domingo, 17 de agosto de 2008

EL VELADOR (fragmento)


Quieta es el agua de la desgracia:

ayer mi madre murió de pronto,
sin que en el aire de las orillas
o en la resaca de cada ola
hubiera señas de que venía,
como una trucha cortando el tiempo,
el viento norte de las parquitas
para llevarse de un manotazo
su cuerpo vivo, mientras comía.
¿La trabajaba, calladamente,
el diente lerdo de La Golosa,
sin que ninguno -tan ocupados
en las corrientes y las mareas,
los episodios de cada día-
la sospechara rumbo a la caja
que es travesura de último envase?


En la intemperie, en la intemperie


Yo la contemplo, mientras se pone
amarillenta como la cera,
y cuando toco la carne fría
viene el recuerdo, como un relente
de aquellas tardes en el verano:
me acomodaba bajo la sábana
entre sus piernas mal depiladas
y me llegaba, como un silbido,
la voz opaca de aquel capricho:
volver al nido donde otra tarde
o alguna noche, quién lo supiera,
una azarosa reunión de flujos
me hizo, de carne, sufrida huella;
quería meterme por la puntita
de mi capricho, dejando afuera
toda la carne que no cabía,
porque la vida dilata el tramo
de la desgracia que llaman cuerpo
y no podía meterme entero,
como yo hubiera querido hacerlo,
bebiendo antes el noble jugo
del que llegaban, de su entrepierna,
reminiscencias del apetito
que mi papito satisfacía
de tarde en tarde, quizá en la noche
en que hizo un eco de su apellido.
¿Sufre mi madre tan embalada,
como un regalo para el olvido?
¿Piensa en las tardes en que tenía
a su cachorro refocilado
entre los vahos que provenían
de la insondable fuente de vida,
tal vez placeres y algún fibroma?


En la intemperie de mi intemperie


No es un descanso, sino el ligero
desenvainarse de la espesura
de tantos músculos estriados,
de cada hueso y sus ligamentos,
de los tejidos e inervaciones,
y de la flora que fue intestina;
los epiplones y los pulmones,
la grasa noble y el hilo blanco
de los humores, la arboladura
de las arterias y otros conductos
que llaman venas y ya no cavan
ninguna zanja, ni una trombosis.
¿Será posible que se dé cuenta,
si es que hay conciencia cuando la muerte
se lleva el soplo que da la vida,
de que la vida no le dio tiempo
más que a un efímero parpadeo?


En la intemperie, ser la intemperie


No me aparece, mientras la toco,
ningún sollozo, ni la esperanza
de alguna lágrima desflecada:
apenas tengo ¡a certidumbre
de que es mi madre la que está muerta
y que la gente que me rodea
espera amable, con sentimientos
algo fingidos, que yo les brinde
el repertorio de morisquetas
que un huerfanito debe a su madre
cuando se muere tan de repente,
siendo notorio, por otra parte,
que yo era el hijo que más quería:
el que jugaba hace tantos años,
con el asombro que da la infancia,
entre los muslos abandonados
de esa señora que se dormía
sin darse cuenta de que su hijo
le refregaba la cabecita
contra íos pelos de la entrepierna.


En la intemperie de mi intemperie,
el desamparo de las palabras


No siento nada cuando la toco,
mientras se pudre, tan silenciosa,
sin una queja, desde su muerte;
no pienso en nada, ni se me ocurre
qué le diría si, de improviso,
se despojara de su mortaja
y me dijera: «Fue catalepsia».
Y está tan fea con ese rictus
que la desgracia, con su agua quieta,
puso en su rostro como una firma
que, me avergüenza pero lo siento,
no me conmueve. Por el contrario,
siento que nunca podría quererla
si reviviera con esa cara,
como volviendo, como Narciso
Ibáñez Menta, desde la muerte,
para decirme: «Querido hijo,
allá no hay nada, sólo un silencio
que no contiene ningún sentido.
Pero hace un frío de mil demonios,
así que vine para avisarte
que, cuando vayas a visitarme,
lleves un saco porque no hay modo
de calentarse, con el chiflete
que se te cuela por los riñones».



De la intemperie, clara y desnuda,
la desventura de las palabras
crece


Mientras intento desentenderme
del ruido sordo de las exequias,
vuelve completa, recalentada,
la salsa espesa de los disgustos
que ella me daba sin advertirlo
en esos tiempos en que la vida
depende tanto de nuestros padres
que todo aquello que nos desvela
viene reptando desde la pieza
donde ellos duermen, más no sin antes
emitir ruidos indescifrables
que en verdad surgen del frotamiento
de las neuronas del pobre chico,
como señuelos de su cabeza:
la danza oscura del desconsuelo
que el niño baila cuando la puerta
del dormitorio de los mayores
se va cerrando mientras la, madre
-con la luz tenue y prostibularia
de lamparitas de veinticinco,
las que soportan los veladores
de tres patitas y una pantalla
de color carne muy encendida-
se va quitando las vestiduras,
el uniforme que la hace madre,
para meterse, con sus enaguas
tan empapadas de mi desgracia,
bajo la sábana primorosa
que fue en la tarde mudo testigo
de los retozos del mismo chico
que ahora contempla con rencor turbio
cómo su padre cierra la puerta,


Crece el desierto, se puebla el mundo
del canto mudo de la intemperie
de mi intemperie. De la intemperie
son las palabras



Guillermo Saavedra (Buenos Aires, 1960)



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