Fuente: RadarLibros 18.7.21.- Páginna 12.com.ar
Fragmento de "Mala
lengua" de Álvaro Bisama
Un retrato del gran poeta chileno
Pablo de Rokha
Fue parte del grupo más destacado
de la vanguardia poética chilena junto con Gabriela Mistral, Pablo Neruda y
Vicente Huidobro. Fue ácido crítico de Neruda, a quien le dedicó al menos dos
libros demoledores. Cuando le otorgaron el Premio Nacional de Literatura en
1965 declaró que le llegaba demasiado tarde. Ya había muerto su gran amor y uno
de sus hijos. En 1968 se pegó un balazo en la boca. Pablo de Rokha (Licanten,
Chile, 1894-Santiago de Chile), es quizás el poeta más enigmático y resistido
en su época y en su país, un personaje áspero y trágico. En Mala lengua
(Alfaguara), el escritor chileno Álvaro Bisama traza un retrato documentado y
expresivo del hombre que vivió y poetizó en estado de diatriba.
Se llamaba Carlos Díaz Loyola y
nació en Licantén, a las orillas del río Mataquito, cuando el fantasma del
presidente José Manuel Balmaceda recorría los campos como un ectoplasma tibio,
hecho de culpa y promesa. También llegó a ser conocido como Pablo de Rokha,
nombre con el que reemplazó al de Carlos poco antes de la década del veinte, en
el momento en que se convirtió en un escritor furioso al que nadie supo leer
muy bien, porque él mismo era una vanguardia privada, un ejército de sí mismo y
la fábula de una genealogía. En esa heráldica inventada, fue el patriarca de su
propio clan y avanzó por su época como una bola de demolición, rompiendo y
perdiendo todo a la vez mientras escribía una obra que lo instalaría como uno
de los cuatro grandes de la poesía chilena del siglo XX. Los otros, que eran
Pablo Neruda, Vicente Huidobro y Gabriela Mistral, fueron sus amigos y enemigos
y nunca supieron muy bien qué hacer con él, ni cómo entender su obra que era atroz,
tremenda y suponía un gesto radical para los demás (los lectores, la cultura
chilena, la historia completa de la literatura) pero sobre todo para sí mismo.
De este modo, tuvo un clan y una revista y viajó por el país y el mundo y se
quedó solo y puso fin a su vida en 1968 cuando nada tenía mucho sentido porque
todo lo que había conocido ya no estaba y no le quedaban fuerzas para aguantar
lo que viniese.
Antes, escribió y publicó varias
decenas de libros, casi todos volúmenes donde la poesía se confundía con el
ensayo y la novela. Allí, la diatriba muchas veces alcanzó la condición de arte
perfecto aunque De Rokha ante todo es recordado por un poema largo donde
describe el mapa de Chile como una mesa interminable llena de comidas típicas,
al modo de una fiesta que se extiende a través de las provincias. También
dirigió empresas y fue profesor y político, aunque trabajó mucho tiempo como
vendedor viajero, cargando con cuadros y libros a lo largo del territorio.
Escribió sobre Satanás, Jesucristo, Moisés y Mahoma. Leyó a la vez a Nietzsche,
Schopenhauer y Walt Whitman y luego los cambió por Marx y Mao Tse-Tung, a
quienes entendió como otras vanguardias poéticas. Cosechó enemigos y
detractores y vivió mascando una rabia oscura, hecha de la conciencia del desamparo
y de la falta de reconocimiento popular. Cuando en 1965 le dieron el Premio
Nacional de Literatura ya era tarde. Su mujer y el mayor de sus hijos habían
muerto y sus poemas existían como rumores y susurros; eran apenas visibles,
como una leyenda que se mezclaba con los mitos de su personalidad y el eco de
sus propias palabras; la suya era una poesía que exigía del lector variadas
formas de compromiso.
Un resumen de su vida no alcanza.
Sus numerosos libros, donde destacan Los gemidos, Escritura de Raimundo
Contreras, Arenga sobre el arte, Genio del pueblo o Acero de invierno, siguen
leyéndose como textos vivos y radicales, mientras que sus amigos y compañeros
de ruta, como el crítico literario Juan de Luigi, el poeta Guillermo Quiñonez,
el escritor Mario Ferrero o el pintor Abelardo Paschín, parecen haberse hundido
en el río del olvido, del mismo modo que buena parte de esa cultura chilena a
la que él exigió una comprensión y una altura que nunca recibió de vuelta. Sobre
el final, De Rokha aguantó hasta que no le quedó nada o casi nada. Siempre
había aspirado a volverse un patriarca y muchas veces escribía como tal.
Parecía vociferar solo, siempre dispuesto a abrazar de vuelta a quien escuchase
sus gritos. Ahí estaba su herencia, esa habilidad para aglutinar tras de sí a
los perdedores, los solitarios, los revolucionarios, los locos, los
surrealistas, los chinos, los pobres o los olvidados como si fuesen miembros de
su propia familia. Esa era su pandilla salvaje, su multitud. Ese era su
ejército, su legión, su grupo de amigos. Su clan, una banda de malditos y
fracasados, de autores invisibles, de héroes oscuros y poetas inéditos. Aquel
culto exigía despreciar las mieles del éxito e insistir en el valor moral o
revolucionario de la literatura como un fuego exterminador de cualquier
falsedad, de cualquier impostura. Porque De Rokha fue el rey secreto de esa
tierra imaginaria y el jefe de una familia que era más que una familia.
En un siglo donde la literatura
se consolidó muchas veces como una serie de operaciones y relaciones públicas,
él perdió casi todas las partidas. “Yo soy como el fracaso total del mundo, ¡oh
Pueblos /El canto frente a frente al mismo Satanás, /dialoga con la ciencia
tremenda de los muertos, /y mi dolor chorrea de sangre la ciudad”, anotó en uno
de sus primeros poemas y se dedicó a cumplir esa declaración a rajatabla por el
resto de sus días.
***
Coyhaique. Duerme. El viaje ha sido
agitado. Queda poco. Afuera está la niebla. Afuera está el frío. El sur de
Chile es una tormenta. Este es el lugar donde se termina todo: el viaje, la
picaresca, la epopeya trashumante de libros y cuadros. Por ahora Pablo de Rokha
duerme. Ha cenado bien. Atravesó el sur. Cruzó la isla de Chiloé. Sobrevivió a
un temporal. Pueblo tras pueblo atrajo a los amigos y enemigos. La familia se
quedó en Santiago, esperando. Todos en una casa con un patio grande, una casa
chilena, una casa vieja que pudo parecerse a las de su infancia.
Antes, pasó por una tormenta.
Estuvo a punto de naufragar. En medio de la lluvia, el viento, las olas y los
relámpagos, salió a la cubierta y sacó dos pistolas. La pequeña se la pasó a su
amigo y biógrafo Mario Ferrero, quien lo acompañaba y que contaría la historia
años después en un libro de crónicas. La otra se la quedó él, una Smith &
Wesson calibre 44, cacha nacarada. Un arma legendaria que era el recuerdo del
recuerdo de una guerra. En medio de la tormenta, De Rokha miró a Ferrero. Le
dijo que tenían que suicidarse. Ferrero lo miró de vuelta. El barco se sacudió,
casi se dio vuelta mientras caía sobre el mar agitado, atravesando olas
parecían muros de un cemento negro cuyo contacto podía astillar la madera.
Entonces los llamaron desde la cabina. El capitán quería hablar con ellos. El
capitán se apellidaba Aldana. Cada uno llevaba su arma en la mano. Aplazaban lo
inevitable, de ésta no salían vivos. En la cabina, Aldana les sirvió whisky.
Bebieron los tres. El trago los calmó. El alcohol hizo aparecer una valentía
estoica, una calma artificial.
Nadie se va a morir por ahora,
nadie va a naufragar, dijo Aldana. He visto cosas peores, acotó. Ellos lo
escucharon. El barco dejó la tormenta, siguieron el viaje, guardaron las armas.
Ahora, más y más al sur, Pablo de Rokha duerme sentado sobre la cama. Se ha
acostumbrado a hacerlo así. Ferrero dirá que duerme como los huasos. En verdad,
duerme como si estuviera atento al ruido del mundo, alerta ante lo que puede
pasar. Duerme como si no pudiese cerrar los ojos nunca. Tiene la ventana
abierta. Le gusta el aire fresco. No soporta el encierro. Quizá sueña con el
eco de los pasos de sus hijos rebotando en los pasillos de una casa gigante.
Quizá sueña con su esposa o con su padre o su madre. Quizá no sueña nada.
Afuera la niebla invade la calle y devora la luz. No anda nadie. Es tan densa
que entra por la ventana. Amanece. La oscuridad comienza a irse. Abre los ojos
verdes lentamente, se despereza en la soledad de la pieza. Siente un ruido. O
dos. Un canto. Un graznido. Prende la lámpara del velador. Una delgada lámina
de humedad cubre los paquetes con libros, la maleta negra donde lleva los
cuadros que le quedan.
La finísima garúa es otro polvo
que se posa sobre las cosas, es otro testimonio del tiempo. Entonces sonríe.
Una luz fluorescente y lechosa se cuela desde la calle. Entonces se pone de pie
y mira el suelo. Un par de pajaritos pasean por el piso de madera, buscando en
las junturas de las tablas enceradas algo que picar. En el marco de la ventana,
una avutarda levanta las alas y las sacude. Él escucha las plumas, escucha la
pequeña agitación de los huesos del pájaro, el modo en que se despereza y se
pone tenso. La avutarda estira las alas. Desde afuera no viene ningún ruido. Se
prepara. Antes de irse y volar hacia la luz que está en el centro de la niebla,
entona un graznido que bien puede ser un grajeo. Su canto parece el de una voz
humana.
La fotografía está ajada. Alguien
la dobló, se rompió en alguna parte. Una arruga la corta por la mitad en una
división imaginaria. En la foto, los padres y los hijos de la familia Díaz
Loyola lucen asombrados, como buena parte de quienes han sido retratados en
esas imágenes antiguas donde los rostros del pasado sobreviven a los naufragios
del recuerdo. La antigüedad no impide fijarse en los detalles. La foto está en
un blog familiar, administrado por los descendientes de Elena, la pequeña niña
que está de pie sostenida por el padre, que se llama José Ignacio Díaz.
A la izquierda de la imagen, otra
niña lleva una guirnalda de flores en la cabeza. Más allá, cierta luz blanca
parece borrar todo detalle de la ropa del bebé que Laura Loyola, su madre,
sostiene en los brazos. Al otro lado, en el extremo derecho, otro de los niños
parece echarse hacia atrás, quizás asustado por las instrucciones del
fotógrafo. José Ignacio está en una silla de madera con el respaldo recto.
Lleva chaleco bajo la chaqueta y vemos la cadena de un reloj cruzándole el
pecho. Laura tiene la sonrisa doblada. La línea del labio cae hacia el lado
como si conociera algo que los otros desconocen. Ambos parecen muy jóvenes
porque son en realidad muy jóvenes: cuando se casaron, en octubre de 1892, ella
tenía diecisiete años y él veintiuno.
Carlos, el primogénito, está en
el centro de todo, sentado en un pequeño piso acolchado y con las piernas
cruzadas. Viste botines y calcetines a rayas. Además de su madre, parece ser el
único que no le teme a la foto. Tiene la cabeza levantada y mira a la cámara de
modo directo como si supiese algo que los otros desconocen. La nitidez parece
concentrarse en él. El punctum de la imagen, ese lugar secreto desde donde todo
se desmorona o implosiona, está en su rostro, aunque el niño aún no sepa que
será conocido como Pablo de Rokha, ni que le dirán el Amigo Piedra, ni que
tendrá una máscara llamada Raimundo Contreras, ni que firmará sus primeros
textos como Job Díaz, ni que será el macho anciano, el hombre casado, Juan el
Carpintero y el antagonista principal de la literatura chilena durante buena
parte del siglo.
No lo sabe. El siglo XIX aún no
termina. En la imagen, el niño mira desde el centro exacto de la imagen algo
que bien puede ser el futuro o la nada. Está vestido de domingo mientras abre
los ojos al destello del flash de magnesio y no le teme al golpe de la luz que
lo graba para siempre.
Vuelvo a la foto. Trato de
escuchar en ella los pasos de un fantasma venidero. Ahí, la literatura chilena
es un rumor o un murmullo. Luego será otras cosas: un vómito, una diatriba, un
poema de amor, una elegía, un arma, un lamento, un grito. Entonces, ¿qué nos
impulsa a leer a De Rokha, a tratar de entender su escritura, a revisarlo como
un oráculo deforme y tremendo?
¿Cuánto del rostro de ese niño
que mira la cámara sobrevivirá en las imágenes del adulto? ¿Serán los mismos
ojos los que están detrás de los lentes gruesos que usará en 1965, en el
retrato de su rostro que le tomó Tito Vásquez Pedemonte? Es difícil saber. La
lengua de Pablo de Rokha es un infierno que se inventa sus propios círculos y
se replica a sí misma una y otra vez. Mientras, retorna a sus orígenes y
obsesiones, los que son los materiales de su voz, que revisa de modo neurótico.
Son ecos. El laberinto de su acento también es el de su memoria.
Pablo de Rokha trató de relatar
sus primeros años a fines de la década del treinta. Lo hizo en las páginas de
Multitud, la revista de la que era director-gerente y donde participaba buena
parte de su familia y amigos. Ese proyecto era una ficción llamada Clase Media,
un roman à clef acerca de los paisajes de su infancia. No la terminó nunca pero
décadas después esos textos se convirtieron en parte importante de El Amigo
Piedra, su autobiografía, donde se unieron a otros papeles, todos transcritos
por su yerno Mahfúd Massís (esposo de su hija Lukó) para un volumen cuya
versión final fue editada por el crítico Naín Nómez para la editorial Pehuén en
1989.
Esa condición híbrida define al
libro, que es extraño y quizás frustrante, pues no cumple con ninguna de las
expectativas que se le pueden exigir a un volumen de estas características,
desplegando un sinnúmero de líneas paralelas. Ahí, lo que el poeta recuerda
fluye como un torrente de agua turbia que arrasa el paisaje y los rostros y las
vidas de él y los suyos mientras los expone en carne viva.
Collage póstumo donde podemos
reconocer los hilos y los silencios que unen sus distintas partes, en El Amigo
Piedra la invención y el recuerdo son lo mismo, relatos tardíos, fragmentos
cuyo racconto quedó inconcluso. En él, la infancia es la patria que no abandona
porque también son sus muertos y sus monstruos, sus pesadillas. Es la bruma que
recorre el racconto de esos primeros días, donde el siglo XIX aún no termina y
en donde todo es motivo de asombro. De Rokha, que todavía no se nombra como
tal, recuerda a su familia, de la que compone un relato coral que excede los
lazos de sangre. Su escritura es densa, huye por las ramas, y se pierde en el
paisaje o más bien se encuentra en él.
El poeta focaliza paulatinamente
su relato, y toma cuerpo en la medida en que escribe de ello. Ahí, no hay
distancias entre los hechos y la invención. Desaparecido el mundo de su
infancia, desaparecidos sus padres y los lugares donde creció, el pasado solo
puede ser reconstruido como literatura. Así, sus espectros familiares son
personajes y apenas resisten como pedazos de habla, funcionan como puras
siluetas perdidas en un mundo de brumas. De este modo, si Nabokov usaba Habla,
memoria como el modo de revivir un universo que había sido borrado por la
revolución bolchevique, El Amigo Piedra describe al poeta como el habitante de
un universo mítico y trágico, tan desmesurado como frágil, hecho de los restos
de un orden que el fin del siglo XIX ha decretado como extinto y que para
nosotros solo sobrevivirá como literatura.
Ahí, el poeta no quiere
explicarse. No lo necesita, como tampoco requiere que lo presenten de modo alguno.
El gesto autobiográfico es una remembranza cuya fluidez no esquiva el desvío:
las digresiones del relato son un ramal extinto en la línea del tren de un
camino rural. Contar su propia vida equivale a narrarse a sí mismo como una
leyenda en ciernes, a dominar el lenguaje de lo perdido, que también es el de
su comunidad. Es recordar lo que sucede con la tierra y el paisaje, con ese
drama social donde no falta el hálito lírico. Pero no es un viaje agradable. No
supone pacto o reconciliación alguna. Quizás porque lo que está ahí es la
voluntad de quien considera su propia voz como la de un patriarca en ese
registro de un universo que solo puede sobrevivir como relato, como un viaje
contra la extinción.
Para De Rokha, su biografía no
puede ser sino un misterio abierto, algo susceptible de ser exhibido como una
hazaña o una tragedia o una historia del siglo; una trampa hecha de sombras,
siempre.
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