domingo, 21 de diciembre de 2008

EL CRONISTA DE POESÍA




A veces resulta difícil criticar, sólo deseamos cronicar. Los libros buenos y mediocres llegan todas las semanas, y los aparto y los leo y pienso en qué decir, pero los libros "sin valor" llegan todos los días, como los gritos de la calle y los ruidos del tránsito, y nadie podría pensar algo suficientemente bueno para ellos. En la mala tipografía de los panfletos, en las líneas bajadas a mano sobre papel importado, las vidas penosas y las ambiciones sin esperanza de las personas se han expresado de manera más directa y conmovedora que en cualquier otra obra de arte: es como si los autores nos hubieran enviado sus brazos y sus piernas amputados y, sobre ellos, garrapateada con lápiz de labios, la inscripción: "Esto es un poema". Al cabo de un tiempo, uno no se siente tan incómodo por ellos como por la poesía, que para estos pobres poetas es una salida contra la que finalmente todo el mundo termina por partirse la cabeza. Y a uno le resulta insoportable que sea tan difícil escribir poesía: un juego de ponerle la cola al burro en el que para la mayoría de los jugadores no hay cola, no hay burro y ni siquiera hay premio consuelo. ¡Si al menos existiera algún procedimiento (como el sistema pictórico propuesto por Seurat, o el proyecto de álgebra universal que Gödel cree que Leibnitz perfeccionó y distorsionó) para convertir sistemáticamente en poesía lo que vemos y lo que somos! Cuando leo versos de gente que no sabe escribir poemas —gente que a veces posee más inteligencia, sensibilidad y discriminación moral que la mayoría de los poetas— me resulta difícil no considerar a la Musa como una especie de hada madrina que le dice al poeta, después de que sus colegas han dejado caer sobre él los dones más desconcertantes y ambiguos: 'Bien, no importa. Tú sigues siendo el único que sabe escribir poesía".
Parece una broma detestable que "el poeta nacional de Ucrania" —condenado a pasar diez años en el ejército como soldado raso, y sometido por el Zar a la prohibición de escribir, dibujar e incluso enviar cartas— no tenga un solo poema decente a cambio de todas sus penurias. Un pobre sargento de la Fuerza Aérea se pasa dos años en Attu y Kiska, y al final de ese período sus versos sobre la guerra no se diferencian del loro del hermano de Browder. ¡Qué cruel resulta que un cardenal —pues uno de estos libros es de un cardenal— escriba peores versos que el más pequeño de sus monaguillos! Pero en este universo de mala poesía todo el mundo está obligado por los decretos de una indiscutible necesidad a asesinar a su madre y casarse con su padre, a dar saltos mortales en el sentido inverso alrededor de su propio funeral, a hacer todo lo que se le podrá ocurrir a su peor y más imaginativo enemigo. Sólo un corazón duro y una mente necia podrían condenar, salvo con una suerte de sagrada reverencia, a estos poetas por algo que han hecho... o más bien por algo que les han hecho, porque ellos nunca han hecho nada, sino que han sufrido su poesía tan indefensamente como cualquier otra cosa; de modo que no es una imitación de la vida ni un fragmento de vida sino la vida misma... que está más allá del bien, más allá del mal y por cierto, más allá de las reseñas críticas.



Randall Jarrell (E.E.U.U., Nashville, Tennessee, 1914 -Chapel Hill, 1965)


(Traducción de Mirta Rosenberg)


Diario de Poesía, Nº31,
1994.



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