La tradición, dice Juan José Saer, está hecha en su mayor parte por marginales. Por eso habría que pedir a quienes utilizan tal concepto una descripción un poco más detallada del misterioso centro respecto del cual se considera marginal a un escritor (1). En la perspectiva convencional, la atipicidad de una práctica artística es el resultado de una actitud extravagante, ajena a la historia, y por lo tanto su experiencia se integra de modo periférico, como curiosidad o rareza que confirma, en última instancia, el estatus de los textos consagrados como representativos. Reconocer los márgenes es constitutivo del centro, ya que la valoración de determinados textos no se hace sino en la medida en que esos textos se distinguen del conjunto.
Sin embargo, la historia literaria nos muestra que la verdadera tradición poética, los textos que inauguran nuevos caminos o modifican las formas artísticas proceden en buena medida de escritores a los que se considera marginales. El centro estabiliza, sanciona una determinada dirección, traza límites precisos. Pretende ser lo regular, lo establecido, lo admitido como garantía de un sistema. Se define con fórmulas estereotipadas pero efectivas: puede ofrecerse como "la nueva poesía argentina", o como la suma de "los grandes poetas de la literatura argentina". En cambio, el margen es el espacio de contornos imprecisos, de cruce y mezcla de los discursos, el sitio a veces estigmatizado como antipoesía. En el margen la poesía circula en el magma de las hablas y las escrituras desjerarquizadas, y vuelve a hacerse sus preguntas fundamentales.
Saer menciona a Juan L. Ortiz como uno de los ejemplos del poeta injustamente ignorado. Pero su afirmación admite mayores proyecciones, ya que la definición del centro y los márgenes en la poesía argentina ha estado en cuestión en los últimos veinte años. No se trata simplemente de "lo que se lee", de que tales o cuales autores sean o hayan dejado de ser actuales, en el sentido de que sus textos aparezcan comentados en la prensa o sean estudiados en la academia. El movimiento alude a la situación de obras que permanecieron desconocidas durante mucho tiempo y que al emerger aportaron prácticas sobre la lengua y el arte poético que se convirtieron en parte de una nueva tradición. Son libros que, como ocurrió con Al público (1957), de Leónidas Lamborghini, no estaban escritos y, luego de ser relegados o permanecer inéditos en el momento de su producción, fueron valorados por nuevas lecturas en la perspectiva, más o menos consciente, de una recomposición del mapa de la poesía argentina.
El punto de partida se encuentra en el discurso crítico que comienza a configurarse entre el fin de la dictadura militar y el principio de la restauración democrática. En una encuesta publicada en el número 6 de La Danza del Ratón (diciembre de 1984), Miguel Gaya hizo una descripción puntual del estado de las cosas. El golpe militar, dijo, estableció un corte en el discurso poético y provocó una dispersión de los escritores. El poeta se encontró "solo frente a su propia voz"; se le negó "el acceso a cierta tradición donde apoyarse o ante la cual rebelarse" y "se le retaceó el conocimiento de la obra de sus pares, o la posibilidad de comunicar su obra". Las publicaciones que aparecieron a partir de mediados de la dictadura significaron los primeros intentos de reconstruir esos lazos, articular espacios de difusión y, en un momento posterior, de preguntarse por el corpus, es decir por aquellos textos que se mantenían vigentes o que perduraban sin razón.
En otro artículo de la misma revista, Jorge Fondebrider señaló coincidentemente que "al perderse los puntos de contacto y la posibilidad de recurrir a logros anteriores, la tradición se vio interrumpida" durante la dictadura. La obra de Juan Gelman "ha teñido la producción poética de los jóvenes escritores a lo largo de los últimos quince años" pese a su censura y falta de difusión: "uno de los mayores problemas que muchos jóvenes poetas han tenido durante este período ha sido tener que conciliar la poderosa influencia de Gelman (...) con su reducido campo de acción". Esa paradoja condensa, quizá, los términos del problema en la época. La importancia de una tradición consiste, al menos, en que ofrece los estados más intensos y extremos de la lengua poética. Esos textos no conforman un repertorio congelado, sino una summa en permanente revisión; la interrupción del movimiento, en la dictadura, se correspondió con la degradación de una lengua donde las palabras también constituyeron el vehículo del terror y el engaño, ya que en la Argentina, como en la Alemania nazi, ellas "fueron forzadas a que dijeran lo que ninguna boca humana habría debido decir nunca y con las que ningún papel fabricado por el hombre debería haberse manchado jamás" (2).
Recomponer la tradición implicaba recuperar esa lengua a la que se quiso despojar de historia y de significado.
No obstante, durante la dictadura se mantuvieron corrientes de transmisión oblicuas y clandestinas. En el texto mencionado, Fondebrider destacaba a Joaquín Giannuzzi, Francisco Madariaga, Leónidas Lamborghini, Olga Orozco y Roberto Juárroz "por su evidente peso en la poesía de la última década", es decir, la de los escritores jóvenes. La situación de la obra de Giannuzzi era en cierto sentido similar a la de Gelman. "Algunos —hablo de dos o tres amigos y de mí— tuvimos una especie de revelación cuando a principios de los setenta descubrimos Las condiciones de la época en una mesa de saldos —escribió Daniel Freidemberg— (...) Era posible, al parecer, tratar los temas vulgares y combinarlos con la reflexión intelectual desembozada, llamar las cosas por su nombre y ser dócil al esquema sintático sujeto-verbo-predicado. ¿Qué era eso, poesía o prosa?, decíamos". En otro texto, Fondebrider confirmó ese relato: a principios de los ochenta, los libros de Giannuzzi eran inhallables, "como si nunca hubieran sido escritos", y circulaban de mano en mano (3).
Pero aunque la mesa de ofertas sea el escalón más bajo, aún se forma parte del circuito de distribución; y ser un autor de culto es muy distinto a no tener lectores. Los marginales escriben en secreto: sólo un pequeño círculo, a veces ajeno a cualquier medio de difusión, está enterado de su exÍstencía."En mi horóscopo, que hasta hoy se cumplió —me lo hicieron a los dieciséis años—, el arte está sellado por el signo del ocultamiento y la postergación. Esto me permitió madurar sin presiones", dijo Hugo Padeletti (Alcorta, 1928) (4). Su situación de marginales también puede formar parte del propio posicionamiento ideológico. "Para mí la idea de escribir —sostuvo Aldo F. Oliva (Rosario, 1917-1990)— no está ligada con la de publicar. Yo nunca di ningún paso concreto para publicar" (5). No pertenecen a grupos literarios, no integran revistas, desentonan con sus contemporáneos. Son, como decía Oliva, hijos ilegítimos, formados a veces en los soterrados ámbitos de "la libertad iracunda". Jorge Leónidas Escudero (San Juan, 1920) confesó en una entrevista no haber leído a autores centrales como Enrique Molina ("no sé quién es"), Giannuzzi o Gelman ("en absoluto") (6). Esa situación incide quizá en la singularidad de sus obras: no es posible reconocer allí ninguna tendencia o línea característica, los marginales no integran familias. Por eso, también, se convierten en personajes míticos. La vida retirada, las peregrinaciones en su busca, las boquillas, los gatos y los encuentros a la hora de la siesta construyeron la leyenda de Juan L. Ortiz; el trabajo como minero, la persecución de un método para acertar en la ruleta, la conversación sosegada y distraída de las ceremonias urbanas, la de Escudero; la soledad, el derrumbe precoz de una vida, la de Juan Manuel Inchauspe (Santa Fe, 1940-1991).
Sin embargo no son escritores aislados, sino que pertenecen a otras genealogías, tramadas con textos perdidos difíciles de rastrear. O incluso elementos no literarios:"Las conversaciones de borrachos son a veces obras maestras del sinsentido, del puro juego de los significantes", dice Ricardo Zelarayán ("entrerriano de nacimiento", 1940), en alusión a lo que sería el tema de su escucha, "esos mensajes que escapan de la convención de la vida lineal y alienada" (7). O circunstancias intransferibles: en el caso de Roberto Raschella (Buenos Aires, 1930) la lenta maduración de un viaje a Italia, que significa un volverse otro, volver como otro, volverse escritor. En Inchauspe, observó D. G. Helder, "no se encuentra nada o se encuentra muy poco de aquello a lo que el menú del día de nuestra poesía nos tiene acostumbrados" (8). Es que para escribir poesía, decía Hugo Gola (Pilar, Santa Fe, 1927) en uno de sus primeros textos, uno debe mantenerse a cierta distancia del aquí y ahora. Esta lejanía no supone el desinterés ni el aislamiento; es un camino riesgoso, porque exige la entrega absoluta sin asegurar nada a cambio. El poeta cultiva una paciencia extraña, la del que espera algo que desconoce y cuyo acontecimiento es incierto. Su decisión "es elegir un tiempo/ que salta sobre la intemperie/ ruidosa/ y al fin desoladora". En su proceso de elaboración, la obra se inscribe en un tiempo propio, retraído de la actualidad, donde permanece en suspenso, como un objeto virtual, hasta su encuentro con los lectores.
Esa singularidad tal vez explique el hecho de que Inchauspe haya sido valorado desde distintas posiciones. Ricardo H. Herrera, en particular, lo leyó en oposición a poéticas de la actualidad: "No hay en Inchauspe —propuso— rastros de malignidad o sarcasmo: su necesidad de la poesía nunca aparece desfigurada por la parodia". Más interesante, quizá, es preguntarse por qué esa obra tuvo tan escasa difusión en los años sesenta y setenta, cuando fue concebida, y por qué a partir de principios de los años noventa, desde su rescate en Diario de Poesía, como dice Carlos Battilana, "ha adquirido una fuerte proyección entre las corrientes de autores más jóvenes", algo que "reformula secretamente el canon poético vigente" (9) y La alteridad de Inchauspe, un rasgo característico de la obra marginal, refuerza el interrogante, cuya respuesta tiene que ver, ante todo, con la necesidad de recomponer una tradición interrumpida.
La misma situación se plantea a propósito de otros escritores que fueron desconocidos. El silencio que rodeó a la obra de Arnaldo Calveyra (Mansilla, Entre Ríos, 1929) se explica en parte por la residencia del autor en París, un período prolongado sin publicaciones en Argentina, su ubicación al margen de las modas y aun de los géneros. Escudero empezó a publicar sus libros en 1970, pero veinte años después seguía siendo un desconocido. En una apretada reseña de Umbral de salida (1990), D. G. Helder apuntó: "El libro no ofrece datos sobre el autor, así que ignoro si se trata de su opera prima o de su enésima publicación, ignoro si tiene quince años o cincuenta y uno. Por lo tanto, tampoco sé qué pensar: si es éste el mejor resultado que se puede obtener de un modo poético peculiar o si, por el contrario, es el embrión de una obra de mayor envergadura" (10). Sin embargo, las encuestas que organizaba el Diario de Poesía habían registrado previamente, en 1989 y 1990, un solitario voto por la poesía de Escudero, por parte de Rogelio Ramos Signes, quien debía presentarlo como se habla de un desconocido: "sanjuanino, sesenta y nueve años, sin duda uno de los mejores poetas argentinos vivos". Lo mismo hizo Luis Thonis con Poemas del exterminio, de Roberto Raschella: al votar por ese libro en la escuesta de 1988 subrayó la marginalidad algo beligerante del autor, "traductor de Pasolini y Gadda, ajeno a los medios literarios, en las antípodas de quienes confunden a Eliot con un crítico de Descartes", y su falta de difusión. Igualmente discreta (un voto) fue la aparición ese año de Cartas para que la alegría / Iguana iguana, de Calveyra.
La revaloración de estos escritores marginales tuvo que ver, en buena medida, con la articulación de un circuito editorial en los primeros años de la restauración democrática. Sellos como la editorial de la Universidad Nacional del Litoral, Último Reino o Libros de Tierra Firme y luego Ediciones en Danza cumplieron una tarea fundamental al religar la práctica de los nuevos escritores con las de aquéllos que habían sido exiliados (Gelman, Juana Bignozzi, Alberto Szpunberg, entre otros) y la reconstitución de obras inhallables o nunca reunidas (Ortiz, Gola, Calveyra, Inchauspe, Escudero). A partir de 1986, el Diario de Poesía asumió en ese marco un papel que ya ha sido señalado: a través de una política crítica en relación con la poesía argentina, sustentada en la reconsideración de determinados poetas olvidados, la resignificación de obras canónicas y la consagración de jóvenes autores, estableció "un programa de lecturas, un canon y un modo de concebir la poesía y la crítica que, más que fagocitar explícitamente otras estéticas, impuso un programa constituido a lo largo del tiempo como faro a partir del cual pensar y enunciar crítica y poética" (11).
El descubrimiento de Hugo Padeletti, entrevistado en el primer número de Diario de Poesía y publicado por la Universidad Nacional del Litoral, resultó posible en ese marco. En la presentación de Poemas 1960/1980 (1989), el libro que inició la difusión de su obra, María Teresa Gramuglio recordó que años atrás, en Rosario, "algunos amigos repetíamos en voz alta, y nos pasábamos como una contraseña, un par de versos". Esos versos —"o la gracia en celada/ de la encelada encarnación"— correspondían al final de uno de los poemas que integraban ese libro, "y por lo tanto pierden ahora aquel carácter de comunicación casi privada para acceder a un estatuto más público". El comentario señalaba el nuevo lugar que pasaba a ocupar la obra, del margen al centro del sistema literario, un desplazamiento ratificado por la obtención de premios, la edición inmediata de otros libros, Parlamentos del viento (1990) y Apuntamientos en el ashram y otros poemas (1991) y el reconocimiento unánime de los colegas.
Pero un circuito editorial empieza a funcionar a partir de la intervención fuerte de los poetas como críticos. En el número 10 de Diario de Poesía (1988), Ricardo Ibarlucía hacía una evaluación pesimista: "Hasta donde se sabe, la poesía argentina atraviesa un momento confuso, dominado por una fragmentación y un desamparo, que podría caracterizarse como la estación de la ruina". Esa impresión, bastante difundida en la época, y la convicción de que modelos anteriores habían fracasado o debían ser reconsiderados se correspondieron con los primeros diagnósticos sobre el fin de la dictadura y reforzaron la necesidad de aclarar el panorama. En la balanza, un platillo subía mientras el otro tocaba fondo. El primer número de 18 Whiskys (noviembre de 1990) se abrió así con una impugnación de la obra de Alberto Girri, entonces el poeta oficial por excelencia. Esa escritura, apuntaba Darío Rojo, revelaba sus fallas en la lectura en voz alta; allí a las palabras "no les queda otra cosa que relacionarse entre ellas", desprovistas de "ese sello de validez que imprime la realidad desde fuera de las palabras"; el texto fracasaba. Mario Varela era más indirecto pero igualmente lapidario: "don Girri se me está poniendo viejo y le quedaron caramelos en el bolsillo del saco". En el mismo número se publicó un adelanto de Roña criolla, de Ricardo Zelarayán, un escritor autodefinido como "marginal casi inédito", del que la revista, en cambio, se hacía cargo. Esos gestos convergen en el origen de una nueva línea, la de una poesía, según Freidemberg, "más resuelta y vital, dispuesta a hacerse de los elementos del mundo y el lenguaje realmente existente con los que la poesía notoriamente existente por ese entonces no sabía qué hacer" (12). La discusión parece ahora saldada: en vez de la polémica, el silencio rodea la obra de Girri. "Entre la obra de Girri y el libro que ahora nos ocupa —dijo Martín Prieto sobre Seis estudios girrianos, de Sergio Cueto— falta algo: un libro amable que explique, que enseñe por qué es importante la poesía de Girri, por qué merecería ser leído, cuáles son las bases desde donde hacerlo" (13).
Después de Roña criolla (1991),Zelarayán reeditó La obsesión del espacio (1997), publicado por primera vez en 1972. Hasta ese momento, dijo, sólo escribía "para tirar o perder". Su obra se completa con una novela, La piel de caballo y con fragmentos de otros textos cuya situación se desconoce. Autor de novelas, cuentos y poemas escondidos, extraviados en parte o en su totalidad, o en proceso interminable de revisión, Zelarayán ha asumido como ningún otro el secreto de la obra marginal. Allí donde lo que se desea es, no publicar un libro, sino mantenerlo en secreto, que nadie lo conozca, para hacerlo propio, como ha explicado Calveyra.
Los poemas de Roña criolla, advirtió Zelarayán a modo de prólogo, "se escribieron inesperadamente en 1984 para terminar con las vacilaciones que me impedían comenzar una larga novela aún inconclusa": eran una especie de preparación, de valor relativo en opinión del autor, para un texto nunca publicado.(*) Pero aun en el silencio sigue siendo hablado por la poesía, en este caso por la poesía de otros. "Hace cuatro años —anotó Fabián Casas en el prefacio de El spleen de Boedo— tomé contacto con un ser que modificó mi vida para siempre. Le debo a Ricardo Zelarayán el haber conocido su nombre: El Horla". Un texto ajeno, el de Guy de Maupassant, pero que también es propio, ya que se lo ha traducido, como modo de intervenir en una obra, de hacer que esa obra vuelva a ponerse en acto.
Casas también intervino para señalar el valor de Diálogos en los patios rojos, la primera novela de Raschella, "un libro que aunque recién acaba de salir se lee ya como se lee a un clásico" (14). Sin embargo, estos escritores no conforman una línea asumida de modo homogéneo por los poetas jóvenes. Algunos de ellos, como Padeletti e Inchauspe, han recibido un reconocimiento generalizado, pero la recuperación del conjunto corresponde más bien a una serie de operaciones de lectura realizadas desde distintos sectores del campo poético.Y aun en situación de ser descubierta, la obra marginal afirma su radical extrañeza, su rechazo a ser integrada en algún sistema, como ocurre en el caso de Aldo Oliva, cuyas lecturas, en general, todavía no pasan de constatar esos signos de resistencia.
La obra de Oliva, cargada de referencias a la cultura grecolatina y a la literatura francesa del siglo XIX, se abre con una "versión fragmentaria y relativamente libre" de uno de los libros de la Pharsalia de Lucano, seguida de su propia respuesta al texto clásico. El punto de partida tiene cierta semejanza con el de Raschella, quien en principio escribe sus poemas en una lengua supuestamente otra (el italiano) y luego los traduce a la lengua en principio propia (el español), para configurar en el cruce y la contaminación de ambas la lengua de la escritura, ajena tanto al español como al italiano, y que es resultado de la herencia familiar. El núcleo está dado por expresiones dialectales del habla de los inmigrantes, giros que no tuvieron otro lugar de uso que el de la intimidad y voces de su propia invención. El primer libro, Malditos los gallos (1979), incluyó un glosario en que se daba cuenta de algunas de tales palabras, oídas "en la casa de patio rojo" de la infancia, en la conversación de los mayores. La cuestión no es sólo semántica, ya que la sintaxis y la noción de ritmo, con la implantación ocasional del verbo en lugar del sustantivo, el uso de la "u" donde corresponde la "o" y el trastorno del orden convencional, son también ree-laboradas. Más allá del sujeto, a través del sujeto, allí habla y se afirma una memoria. La palabra del sujeto es palabra de muchos otros, es el cauce de la voz múltiple de la memoria, y ese hecho es el principal factor en la forma de la escritura.
La memoria es también fundante en la escritura de Calveyra, tanto del habla en el que modula su voz como del espacio al que no deja de retornar en sus libros y donde su lenguaje encuentra "su cisterna de fábula, como el agua de regreso al manantial". Según dice, "es un envión que empezó hace más de cincuenta, de sesenta años, y sigue, por suerte. Es un envión en el tiempo, no en el instante.A veces se me olvida un nombre, alguien que hace mucho no menciono, pero las palabras que me sirven para escribir las tengo: las jitanjáforas de la escuela primaria, del campo. Las palabras de los corros, de las rondas que hacíamos chicas y chicos en el patio" (15).
La cisterna de Escudero se ubica en un ámbito muy diferente, pero su horizonte es similar. Ha definido su empresa como "una trayectoria hacia el silencio", que sin embargo no puede articularse sino con palabras, y precisamente con palabras que faltan en el lenguaje y que es necesario descubrir. En este marco despliega una reelaboración del lenguaje basada en la trascripción del lenguaje oral tal como se lo habla. La alteración radical de la sintaxis y las transformaciones de las palabras aproximan su búsqueda a la de Zelarayán y a la del pampeano Juan Carlos Bustriazo Ortiz (1929). Por otra parte, Escudero criticó los espejismos que se divulgan como poesía y en esa reacción exacerba sus sentimientos hostiles hacia los textos centrales. Inchauspe también se desentendió de las grandes líneas. "Yo no quiero valerme de palabras/ que han sido quemadas, torcidas/ en una violenta noche de circo", dijo, y su intento "no tiene nada/ que ver con la frialdad/ que los otros han arrojado sobre el paisaje". Por eso,"yo escupiré mi propia sangre".
La búsqueda y la carencia de la palabra es uno de los temas principales en la poesía de Inchauspe. Pero lo que se persigue es, más que la palabra en sí misma, algo posible de desencadenarse a partir de ella y capaz de revertir un estado crítico de las cosas. Un "algo" indeterminado, a lo que no se accede, como si el aliento del yo expirara en el umbral de esa manifestación, no pudiendo sino declarar su incomodidad o su fastidio respecto de las palabras. No decir asume el sentido de una mutilación, y eso se corresponde con la progresiva extenuación que van articulando los textos, su entrega al silencio. La palabra no surge, pero lo peor no es esto sino que "todo parece estar en su justo lugar", como si decir no fuera necesario y el poema resultara ajeno al espacio al que se lo convoca. Pero con el silencio el orden doméstico se trastorna y la casa deja de ser el ámbito de descanso. Esa valoración ambivalente atraviesa toda la obra sin encontrar una forma de solución. Llamado sin respuesta, atención incesante, la búsqueda deriva en el enmudecimiento. "Pensamientos sueltos" es, tal vez, el poema que explícita y clausura el proceso. El "rumor sereno y silencioso" allí disfrutado, irreductible a la evocación lingüística, no es sino la distorsión disminuida de la "melodía oculta" que podían tornar audible las palabras.
Estos escritores tan diferentes coinciden en la circunstancia de haber creado obras que ahora son términos de referencia en el trabajo con el lenguaje. Parafraseando a Inchauspe, podría decirse que el centro oculto de nuestra poesía es lo que vale. Pero no se trata de hacer un nuevo centro con los que eran marginales. Esa negación está inscripta en sus mismas obras, porque no clausuran el camino sino que lo abren en direcciones múltiples, y son las enormes posibilidades que ofrecen, el hecho de ser susceptibles de muchas lecturas, lo que las vuelve parte de la nueva tradición.
Sin embargo, la historia literaria nos muestra que la verdadera tradición poética, los textos que inauguran nuevos caminos o modifican las formas artísticas proceden en buena medida de escritores a los que se considera marginales. El centro estabiliza, sanciona una determinada dirección, traza límites precisos. Pretende ser lo regular, lo establecido, lo admitido como garantía de un sistema. Se define con fórmulas estereotipadas pero efectivas: puede ofrecerse como "la nueva poesía argentina", o como la suma de "los grandes poetas de la literatura argentina". En cambio, el margen es el espacio de contornos imprecisos, de cruce y mezcla de los discursos, el sitio a veces estigmatizado como antipoesía. En el margen la poesía circula en el magma de las hablas y las escrituras desjerarquizadas, y vuelve a hacerse sus preguntas fundamentales.
Saer menciona a Juan L. Ortiz como uno de los ejemplos del poeta injustamente ignorado. Pero su afirmación admite mayores proyecciones, ya que la definición del centro y los márgenes en la poesía argentina ha estado en cuestión en los últimos veinte años. No se trata simplemente de "lo que se lee", de que tales o cuales autores sean o hayan dejado de ser actuales, en el sentido de que sus textos aparezcan comentados en la prensa o sean estudiados en la academia. El movimiento alude a la situación de obras que permanecieron desconocidas durante mucho tiempo y que al emerger aportaron prácticas sobre la lengua y el arte poético que se convirtieron en parte de una nueva tradición. Son libros que, como ocurrió con Al público (1957), de Leónidas Lamborghini, no estaban escritos y, luego de ser relegados o permanecer inéditos en el momento de su producción, fueron valorados por nuevas lecturas en la perspectiva, más o menos consciente, de una recomposición del mapa de la poesía argentina.
El punto de partida se encuentra en el discurso crítico que comienza a configurarse entre el fin de la dictadura militar y el principio de la restauración democrática. En una encuesta publicada en el número 6 de La Danza del Ratón (diciembre de 1984), Miguel Gaya hizo una descripción puntual del estado de las cosas. El golpe militar, dijo, estableció un corte en el discurso poético y provocó una dispersión de los escritores. El poeta se encontró "solo frente a su propia voz"; se le negó "el acceso a cierta tradición donde apoyarse o ante la cual rebelarse" y "se le retaceó el conocimiento de la obra de sus pares, o la posibilidad de comunicar su obra". Las publicaciones que aparecieron a partir de mediados de la dictadura significaron los primeros intentos de reconstruir esos lazos, articular espacios de difusión y, en un momento posterior, de preguntarse por el corpus, es decir por aquellos textos que se mantenían vigentes o que perduraban sin razón.
En otro artículo de la misma revista, Jorge Fondebrider señaló coincidentemente que "al perderse los puntos de contacto y la posibilidad de recurrir a logros anteriores, la tradición se vio interrumpida" durante la dictadura. La obra de Juan Gelman "ha teñido la producción poética de los jóvenes escritores a lo largo de los últimos quince años" pese a su censura y falta de difusión: "uno de los mayores problemas que muchos jóvenes poetas han tenido durante este período ha sido tener que conciliar la poderosa influencia de Gelman (...) con su reducido campo de acción". Esa paradoja condensa, quizá, los términos del problema en la época. La importancia de una tradición consiste, al menos, en que ofrece los estados más intensos y extremos de la lengua poética. Esos textos no conforman un repertorio congelado, sino una summa en permanente revisión; la interrupción del movimiento, en la dictadura, se correspondió con la degradación de una lengua donde las palabras también constituyeron el vehículo del terror y el engaño, ya que en la Argentina, como en la Alemania nazi, ellas "fueron forzadas a que dijeran lo que ninguna boca humana habría debido decir nunca y con las que ningún papel fabricado por el hombre debería haberse manchado jamás" (2).
Recomponer la tradición implicaba recuperar esa lengua a la que se quiso despojar de historia y de significado.
No obstante, durante la dictadura se mantuvieron corrientes de transmisión oblicuas y clandestinas. En el texto mencionado, Fondebrider destacaba a Joaquín Giannuzzi, Francisco Madariaga, Leónidas Lamborghini, Olga Orozco y Roberto Juárroz "por su evidente peso en la poesía de la última década", es decir, la de los escritores jóvenes. La situación de la obra de Giannuzzi era en cierto sentido similar a la de Gelman. "Algunos —hablo de dos o tres amigos y de mí— tuvimos una especie de revelación cuando a principios de los setenta descubrimos Las condiciones de la época en una mesa de saldos —escribió Daniel Freidemberg— (...) Era posible, al parecer, tratar los temas vulgares y combinarlos con la reflexión intelectual desembozada, llamar las cosas por su nombre y ser dócil al esquema sintático sujeto-verbo-predicado. ¿Qué era eso, poesía o prosa?, decíamos". En otro texto, Fondebrider confirmó ese relato: a principios de los ochenta, los libros de Giannuzzi eran inhallables, "como si nunca hubieran sido escritos", y circulaban de mano en mano (3).
Pero aunque la mesa de ofertas sea el escalón más bajo, aún se forma parte del circuito de distribución; y ser un autor de culto es muy distinto a no tener lectores. Los marginales escriben en secreto: sólo un pequeño círculo, a veces ajeno a cualquier medio de difusión, está enterado de su exÍstencía."En mi horóscopo, que hasta hoy se cumplió —me lo hicieron a los dieciséis años—, el arte está sellado por el signo del ocultamiento y la postergación. Esto me permitió madurar sin presiones", dijo Hugo Padeletti (Alcorta, 1928) (4). Su situación de marginales también puede formar parte del propio posicionamiento ideológico. "Para mí la idea de escribir —sostuvo Aldo F. Oliva (Rosario, 1917-1990)— no está ligada con la de publicar. Yo nunca di ningún paso concreto para publicar" (5). No pertenecen a grupos literarios, no integran revistas, desentonan con sus contemporáneos. Son, como decía Oliva, hijos ilegítimos, formados a veces en los soterrados ámbitos de "la libertad iracunda". Jorge Leónidas Escudero (San Juan, 1920) confesó en una entrevista no haber leído a autores centrales como Enrique Molina ("no sé quién es"), Giannuzzi o Gelman ("en absoluto") (6). Esa situación incide quizá en la singularidad de sus obras: no es posible reconocer allí ninguna tendencia o línea característica, los marginales no integran familias. Por eso, también, se convierten en personajes míticos. La vida retirada, las peregrinaciones en su busca, las boquillas, los gatos y los encuentros a la hora de la siesta construyeron la leyenda de Juan L. Ortiz; el trabajo como minero, la persecución de un método para acertar en la ruleta, la conversación sosegada y distraída de las ceremonias urbanas, la de Escudero; la soledad, el derrumbe precoz de una vida, la de Juan Manuel Inchauspe (Santa Fe, 1940-1991).
Sin embargo no son escritores aislados, sino que pertenecen a otras genealogías, tramadas con textos perdidos difíciles de rastrear. O incluso elementos no literarios:"Las conversaciones de borrachos son a veces obras maestras del sinsentido, del puro juego de los significantes", dice Ricardo Zelarayán ("entrerriano de nacimiento", 1940), en alusión a lo que sería el tema de su escucha, "esos mensajes que escapan de la convención de la vida lineal y alienada" (7). O circunstancias intransferibles: en el caso de Roberto Raschella (Buenos Aires, 1930) la lenta maduración de un viaje a Italia, que significa un volverse otro, volver como otro, volverse escritor. En Inchauspe, observó D. G. Helder, "no se encuentra nada o se encuentra muy poco de aquello a lo que el menú del día de nuestra poesía nos tiene acostumbrados" (8). Es que para escribir poesía, decía Hugo Gola (Pilar, Santa Fe, 1927) en uno de sus primeros textos, uno debe mantenerse a cierta distancia del aquí y ahora. Esta lejanía no supone el desinterés ni el aislamiento; es un camino riesgoso, porque exige la entrega absoluta sin asegurar nada a cambio. El poeta cultiva una paciencia extraña, la del que espera algo que desconoce y cuyo acontecimiento es incierto. Su decisión "es elegir un tiempo/ que salta sobre la intemperie/ ruidosa/ y al fin desoladora". En su proceso de elaboración, la obra se inscribe en un tiempo propio, retraído de la actualidad, donde permanece en suspenso, como un objeto virtual, hasta su encuentro con los lectores.
Esa singularidad tal vez explique el hecho de que Inchauspe haya sido valorado desde distintas posiciones. Ricardo H. Herrera, en particular, lo leyó en oposición a poéticas de la actualidad: "No hay en Inchauspe —propuso— rastros de malignidad o sarcasmo: su necesidad de la poesía nunca aparece desfigurada por la parodia". Más interesante, quizá, es preguntarse por qué esa obra tuvo tan escasa difusión en los años sesenta y setenta, cuando fue concebida, y por qué a partir de principios de los años noventa, desde su rescate en Diario de Poesía, como dice Carlos Battilana, "ha adquirido una fuerte proyección entre las corrientes de autores más jóvenes", algo que "reformula secretamente el canon poético vigente" (9) y La alteridad de Inchauspe, un rasgo característico de la obra marginal, refuerza el interrogante, cuya respuesta tiene que ver, ante todo, con la necesidad de recomponer una tradición interrumpida.
La misma situación se plantea a propósito de otros escritores que fueron desconocidos. El silencio que rodeó a la obra de Arnaldo Calveyra (Mansilla, Entre Ríos, 1929) se explica en parte por la residencia del autor en París, un período prolongado sin publicaciones en Argentina, su ubicación al margen de las modas y aun de los géneros. Escudero empezó a publicar sus libros en 1970, pero veinte años después seguía siendo un desconocido. En una apretada reseña de Umbral de salida (1990), D. G. Helder apuntó: "El libro no ofrece datos sobre el autor, así que ignoro si se trata de su opera prima o de su enésima publicación, ignoro si tiene quince años o cincuenta y uno. Por lo tanto, tampoco sé qué pensar: si es éste el mejor resultado que se puede obtener de un modo poético peculiar o si, por el contrario, es el embrión de una obra de mayor envergadura" (10). Sin embargo, las encuestas que organizaba el Diario de Poesía habían registrado previamente, en 1989 y 1990, un solitario voto por la poesía de Escudero, por parte de Rogelio Ramos Signes, quien debía presentarlo como se habla de un desconocido: "sanjuanino, sesenta y nueve años, sin duda uno de los mejores poetas argentinos vivos". Lo mismo hizo Luis Thonis con Poemas del exterminio, de Roberto Raschella: al votar por ese libro en la escuesta de 1988 subrayó la marginalidad algo beligerante del autor, "traductor de Pasolini y Gadda, ajeno a los medios literarios, en las antípodas de quienes confunden a Eliot con un crítico de Descartes", y su falta de difusión. Igualmente discreta (un voto) fue la aparición ese año de Cartas para que la alegría / Iguana iguana, de Calveyra.
La revaloración de estos escritores marginales tuvo que ver, en buena medida, con la articulación de un circuito editorial en los primeros años de la restauración democrática. Sellos como la editorial de la Universidad Nacional del Litoral, Último Reino o Libros de Tierra Firme y luego Ediciones en Danza cumplieron una tarea fundamental al religar la práctica de los nuevos escritores con las de aquéllos que habían sido exiliados (Gelman, Juana Bignozzi, Alberto Szpunberg, entre otros) y la reconstitución de obras inhallables o nunca reunidas (Ortiz, Gola, Calveyra, Inchauspe, Escudero). A partir de 1986, el Diario de Poesía asumió en ese marco un papel que ya ha sido señalado: a través de una política crítica en relación con la poesía argentina, sustentada en la reconsideración de determinados poetas olvidados, la resignificación de obras canónicas y la consagración de jóvenes autores, estableció "un programa de lecturas, un canon y un modo de concebir la poesía y la crítica que, más que fagocitar explícitamente otras estéticas, impuso un programa constituido a lo largo del tiempo como faro a partir del cual pensar y enunciar crítica y poética" (11).
El descubrimiento de Hugo Padeletti, entrevistado en el primer número de Diario de Poesía y publicado por la Universidad Nacional del Litoral, resultó posible en ese marco. En la presentación de Poemas 1960/1980 (1989), el libro que inició la difusión de su obra, María Teresa Gramuglio recordó que años atrás, en Rosario, "algunos amigos repetíamos en voz alta, y nos pasábamos como una contraseña, un par de versos". Esos versos —"o la gracia en celada/ de la encelada encarnación"— correspondían al final de uno de los poemas que integraban ese libro, "y por lo tanto pierden ahora aquel carácter de comunicación casi privada para acceder a un estatuto más público". El comentario señalaba el nuevo lugar que pasaba a ocupar la obra, del margen al centro del sistema literario, un desplazamiento ratificado por la obtención de premios, la edición inmediata de otros libros, Parlamentos del viento (1990) y Apuntamientos en el ashram y otros poemas (1991) y el reconocimiento unánime de los colegas.
Pero un circuito editorial empieza a funcionar a partir de la intervención fuerte de los poetas como críticos. En el número 10 de Diario de Poesía (1988), Ricardo Ibarlucía hacía una evaluación pesimista: "Hasta donde se sabe, la poesía argentina atraviesa un momento confuso, dominado por una fragmentación y un desamparo, que podría caracterizarse como la estación de la ruina". Esa impresión, bastante difundida en la época, y la convicción de que modelos anteriores habían fracasado o debían ser reconsiderados se correspondieron con los primeros diagnósticos sobre el fin de la dictadura y reforzaron la necesidad de aclarar el panorama. En la balanza, un platillo subía mientras el otro tocaba fondo. El primer número de 18 Whiskys (noviembre de 1990) se abrió así con una impugnación de la obra de Alberto Girri, entonces el poeta oficial por excelencia. Esa escritura, apuntaba Darío Rojo, revelaba sus fallas en la lectura en voz alta; allí a las palabras "no les queda otra cosa que relacionarse entre ellas", desprovistas de "ese sello de validez que imprime la realidad desde fuera de las palabras"; el texto fracasaba. Mario Varela era más indirecto pero igualmente lapidario: "don Girri se me está poniendo viejo y le quedaron caramelos en el bolsillo del saco". En el mismo número se publicó un adelanto de Roña criolla, de Ricardo Zelarayán, un escritor autodefinido como "marginal casi inédito", del que la revista, en cambio, se hacía cargo. Esos gestos convergen en el origen de una nueva línea, la de una poesía, según Freidemberg, "más resuelta y vital, dispuesta a hacerse de los elementos del mundo y el lenguaje realmente existente con los que la poesía notoriamente existente por ese entonces no sabía qué hacer" (12). La discusión parece ahora saldada: en vez de la polémica, el silencio rodea la obra de Girri. "Entre la obra de Girri y el libro que ahora nos ocupa —dijo Martín Prieto sobre Seis estudios girrianos, de Sergio Cueto— falta algo: un libro amable que explique, que enseñe por qué es importante la poesía de Girri, por qué merecería ser leído, cuáles son las bases desde donde hacerlo" (13).
Después de Roña criolla (1991),Zelarayán reeditó La obsesión del espacio (1997), publicado por primera vez en 1972. Hasta ese momento, dijo, sólo escribía "para tirar o perder". Su obra se completa con una novela, La piel de caballo y con fragmentos de otros textos cuya situación se desconoce. Autor de novelas, cuentos y poemas escondidos, extraviados en parte o en su totalidad, o en proceso interminable de revisión, Zelarayán ha asumido como ningún otro el secreto de la obra marginal. Allí donde lo que se desea es, no publicar un libro, sino mantenerlo en secreto, que nadie lo conozca, para hacerlo propio, como ha explicado Calveyra.
Los poemas de Roña criolla, advirtió Zelarayán a modo de prólogo, "se escribieron inesperadamente en 1984 para terminar con las vacilaciones que me impedían comenzar una larga novela aún inconclusa": eran una especie de preparación, de valor relativo en opinión del autor, para un texto nunca publicado.(*) Pero aun en el silencio sigue siendo hablado por la poesía, en este caso por la poesía de otros. "Hace cuatro años —anotó Fabián Casas en el prefacio de El spleen de Boedo— tomé contacto con un ser que modificó mi vida para siempre. Le debo a Ricardo Zelarayán el haber conocido su nombre: El Horla". Un texto ajeno, el de Guy de Maupassant, pero que también es propio, ya que se lo ha traducido, como modo de intervenir en una obra, de hacer que esa obra vuelva a ponerse en acto.
Casas también intervino para señalar el valor de Diálogos en los patios rojos, la primera novela de Raschella, "un libro que aunque recién acaba de salir se lee ya como se lee a un clásico" (14). Sin embargo, estos escritores no conforman una línea asumida de modo homogéneo por los poetas jóvenes. Algunos de ellos, como Padeletti e Inchauspe, han recibido un reconocimiento generalizado, pero la recuperación del conjunto corresponde más bien a una serie de operaciones de lectura realizadas desde distintos sectores del campo poético.Y aun en situación de ser descubierta, la obra marginal afirma su radical extrañeza, su rechazo a ser integrada en algún sistema, como ocurre en el caso de Aldo Oliva, cuyas lecturas, en general, todavía no pasan de constatar esos signos de resistencia.
La obra de Oliva, cargada de referencias a la cultura grecolatina y a la literatura francesa del siglo XIX, se abre con una "versión fragmentaria y relativamente libre" de uno de los libros de la Pharsalia de Lucano, seguida de su propia respuesta al texto clásico. El punto de partida tiene cierta semejanza con el de Raschella, quien en principio escribe sus poemas en una lengua supuestamente otra (el italiano) y luego los traduce a la lengua en principio propia (el español), para configurar en el cruce y la contaminación de ambas la lengua de la escritura, ajena tanto al español como al italiano, y que es resultado de la herencia familiar. El núcleo está dado por expresiones dialectales del habla de los inmigrantes, giros que no tuvieron otro lugar de uso que el de la intimidad y voces de su propia invención. El primer libro, Malditos los gallos (1979), incluyó un glosario en que se daba cuenta de algunas de tales palabras, oídas "en la casa de patio rojo" de la infancia, en la conversación de los mayores. La cuestión no es sólo semántica, ya que la sintaxis y la noción de ritmo, con la implantación ocasional del verbo en lugar del sustantivo, el uso de la "u" donde corresponde la "o" y el trastorno del orden convencional, son también ree-laboradas. Más allá del sujeto, a través del sujeto, allí habla y se afirma una memoria. La palabra del sujeto es palabra de muchos otros, es el cauce de la voz múltiple de la memoria, y ese hecho es el principal factor en la forma de la escritura.
La memoria es también fundante en la escritura de Calveyra, tanto del habla en el que modula su voz como del espacio al que no deja de retornar en sus libros y donde su lenguaje encuentra "su cisterna de fábula, como el agua de regreso al manantial". Según dice, "es un envión que empezó hace más de cincuenta, de sesenta años, y sigue, por suerte. Es un envión en el tiempo, no en el instante.A veces se me olvida un nombre, alguien que hace mucho no menciono, pero las palabras que me sirven para escribir las tengo: las jitanjáforas de la escuela primaria, del campo. Las palabras de los corros, de las rondas que hacíamos chicas y chicos en el patio" (15).
La cisterna de Escudero se ubica en un ámbito muy diferente, pero su horizonte es similar. Ha definido su empresa como "una trayectoria hacia el silencio", que sin embargo no puede articularse sino con palabras, y precisamente con palabras que faltan en el lenguaje y que es necesario descubrir. En este marco despliega una reelaboración del lenguaje basada en la trascripción del lenguaje oral tal como se lo habla. La alteración radical de la sintaxis y las transformaciones de las palabras aproximan su búsqueda a la de Zelarayán y a la del pampeano Juan Carlos Bustriazo Ortiz (1929). Por otra parte, Escudero criticó los espejismos que se divulgan como poesía y en esa reacción exacerba sus sentimientos hostiles hacia los textos centrales. Inchauspe también se desentendió de las grandes líneas. "Yo no quiero valerme de palabras/ que han sido quemadas, torcidas/ en una violenta noche de circo", dijo, y su intento "no tiene nada/ que ver con la frialdad/ que los otros han arrojado sobre el paisaje". Por eso,"yo escupiré mi propia sangre".
La búsqueda y la carencia de la palabra es uno de los temas principales en la poesía de Inchauspe. Pero lo que se persigue es, más que la palabra en sí misma, algo posible de desencadenarse a partir de ella y capaz de revertir un estado crítico de las cosas. Un "algo" indeterminado, a lo que no se accede, como si el aliento del yo expirara en el umbral de esa manifestación, no pudiendo sino declarar su incomodidad o su fastidio respecto de las palabras. No decir asume el sentido de una mutilación, y eso se corresponde con la progresiva extenuación que van articulando los textos, su entrega al silencio. La palabra no surge, pero lo peor no es esto sino que "todo parece estar en su justo lugar", como si decir no fuera necesario y el poema resultara ajeno al espacio al que se lo convoca. Pero con el silencio el orden doméstico se trastorna y la casa deja de ser el ámbito de descanso. Esa valoración ambivalente atraviesa toda la obra sin encontrar una forma de solución. Llamado sin respuesta, atención incesante, la búsqueda deriva en el enmudecimiento. "Pensamientos sueltos" es, tal vez, el poema que explícita y clausura el proceso. El "rumor sereno y silencioso" allí disfrutado, irreductible a la evocación lingüística, no es sino la distorsión disminuida de la "melodía oculta" que podían tornar audible las palabras.
Estos escritores tan diferentes coinciden en la circunstancia de haber creado obras que ahora son términos de referencia en el trabajo con el lenguaje. Parafraseando a Inchauspe, podría decirse que el centro oculto de nuestra poesía es lo que vale. Pero no se trata de hacer un nuevo centro con los que eran marginales. Esa negación está inscripta en sus mismas obras, porque no clausuran el camino sino que lo abren en direcciones múltiples, y son las enormes posibilidades que ofrecen, el hecho de ser susceptibles de muchas lecturas, lo que las vuelve parte de la nueva tradición.
(1) Saer, Juan José. "Macedonio marginal", en "La narración-objeto", Buenos Aires, Seix Barral, 1999,pp. 175-176.
(2) Steiner,George."El milagro hueco", en Lenguaje y silencio, Barcelona, Gedisa, 2003, p. 119.
(3) Freidemberg", Daniel."Terca persistencia de la especie", en Diario de Poesía número 23, Buenos Aires, 1992, p. 3; Fondebrider, Jorge: "Una causa personal", en op. cit., número 30", Buenos Aires, 1994, p. 22.
(4)"Historia personal y consideraciones al margen", en La atención. Santa Fe, Centro de Publicaciones, Universidad Nacional del Litoral, 1999,Tomo I, p. 149.
(5) Prieto, Martín / Helder, D. G.: "Me siento un hijo ilegítimo de esta cultura", en Diario de Poesía número 9, Buenos Aires, 1988, p. 3.
(6) Escudero, Jorge Leónidas: "La raíz en la musa", en La Danza del Ratón, número 14, Buenos Aires, 1997. p. 5.
(7) Zelarayán, Ricardo: La obsesión del espacio, Buenos Aires, Atuel, 1997, p. 84.
(8) Helder, D. G.: "Despojo y tensión", en Diario de poesía número 22, Buenos Aires, 1992, p.7.
(9) Herrera, Ricardo H. "Juan Manuel Inchauspe o el poema imposible", en Hablar de poesía número 3, Buenos Aires, 2000. Battilana, Carlos."Juan Manuel Inchauspe: la oscura atención", en op, cit., número 8, Buenos Aires, 2002. 10
(10) Cf.Diario de poesía, número 19, Buenos Aires, 1991,"Agenda".
(11) Carlos Battilana. "Diario de Poesía: El gesto de la masividad", en Manzoni, Celina (ed.), Violencia y silencio. Literatura latinoamericana contemporánea. Buenos Aires, Corregidor, 2005, p. 100.
(12) En Freidemberg, Daniel,"Una vieja respuesta nunca enviada y después notas y notas de las notas", Plebella número 5, Buenos Aires. 2005, P- 8. La frase citada se corresponde notablemente con las observaciones de Rojo sobre Girri.
(13) Diario de poesía número 32, Buenos Aires, 1994. "Agenda".
(14) Casas, Fabián, "Observaciones", en Diario de Poesía número 35, Buenos Aires. 1995, p.3.
(15) Aguirre, Osvaldo. "Cantos gregorianos", en Radar, Buenos Aires, 2 de octubre de 2005, p.25.
(2) Steiner,George."El milagro hueco", en Lenguaje y silencio, Barcelona, Gedisa, 2003, p. 119.
(3) Freidemberg", Daniel."Terca persistencia de la especie", en Diario de Poesía número 23, Buenos Aires, 1992, p. 3; Fondebrider, Jorge: "Una causa personal", en op. cit., número 30", Buenos Aires, 1994, p. 22.
(4)"Historia personal y consideraciones al margen", en La atención. Santa Fe, Centro de Publicaciones, Universidad Nacional del Litoral, 1999,Tomo I, p. 149.
(5) Prieto, Martín / Helder, D. G.: "Me siento un hijo ilegítimo de esta cultura", en Diario de Poesía número 9, Buenos Aires, 1988, p. 3.
(6) Escudero, Jorge Leónidas: "La raíz en la musa", en La Danza del Ratón, número 14, Buenos Aires, 1997. p. 5.
(7) Zelarayán, Ricardo: La obsesión del espacio, Buenos Aires, Atuel, 1997, p. 84.
(8) Helder, D. G.: "Despojo y tensión", en Diario de poesía número 22, Buenos Aires, 1992, p.7.
(9) Herrera, Ricardo H. "Juan Manuel Inchauspe o el poema imposible", en Hablar de poesía número 3, Buenos Aires, 2000. Battilana, Carlos."Juan Manuel Inchauspe: la oscura atención", en op, cit., número 8, Buenos Aires, 2002. 10
(10) Cf.Diario de poesía, número 19, Buenos Aires, 1991,"Agenda".
(11) Carlos Battilana. "Diario de Poesía: El gesto de la masividad", en Manzoni, Celina (ed.), Violencia y silencio. Literatura latinoamericana contemporánea. Buenos Aires, Corregidor, 2005, p. 100.
(12) En Freidemberg, Daniel,"Una vieja respuesta nunca enviada y después notas y notas de las notas", Plebella número 5, Buenos Aires. 2005, P- 8. La frase citada se corresponde notablemente con las observaciones de Rojo sobre Girri.
(13) Diario de poesía número 32, Buenos Aires, 1994. "Agenda".
(14) Casas, Fabián, "Observaciones", en Diario de Poesía número 35, Buenos Aires. 1995, p.3.
(15) Aguirre, Osvaldo. "Cantos gregorianos", en Radar, Buenos Aires, 2 de octubre de 2005, p.25.
Osvaldo Aguirre
(de Tres décadas de poesía argentina
1976-2006, Compilación de Jorge
Fondebrider, Libros del Rojas,
2006)
1976-2006, Compilación de Jorge
Fondebrider, Libros del Rojas,
2006)
Osvaldo Aguirre. Escritor argentino, nacido en Colón, Buenos Aires, 1964. Vive en Rosario. Integró el Grupo de Arte Experimental Cucaño y estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Publicó los libros de poesía Las vueltas del camino (Tierra Firme, 1992), Al fuego (Tierra Firme, 1994) y El General (Melusina, 2000), las plaquetas Narraciones extraordinarias (Vox, 1999) y Ningún nombre (Dársena 3, 2005), las novelas La deriva (Beatriz Viterbo, 1996) y Estrella del Norte (Sudamericana, 1998), los libros de cuentos La noche del gato de angora (Fundación Ross, 2006) y Rocanrol (Beatriz Vierbo, 2006), Lengua Natal (2006). Editó las obras poéticas de Arturo Fruttero y Felipe Aldana, publicadas por la Editorial Municipal de Rosario. Edita el suplemento Señales del diario La Capital, integra el consejo de redacción de Diario de Poesía y colabora (o ha colaborado) en Radar, Punto de Vista, Bazar Americano, Vox, La Pecera, El Jabalí, Hablar de poesía, La ballena blanca, Nadie olvida nada (San Salvador de Jujuy) y Ángel de lata (Rosario), entre otras publicaciones.
(*) Se alude a la novela Lata peinada, publicada finalmente por Editorial Argonauta, una historia hecha con fragmentos y misceláneas que incluyen teoría literaria -VER algunos extractos en este blog- (Nota del Administrador)
Muy interesante. Gracias por compartirlo, Marcelo.
ResponderEliminarSaludos desde Córdoba.
Un gusto. Y gracias a vos, Pablo, por la pasadita.
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