basta con sobreponerse esta poesía de tela y colores y moverse con gracia. Como si soplara un viento primaveral. Erika se probó el vestido en la boutique y nunca volverá a ponérselo. Ya ha olvidado el placer efímero que le provocó el vestido en la tienda. Ahora tiene el cadáver de otro vestido, pero éste es, al menos, de su propiedad.
De noche, cuando todos duermen y únicamente Erika sigue despierta, mientras la señora mamá, la querida mitad de esta pareja encadenada por lazos de sangre sueña en divina quietud con nuevos métodos de tortura, algunas veces –muy pocas– ELLA abre las puertas del armario y acaricia a los testigos de sus deseos ocultos. Éstos no son tan ocultos; gritan a voz en cuello lo que han costado y para qué toda esta historia. Los colores acompañan el griterío con la segunda y tercera voz. ¿A dónde se puede ir vestido así sin ser detenido por la policía? Habitualmente Erika viste falda y jersey o, en el verano, blusa. Algunas veces la madre despierta sobresaltada y sabe por instinto: otra vez está mirando sus vestidos, la rana vanidosa. La madre lo sabe con seguridad, porque los goznes del armario no chirrían por propia iniciativa.
Lo terrible es que estas compras de ropa posponen indefinidamente el plazo en que al fin podrán instalarse en el piso nuevo; además, Erika está en constante riesgo de hallarse envuelta en lazos amorosos y de pronto habría un zángano en casa. Sí, mañana al desayuno Erika deberá oír una severa reprimenda por su ligereza. Ayer la madre realmente habría podido morir del shock que le produjeron las heridas de la cabeza. Erika deberá cumplir determinados plazos de pago; si es necesario, que amplíe su horario de clases privadas. Falta únicamente, y por fortuna, un traje de novia en su triste ropero. La madre no desea ser la madre de la novia. Prefiere seguir siendo una madre normal, con este rango está satisfecha. Pero un día es un día. Y ahora ha de dormir. Esta exigencia es formulada por la madre desde el lecho conyugal, pero Erika sigue dándose vueltas ante el espejo. Las órdenes maternas le llegan como mazazos en la espalda. De prisa intenta palpar la textura de un gracioso vestido de tarde con estampado de flores; lo toca por el dobladillo. Estas flores jamás han respirado aire fresco ni tampoco conocen el agua. Según asegura Erika, fue comprado en una lujosa tienda de modas en el centro de la ciudad. Su calidad y confección son para la eternidad; el corte está hecho para el cuerpo de Erika. ¡Cuidado con las golosinas y las masas! Desde el primer momento en que vio el vestido, Erika pensó: éste lo podré llevar durante años sin que pase de moda. ¡Estará de moda durante años! Derrochará este argumento ante su madre. Nunca quedará anticuado. La madre ha de escudriñar cuidadosamente en su conciencia, ¿acaso en su juventud nunca llevó un vestido con un corte similar, eh, madre? ELLA lo niega por principio. Aun así, Erika decide que la compra ha sido acertada; gracias a que el vestido nunca pasará de moda, podrá llevarlo dentro de veinte años como si fuese hoy. La moda cambia velozmente. El vestido sigue sin usar, aunque no ha perdido con el tiempo. Pero nadie viene a verlo. Sus mejores días han pasado en vano y ya no se recuperarán o, si ocurriera, no será antes de veinte años.
Algunos alumnos se rebelan con decisión contra la profesora de piano, pero los padres los obligan a perseverar en el ejercicio de las artes. Y de allí que también la señorita profesora Kohut pueda utilizar medidas de fuerza. Sin embargo, la mayoría de estos que machacan el piano son dóciles y están interesados en el arte que se les impone. El arte los ocupa incluso cuando es practicado por extraños, ya sea en la Asociación Musical o en el Teatro de Conciertos. Comparan, calibran, miden, marcan el ritmo. Son numerosos los extranjeros que acuden donde Erika, cada año son más. Viena, ¡ciudad de la música! Sólo aquello que ha tenido éxito seguirá teniéndolo también en el futuro en esta ciudad. Llegan a saltar los botones de su obesa barriga blanca, llena de cultura; al igual que los cadáveres que permanecen en el agua, cada año está más hinchada. ¡El armario acoge al nuevo vestido! ¡Uno más! A la madre no le gusta que Erika salga de casa. Ese vestido es demasiado llamativo, no va con la niña. La madre dice: en algún punto hay que poner límites; no sabe qué quiere decir con eso. Hasta aquí y nada más, eso es lo que quiere decir la madre.
La madre le explica a Erika que ELLA no es una más entre muchas; no, ELLA es única. Un argumento que la madre siempre tiene a mano. La propia Erika afirma que ya en la actualidad es una individualista. Se ufana de que no puede someterse a nada ni a nadie. Tampoco le resulta fácil encasillarse. Una persona como Erika sólo se da una vez y no se repite. Si hay algo especialmente inconfundible, se llama Erika. Algo que detesta es toda forma de igualación, por ejemplo, en la reforma escolar que no respeta la singularidad. No se puede meter a Erika en el mismo saco con otros, aun cuando sus puntos de vista sean muy afines. Se destacaría de inmediato. Precisamente porque ELLA es ella. Es tal cual es y no lo puede modificar. La madre barrunta malas influencias en los lugares que están fuera de su alcance y, sobre todo, quiere protegerla de que algún hombre la transforme. Porque Erika es un sujeto único, aunque lleno de contradicciones. Estas contradicciones también la obligan a oponerse enfáticamente contra todo tipo de masificación. Erika tiene una personalidad individual muy marcada y se enfrenta completamente sola a la amplia masa de sus estudiantes; una contra todos, y ELLA dirige el timón del pequeño navío del arte. Una masificación jamás le haría justicia. Si algún alumno le pregunta cuáles son sus propósitos, ELLA menciona la humanidad, en este sentido resume para los alumnos el contenido del testamento de Heiligenstadt de Beethoven, sin por ello encaramarse arbitrariamente al trono del héroe de las artes musicales.
A partir de consideraciones artísticas de carácter general y cuestiones humanas de tipo individual, Erika concluye: jamás podría someterse a un hombre después de haber estado sometida a la madre durante tantos años. La madre es contraria a un matrimonio tardío de Erika, porque mi hija no puede ser reducida a un casillero y jamás podría someterse. Así es ella. Erika no debe elegir un compañero para su vida porque es inflexible. Además, ya no es un árbol joven. Si nadie es capaz de ceder, el matrimonio acaba mal. Sigue siendo tú misma, le dice la madre. A fin de cuentas, ha sido la madre quien ha llevado a Erika a ser lo que es. ¿Aún no se ha casado, señorita Erika?, preguntan la lechera y también el carnicero. Usted sabe, a mí ninguno me satisface, responde Erika.
En términos generales, proviene de una familia donde todos son postes aislados en el paisaje. Son pocos. Se reproducen con lentitud y mesura, del mismo modo proceden en la vida, siempre resistentes y cautelosos. Erika vino al mundo después de veinte años de matrimonio, un mundo que enloqueció al padre, y éste fue encerrado en un hospicio para evitar que se transformase en un riesgo para la humanidad.
En discreto silencio, Erika compra un octavo de mantequilla. Todavía tiene una mamaíta y no necesita perseguir a ningún hombre. Tan pronto se introduce un nuevo pariente en esta familia, es rechazado y expulsado. Se rompe toda relación con él apenas queda en evidencia –como ya era de esperar– que es inútil e incapaz. Con un martillito, la madre va golpeando a los miembros de la familia y los ausculta y califica uno a uno. Los califica y los descarta. Analiza y rechaza. De este modo no aparecen parásitos deseando uno y otro día cosas que uno quiere para sí. Nos quedamos entre nosotras, ¿no es verdad, Erika?, no necesitamos a nadie.
El tiempo pasa y nosotros con él. Están encerradas bajo la misma quesera de cristal, Erika, sus finos envoltorios protectores, su madre. La campana sólo puede levantarse si, desde fuera, alguien la coge por el asa y la alza. Erika es un insecto petrificado, atemporal, sin edad. Erika no tiene historia y tampoco hace historias. Hace ya tiempo que este insecto ha perdido la capacidad de corretear y escabullirse. Fue a dar al horno en el molde de la eternidad. De buena gana comparte esta eternidad con sus queridos artistas musicales, pero en ningún caso puede competir con ellos en popularidad. Erika lucha por un lugarcito desde el que se avisten los grandes creadores de la música. Se trata de un lugar muy codiciado, ya que, al igual que ella, toda Viena querría erigir allí al menos su pequeña casucha jardinera. Erika demarca su espacio entre los tenaces y comienza a cavar los fundamentos. ¡Se ha ganado este lugar gracias a su honestidad en el estudio y la interpretación! No hay que olvidar que también la recreación es una forma de creación. Siempre condimenta el potaje de su interpretación con algo propio, algo que procede de sí misma. Sangre de su propio corazón la alimenta. También el intérprete tiene sus modestas ambiciones: ejecutar bien la partitura. Pero, en todo caso, ha de subordinarse al autor de la obra, dice Erika. Reconoce abiertamente que esto constituye un problema para ella. Porque no puede, no puede subordinarse. Mas tiene una ambición en común con todos los demás intérpretes: ¡ser mejor que todos!
 
Ella se encarama en el tranvía bajo el peso de los instrumentos musicales que balancea por delante y por detrás de su cuerpo, además de la cartera repleta de partituras. Una mariposa cargada con enormes bultos. El animal siente que en su interior hay fuerzas adormecidas y que la música no basta para activarlas. El animal empuña las manitas en torno a las asas del violín, de la viola, de la flauta. Da una orientación negativa a sus fuerzas, aun cuando podría elegir. La madre le ofrece la elección, un amplio espectro de pezones en las ubres de la vaca llamada música.
Ella golpea a la gente por las espaldas y por delante con sus instrumentos de cuerda y de viento y con su pesada cartera de partituras. Sus instrumentos rebotan en los rollos de grasa como en un colchón de goma. Según esté de humor, toma el estuche de un instrumento en una mano y, con disimulo, introduce el puño de la otra en abrigos de invierno, capas y chaquetones de paño tirolés. Profana el traje nacional austriaco, cuyos botones hechos de cuerno parecen burlarse de ELLA con arrogancia. Como un kamikaze, hace de sí misma un arma. Enseguida da golpes con el extremo más delgado de los instrumentos, ya sea con el violín o con la pesada viola, contra un grupo de gente mugrienta de trabajo. Cuando todo está muy lleno, a eso de las seis, se puede hacer daño a varias personas a la vez sólo con el único ademán de tomar impulso. Porque para tomar impulso realmente no hay espacio. ELLA es la excepción a la regla que la rodea provocándole repulsión; y la madre le explica gráficamente que ELLA es una excepción, porque ELLA es la única hija de su madre y ha de seguir por la buena senda. Cada día ve en el tranvía lo que no quiere llegar a ser. Atraviesa la masa gris de los pasajeros con y sin billete, de los que acaban de subir y de los que se preparan para descender, de los que no han obtenido nada en el lugar de donde vienen y que nada pueden esperar del lugar a dónde van. No son atractivos. Algunos descienden incluso antes de haber alcanzado a instalarse. Si la ira pública la obliga a apearse en una parada distante de su casa, desciende dócilmente del vagón, la ira contenida que se ha acumulado en sus puños cede, pero sólo para esperar con paciencia el próximo tranvía, que vendrá con tanta certeza como el amén después del rezo. Esta cadena no se interrumpe jamás. Y entonces emprende el ataque con renovadas fuerzas. Se introduce con esfuerzo y cargada de instrumentos entre los que retornan del trabajo y en su interior hace explosión como una bomba de metralla. Conscientemente pone caritas y dice: por favor, yo desciendo aquí. En ese caso todos están de acuerdo. ¡Que abandone en el acto este impecable transporte público! ¡Desde luego que no circula para ella! Para los pasajeros que han pagado, ELLA es algo que ni siquiera debiera tolerarse.
Miran a la estudiante y piensan que la música ha elevado tempranamente su espíritu, sin saber que lo único que se ha elevado es su puño. A veces se culpa injustamente a un joven gris que lleva cosas asquerosas en un maltrecho saco de lona, ya que más bien de él se puede esperar algo así. Que se baje y se vaya con sus amiguetes antes de que un poderoso brazo envuelto en un chaquetón de paño tirolés le dé su merecido.
La ira popular, que mal que mal ha pagado religiosamente, tiene los derechos que le otorgan los tres chelines, y puede probarlo ante cualquier controlador. Cada uno presenta orgulloso su billete y el tranvía es todo suyo. De este modo se ahorra también semanas de terrorífico purgatorio en el caso de que aparezca un controlador. Una dama que siente el dolor igual que tú, chilla estridente: también ha sido maltratada su canilla, esa parte vital de su anatomía en la que reposa buena parte de su peso. En estos mortales apretones es imposible descubrir al culpable. Arremete contra la multitud con una andanada de inculpaciones, maldiciones, injurias, invocaciones y lamentaciones. Las lamentaciones brotan como espumarajos; las inculpaciones recaen sobre otros. Están de pie uno junto a otro como el pescado en una lata de sardinas, pero aún falta para que estén en aceite, eso será sólo después de llegar a casa. ELLA da un feroz puntapié contra un hueso duro que pertenece a un hombre. Un día le pregunta amablemente una de sus compañeras, una chiquilla cuyos preciosos tacones altos echan llamas eternas y que lleva un modernísimo abrigo de cuero forrado en piel: ¿qué acarreas ahí y cómo se llama? Me refiero a esta caja, no a tu cabeza. Esto es una viola, contesta ELLA con cortesía. ¿Una qué?, ¿una mióla? Jamás había oído esa palabra, comenta mofándose una boca pintarrajeada. Mira tú, cómo sale por ahí de paseo una llevando una cosa que se llama mióla y no parece tener ninguna utilidad. Todos tienen que abrirle paso porque la mióla ocupa tanto lugar. ELLA se atreve a llevar esto por la vía pública y nadie la detiene en flagrante delito.
Los que se cuelgan con todas sus fuerza de las barras del tranvía y los pocos afortunados que han conseguido sentarse estiran en vano el cuello por encima de sus desgastados troncos. Por ningún lado ven a alguien a quien insultar cuando sienten que sus piernas son hostigadas con algo duro. Alguien me ha dado un pisotón, exclama una boca, dando paso a una tormenta de frases de literatura mediocre. ¿Quién es el malhechor? Sesión del Primer Tribunal Vienes de los Tranvías, temido en todo el mundo, para dictar una sentencia de disuasión y condena. Hasta en la peor de las películas de guerra se presenta al menos un voluntario, incluso para llevar a cabo una misión imposible. Pero este cobarde se oculta detrás de nuestras pacientes espaldas. Toda una tropa de trabajadores con aspecto de rata y próximos a la jubilación lucha a empujones y puntapiés para descender del vagón, cargando sus maletines de herramientas sobre los hombros. ¡Éstos se toman el trabajo de ir a pie el último tramo! Cuando un carnero rompe la paz de las ovejas en el vagón es imperioso respirar aire fresco; y fuera hay aire. Hace falta oxígeno para los resoplidos de la ira con la que más tarde, en casa, será tratada la cónyuge; de otro modo quizá no funcione. Se tambalea algo de color y forma indefinible, resbala, grita como si sufriera un pinchazo. Una neblina espesa de los venenos vieneses se extiende sobre el gentío. Uno llega incluso a exigir la presencia del verdugo porque su tiempo libre ha sido fastidiado ya antes de comenzar. Así se irritan. Hoy aún no consiguen el reposo vespertino, que debió comenzar ya hace veinte minutos. O este reposo ha sido bruscamente interrumpido o destruido como el paquete multicolor de la víctima –con indicaciones para su uso–, que ya no podrá restituirlo a las estanterías. Ahora la víctima no pasará desapercibida al cambiar éste por otro paquete nuevo y en buen estado, sería detenida por la vendedora como un ladrón. ¡Sígame sin hacer escándalo! Pero la puerta que conduce –que parece conducir– a la oficina del director de la sucursal es una puerta falsa, y del lado de fuera del impecable supermercado ya no existen ofertas de la semana; ahí no hay nada, absolutamente nada, sólo la oscuridad, y un cliente que jamás ha sido mezquino cae al precipicio. Alguien dice en lenguaje formal: ¡abandone de inmediato el vagón! Sobre la tapadera de los sesos lleva un sombrero tirolés adornado con pelos de gamuza; es porque el sujeto va disfrazado de cazador.
Pero ELLA se inclina a tiempo y recurre a un nuevo truco artero. Antes ha de desembarazarse de los instrumentos musicales. Éstos crean una especie de cerco en torno a ella. Aparentemente se trata de atarse los cordones de los zapatos, a partir de lo cual le hace una jugada a su vecino en el tranvía. Casi al pasar, da un buen pellizcón en la pantorrilla a una u otra mujer, da igual, son idénticas. Es seguro que la viuda se quedará con un moretón. La perjudicada dispara hacia lo alto como una clara y luminosa fuente nocturna que al fin ve la ocasión de ser el centro de atención; rápidamente y con precisión bosqueja su situación familiar y advierte que sus relaciones (sobre todo su difunto marido) se harán sentir con dureza sobre la atacante. Enseguida llama a la ¡policía! La policía no acude porque no puede ocuparse de todo.
En su rostro se dibuja la candida mirada de un músico. Su aspecto es el de alguien que en ese preciso momento se halla entregado al poder emotivo del romanticismo musical, aquel estado de un efecto misterioso y en constante aumento; parece no atender a nada fuera de sí. Así, el pueblo afirma al unísono: desde luego que no puede haber sido la niña con la ametralladora. Como ocurre con frecuencia, también en este caso el pueblo yerra. A veces hay alguno que piensa con más agudeza y acaba por señalar la verdadera culpable: ¡tú has sido! ELLA es interrogada; qué responde su entendimiento desarrollado bajo un sol implacable. ELLA no responde. El precinto con el que su subconsciente ha bloqueado la zona posterior del velo del paladar impide que se castigue a sí misma. No se defiende. Algunos intervienen atolondrados porque se ha acusado a una sordomuda. La voz de la razón afirma que un violinista no puede ser sordomudo. Quizá sólo sea muda o simplemente lleve el violín a una tercera persona. No logran ponerse de acuerdo y desisten de su propósito. El vino joven del fin de semana ya trasguea por sus cabezas y destruye varios kilos de materia pensante. Un poco más de alcohol destruirá lo que queda. País de alcohólicos. Ciudad de la música. La mirada de esta niña se pierde en el mundo de las emociones y su acusador se sumerge en las profundidades de una cerveza hasta enmudecer receloso ante sus ojos. Es indigno de ELLA meterse a empujones a través de la masa; la violinista y violista no da empujones. Por estas pequeñas alegrías se arriesga incluso a llegar tarde a casa, donde la madre espera cronómetro en mano y la regañará. Soporta estos sacrificios a pesar de que se ha pasado toda la tarde haciendo música y pensando, tocando el violín y mofándose de los que son peores que ella. Desea aleccionar a la gente: que conozcan el sobresalto y el estremecimiento. Los programas de los conciertos de la Filarmónica están repletos de estas emociones.
Un asistente a los conciertos filarmónicos aprovecha las palabras de la introducción del programa para explicarle a otro que en su interior tiembla ante el dolor de esta música. Hace un instante ha leído esto y cosas parecidas. El dolor de Beethoven, el dolor de Mozart, el dolor de Schumann, el dolor de Bruckner, el dolor de Wagner. Este dolor es de su exclusiva propiedad, por lo demás, él es propietario de la fábrica de zapatos Póschl o de la casa Kotzler, mayorista para materiales de la construcción. Beethoven activa el temor, ellos en cambio hacen corretear atemorizados a sus empleados. Una tal señora doctora ha establecido hace ya mucho tiempo una relación de tú a tú con el dolor. Desde hace ya diez años que busca el más profundo misterio del Réquiem de Mozart. Pero hasta el momento no ha avanzado ni un paso, porque esta obra es inescrutable. ¡No lo podemos comprender! La señora doctora afirma que es la más genial de las obras de encargo de la historia de la música; para ELLA y para unos cuantos más, esto es una verdad indiscutible. La señora doctora es uno de los pocos elegidos que son conscientes de la existencia de cosas inescrutables desde todo punto de vista. ¿Qué explicación se puede dar? Es inexplicable cómo pudo ser creado algo así. Esto también es válido para algunos poemas, que tampoco debieran ser analizados. Un misterioso desconocido envuelto en una capa negra pagó un adelanto por el Réquiem. La señora doctora y otros que vieron este film de Mozart lo saben: ¡fue la muerte en persona! Con este pensamiento se abre camino a mordiscos hacia el espacio en que están los verdaderamente grandes y a la fuerza se introduce en él. Pocas veces se crece junto a los grandes. A ELLA la oprimen constantemente masas humanas detestables. Siempre hay alguien que se entromete en SU percepción. El populacho no sólo se apropia del arte sin el menor derecho; también penetra en el artista. Instala su cuartel en el artista y de inmediato abre a golpes un par de ventanas hacia el exterior para ver y ser visto. Ese zoquete Kotzler manosea con sus dedos sudorosos algo que sólo le pertenece a ELLA. Canturrean sin que nadie lo pida. Siguen un tema con el índice humedecido, buscan el correspondiente tema de acompañamiento, no lo encuentran y, asintiendo con la cabeza, se sienten satisfechos al encontrar y repetir el tema principal, al que vuelven con servilismo. Para la mayoría, el máximo atractivo del arte se basa en reencontrar algo que creen conocer. Una ola de emociones ahoga a un señor carnicero. Es incapaz de defenderse, aun cuando está acostumbrado a un trabajo sangriento. La sorpresa lo deja tumefacto. No cosecha, no siembra, no oye bien, pero en un concierto público puede ser visto. Junto a él, el séquito femenino de la familia, que también quiere asistir.
Le da un puntapié a una anciana en el talón derecho. ELLA es capaz de señalar el lugar que le corresponde a cada frase musical. Nadie más que ELLA puede colocar cualquier cosa que oye en el sitio adecuado, allí donde pertenece. La ignorancia de estos borregos que sólo saben balar merece su desprecio y de este modo los castiga. Su cuerpo es como una gran nevera en la que se conserva el arte. SU pulcritud es tremendamente sensible. Los cuerpos sucios forman un bosque resinoso a su alrededor. No es únicamente suciedad corporal, la inmundicia más grosera que escapa de sus axilas y entrepiernas, la suave pestilencia a orines de la anciana, la nicotina que corre por la red de tuberías que forman las venas y poros del anciano, las enormes cantidades de alimentación de mala calidad que suelta hedores desde sus estómagos; tampoco es sólo el lívido olor de la costra de sus cabezas, la tina, ni la sutilísima pero, para el buen olfato, penetrante pestilencia de las micrométricas partículas de mierda debajo de las uñas –restos de la digestión de alimentos insípidos, ese placer gris y correoso, si es que eso puede llamarse placer–, eso que ellos ingieren maltrata SU sentido olfativo, SUS papilas gustativas. No; lo peor es cómo se acoplan unos con otros, cómo se mezclan unos con otros. Alguno llega incluso a penetrar en los pensamientos del otro, en lo más profundo de su sensibilidad. Por ello han de ser castigados. ELLA castiga. Y, aun así, nunca puede deshacerse de ellos. Los tironea, los sacude igual que un perro a su presa. Y a pesar de ello se revuelcan sin escrúpulos en torno a ELLA; miran su YO más íntimo y se atreven a afirmar que no saben qué hacer con ELLA y que ¡incluso no les gusta! Si hasta llegan a afirmar que no les gustan Webern ni Schónberg. La madre levanta la tapadera de SU intimidad sin dar aviso previo; desde arriba introduce la mano, revuelve y registra. Lo desordena todo y nunca restituye las cosas a su lugar. Saca esto o aquello después de una breve selección, lo observa bajo la lupa y lo tira. Otras cosas las remienda, las friega con cepillo, esponja y estropajo. Enseguida las seca enérgicamente y las vuelve a atornillar en algún lugar. Es como una cuchilla en una máquina de moler carne. Esta anciana es uno de los que acaban de subir, aun cuando no pasa por donde el cobrador. Cree que podrá ocultar que ha subido aquí, en este vagón. La verdad es que hace ya tiempo que todo le da igual y lo sabe. Ya no le merece la pena pagar. El billete para el otro mundo lo lleva en el bolsito de mano. Este también ha de ser válido para el tranvía.
En ese mismo instante una señora le pregunta cómo llegar a tal lugar y ELLA no responde. No responde aunque sabe perfectamente cómo ir. La señora no deja en paz a nadie, revuelve todo el vagón y quita a la gente de un lado y de otro para revolcarse debajo de los asientos buscando la calle. Es una excursionista terrible por los caminos del bosque, tiene por costumbre alterar la tranquilidad contemplativa de los inocentes hormigueros haciéndoles cosquillas con su delgado bastoncito. Provoca que los animales irritados expulsen ácidos. Ella se cuenta entre los que por principio levantan cada piedra para ver si debajo hay una serpiente. Minuciosamente, cada claro, por pequeño que sea, es rastreado por esta dama en búsqueda de setas o bayas. Ella es de ese tipo de gente. De cada obra de arte quieren exprimir lo último que le quede y proclamarlo públicamente. En el parque limpian el banco con el pañuelo antes de sentarse. En los restaurantes refriegan el servicio con la servilleta. Revuelven el traje de un pariente cercano, lo cepillan y hurgan buscando pelos, cartas o manchas de grasa.
Y ahora, esta señora se disgusta con sonora vehemencia porque nadie es capaz de darle información. Afirma que nadie quiere darle información. Esta señora representa a la mayoría ignorante, pero que desborda una única cosa: voluntad de lucha. Se enfrenta a cualquiera si viene a cuento.
ELLA desciende precisamente en la calle que buscaba la señora y de paso la mira con sarcasmo.
La búfala se da cuenta y los pistones se le ponen al rojo vivo de furia. Dentro de poco revivirá este pasaje de su vida en casa de una amiga comiendo carne de vacuno con frijoles; será como si prolongase la vida durante el corto tiempo que dure este relato, sólo que el tiempo también transcurre inexorablemente mientras habla. Y con ello, la dama pierde tiempo para vivir nuevas experiencias. Nuevamente SE da vuelta para mirar a la dama completamente desorientada y enseguida se pone en marcha por un camino bien conocido, rumbo a una casa bien conocida. De paso mira burlona a la dama, olvidando que dentro de unos pocos minutos ELLA misma será reducida a un montoncito de cenizas bajo el fuego ardiente del soplete materno por llegar tan tarde a casa. Ni siquiera la totalidad del arte podrá consolarla, aunque del arte se suelan decir muchas cosas, sobre todo, que es un consuelo. Pero en algunos casos primero provoca el sufrimiento.
 
Erika, la flor de la pradera. La mujer tomó el nombre de esta flor. Durante el embarazo la madre se imaginaba que sería algo tímido y delicado. Pero cuando vio la masa de arcilla que salió de su cuerpo, no tuvo reparo en ponerse manos a la obra para corregirlo a golpes y conformar algo puro y delicado. Quitar algo de aquí y algo de acá. Por instinto, todo niño tiende hacia la suciedad y los excrementos, por eso hay que atajarlo. Ya muy pronto la madre elige para Erika una profesión que de alguna forma tenga carácter artístico; de este modo se podrá extraer dinero de las delicadezas alcanzadas con tanto esfuerzo. Mientras tanto, el individuo medio rodeará y aplaudirá admirado a la artista. Ahora, finalmente, Erika ha concluido su camino hacia lo delicado y su carro ha de enrielarse por los senderos de la música y de inmediato deberá comenzar a trajinar en el campo de las artes. Una muchacha como ELLA no ha sido hecha para llevar a cabo tareas duras, pesadas labores manuales ni quehaceres domésticos. Desde su nacimiento estuvo predestinada a las sutilezas del baile clásico, del canto, de la música. Una pianista de fama mundial, ése sería el ideal de la madre; y con el propósito de que la niña encuentre el camino en medio de un mundo de intrigas, clava señalizadores en cada esquina y así también clava a Erika a la silla cada vez que no quiere estudiar. La madre advierte a Erika contra la horda envidiosa que a cada paso intenta destruir lo conseguido y que casi siempre es de sexo masculino. ¡No permitas que te distraigan! En ningún momento de sus logros le está permitido descansar, no debe detenerse a tomar aire reposando apoyada en su pico de alpinista; inmediatamente ha de seguir adelante. Hasta alcanzar el siguiente nivel. Los animales del bosque se acercan peligrosamente y pretenden atraer a Erika hacia su manada. Los rivales desean arrastrar a Erika hacia los acantilados con la excusa de mostrarle el paisaje. ¡Qué fácil es caer! Para que la hija se cuide, la madre le describe de forma didáctica las profundidades del precipicio. En la cima se halla la fama mundial que no alcanza casi nadie. Allí sopla un viento frío, el artista está solo, y éste así lo reconoce. Mientras la madre viva y se afane tejiendo el futuro de Erika, no existe más que una posibilidad para la niña: la más alta cima universal. La madre empuja desde abajo, ya que tiene los dos pies bien puestos en la tierra. Y de pronto Erika ya no se encuentra sobre el suelo heredado de la madre, sino sobre las espaldas de otro al que anula con intrigas. ¡Qué endeble es este fundamento! Erika se empina apoyando la punta de los pies sobre los hombros de la madre, con sus dedos hábiles se agarra firmemente a la punta; pero esto que parecía la cima no es más que el saliente de una roca; tensa la musculatura de los antebrazos y tira y tira hacia arriba. Se encarama hasta el siguiente borde, pero nuevamente no ve sino otra roca, más abrupta aún que la anterior. La fábrica de hielo que es la fama al menos tiene aquí una filial y almacena sus productos en grandes bloques; así se reducen los costes de almacén. Erika lame uno de los bloques y participa en un concierto de estudiantes con la esperanza de ganar el concurso Chopin. ELLA piensa que faltan sólo unos milímetros, ¡entonces estará arriba!
La madre aguijonea a Erika por su exceso de modestia. ¡Siempre eres la última! El discreto recato no sirve para nada. Siempre hay que estar por lo menos entre los tres primeros, todo lo que llega después, acaba en la basura. Así habla la madre, que quiere lo mejor para la niña y no la deja callejear ni tampoco, por ningún motivo, participar en competencias deportivas que van en perjuicio del estudio.
A Erika no le gusta llamar la atención. Cultiva un cuidadoso recato y espera que otros consigan las cosas por ella: ésta es la queja del animal madre malherido. La madre se queja amargamente de que ella ha de resolverlo todo sola en beneficio de la niña, y así se lanza alegremente a la lucha. Erika sigue discretamente en la retaguardia, por lo cual ni siquiera recibe un par de monedas de regalo para comprarse medias o bragas.
Entre amigos y parientes –muchos ya no lo son, puesto que oportunamente se ha establecido una distancia radical con ellos y también se ha alejado a la niña de su influencia–, la madre fanfarronea a voz en cuello que ha dado a luz un genio. ELLA lo percibe cada vez con mayor claridad –en esto, el pico de la madre es incansable. Erika es un genio en lo que se refiere al piano, sólo que aún no ha conseguido el merecido reconocimiento. De lo contrario, hace ya mucho tiempo que Erika habría llegado a las más altas cumbres, como un cometa. En comparación, el nacimiento del niño Jesús fue una alpargata.
Los vecinos asienten. A ellos les gusta oír cuando la niña estudia. Es como en la radio, pero no hay que pagar derechos de audición. Basta con abrir las ventanas y quizá las puertas para que los acordes penetren y se expandan como gas tóxico por todos los rincones. Aquellos vecinos que se molestan por el ruido, abordan a Erika aquí y allí y le piden silencio. La madre comenta con Erika el entusiasmo que provoca en el vecindario el soberbio ejercicio de su arte. Erika es llevada y traída como un escupitajo por el magro arroyuelo del entusiasmo materno. Más tarde se sorprende de las quejas de un vecino. La madre jamás había hecho mención de esas quejas. Con el correr de los años, Erika superará a su madre cuando se trate de mirar a alguien con desprecio. Estos legos no interesan, madre, su juicio es torpe, su percepción no es madura, en mi profesión sólo interesan los especialistas. La madre responde: no te mofes del elogio de la gente sencilla que oye la música con el corazón y que experimenta más placer que los sofisticados, los mimados, los snob. Tampoco la madre entiende de música, pero somete a la niña al arnés de la música. Se desarrolla una leal competencia vengativa entre madre e hija, ya que la niña se da cuenta muy pronto de que ha superado a su madre en lo musical. La niña es el ídolo de la madre y por ello la niña sólo ha de pagar un discreto arancel: su vida. La madre desea administrar la vida infantil según su propio criterio. Erika no debe tener trato con gente simple, pero siempre ha de prestar atención a sus elogios. Lamentablemente los especialistas no elogian a Erika. Un destino diletante y antimusical escogió al Gulda y al Brendel, a la Argerich y al Pollini, entre otros. Pero sin titubear pasó dándole las espaldas a la Kohut. Se ha de saber que el destino pretende ser imparcial y que no se deja engañar por una larva encopetada. Erika no es guapa. Si quisiera serlo, la madre se lo prohibiría de inmediato. Erika estira en vano sus brazos hacia el destino, pero el destino no hace de ELLA una pianista. Es arrojada al suelo como viruta de madera. No sabe qué sucede, porque hace ya tiempo que es al menos tan buena como los grandes. Entonces ocurre que Erika fracasa rotundamente en un importante concierto de fin de curso de la Academia de Música, fracasa en presencia de la totalidad de sus competidores y de la figura singular de su madre, que ha gastado sus últimos dineros en un vestido de concertista para Erika. A continuación, será abofeteada por la madre, ya que incluso legos absolutos en cuestiones musicales se dieron cuenta del fracaso de Erika; en su propia cara o incluso ya en sus manos. Por lo demás, ELLA no había elegido una pieza del gusto de la masa ignorante, sino un Messiaen, una decisión que la madre había objetado enérgicamente. De este modo, la niña no consigue colarse en los corazones de la masa, por la que madre e hija no sienten sino desprecio, la primera porque desde siempre no ha sido más que un miembro irrelevante de aquella masa, la segunda porque jamás querría llegar a ser un miembro irrelevante de la masa. Con oprobio, Erika desciende torpemente del escenario, con vergüenza la recibe su destinataria, la madre. También su maestra, una pianista que en su tiempo gozó de renombre, la regaña duramente por su falta de concentración. Se ha desaprovechado una gran oportunidad y nunca se repetirá. Pronto llegará el día en que nadie envidiará a Erika y nadie la buscará.
Qué alternativa tiene, salvo dedicarse a la docencia. Un trago amargo para el concertista, que de pronto vuelve a encontrarse frente a principiantes que no hacen más que balbucear y a estudiantes de cursos superiores carentes de alma. Conservatorios y escuelas de música o también el ámbito de la docencia privada deben soportar pacientemente mucho de lo que en verdad debería ir a parar a un basurero o, en el mejor de los casos, hallaría un buen lugar en un campo de fútbol. Como en los viejos tiempos, muchos individuos jóvenes son empujados hacia el arte, la mayoría de ellos por sus padres, porque éstos no tienen ni la más remota idea de lo que es el arte, como mucho saben que existe. ¡Y se alegran tanto de ello! Desde luego que muchos son rechazados por el arte, porque en algún punto se han de establecer los límites. Distinguir entre el que está bien dotado y el que no lo está es una de las tareas favoritas de Erika en el ejercicio de la docencia, la selección es para ELLA una compensación; ELLA misma fue eliminada como un carnero entre las ovejas. Los alumnos y alumnas de Erika son de la más variada procedencia y ninguno de ellos había llegado siquiera a tomar el gustillo de quién era la profesora. Pocas veces aparece una rosa roja entre ellos. A algunos Erika consigue arrancarles con éxito una que otra sonatina de Clementi ya en el primer curso, mientras que otros aún hozan y se revuelcan en los estudios iniciales de Czerny y son dejados a la deriva en el primer examen, porque son incapaces de separar el grano de la paja, mientras sus padres creen que ya muy pronto los niños harán milagros.
Erika ve con una alegría ambivalente a los más empeñosos estudiantes de los cursos superiores. Ellos llegan a las alturas de las sonatas de Schubert, la Kreisleriana de Schumann, las sonatas de Beethoven, aquellos puntos culminantes en la vida de un estudiante de piano. En el instrumento de trabajo, el Bósendorfer, se llegan a identificar hasta los sonidos más intrincados; del otro lado se halla el Bósendorfer del maestro que sólo puede ser tocado por Erika, a no ser que se trate de una pieza para dos pianos. Cada tres años los estudiantes de piano deben someterse a un examen de madurez para acceder al siguiente nivel. La mayor parte del trabajo que conllevan estos exámenes recae sobre Erika, que debe pisar a fondo el acelerador para sacar el máximo rendimiento del pesado motor de los estudiantes. A veces el mecanismo no llega a ponerse en marcha tal como sería deseable, porque el sujeto preferiría estar haciendo otras cosas, en las que la música no figura sino como una palabra que él querría susurrar al oído de alguna jovencita. Este tipo de asuntos no son del gusto de Erika y, en la medida de sus posibilidades, los prohibe. Antes de los exámenes, Erika suele sermonear que una nota falsa daña menos que una interpretación errónea en la que no se haga justicia a la obra en su conjunto; pero los sermones van a dar a oídos sordos, obstruidos por el miedo. Para muchos de sus estudiantes la música significa el ascenso de las profundidades del proletariado a las alturas inmaculadas del arte. En el futuro también ellos serán profesores y profesoras de piano. Temen que en el examen sus dedos húmedos y entorpecidos por el miedo, descontrolados por un pulso acelerado, vayan a dar con una tecla equivocada. Ante esto, Erika puede hablar cuanto quiera acerca de la interpretación; ellos no aspiran más que a poder tocar la pieza hasta el final sin equivocarse.
En su interior, Erika siente interés por el señor Walter Klemmer, un muchacho guapo de cabello rubio que últimamente es el primero en llegar por la mañana y el último en partir por la tarde. Es un espécimen empeñoso, Erika tiene que reconocerlo. Estudia cuestiones técnicas, se dedica a la electricidad y sus bondades. En el último tiempo asiste a las clases de todos los estudiantes, desde los primeros ejercicios picoteados tímidamente sobre el teclado hasta el último manotazo de la Fantasía en fa menor, op. 49, de Chopin. Da la impresión de que le sobra mucho tiempo, lo cual es poco probable en un estudiante que cursa la última etapa de su carrera. Un día Erika le pregunta si no preferiría ejercitar un poco el Schónberg en lugar de estar ahí sentado perdiendo el tiempo. ¿Es que no tiene deberes pendientes en su estudio? ¿Asistir a cursos, ejercicios, en fin? Así se entera de que hay vacaciones semestrales, algo en lo que ELLA no había pensado a pesar de que da clases a tantos estudiantes. Las vacaciones del curso de piano no coinciden con las de la universidad; en rigor, en el arte jamás hay vacaciones, éste lo persigue a uno a todas partes y el artista es feliz de que las cosas sean así.
Erika siente extrañeza: ¿por qué viene siempre tan temprano, señor Klemmer? Alguien que, como usted, ha estudiado la 33b de Schónberg no puede disfrutar oyendo las cancioncillas de Frohes Singen, frohe's Klingen. ¿Por qué les presta tanta atención? Klemmer miente solícito: siempre y en todas partes se puede sacar provecho, aunque sea poco. Todo puede dar pie para extraer alguna lección, afirma el mentiroso que, en verdad, no tiene nada mejor que hacer. Argumenta que hasta del más pequeño e insignificante de los hermanos se puede aprender algo, siempre y cuando se tenga la disposición que corresponde. Desde luego que ése es un estadio que hay que superar lo antes posible para poder seguir adelante. El estudiante no debe quedarse detenido en lo pequeño e insignificante, de lo contrario intervendrían las autoridades (...)
 
 
(…) Sus garras rasguñan las teclas. Sus pies escarban sin ningún sentido y confundidos, se sacude y se da pequeños tirones por aquí y por acá, el hombre la pone nerviosa y la priva de su sostén, la música. La madre ya espera en casa. Mira el reloj de la cocina, ese péndulo implacable que, no antes de media hora, traerá a casa a la hija al ritmo del tictac. Pero la madre, que no tiene otra cosa que hacer, prefiere acumular tiempo de espera. Quizá algún día Erika llegue por sorpresa antes de la hora, porque faltó un alumno, y en ese caso la madre no habría tenido que esperar. Erika está empalada en su taburete del piano, pero al mismo tiempo se siente atraída hacia la puerta. La poderosa presión del silencio doméstico, interrumpido únicamente por el sonido del televisor, ese momento de inercia absoluta ya comienza a transformarse en un dolor físico. ¡Que Klemmer desaparezca de una vez! Que tanto habla y habla mientras en casa la tetera hierve hasta que se humedece el techo de la cocina.
Klemmer daña el parqué con el nerviosismo de la punta de sus zapatos y, como si estuviera haciendo anillos de humo, practica los pequeños pero importantísimos fundamentos de la técnica de digitación pianística, mientras la mujer siente interiormente la llamada de su hogar. Pregunta qué es lo determinante para el sonido y se responde a sí mismo: la técnica de digitación. Su boca dispara elocuente aquel resto sombrío e inasible de sonidos, colores y luz. No, lo que usted menciona no es la música tal cual yo la conozco, chirría Erika igual que un grillo, y desea al fin estar en su hogar tibio. Mas esto y sólo esto, afirma rotundo el joven. Lo inmensurable, lo inevaluable son para mí los criterios para enfrentarse al arte, sostiene Klemmer, y contradice a la profesora. Erika cierra la cubierta del piano y da vueltas ordenando cosas. En uno de sus compartimientos interiores el hombre ha dado casualmente con el espíritu de Schubert y le saca provecho. Cuanto más se disuelve el espíritu de Schubert en humo, vaho, colores, ideas, tanto más se asienta su valor más allá de lo descriptible. El valor cobra dimensiones gigantescas, nadie comprende su altura. La apariencia se sitúa decididamente por delante de la esencia, dice Klemmer. Sí, la realidad probablemente sea uno de los peores errores que se puedan concebir. La mentira está por delante de la verdad, deduce el hombre a partir de sus propias palabras. Lo irreal es anterior a lo real. Y de este modo el arte gana en calidad.
La alegría de la cena doméstica que hoy se retrasa de forma involuntaria es el agujero negro para la estrella Erika. Sabe que el abrazo materno la devorará y digerirá del todo, pero aun así siente por ella una atracción mágica. Un rojo carmesí se asienta en sus mejillas y se expande aún más allá. Que Klemmer la deje en paz y se marche. No querría que hubiese nada que se lo recordara, ni siquiera una partícula del polvo de sus zapatos. Desea con ansiedad un abrazo largo e íntimo para en seguida, tan pronto acabe el abrazo, rechazarlo como una reina, ella, la mujer estupenda. A Klemmer no le pasa por la cabeza la idea de abandonar a la mujer, más aún si ha de comunicarle que sólo ama las sonatas de Beethoven a partir de la op. 101. Porque, según sus elucubraciones, sólo a partir de entonces son realmente suaves, fluyen, los movimientos se aplanan, difuminan sus contornos, no se aíslan con aspereza unos de otros, opina Klemmer. Expresa la última parte de estos pensamientos y sensaciones y da la impresión de que comprimiera el final, para que el contenido del salchichón no se le escape.
Y para llevar la conversación a otro rumbo, señora profesora, tengo que decirle, y en seguida lo explicaré con más detalle, que el individuo alcanza su máximo valor sólo cuando se desprende de la realidad y se entrega al reino de los sentidos, algo que también debería valer para usted. Lo mismo que para Beethoven y Schubert, mi querida maestra, con los que personalmente me siento ligado, no sé bien por qué, pero lo siento; también es válido que debemos despreciar la realidad y hacer del arte y los sentidos nuestra única realidad. Beethoven y Schubert han quedado atrás, yo, Klemmer, yo soy el futuro. Acusa a Erika Kohut de que, en ese sentido, a ella aún le falte. Se aferra a superficialidades, pero el hombre abstrae y separa lo esencial de lo innecesario. Al decir esto se ha permitido una osada respuesta de estudiante. Se ha atrevido a ello.
En la cabeza de Erika, una única fuente de luz que lo ilumina todo, pero especialmente el letrero donde dice: Salida. El cómodo sillón junto al televisor abre sus amplios brazos, se oye suave la señal del programa informativo, sobrio se yergue el locutor encorbatado. En la mesita, una serie de cuencos bien surtidos, repletos y multicolores, con cosas para picar, de donde las señoras van sirviéndose de forma alternativa o simultánea. Tan pronto están vacíos, se vuelven a llenar, es como en Jauja, donde nada comienza y nada acaba.
Erika lleva cosas de un extremo de la sala al otro y las devuelve otra vez a su lugar inicial; con énfasis mira el reloj y hace una señal invisible desde su alto mástil, demostrando que está muy cansada después de un arduo día de trabajo, en el cual la música ha sido maltratada con diletantismo por satisfacer pretensiones paternas.
Klemmer está ahí de pie y la mira.
Erika quiere evitar que se produzca un silencio y dice algo sobre la vida cotidiana. Para Erika, el arte es lo cotidiano porque el arte es lo que la alimenta. Cuánto más fácil es para el artista, dice la mujer, echar fuera de sí las emociones y las pasiones. El giro hacia lo dramático, algo que usted aprecia tanto, Klemmer, significa que el artista recurre a simulaciones, descuidando los elementos auténticos. Ella habla para que no se produzca un silencio. Yo, en tanto profesora, prefiero el arte no dramático, por ejemplo, Schumann, el drama siempre es más fácil. Emociones y pasiones no son más que un sucedáneo, un sustituto para lo rigurosamente intelectual. Que sobrevenga un terremoto, que caiga sobre ella un estrépito atronador en forma de una violenta tormenta, esto es lo que colma las ansias de la profesora. Klemmer, casi fuera de sí por la ira, está a punto de horadar el muro con su cabeza; si de pronto emergiera a través del muro la furibunda cabeza de Klemmer junto a la mascarilla mortuoria de Beethoven, los del curso de clarinete de ahí al lado sin duda se sorprenderían –recientemente él ha comenzado a asistir a ese curso para practicar un segundo instrumento dos veces por semana. Esta Erika, esta Erika no se da cuenta de que en verdad él habla exclusivamente de ella y, desde luego, ¡de sí mismo! Establece una asociación puramente sensual entre Erika y él mismo, con ello reprime lo intelectual, este enemigo de los sentidos, este enemigo ancestral de la carne. Ella cree que él se refiere a Schubert cuando, en verdad, se está refiriendo a sí mismo, como en general se refiere a sí mismo cuando habla.
De pronto invita a Erika a tratarse de tú; ella le aconseja, remitámonos al asunto. Sin que ella intervenga, la boca se le contrae formando una roseta arrugada; ha perdido el control. Lo que la boca diga está bajo su dominio, pero no la forma en que se presente en el exterior. Se le pone la piel de gallina, por todo el cuerpo. Klemmer se asusta de sí mismo, hoza gruñendo con placer en la bañera tibia repleta con sus pensamientos y sus palabras. Se lanza sobre el piano, donde se siente a gusto. A una velocidad exagerada toca una frase que casualmente ha aprendido de memoria. Quiere demostrar algo con la frase, el asunto es qué. Erika Kohut se alegra por esta pequeña distracción y se lanza al encuentro del estudiante para detener el tren rápido antes de que esté en plena marcha. Esto es demasiado rápido y demasiado fuerte, señor Klemmer, y con ello lo único que demuestra son los vacíos a que conduce la total ausencia del intelecto en la interpretación.
El hombre sale disparado hacia atrás y cae sobre una butaca. Está tan acelerado como un caballo de carreras que ya ha conseguido muchos triunfos. Como premio por sus éxitos y para evitar derrotas exige un trato delicado y atención cuidadosa, al menos como una cubertería de plata de doce piezas.
Erika quiere irse a casa. Erika quiere irse a casa. Erika quiere irse a casa. Le da un buen consejo: dé unas cuantas vueltas por Viena y respire profundamente. Después toque otra vez a Schubert, ¡pero esta vez hágalo bien!
Yo también me voy; Walter Klemmer amontona con teatralidad su compacto paquete de partituras y sale del escenario como Joseph Kainz, sólo que sin tanto público. Pero él actúa simultáneamente como público. Estrella y público en uno. Y un aplauso atronador como despedida.
 
 

 
Elfriede Jelinek
 


 
Elfriede Jelinek nació en 1946 en Mürzzuschlag, Styria, Austria.Con raíces checo-judías, se crio en Viena. Su madre tenía ascendencia rumano alemana de origen católico y su padre ascendencia checa y judía.Recibió clases de ballet y francés, y una amplia formación musical. En 1960 inició sus estudios de piano y composición en el Conservatorio de Viena. Después de su Abitur (bachiller alemán) se matriculó en la Universidad de Viena y cursó estudios de Ciencias del Teatro e Historia del Arte.Sus inicios en el ámbito de las letras fueron en 1967 con la colección de poemas Lisas Schatten (Las sombras de Lisa).Escribió para revistas literarias antes de la publicación de su primer libro Wir sind lockvögel baby (Somos reclamos, baby) en 1970.Autora de una gran obra narrativa y teatral, ganó reconocimiento internacional tras ser llevada al cine su novela Die Klavierspielerin (1983) (La pianista), de contenido claramente autobiográfico e inspiradora de la película del mismo título de Michael Haneke. Se le concedió el Premio Nobel de Literatura en 2004.Algunas de sus preocupaciones fueron la crítica social, el análisis de la condición de la mujer y el desarrollo de un lenguaje propio, muchas veces devenido en verdadero protagonista de sus obras. Feminista y defensora de las ideas de la izquierda, sufre en su país el ataque de los partidos de derecha y, tras la llegada al gobierno del primer ministro Jörg Haider, sus obras fueron prohibidas en los teatros públicos austríacos. Entre sus novelas figuran Los amantes, Los excluidos y El ansia. Escribió más de 35 obras.
 
 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario