domingo, 17 de agosto de 2008

LA HERMANDAD DE LA COSTA



Y BAJAMOS hasta la ciudad
abrumada al borde del crepúsculo
sólo el video rotatorio de las noticias
fantasma gris sobre autopistas
y no tuvimos esclavas que vender
ni funcionarios que sobornar;
miserable en el aspecto, la nuestra nave chatarra era,
ya todo un Ford-A en la Galaxia
con las velas solares curtidas por los remiendos
nobilísima arquitectura de un clipper que ya nadie esperaría
en la promesa con niebla de los puertos;
con 'Odiseas-Pound' por nombre
recordado a fuerza de bitácoras rutinarias y lejana mística,
habíamos navegado en las corrientes de estasis
que van de mundo en mundo
pero hemos venido al pairo también sobre estas colinas
deseosos de llegar hasta aquí, hasta tu ciudad,
cuyas mujeres son como hologramas furtivos
bajo el chaparrón de la última madrugada.
En nuestras bodegas apenas criaturas extrañas,

apenas imaginerías de fabulosos mundos
mantenidas vivas a fuerza de nostalgia,
esa 'patología' que las nuevas terapéuticas habían erradicado,
ni tampoco ese retorno de las psicodelias
que buscara anarquías en las computadoras
o esperara un cambio de amor con cada cambio de estación,
como las andanzas del Lancelot que traíamos de polizonte;

así que filamos las jarcias, al fin,
y detuvimos el compás de cuarzo atómico
que sincronizaba la eclíptica del sistema.
No tuvimos otra suerte que borrar las cartas celestes,

bacapear los pronombres, romper el escáner,
y solos en el puente emborracharnos con Fernet,

astrolabio de neutrinos,
para metabolizar tanta cátedra

que aconsejaba descreer de la seducción de los poetas,
porque no hemos padecido otra abducción que la de tus ojos,
ni más metempsicosis que el naufragar, repetidamente


[entre colinas,
con esa bruma que se parece más a un aura de arrozales
y nunca a la caricia de una muerte
invocada por una hechicería de fricativas sonoras

—el caracú de nuestra lengua—:
fascinación, sensualidad, intensidad;
borrachos de crepúsculo al borde de la ciudad
ofrendarnos vino joven al viejo río, como Tyresias,
para que nada nos reintegrara a un paisaje virtual

de ninfas seductoras y ariscas
que pondrían paranoico al más desaforado de los sátiros.


Es cierto: debimos quemar la nave y con ella tanta imaginería
y que jamás se creyera que habíamos visto a las estrellas

colisionar como bolas de billar
en un espacio de múltiples gravitaciones,
y que a diez mil años luz el alma se cristaliza como un quásar

donde cae y consume todo lo que late
papiros pentagramas parónimos,
ecuaciones heterodoxias escrituras;
drogados por el cielo, raptados por esas energías

que van de mundo en mundo
casi nos subyuga aquel espacio del que no se regresa,
cuando un saltito de iones entre neurona y neurona,
apenas una chispa a escala subatómica
cambió el curso y la deriva de los afectos,
arrastró consigo estéticas enteras,
donde navíos de todas las edades habrían de zozobrar

—roto bauprés y roto telescopio—
aunque tampoco eso, por supuesto,
sino simplemente pusimos proa al pasado
y bajamos hasta la ciudad abrumada al borde del mundo,

donde las noticias seguirían avisando
acerca de nuevas y exquisitas corrupciones.


Y no tuvimos otra derrota que olvidar los viajes fabulosos,
aquellas inasibles navegaciones del corazón.






Juan Meneguín (Argentina, Entre Ríos, Concordia, 1958)



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