Fuente: El Observador -Perfil, 6 de junio de 2021- Perfil. com.ar
Por Slavoj Zizek
En toda la historia del cine, Luces de la ciudad es tal vez el ejemplo más puro de un filme que, por así decirlo, apuesta todo a su escena final -la totalidad del filme solo sirve, en última instancia, para prepararnos para el momento final, concluyente, y cuando este momento llega, cuando (para usar la frase final del “Seminario sobre ‘La carta robada’”, de Lacan) “la carta llega a su destino”, el filme puede terminar enseguida. Este está, entonces, estructurado de una manera estrictamente teleológica, todos sus elementos apuntan hacia el momento final, la largamente esperada culminación; razón por la cual también podríamos utilizarlo para cuestionar el procedimiento habitual de la deconstrucción de la teleología: tal vez anuncia un tipo de movimiento hacia el desenlace final que escapa a la economía teleológica según se la pinta (uno se siente incluso tentado a decir: se la reconstruye) en las lecturas deconstruccionistas.
Luces de la ciudad es la
historia del amor de un vagabundo por una muchacha ciega que vende flores en
una transitada calle y que lo confunde con un hombre rico. A través de una
serie de aventuras con un millonario excéntrico que, cuando está borracho,
trata al vagabundo con extrema amabilidad pero que, cuando está sobrio, ni siquiera
logra reconocerlo (¿fue aquí donde Brecht halló la idea para su Herr Puntilla y
su sirviente Matti?), este pone sus manos el dinero necesario para la
operación que permita a la pobre muchacha recuperar la vista; por lo cual es
arrestado por robo y sentenciado a prisión. Después de cumplir su condena,
vagabundea por la ciudad, solitario y desolado; repentinamente, se topa con una
florería donde ve a la muchacha. Esta, después de superar con éxito la
operación, maneja un próspero negocio, pero aún aguarda al Príncipe Encantado
de sus sueños, cuyo caballeresco obsequio permitió que recuperara la vista.
Cada vez que un joven cliente bien parecido entra a su tienda, se colma de
esperanzas; y una y otra vez se decepciona al escuchar la voz. El vagabundo la
reconoce de inmediato, mientras que ella no lo hace, dado que todo lo que
conoce de él es su voz y el contacto de su mano: lo único que ve a través de la
vidriera (que los separa como una pantalla) es la ridícula figura de un
vagabundo, un paria social. No obstante, al verlo perder su rosa (un recuerdo
de ella), siente piedad por él y su mirada apasionada y desesperada despierta
su compasión; de modo que, sin saber quién o qué la espera y, sin embargo, con
un talante alegre e irónico (en el negocio, le comenta a su madre: ¡He hecho
una conquista!), sale a la calle, le da otra rosa y deposita una moneda en su
mano. En este preciso momento, cuando sus manos se encuentran, lo reconoce por
el contacto. Inmediatamente se serena y le pregunta: ¿Tú?. El vagabundo asiente
con la cabeza y, señalando sus ojos, la interroga: ¿Puedes ver ahora?. La muchacha
contesta: Sí, ahora puedo ver; hay entonces un corte a un primer plano medio
del vagabundo, sus ojos llenos de temor y esperanza, sonriendo con timidez, sin
saber cuál va a ser la reacción de la muchacha, satisfecho y al mismo tiempo
inseguro por estar tan totalmente expuesto ante ella; y así termina la
película.
En el nivel más elemental, el efecto poético de esta escena se basa en
el doble significado del diálogo final: Ahora puedo ver se refiere a la vista
física recuperada tanto como al hecho de que la muchacha ve ahora a su Príncipe
Encantado en lo que realmente es, un vagabundo miserable. Este segundo
significado nos sitúa en el corazón mismo del problema lacaniano: concierne a
la relación entre la identificación simbólica y el resto: el residuo, el
objeto-excremento que escapa a ella. Podríamos decir que el filme pone en
escena lo que Lacan, en sus Cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis,
denomina la separación, a saber, la separación entre el Ideal del Yo, la
identificación simbólica del sujeto, y el objeto: el distanciamiento, la
segregación del objeto del orden simbólico
Como lo señaló Michel Chion en su brillante interpretación de Luces
de la ciudad, el rasgo fundamental de la figura del vagabundo es su
interposición: siempre se interpone entre una mirada y su objeto propio,
fijando en sí mismo una mirada destinada a otro, punto u objeto ideal: una
mancha que perturba la comunicación directa entre la mirada y su objeto propio,
desviando la mirada recta, convirtiéndola en una especie de bizquera. La
estrategia cómica de Chaplin consiste en variaciones de este motivo
fundamental: el vagabundo ocupa accidentalmente un lugar que no le corresponde,
que no está destinado a él: lo confunden con un hombre rico o un huésped
distinguido; al escapar de sus perseguidores, acaba por encontrarse sobre un
escenario, donde es de repente el centro de la atención de numerosas miradas.
En sus filmes podemos incluso encontrar una especie de teoría salvaje de los
orígenes de la comedia a partir de la ceguera del público, esto es, de una
división tal provocada por la mirada equivocada: en El circo, por ejemplo, el
vagabundo, al escapar de la policía, termina sobre una cuerda en la cima de la
carpa del circo; comienza a gesticular salvajemente, tratando de conservar el
equilibrio, mientras el público ríe y aplaude, confundiendo su desesperada
lucha por sobrevivir con el virtuosismo de un comediante; el origen de la
comedia debe buscarse precisamente en esa ceguera cruel, la incomprensión de la
realidad trágica de una situación.
Ya en la primera escena de Luces de la ciudad el vagabundo asume
ese papel de mancha en el cuadro: frente a un numeroso público, el alcalde de
la ciudad descubre un nuevo monumento; cuando tira del manto blanco que lo cubre,
el sorprendido público descubre al vagabundo, que duerme tranquilamente en el
regazo de la gigantesca estatua; despertado por el ruido, consciente de que es
el foco inesperado de miles de ojos, intenta descender lo más rápido posible de
la estatua, provocando con sus torpes esfuerzos estallidos de risa. El
vagabundo es, de este modo, el objeto de una mirada apuntada a algo o alguien
distinto: lo confunden con otro y lo aceptan como tal, o bien, tan pronto como
el público descubre el error, se convierte en
una molesta mancha de la que uno trata de librarse lo más rápido posible. Su
aspiración básica (que también sirve como pista para la escena final de Luces
de la ciudad) es, así, ser aceptado finalmente como él mismo, no como el
sustituto de otro, y, como veremos, el momento en que el vagabundo se expone a
la mirada del otro, ofreciéndose sin ningún sostén en la identificación ideal,
reducido a su existencia desnuda de residuo objetal, es mucho más ambiguo y
riesgoso de lo que puede parecer.
El accidente que, en Luces de la ciudad, provoca la
identificación errónea, ocurre poco después del comienzo. Al escapar de la
policía, el vagabundo cruza la calle pasando a través de los autos que la
bloquean en un embotellamiento del tránsito; cuando sale del último y cierra de
un golpe la puerta trasera, la muchacha asocia automáticamente este sonido, el
portazo, con él; esto y la paga excesiva, sus últimas monedas, que el vagabundo
le da por una rosa, crean en ella la imagen de un benévolo y rico propietario
de un auto de lujo. Aquí queda sugerida automáticamente una homología con el no
menos famoso malentendido inicial de Intriga internacional, de Hitchcock, esto
es, la escena en que, debido a una coincidencia fortuita, Roger O. Thornhill es
erróneamente identificado como el misterioso agente americano George Kaplan
(hace un gesto al empleado del hotel exactamente en el momento en que este
entra al bar y exclama: ¡Llamada telefónica para el señor Kaplan!): también
aquí, el sujeto se encuentra accidentalmente ocupando cierto lugar en la red
simbólica. Sin embargo, el paralelo puede llevarse aun más allá: como es bien
sabido, la paradoja básica de la trama de Intriga internacional consiste en que
Thornhill no es simplemente confundido con otra persona; se lo confunde con
alguien que no existe en absoluto, un agente ficticio fraguado por la CIA para
distraer la atención respecto de su agente real; en otras palabras, Thornhill
se descubre ocupando, llenando, cierto lugar vacío de la estructura. Y este fue
también el problema que provocó tantas demoras cuando Chaplin estaba filmando
la escena de la identificación errónea: la filmación se extendió durante meses
y meses. El resultado no satisfacía sus exigencias, habida cuenta de que tanto
insistía en pintar al hombre rico con el que es confundido el vagabundo como
una persona real, como otro sujeto en la realidad diegética del filme; la
solución apareció cuando Chaplin comprendió, en una iluminación súbita, que no
era necesario en absoluto que el hombre rico existiera, que bastaba con que
fuera la formación fantasmática de la pobre muchacha, es decir que, en la
realidad, una persona (el vagabundo) era suficiente. Este es también uno de los
insights elementales del psicoanálisis. En la red de relaciones
intersubjetivas, cada uno de nosotros es identificado con y atribuido a cierto
lugar fantasmático en la estructura simbólica del otro. El psicoanálisis
sostiene aquí exactamente lo contrario de la opinión habitual del sentido
común, de acuerdo con la cual las figuras fantasmáticas no son sino distorsiones,
combinaciones u otro tipo de elaboraciones de sus modelos reales, de personas
de carne y hueso con las que nos encontramos en nuestra experiencia. Podemos
relacionarnos con estas personas de carne y hueso solo en la medida en que
podemos identificarlas con cierto lugar en nuestro espacio fantasmático
simbólico o, para decirlo de un modo más patético, solo en la medida en que
llenan un lugar preestablecido en nuestro sueño: nos enamoramos de una mujer
siempre que sus rasgos coincidan con nuestra figura fantasmática de la Mujer,
el padre real es un individuo miserable obligado a cargar con el peso del
Nombre-del-Padre, nunca plenamente adecuado a su mandato simbólico, etcétera.
De este modo, la función del vagabundo es, literalmente, la de un
intercesor, corredor, proveedor: una especie de mediador, mensajero del amor,
intermediario entre sí mismo (esto es, su propia figura ideal: la fantasmática
del rico Príncipe Encantado en la imaginación de la muchacha) y la muchacha. O
bien, en la medida en que el hombre rico es encarnado irónicamente por el
millonario excéntrico, el vagabundo media entre él y la muchacha: su función
es, en última instancia, transferir el dinero del millonario a la joven (que es
la razón por la cual es necesario, desde el punto de vista de la estructura,
que estos nunca se conozcan). Como lo demostró Chion, esta función
intermediaria del vagabundo puede detectarse a través de la interconexión
metafórica de dos escenas consecutivas que no tienen nada en común en el nivel
diegético. La primera tiene lugar en el restaurante adonde el vagabundo es
invitado por el millonario: come tallarines a su propio modo, y cuando un rollo
de serpentinas cae sobre su plato lo confunde con aquellos y lo traga sin
parar, levantándose y poniéndose en puntas de pie (las serpentinas cuelgan del
techo como una especie de maná celestial), hasta que el millonario lo corta; de
este modo, se pone en escena un guion edípico elemental: la cinta de
serpentinas es un cordón umbilical metafórico que une al vagabundo con el
cuerpo materno, y el millonario actúa como un padre sustituto, cortando sus
vínculos con la madre. En la escena siguiente, vemos al vagabundo en la casa de
la muchacha, donde ella le pide que sostenga la lana para poder hacer un
ovillo; a causa de su ceguera, toma accidentalmente la punta de la camiseta de
lana de él, que asoma fuera de su saco, y comienza a deshacerla tirando del
hilo y enrollándolo. La conexión entre las dos escenas es, así, clara: lo que
el vagabundo recibió del millonario, el alimento ingerido, la interminable
cinta de tallarines, ahora lo secreta de su vientre y lo entrega a la muchacha.
Y, en esto consiste nuestra tesis, por esa razón, en Luces de la
ciudad, la carta llega dos veces a su destino o, para expresarlo de otra
manera, el cartero llama dos veces: primero, cuando el vagabundo logra entregar
a la muchacha el dinero del hombre rico, es decir, cuando cumple exitosamente
su misión de intermediario; y segundo, cuando la muchacha reconoce en su
ridículo aspecto al benefactor que hizo posible su operación. La carta llega
definitivamente a su destino cuando ya no podemos legitimarnos como meros
mediadores, proveedores de los mensajes del gran Otro, cuando dejamos de ocupar
el lugar del Ideal del Yo en el espacio antasmático del otro, cuando se alcanza
una separación entre el punto de identificación ideal y el peso masivo de
nuestra presencia fuera de la representación simbólica, cuando dejamos de
actuar como dueños de casa del Ideal para la mirada del otro; en síntesis,
cuando el otro se ve confrontado con el residuo que queda después de que
nosotros hayamos perdido nuestro sostén simbólico. La carta llega a su destino
cuando ya no somos los ocupantes de los lugares vacíos de la estructura
fantasmática de otro, esto es, cuando el otro finalmente abre los ojos y
comprende que la carta real no es el mensaje que supuestamente traemos sino
nuestro ser en sí, el objeto que en nosotros se resiste a la simbolización. Y
es precisamente esta separación la que tiene lugar en la escena final de Luces
de la ciudad.
Imagen: Fotograma de la película Luces de la Ciudad de Charles Chaplin.
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