jueves, 31 de marzo de 2022

LA PALABRA AMENAZADA

 











VIOLENCIA Y LENGUAJE

 

En estos días, se habla mucho de violencia; acaso demasia­do. El mismo hablar contra la violencia parece generar vio­lencia. Profetas que aúllan, pacificadores que abruman, polí­ticos y periodistas que ensordecen, rockeros que deliran: de este estruendo parece surgir en nosotros sólo un vehemente deseo de fuga a un lugar de silencio y de paz. Acaso ese lugar es mucho más accesible que lo que nos imaginamos. Y estas líneas, que intentan una suerte de ecología del lenguaje, se proponen imaginar ese lugar; porque uno de los aterradores poderes de la violencia es que está destinada, precisamente, a la tarea de destruir la imaginación, tarea en la que es muy eficaz.

Una primera y muy extendida forma de violencia que sufre la lengua, en la que todos prácticamente participa­mos, es el prejuicio que de manera exclusiva la define como un medio de comunicación. No es un azar el que un fi­lósofo como Walter Benjamin, al hablar de la caída, diga que la primera caída consiste en considerar la palabra como un medio o un instrumento. Si se la considera así -como lo hace nuestra sociedad-, se la violenta en el sentido de que se olvida que el lenguaje -en particular, el lenguaje poético— no es sólo el medio, sino también el fin de la co­municación. Cuando se mediatiza el lenguaje, cuando se lo considera sólo una mediación para otra mediación -por­que la comunicación se pone al servicio del marketing, el marketing, del dinero, y así sucesiva e infinitamente— nos olvidamos de que el lenguaje es ante todo un placer, un placer sagrado; una forma, acaso la más elevada, de amor y de conocimiento.

En el logro de cada acto de lenguaje, hay una pulsión de vida que se satisface: una onda sonora emitida vocalmen­te encuentra su acogida en nuestra capacidad biológica de escucha, de un modo que cabe comparar con la plenitud del acto sexual: relación misteriosa y fecunda. El lengua­je pone de manifiesto nuestra capacidad innata de investir nuestra energía en palabras, que nos relacionan a su vez con los otros y con nosotros mismos. Y las relaciones existentes entre las palabras son a la vez espejo y modelo de nuestras propias relaciones con el universo.

A través de la comunicación, el lenguaje se va recrean­do, y con él se recrea el grupo que lo comparte. No sólo el placer sino incluso la identidad misma del grupo hablante entran en juego en cada acto verbal. Palabras como nación, proletariado, democracia, pacifismo, discriminación, derechos humanos nos han ido definiendo a través de los tiempos, y en verdad no podríamos reconocernos históricamente sin ellas, a pesar de las múltiples y conflictivas interpretaciones que de ellas podemos dar.

Si es verdad que la pulsión de vida, el Eros, es la que vincula al deseo y su objeto, y el placer es la señal certera de su realización, el lenguaje es una de las manifestaciones más evidentes y universales del principio de placer. En cada comunicación verbal que se logra, se da una relación mis­teriosa y fecunda. La libido hace de las palabras su objeto y habitación: entre la lengua parlante y la oreja escuchante, hay una relación análoga a la que existe entre el falo (que en sanscrito se llama lingam) y la vulva.

Este carácter peculiar del lenguaje es lo que garantiza su poder, un poder que prevalece sobre todas las operaciones intelectuales. En este sentido, es necesario recordar a Martí: “La lengua no es el caballo del pensamiento, sino su jinete”. Es decir, en la lengua hay algo anterior y superior, en cierto modo, al pensamiento mismo (1)

No es una coincidencia el hecho de que Martí fuera poe­ta, ya que son los poetas -junto con los niños- los que pri­mero advierten las posibilidades más abiertas y secretas del lenguaje y juegan o se dejan jugar con ellas. Los etimólogos son también conscientes de estos despliegues, corroborados en los documentos que establecen los orígenes de una pala­bra. Si nos enteramos, por ejemplo, de que pasión y pacien­cia provienen de la misma raíz, así como amar y amamantar también tienen un parentesco común, algo en nosotros des­cubre esa fuente que es la sabiduría inmanente del lenguaje y se inclina a escucharla.

[1] La filosofía del giro lingüístico, tal como la presenta Dardo Scavino, llega a decir que el lenguaje deja de ser un medio, algo que estaría entre el yo y la realidad, para convertirse en un léxico, capaz de crear tanto el yo como la realidad. Menos radicalmente, preferiríamos apelar a la noción de campo, que aparece de manera simultánea entre dos instancias (el yo y su interlocutor, el yo y la realidad) como correlato necesario de ese encuentro, determinando y siendo determinada a su vez por estas presencias.

Recordemos que en el Génesis las palabras anteceden a las cosas, no las reflejan. Dios nombra primero a la luz para que la luz exista, y es la palabra la que termina con el caos. En el caso de Adán, los animales preceden a sus nombres, que son los que Adán les da y los que les “corresponden”. Sería interesante explorar el parale­lismo de la tradición hebrea con el pensamiento platónico e idealista, en el cual las ideas preceden a las cosas. (Lo común de ambas tradiciones es que la realidad no existe si no hay algo que la promueva y condicione a la existencia: en el pensamiento hebreo, este algo es la palabra; en el platonico, la idea. Es decir, en el pensamiento platónico el hombre se asemeja más a Dios que a Adán.)

 

Y si pensamos en el lenguaje como un órgano de conoci­miento anterior al pensamiento, la pregunta normal ya no es “¿cuántas lenguas habla usted?”, sino ¿cuántas lenguas es­cucha usted?”. Hablamos aquí de un don más íntimo, tan desconocido como necesario en nuestros días: el don de escu­char lenguas, y en particular, el don de dar lugar en nosotros a la escucha de nuestra propia lengua, que tan desatenta y desatentadamente hablamos y a la que tan poco lugar y tiempo de reflexión concedemos. Entre el uso de la palabra y la escucha de la palabra, media una distancia semejante a la que separa al amor de la prostitución.

Cuando nos acercamos a alguien sólo sexualmente, sin amor, como ocurre con la prostitución, estamos usando nuestros cuerpos sin reparar en nuestras personas o en nues­tra intimidad. Cuando hablamos con el solo propósito co­municativo, despojamos a las palabras y al mensaje verbal de su belleza singular, de su dignidad, de su gracia. En am­bos casos, hay uso y abuso de la energía de luz y crecimiento mutuo propia del ser humano. En realidad, en cualquier intercambio verbal son tres los participantes: quien habla, quien escucha y aquel que hace posible el intercambio, esto es, el lenguaje mismo. Y acaso él sea el interlocutor más poderoso, porque es el único realmente necesario. Por eso la relevancia de escucharlo. La calidad de nuestras re­laciones se define a traves del tono y la calidad de nuestras conversaciones.

Piénsese en la ridícula paradoja que encierra la común expresión dominar una lengua”. Las lenguas son ellas mis­mas dominios inmensos de tradiciones, vastos léxicos que se nos escapan, reglas gramaticales subterráneas de las que apenas alcanzamos a atisbar los mecanismos, métricas tan espontáneas como misteriosas, poéticas realizadas y otras maravillosas por cumplirse. Con todo, no hay que imaginar que las lenguas se despliegan como grandes monumentos plásticos típicos del gran arte patriarcal y occidental, como el Miguel Ángel de la Capilla Sixtina. Las lenguas se parecen en su textura a los collages infantiles, a los quilts de las mu­jeres nórdicas, a los tapices maravillosos de Chichicastenango. Colores entretejidos, cintas caprichosas que se pierden, arabescos entrelazándose: así son las lenguas, mezclas pode­rosas de capricho y sabiduría, de misterio y arquitectura. De nada de todo esto corresponde ni es posible apropiarse: sólo una contemplación admirada, un humilde y tenaz estudio que arranque de la certeza de la inaccesibilidad total de su objeto último caben aquí.

Hay culturas que son generosas con su lenguaje y están atentas a él, como la de España en el Siglo de Oro o la de Inglaterra en la época de Shakespeare, y lo transmiten y lo llevan a un fulgor extraordinario. Dice Steiner que en el inglés de ciertos períodos hay un sentimiento de descubri­miento, de adquisición exuberante que nunca se ha vuelto a reconquistar íntegramente. “Marlowe, Bacon, Shakespeare usan las palabras como si fueran nuevas, como si ningún roce previo hubiera enturbiado su esplendor o atenuado su resonancia. Así es como los siglos XVI y XVII parecían con­templar el lenguaje mismo. Tenían ante sí el gran tesoro, cu­yas puertas se habían abierto de improviso y las saqueaban con la sensación de que era infinito. Notemos, con todo, la imagen típica de la visión dominadora de la lengua en Stei­ner. Shakespeare no saqueaba la lengua: la escuchaba en su ámbito más profundo; por eso es Shakespeare. Y el inglés, como toda lengua natural, aun la más pobre lexicalmente, sigue siendo infinito en sus posibilidades, pese a las desvirtuaciones que puede sufrir en nuestros tiempos. Hablamos de épocas excepcionales, en las que el lenguaje es sentido no exclusivamente como un medio de comunicación, una moneda de intercambio circulante y corriente, sino como un camino de conocimiento y de celebración. En esas épocas afortunadas, el lenguaje no es sólo usado, sino que es escuchado por los grandes poetas, y de esta escucha y de esta reinterpretación surgen los poemas más memorables de nuestra historia; no digo ya de la historia de las literaturas particulares, sino de la historia de la especie.

 

Amar las palabras

 

     Es verdad que se escribe, cuando se escribe para la fe­licidad propia y ajena, por amor a las palabras; pero sería relevante comenzar explicando lo que este amor por las pa­labras no significa. No significa sepultarse en diccionarios, seguir arduas carreras de Filología o Lingüística, doctorar­se en Letras en alguna nebulosa universidad del hemisferio norte. No significa preguntarse si se dice “yo apretó” o “yo aprieto”, “yo enredo” o “yo enriedo”.

     Significa saber que las palabras son como personas que nos asisten y presencian noche y día, que están alrededor nuestro en ciertas circunstancias, como seres atentos, si­guiendo nuestros propósitos afectivos o comunicativos, como amigos o amantes cordiales y gentiles. Pueden asimis­mo ser amantes o amigos esquivos y enigmáticos, apuntan­do a nuestras ignorancias o carencias. Pero también, unos y otros, como todos los amigos y todos los amantes, deseando reciprocidad. Deseando que las escuchemos. Deseando que las interpretemos.

     ¿Qué significa escuchar las palabras? Yo diría que es estar atento a ese núcleo primero y lejano que a la vez las cons­tituye. Hay que pensar en las palabras como esas granadas enterradas luego de una guerra que, pisadas por descuido, estallan y producen catástrofes. Las palabras son como gra­nadas enterradas bajo el polvo de los siglos. Son granadas inversas: cuando se escarba ese polvo —escarbar es “escrutar” y “escribir”, ambas palabras provienen del mismo árbol ge­nealógico-, cuando se las desentierra, explotan, no en estallidos asesinos, sino en estallidos de sentidos durmientes de pronto resucitados.

     Hablo de esa energía oculta, aletargada, que se llama la raíz de una palabra. Cuando descubrimos su raíz, la pala­bra se pone a hablarnos de una manera reveladora, de una manera magnética. Es sorprendente percibir algunas de las interpelaciones que nos dirigen las palabras. Pienso, por ejemplo, en palabras como piropo: “ojo de fuego”; o ano­rexia: “ausencia de deseo”. Lo que nos dicen, por ejemplo, las lenguas indoeuropeas es que el sexo tiene que ver con la ira y la locura antes que con el amor, que el amor se relaciona con la maternidad antes que con la pareja; que el varón, con la violencia; la mujer, con la felicidad; y la familia, con la esclavitud. Pocos son capaces de escucharlas en su verdadera profundidad, nos parece: los etimólogos tradicionales se cal­zaron guantes tan espesos para tocar las palabras, que perdieron todo contacto con la electricidad intensísima que transporta el lenguaje.

     Se entra, a través de la etimología, en un espacio semejante a una catedral de vitrales antiquísimos que se animan con los rayos del sol y arrojan nuevas luces sobre el pavimento, permitiéndonos reelaborar viejas historias, urdir nuevas ala­banzas, inventar nuevos coros, adentrarnos en una sabiduría anciana y renovadora, tradicional y revolucionaria a la vez. No entramos solos, sino en compañía de legiones de sabios que recorrieron antes que nosotros los jardines de senderos que se bifurcan: las galerías del sánscrito, los recovecos del hitita, las cavernas iluminadas del hebreo, los palacios del griego, las salas retumbantes del latín.

     Nosotros, los modernos, entramos con equipos de poe­tas, de expertos en mitología, en historia, en hermenéutica, con los grandes profetas del psicoanálisis y los adalides de la lingüística. Entramos bajo la sombra poderosa de Jorge Luis Borges, amante de las etimologías, aquel que pregun­tado acerca de su oficio, a los veinticinco años, contestaba: políglota.

     Entramos y nos adentramos en este territorio, siempre nuestro aunque apenas reclamado, el de la historia de las palabras que más entrañablemente nos expresan y a veces parecen traicionarnos, como esas abuelas de las cuales la familia guarda memoria de secretos escandalosos e irrepe­tibles, que sólo llegaron a nosotros como distantes murmu­llos apenas escuchados. De esas abuelas heredamos, sin em­bargo, inescrutables gestos, conocimientos tácitos, pasiones imprevisibles: un testamento irrenunciable.

     Entramos con temor, entramos con temblor, entramos con amor porque confiamos en las energías sapienciales de las lenguas humanas que están allí para decirnos y para constituirnos. Y entramos con alegría y esperanza, porque el territorio que se nos brinda es inabarcable, es inacabable. Esta procesión que formamos reverencia al lenguaje, lo re­conoce como su tesoro inalienable, pero no se detiene en solemnidades innecesarias. Va excavando cada día nuevos materiales y los arroja a la red como señales de vida, de ali­mento y de asombro, para que todos participen de nuestro deslumbramiento.


(Del libro: La palabra amenazada,
Libros del Zorzal, reedición, 2016)

 

Ivonne Bordelois

 

Ivonne Bordelois (Juan Bautista Alberdi, Buenos Aires, 1934) es una poeta, ensayista y lingüista argentina. Egresó de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires para luego realizar estudios literarios y lingüísticos en La Sorbona. Trabajó en la revista «Sur y realizó entrevistas y publicaciones junto a Alejandra Pizarnik para diferentes publicaciones nacionales e internacionales. En 1968 fue becada por el del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y se trasladó a Boston para estudiar en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, donde se doctoró en lingüística en 1974 y tuvo a Noam Chomsky como director de su tesis. Entre 1975 y 1988 ocupó una cátedra de lingüística en el Instituto Iberoamericano de la Universidad de Utrecht, Holanda, obtenida por concurso internacional. En 1983 consiguió la Beca Guggenheim. En 2005 le fue otorgado el Premio La Nación-Sudamericana, por su ensayo «El país que nos habla». Algunos de sus libros: Ell alegr Apocalipsis (1995), Correspondencia Pizarnik (1998), Un triángulo crucial: Borges, Lugones y Güiraldes,  Etimología de las pasiones (2005), A la escucha del cuerpo (2009) y Del silencio como porvernir (2011)

 



miércoles, 30 de marzo de 2022

UN HILO NARANJA

 









 V

 Corazón
o ave
buscando en
qué posarse,
 
ave de
pura pluma
de pensar.
 
Al aire el
corazón
o ave,
trata
de irse
 
de su nido en
la nada.
 
 

 VI


De su
vuelo quiere irse.
 
No hace
sombra el
corazón
 
cansado de
ser y no estar.
 
 
XIV
 
 
si va a llover, si
el mundo se fuera a ordenar
en el relato de
las cosas que están
desde antes, no vistas,
envueltas en su
propia forma, ese
                      moverse
de lo que fueron a
lo que van a ser
 
charquitos de una rara plata
murmuraciones de
materia que cae
 
las cosas se
dibujan por sí mismas
en el presente y el pasado
 
el alma entre sus juegos
existe y no existe
 
a veces se permite
deshacerse, a veces
se empeña en relatar la escena
 
 
 
XXIV
 
Lo que cede al tacto,
              esa promesa
de que las cosas vengan a
                  decirte “estás”.
 
 
XXXIV
 
Real es
lo que
no sabe, es
lo que no sabés:
 
la única cosa que
podrías saber
si alguna vez
fuera posible
      eso, saber.
 
No sabe lo real,
no necesita.
 
 
XXXVIII
 
Un hilo
       naranja es
       nada más
que un hilo naranja
       y todo lo
       demás que
       pueda o
       quiera verse
en “hilo naranja”
corre por cuenta
        del lector,
si puede y quiere.
 
 

(Del libro: Un hilo naranja,
Barnacle, 2021),envío de Alberto Cisnero.

 

Daniel Freidemberg (Resistencia, 1945, vive en Buenos Aires).
 

Pueden LEER su biografía en entrada anterior del autor.


martes, 29 de marzo de 2022

LOS VIERNES -Tomo cuatro- (IV)

 













VIERNES
24
NOVIEMBRE

 

LA CANCIÓN EN SUS CABEZAS


Él fue Medalla de Ciencias en tercer grado. Ella fue Miss Preescolar en el colegio de enfrente. Cuando a ella la mandaban al mercado le decían “Cuidado con las gitanas” y ella un poco les temía y otro poco fantaseaba con la idea de que la robaran, de que se la lle­varan. En el colegio de enfrente, él tenía montada una compraventa de cochechitos rellenos de plastilina; le faltaban los anillos en los dedos para ser el perfecto gitano en miniatura. Estaban llamados a cruzarse, y se cruzaron finalmente, a la salida de Tiempo de gitanos, en el viejo cine Arte, un sábado trasnoche. Los dos habían ido con documento falso porque los dos eran menores. Los dos estaban ha­ciendo lo mismo, cuando se vieron, en esa vereda triangular de Dia­gonal que parece hecha por Roberto Arlt: estaban cantando por lo bajo “Ederlezi”, la antiquísima canción romaní que Kusturica puso en su película. Cada uno la tarareaba para sí cuando se vieron y, un poco como en el libro de Emannuel Carrère, cuando la joven jueza lisiada por el cáncer entra por primera vez en la oficina del joven juez lisiado por el cáncer y él dice: “Nos reconocimos al instante , así se reconocieron ella y él, y así se fueron por Diagonal, abrazados, tarareando “Ederlezi”, tratando de rearmar la melodía entre los dos.

Imaginen una canción que dura, no tres minutos, sino veinte o treinta años seguidos en nuestras cabezas. A veces la escuchamos, a veces creemos que no, pero sigue sonando en el fondo y algo en nosotros la escucha incluso cuando nosotros no. Los aborígenes australianos eran así. Los aborígenes australianos eran nómades. Sus movimientos eran cíclicos y estaban regidos por una canción ancestral, una canción que describía su trayecto y a la vez les decía por dónde ir. Así daban vueltas por Australia, a lo largo de sus vidas. La canción era su mapa y a la vez era su historia, era su geografía y su religión. “Ederlezi” era eso para el vendedor de coches de plastilina y Miss Preescolar. Bruce Chatwin contó la historia de los aborígenes australianos. Bruce Chatwin se pasó la vida escuchando esa canción en su cabeza, y por eso un día renunció a su trabajo de tasador de obras de arte en Sotheby’s para irse a recorrer a pie el mundo. Se ha­bía quedado ciego de golpe, los médicos le dijeron que era nervioso: “Demasiado mirar de cerca”, le diagnosticaron. Él se autorrecetó los caminos: perder la mirada en el paisaje hasta recuperarla. Escuchar la cancioncita que sonaba en su cabeza.

El nomadismo no ocurre únicamente en el espacio: el nómade también viaja en el tiempo. Porque, como todo el mundo sabe, la única manera en que nos pasa el tiempo es cuando estamos quietos. ¿O no lo sabemos? Cortázar no estaba haciendo un cuento fantás­tico en “El otro cielo”, cuando entraba por el Pasaje Güemes y salía en las Galerías Vivienne de París: los nómades saben bien que hay portales de un tiempo a otro, tal como hay pasos de frontera de un país a otro. La diferencia es que hay que estar cantando la canción en nuestras cabezas para poder pasar por los portales del tiempo.

Bruce Chatwin vio aquella noche a aquellos dos adolescentes perdiéndose abrazados por la vereda triangular de Diagonal. Los llamó Lola y Estol y los puso cantando esa canción romaní en una historia de buscadores de oro de Alaska que se desfogaban con las famosas putas de la ciudad de Mahagonny. Lo que intentaban Lola y Estol era cruzar en barco desde Alaska a Vladivostok, estaban ahí tratando de pagarse el pasaje cantando su canción romani, él en gui­tarra, ella en la voz. Chatwin les dejó unas monedas cuando se los volvió a encontrar, porque eso le pasaba siempre: se encontraba con todo el mundo en sus trayectos, en ese sentido es un poco como el Corto Maltés. La excusa de Hugo Pratt para viajar por el mundo y por el siglo era el Corto Maltés. Chatwin ni se tomó el trabajo de inven­tarse otro nombre. Simplemente se dedicó a escuchar la cancioncita en su cabeza, a poner gente real en sus libros y asombrarse cuando después se los encontraba en la vida. Esa clase de cosas despertaron las iras de Osvaldo Bayer cuando leyó el libro de Chatwin sobre la Patagonia y le contestó en una nota buenísima, furibunda, que salió hasta en el TLS, el venerado suplemento literario del London Times.

Bayer escribió esa nota en su departamento de Berlín. Llovía en el barrio de Kreuzberg pero no por eso Bayer cerró su ventana mien­tras escribía aquella formidable diatriba, y así es como pudo oír la música que llegaba desde el portal de abajo, que conectaba con una pérgola de plaza en Shanghai, donde una multitud de gimnastas chinos en uniforme mao hacía acrobacias en sincro perfecto, una coreografía asombrosamente idónea para la selección de tangos chinos que interpretaba desde la pérgola una orquesta china con instrumentos chinos. Chatwin oía desde su mesa, en aquel café al aire libre de Shanghai, el ruido de la máquina de escribir de Bayer en el barrio Kreuzberg de Berlín. Sabía que su tiempo en la tierra se estaba terminando, aunque se negara a reconocerlo. Sentados a la mesa con él estaban Lola y Estol, que tocarían después de la orques­ta, para los chinos que quisieran quedarse en la plaza bajo la lluvia. Chatwin les estaba contando que se había infectado con un hongo venenoso que aspiró sin querer en las catacumbas que guardaban los diez mil guerreros de piedra que custodiaban la Gran Muralla.

Chatwin estaba envuelto en frazadas y temblaba de fiebre pero no creía que fuera a morir por eso. Estol le murmuraba al oído: “De nada sirve escaparse cuando es uno el que persigue”. Lola le mur­muraba al otro oído: “El que camina encorvado lleva un hacha en la espalda”. Estol le susurraba en un oído: “No hay opción, señor". Y Lola completaba por el otro oído: “Revolución o picnic”. De fondo sonaba la máquina de escribir de Bayer en Berlín y la cancioncita en la cabeza de Chatwin ya casi no se oía. Estol dijo entonces: “Hablémosle de las hormigas mentales”. Y sacó la guitarra de la funda y Lola se acomodó la flor en el pelo y los chinos empezaron a juntarse cuando ella se puso a cantar: “Hormigas mentales / que bailan en su cabeza / que vienen de los Balcanes / y se meten por una oreja / y uno no siente nada / cierra fuerte los ojos / y persigue las manchitas / que huyen de su mirada / y no tiene más aduana / y dice lo que otros callan / y lee siempre el mismo libro / porque ya lo protagoniza / y vive queriendo olvidarse / que el que vive agoniza”.

Hace años ya que Bayer terminó su nota y que Chatwin se mu­rió. Pero si hoy es viernes, seguro que Lola y Estol están tocando en algún lugar de Buenos Aires. Sólo se trata de encontrar el portal que lleve a ellos y dejarnos guiar por la cancioncita que suena en el fon­do de nuestras cabezas.


                                                                                    (Del libro: Los viernes, Tomo cuatro, Emecé, 2019)

Juan Forn 


Juan Forn nació en Buenos Aires, en 1959 y murio en Villa Gesel, en 2021. En 1979 publicó su primer poemario. En 1980 inició su labor como editor en Emecé y después Planeta. En 1994 fue invitado por el Woodrow Wilson International Center (Washington DC) para terminar su novela Frivolidad, a la que siguió Puras mentiras. En 2015 publicó Los Viernes en cuatro tomos, que están compuestos por las contratapas que escribía todos los viernes en el Diario Página 12. En 1996 creó el suplemento cultural Radar Libros del diario argentino Página/12, que dirigió hasta 2002, y colabora en la revista literaria colombiana El Malpensante. En 2007 obtuvo el Premio Konex de Platino.

BIBLIOGRAFÍA Novela: Corazones cautivos más arriba (1987), Frivolidad, novela, Planeta (1995), Puras mentiras, novela (2001), María Domeq (2007).- Relato: Nadar de noche (1991), Buenos Aires (1993) Periodismo: La tierra elegida (2005), Ningún hombre es una isla (1995), El hombre que fue Viernes (2011), Los Viernes. (2015).




domingo, 27 de marzo de 2022

LOS VIERNES -Tomo cuatro (III)


 








VIERNES
30
JUNIO
 

LO QUE HAREMOS JUNTOS


Miren la foto de cualquier parejita joven muy enamorada, pro­yecten esa pareja al futuro y sobreimprímanle estas frases: “Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centíme­tros, sólo pesas cuarenta y cinco kilos, pero sigues siendo bella, ele­gante, deseable. Hace cincuenta y nueve años que vivimos juntos y te escribo para comprender lo que he vivido, lo que hemos vivido juntos, porque te amo más que nunca”.

Ahora imaginen que esas frases son el comienzo de una carta de un hombre a una mujer, una carta de cien páginas que él va a ir escri­biendo noche a noche, en el curso de un año, mientras ella duerme en el cuarto de arriba de una casita rodeada de árboles, en las afue­ras de un pueblito del norte francés llamado Vosnon. Doce meses después, la policía local hará el trayecto desde el pueblo hasta allí, alertada por una nota pegada en la puerta de la casa: “Prévenir à la Gendarmerie”. La puerta estará abierta. En la cama matrimonial del cuarto de arriba yacerán en paz André Gorz y su esposa Dorine. A un costado, unas líneas escritas a mano, dirigidas a la alcaldesa del pueblo: “Querida amiga, siempre supimos que queríamos terminar nuestras vidas juntos. Perdona la ingrata tarea que te hemos dejado’.

Poco antes, Gorz había terminado de escribir aquella larga car­ta a su esposa Dorine y se la había enviado a su editor de siempre, quien la publicó en forma de libro con el título Carta a D (Historia de un amor). En la última página de esa larga carta dice Gorz: “Por las noches veo la silueta de un hombre que camina detrás de una carro­za fúnebre en una carretera vacía, por un paisaje desierto. No quiero asistir a tu incineración, no quiero recibir un frasco con tus cenizas. Espío tu respiración, mi mano te acaricia. En el caso de tener una segunda vida, ojalá la pasemos juntos”.

Dorine era inglesa. Estaba de visita en Suiza con un grupo de tea­tro vocacional, en el año 1947, cuando le presentaron en una fiesta a André Gorz. Es austríaco, le dijeron, es judío, le dijeron, no tiene un céntimo y escribe, carece por completo de interés. Así se lo des­cribieron formulariamente, cuando ella preguntó quién era. Dorine tenía un pretendiente en Inglaterra, que esperaba su regreso para casarse con ella. Pero después de aquella fiesta, Dorine cambió drás­ticamente de planes: en lugar de volver obedientemente a su patria se subió en un tren rumbo a París con Gorz. Porque a su lado sintió por primera vez en su vida que pensaba, que sabía pensar, que su cabecita funcionaba a la perfección junto a la de aquel judío austríaco sin trabajo y sin dinero.

No era una ciudad fácil París en 1947: Dorine trabajó de mode­lo vivo, recogió papel usado para vender por kilo y fue lazarilla de una británica que se estaba quedando ciega, mientras Gorz escribía en una buhardilla. Gorz hacía un relevamiento semanal de toda la prensa europea para una agencia. Dejaba la vida en esos informes, no los veía como trabajo sino como excusa perfecta para desarro­llar su misión, es decir entender su época. Por esos informes preci­sos, potentes, brillantes, atentos a todo, Sartre le ofreció a Gorz la jefatura de redacción de la revista Temps Modernes. Intoxicado de ambición y anfetaminas, Gorz desdobló sus horas en el escritorio: además de hacer la revista se puso a escribir una novela que pre­tendía ser un magno retrato y reflexión sobre su tiempo. El traidor se llamaba, y llevaba al paroxismo ese mirarse el ombligo sin pausa de los existencialistas franceses: “En tanto individuo particular, él no veía relevancia alguna en que alguien se le uniera como indivi­duo particular. No hay relevancia filosófica alguna en la pregunta Por Qué Se Ama”.

En todos sus libros posteriores, Gorz es el exacto opuesto de esa voz: nunca impostó, nunca se puso en primer plano, nunca se miró el ombligo al teorizar. Nunca escribió otra novela tampoco. Alguna gente lo considera el padre de la ecología política. Vaya a saberse qué significará eso dentro de unos años más de posverdad. Pero aun si la obra de Gorz termina siendo con el tiempo apenas una nota al pie de su época, será porque fue de los poquísimos intelectuales france­ses de su tiempo (el que va de la Guerra Fría a la caída del Muro de Berlín) que no cayó en ninguna de las trampas de la inteligencia, se­gún su propia definición. Ésa fue su virtud, y con los años descubrió que se la debía a Dorine.

En aquella carta postrera, Gorz le dice: “Nuestra relación se con­virtió en el filtro por el que pasaba mi relación con la realidad. Por momentos necesité más de tu juicio que del mío”. No fue el único en valorarla de esa manera. Sartre, Marcuse e Iván Illich se enamo­raron de ella en distintas épocas. Pero ella prefería a Gorz. Lucky bastard, dirían en inglés. Cuando ambos acababan de cumplir los cuarenta, Dorine descubrió que había contraído una enfermedad incurable por culpa de una sustancia que le habían inyectado para hacerle radiografías. El pronóstico era negro y la medicina se lavó las manos del caso, así que Dorine encaró por las suyas una cadena de correspondencia con otros aquejados del mismo mal. La infor­mación recopilada así no sólo le dio décadas de sobrevida a ella sino que inspiró a Gorz los rudimentos esenciales de aquello que llama­ría “ecología política”: ese lugar donde se tocan el pensamiento de Sartre con el de Marcuse y el de Iván Illich y el de Foucault.

Casi veinte años más tarde, Gorz decidió abandonar su puesto al timón en Temps Modernes para dedicarse jomada completa a Dorine. En lugar de ir y venir de París se instaló en aquella casa de las afueras de Vosnon y se dedicó a hacer la misma vida que su esposa. O, mejor dicho, a hacer para ella las cosas que Dorine ya no podía hacer. “Labro tu huerto. Tú me señalas desde la ventana del cuarto de arriba en qué dirección seguir, dónde hace falta más trabajo”.

El suicide-à-deux de Gorz y Dorine tiene dos antecedentes so­bre los cuales han corrido ríos de tinta: el de Stefan Zweig y el de Arthur Koestler. Zweig bebió y dio de beber a su joven segunda es­posa un frasco de barbitúricos diluido en limonada en un hotel de Petrópolis, cuando llegó a la conclusión de que ni siquiera en Brasil estarían a salvo de los nazis. Koestler hizo lo propio junto a su esposa de siempre (y su perro de siempre también), en su casa de Londres, huyendo del Parkinson que lo estaba devorando. En ambos casos hubo nota suicida. En ambos casos el rol de la mujer es tristemente pasivo. En ambos casos hay una atmósfera opresiva y amarga que la última escena de Gorz y Dorine logra evitar casi por completo.

En aquella carta postrera, Gorz le hacía una tremenda confesión a su esposa: “Durante años, consideré una debilidad el apego que me manifestabas. Como dice Kafka en sus diarios, mi amor por ti no se amaba. Me diste todo para ayudarme a ser yo mismo y así te pagué. Gorz había visto una vez a Dorine rematar con toda natu­ralidad una discusión que estaba teniendo con Simone de Beauvoir con la frase: “Amar a un escritor es amar lo que escribe”. Y sintió ver­güenza. Aunque él mismo le había prometido a Dorine, al final de aquella fiesta, la noche en que se conocieron, en Suiza: “Seremos lo que haremos juntos”.

La bravata se hizo cabal realidad la noche en que Gorz terminó de escribir aquella carta y subió por última vez aquellas escaleras y se acostó para siempre en aquella cama, junto a la mujer con la que había compartido, día tras día, sesenta años seguidos. “Afuera es de noche. Estoy tan atento a tu presencia como en nuestros comienzos. Espío tu respiración, mi mano te acaricia. En el caso de tener una segunda vida, ojalá la pasemos juntos”.

 

Juan Forn (Buenos Aires, 1959;  Villa Gesel,  2021)


IMAGEN: Fotografía de Andre Gorz y su esposa Dorine Keir antes del suicidio 2007.



viernes, 25 de marzo de 2022

LOS VIERNES -Tomo cuatro - (II)

 














VIERNES
9
JUNIO

 

DOS CONTRA EL MUNDO

 

La foto es de 1958. Pier Paolo Pasolini posa junto a Laura Betti, a quien acaba de conocer por intermedio de Alberto Moravia y Elsa Morante, la pareja estrella de la intelectualidad romana. La Betti viene huyendo de la corrección provinciana de Bologna con su electrizante unipersonal de music-hall. Pasolini ha llegado a Roma para ser el escritor que en el Friul le impidieron ser (usaron sus poe­mas como evidencia para arrebatarle su cargo de maestro en un ig­nominioso proceso judicial). Los dos se han reconocido al instante como almas gemelas, en esa Roma que ya es casa tomada por la dol­ce vita que Fellini habrá de inmortalizar en breve (Federico le rega­lará a Pier Paolo su primer coche, un Fiat 600, en agradecimiento por haberle presentado a la Betti, a quien dará un papel en La dolce vita, permitiéndole que se escriba ella misma sus parlamentos).

Los paparazzi la han bautizado “La Giaguarina” (cachorra de ja­guar) por su casquete rubio platinado y sus ojos estirados hasta las sienes por el maquillaje. En su show Giro a Vuoto, Betti canta textos escritos especialmente para ella por Moravia, Italo Calvino, Vittorio De Sica, André Breton y Pasolini (“Ballata dell Suicidio”), musicalizados por Kurt Weil, Nino Rota y hasta Igor Stravinsky. Según la prensa, La Giaguarina ha inventado una nueva forma de glamour, que combina provocación y desprecio y deja sin aliento a su platea. La noche en que se conocen, es ella quien toma la iniciativa. Encara a Pier Paolo, que lleva largo rato mirándola de lejos con los anteojos oscuros puestos, y le dice: “¿Qué es lo que te da miedo? ¿Quieres saber lo que pienso de ti? Que hueles a primavera y a pan fresco”. Horas después, colgada de su brazo y a la deriva por la incombusti­ble noche romana, lo presenta como “mi marido” y agrega: Soy su devota esclava”. Pasolini acepta el juego: poco después la presentará a Godard, a Barthes y a muchas personas más como “mi mujer no carnal”.

Lo que empezó como un desafío a los prejuicios de la época fue haciéndose cada vez más cierto con el tiempo. Ella le cocinaba sus platos favoritos, él la acompañaba a visitar videntes. El problema era que sabían estar juntos solos pero se ponían imposibles cuando tenían gente alrededor: Pier Paolo llevaba sin permiso a sus ragazzi di vita al departamento en Via del Babuino donde La Giaguarina re­cibía como una reina a su claque. Las fiestas terminaban cuando am­bos se encerraban en la cocina, dejando a los invitados sin comida ni bebida, mientras se peleaban a gritos. La Morante les dijo una vez, desde el otro lado de la puerta, harta de esperar con la copa vacía: “¿Por qué no se dejan de gritar y cojen de verdad, en vez de hacerlo con palabras?”.

Pero cada vez que Pasolini era llevado a los tribunales, acusado de “psicópata del instinto”, “anómalo sexual”, “amenaza social”, La Giaguarina estaba siempre en primera fila, mirándolo sin parpadear para darle apoyo. Y téngase en cuenta que Pasolini sufrió treinta y tres procesamientos judiciales. Según Pier Paolo fue ella, hija de abogado, quien le regaló el hoy famoso verso a un inocente no se le cree nunca”. Con pocas personas se franqueó tanto como con ella. Nomás conocerla le había dicho: “No puedo permitirme equivocar­me en ninguna de mis obras. Mis enemigos me despedazarían y mis amigos dejarían de estimarme”. La Giaguarina fue de todo menos tolerante con él. Cuando Pasolini conoció a Ninetto Davoli y empe­zó a ir todos los días al gimnasio, ella lo increpó: “¿Dónde ha queda­do toda tu dulzura? ¿Prefieres ponerte la máscara de los músculos, como Mishima?”. Cuando una úlcera perforada lo postró en cama durante meses y Pasolini retomó la escritura, La Giaguarina no sólo le cocinó y lo cuidó sino que le dijo: “Al fin entiendes que eres poeta. Prefiero mil veces tus poemas a tus películas, aunque me detestes por eso”. También Italo Calvino le dijo lo mismo, en una carta her­mosa que está en Los libros de los otros: “¿No hay posibilidad de que consigas abandonar toda esa bambolla del mundo del cine para vol­ver a ser el escritor que, ante todo, eres?”.

Cuando Pasolini llevó El Evangelio según Mateo al Festival de Venecia, y perdió contra El desierto rojo de Antonioni, le anunció a La Giaguarina que abandonaba el cine. Ella le gritó: “¿Justo aho­ra que has llegado al punto en que por fin puedes filmar lo que se te antoje? ¡Puedes hacer la vida de Gramsci! ¡Si quieres, hasta esa porca película sobre San Pablo puedes hacer!”. Qué bueno hubiera sido. Lamentablemente Pasolini no filmó ni la una ni la otra pero no abandonó el cine, y tampoco dejó de apelar a ella como actriz: le pidió que estuviera a su lado cuando inventó, para la película Ca­pricho a la italiana, el insólito dúo actoral de Totó y Ninetto Davoli (“Ayúdame a orquestar este concierto para Stradivarius y pito”). Y en Teorema le dio el papel de la mucama sumisa que le valió el pre­mio a la mejor actriz en Venecia y por el que estuvieron dos años sin hablarse, después de que La Giaguarina amenazara suicidarse en medio del rodaje.

Durante ese período de ostracismo ella hizo la voz del diablo en el doblaje al italiano de la película El exorcista y le mandó entradas para el estreno. En una carta adjunta le decía: “Niego haber tenido un comportamiento que no fuera poético y no puedo creer que tan luego tú no entendieras eso. Pero bueno, confieso que extraño tus sublimes faltas de sensibilidad, añoro tu angustia egoísta, ¿por qué no quieres verme?”. Pier Paolo ni le contestò. Pero cuando la necesitó en Saló (“Nadie quiere actuar en esta película, me están dejando solo”), ella volvió a su lado. Y fue la última de sus amigos en verlo con vida, la tarde del 1 de noviembre de 1975, horas antes de que lo asesinaran. El encuentro fue para hablar de cine: él quería conven­cerla de que aceptara hacer de Adolf Eichmann en PornoTeoKolos- sal, la delirante película-denuncia que Pier Paolo quería filmar en Nueva York, en Palestina y en la China de Mao. Tampoco eso pudo ser, pero La Giaguarina daría un par de años después su actuación más deslumbrante, como la fascista erotómana esposa de Donald Sutherland en Novecento.

Desde 1975 hasta su muerte en 2004, Laura Betti dirigió la Fun­dación Pasolini (que ella misma había creado), coordinó la edición definitiva de los libros de Pier Paolo, donó a la Cinemateca Italiana copias restauradas de todas sus películas y filmó uno de los mejo­res documentales que existen sobre él, donde dice: “La derecha no sólo orquestó y cubrió el asesinato de Pasolini sino que hasta in­ventó una estúpida teoría conspirativa que sostiene que él organizó su propia muerte, como un martilologio. Y hasta el final repitió la misma frase, cada vez que le preguntaban por Pier Paolo: “Su muer­te me dejó sin histeria”.

En 1971, la revista Vogue italiana había pedido a distintos artis­tas que escribieran una necrológica ambientada en el primer dia del siglo veintiuno, sobre alguien a quien admiraran. Pasolini eligió a Laura Betti, predijo que La Giaguarina moriría durmiendo y termi­nó así su nota: “En suma, ésta es la despedida a una heroína indoma­ble, que no por hija de abogado dejó de ser la mejor de las cocineras y sostén ejemplar de un turbulento como yo”.


 (Del libro: Los viernes, Tomo cuatro, Emecé, 2019)

Juan Forn (Buenos Aires, 1959;  Villa Gesel,  2021)


IMAGEN  Pier Paolo Pasolini y Laura Betti.



miércoles, 23 de marzo de 2022

LOS VIERNES -Tomo cuatro - (I)










VIERNES
3
NOVIEMBRE

 

INCENDIO EN LA CASA DEL SER

 

“Una mujer descuartizada / viene cayendo desde hace ciento cuarenta años”. Por esas dos líneas escritas por su compatriota Vicente Huidobro decidió el joven Nicanor Parra dedicarse a la poe­sía. Ya era (además de hermano mayor de Violeta Parra) ingeniero, di­plomado en termodinámica en Princeton y en cosmología en Oxford, cuando quiso saber por qué caía esa mujer desde hacía siglo y medio. La pregunta en particular y la poesía en general no son asuntos muy pertinentes para la ingeniería y Parra era, a pesar de ingeniero, un impertinente. Así que prefirió adscribir a esa otra ley de la termodi­námica que enunció Leopoldo Marechal: “De todo laberinto se sale por arriba”. Así fue como llegó Parra a lo que definió como antipoesía. “Yo me preguntaba por qué cresta los poetas hablaban de una forma y escribían después con esa jerga conocida como lenguaje poético, que no tiene nada que ver con el lenguaje de la realidad”.

Puesto en esos términos, parece un mero cuestionamiento ver­bal, pero lo de Parra apuntaba más lejos: para poder ver las cosas de otro modo es necesario cambiar de perspectiva, y pocos tipos en nuestra lengua fueron capaces de sacarnos la alfombra debajo de los pies con una sola frase como Parra. Vean, si no, este ejemplo. El automóvil es una silla de ruedas”. Léanla de nuevo, van a ver que el texto se movió, que se lee otra cosa. Eso es Parra. El juego de pala­bras que de pronto corcovea y muta en otra cosa. El creativo publi­citario tiene esa clase de don, pero para generar antimateria. Parra generaba antipoemas; es decir, anticuerpos contra la antimateria que nos tiran todo el día por la cabeza.

Hay un famoso poema suyo que empieza: “El hombre imagina­rio / vive en una mansión imaginaria / rodeada de árboles imagi­narios / a la orilla de un río imaginario”. Y así sigue avanzando fa- cilonamente, estrofa tras estrofa, hasta sus versos finales. Antes de citarlos déjenme contar que Parra descubrió un día a la mujer de su vida, fueron brevemente felices juntos pero ella lo abandonó y poco después se suicidó. En honor a ella escribió Parra El Hombre Imagi­nario, que termina: “Y en las noches de luna imaginaria / sueña con la mujer imaginaria / que le brindó su amor imaginario / vuelve a sentir ese mismo dolor / ese mismo placer imaginario / y vuelve a palpitar / el corazón del hombre imaginario”.

Fue famosa su pica con Neruda. Igualmente famosa es su frase: “Hay dos maneras de refutar a Neruda: una es no leyéndolo; la otra es leyéndolo de mala fe. Yo he practicado ambas, pero ninguna me dio resultado” (otra vez contestó así a la acusación de que la obra de Neruda era despareja: “La cordillera de los Andes también es despa­reja”). En su poema Malos Recuerdos dice: “Para la mayoría / soy un narciso de la peor especie / El hombre dos caras / El que se cree más de lo que es / El que no tiene paz / ni con las mariposas del jardín / Todos se consideran con derecho / a festejarme con un poco de ba­rro. Treinta años después, al recibir un doctorado honoris causa en la Universidad de Chile, dijo: “Una sola pregunta / ¿Cuándo piensan erigirme una estatua? / La paciencia tiene su límite / Sin estatua me siento miserable / Pero por favor que sea de barro / Para que dure lo menos posible”.

Entre otras chambonadas que le endilgaban sus enemigos, Pa­rra aceptó ir a la Casa Blanca a tomar el té con la esposa de Nixon en plena guerra de Vietnam, durante un congreso de escritores en Washington (horas más tarde, los cubanos le retiraron la invitación que le habían hecho como jurado del Premio Casa de las Américas, y él contestó con un telegrama a la isla que decía: “Apelo a la justicia revolucionaria rehabilitación urgente. Fidel debería creer en mí tal como yo creo en él”). A diferencia del resto de su familia, Parra nun­ca apoyó la Unión Popular de Allende y siguió enseñando en la uni­versidad después del golpe de Pinochet. Pero cuando el Papa polaco fue a Chile escribió: “La sonrisa del Papa nos preocupa / SS debiera llorar a mares / y mesarse los pelos que le quedan / ante las cámaras de televisión / en vez de sonreír a diestra y siniestra / como si en Chile no ocurriera nada / que se ría de la Santa Madre si le parece / pero que no se burle de nosotros”. Poco antes (más precisamente en 1977) había escrito: “Que levanten la mano los valientes / A que nadie es capaz / de arrancarle una hoja a la biblia / cuando el papel higiénico se acabó / A que nadie se atreve / a escupir la bandera chi­lena / A que nadie se ríe como yo / cuando los filisteos lo torturan”.

Se admirara o se odiara a Parra, había que reconocerle su fide­lidad absoluta al género que inventó. Cuando le dieron en Guada­lajara el Premio Rulfo, empezó su discurso de agradecimiento di­ciendo: “Hay diferentes tipos de discursos / El discurso ideal / es el discurso que no dice nada / aunque parezca que lo dice todo”. Lo pongo en verso porque así lo leyó. Y así lo incluyó en su libro Discur­sos de sobremesa, que está compuesto enteramente de textos leídos al recibir premios y honoris causas. Y que, por supuesto, son todos antipoemas. Es decir, reversos exactos del discurso ideal: parece que no dicen nada, y logran decirlo todo. Mi preferido es el que pronun­ció en el centenario de Vicente Huidobro, que se titula Also sprach Altazor (y que debajo aclara “Título del original en inglés: Hay que cagar a Huidobro”). Empieza preguntando qué sería de la poesía chilena sin Huidobro, para defender después la megalomanía del poeta (“Sus opiniones nunca pecaron de moderadas / incluso llegó a atreverse / a enmendar la plana al propio Homero / que no debió haber dicho jamás, según él / las nubes se alejan como un rebaño de ovejas / sino lisa y sencillamente / las nubes se alejan balando”). Y sobre el final hace su famosa declaración: “Hay una frase de Huidobro / No creo que haya otra más sobrecogedora / en todo el reino de las bellas letras: / una mujer descuartizada / viene cayendo desde hace ciento cuarenta años / A mí me deja mudo”.

Mentira, por supuesto: nada dejaba mudo a Parra. El otro día se murió, a los ciento cuatro años, después de esperar contra toda es­peranza que le dieran el Nobel. A quienes llegaban en peregrinación a verlo en su escondite junto al mar les contaba que, en el preciso lugar donde alzó su casa, había antes un castillito hecho enteramen­te de tejuelas de alerce. “El que entraba ahí se quería quedar a vivir para siempre”. El castillo estaba medio abandonado cuando Parra lo compró, y el cuidador que vivía ahí se tuvo que ir a su pesar. Po­cos días después, un incendio destruyó el castillo. Todas las señales indicaban que el cuidador había provocado el fuego. Parra se lo en­contró contemplando las cenizas aún humeantes y le dijo: “¡Huevón de mierda, mira lo que hiciste!”. El cuidador le contestó sin apartar la mirada: “Yo quería esa casa más que usted”. Heidegger decía que la poesía es la casa del ser. Parra vio arder esa casa y levantó otra sobre sus cenizas. Están los que dicen que fue él quien la quemó. Y están los que dicen que nadie quería esa casa tanto como él.

 

(Del libro: Los viernes, Tomo cuatro, Emecé, 2019)


Juan Forn (Buenos Aires, 1959;  Villa Gesel,  2021)


IMAGEN: Fotografía del poeta Nicanor Parra.



lunes, 21 de marzo de 2022

Reinaldo Arenas volverá cuando amanezca en Cuba


 












Fuente: Revista Ñ 18, 21 de agosto 2021. Clarín.com
Necesidad de libertad, de Reinaldo Arenas, reúne los ensayos dispersos de un emblema contra la represión a los homosexuales.
 
Por Laura Estrin
La denuncia, el grito, las furias. Los escritores-policía, el estado totalitario, el monumento: “Al parecer, a García Márquez le placen los campos de concentración, las vastas prisiones y el pensamiento amordazado… García Márquez va a Cuba solo de turista (donde es tratado como tal); reside en México y naturalmente en París; y allí, en compañía del ciudadano francés monsieur Julio Cortázar, funge como cortesano y orientador cultural del nuevo presidente”. Clarito.
Y siguen los subrayados: “Pero el hecho más abominable cometido por García Márquez hasta el momento fue el de condenar taimadamente a los obreros polacos (al pueblo polaco), quienes valientemente se empeñan en construir una verdadera sociedad socialista; es decir, tomar el poder y tener los derechos que todos los trabajadores en un mundo verdaderamente democrático poseen.”
Reinaldo Arenas sabe de la confusión voluntaria entre revolucionarios y epígonos, y sí, la revolución se traga a sus padres (“Cabrera Infante tuvo que abandonar su país precisamente por su condición revolucionaria”), mata la original rebeldía y domina el arte, hace crítica literaria. Si se trata de literatura, como dijo Pilniak, el único tema será la vida y la muerte; cuando hay formas impuestas, hay cajones para muertos.
Necesidad de libertad completa la obra publicada por Editores Argentinos del cubano. Pero Arenas no llegó: si se leyera estaríamos hablando de otra cosa. ¿Se desaprendió? Porque si se lee no hay retorno. Y la lista de cobardes está adentro y afuera de la isla, será como escribió Steimberg, que hay solo dos tipos de épocas: de miedo y de mucho miedo. O como puso Shklovski: épocas ciegas y épocas elocuentes.
Lo escribe Piñera, Abreu lo dice todos los días, García Vega lo anotó perfecto. Y cito este libro: “Entre la literatura y el Estado; es decir, entre la libertad y la opresión, Julio Cortázar eligió el Estado.” Gide y Castelnuovo regresaron achaparrados de la URSS; Benjamin, demolido.
La revolución Cubana fue en el 58 y Arenas contraataca: “La invasión soviética a Checoslovaquia y la aprobación oficial del gobierno de Cuba a dicha intervención fue un golpe de gracia dado en la esperanza de los intelectuales cubanos... Pero hay Cortázar para rato –y para ratas–. Yo no diría solamente que hay Cortázar; yo diría que hay cortázares”.
Hay tantos cortázares como las mil muertes que anota Arenas para Virgilio Piñera: los interrogatorios y torturas, su muerte dudosa, como abandonado en un hospital fue Lezama, el aniquilamiento de su obra y la construcción del mito. Se reescriben las biografías para ganar la batalla contra la historia; así lo entendió el genial Shklovski. Pan y papel para los vivos, clamaba Maiakovski a la muerte de Jlébnikov.
En este libro hay condenas, cartas en clave, perfectas lecturas de las obras samizdat cubanas, anotación torrencial del recuerdo que, a la vez, es eterna miseria, según el verso de Piñera. Los grandes realistas, los proféticos, asegura Arenas, leen bien, son visionarios. La literatura es el mejor de los discursos, el que documenta con libertad y justicia de genio la verdad. La literatura es la ética del tiempo, va de sujeto en sujeto, no salva pueblos; incluso nos vuelve inútiles sociales pero no cobardes.
En “Termina el desfile”, Arenas hizo su carnaval revolucionario, como Biely en San Petersburgo o Blok en Los 12. Verdadera rebelión de voces, locura que lleva ya ínsita la muerte (“Adiós a Mamá”), y la literatura al revelarla trasciende, se vuelve transhistórica o viene del futuro. Arenas escribe: “Poema es lo que queda después del derrumbe, más allá del incendio; resistencia al golpe, reto al horror, triunfo de la pasión, la magia y la memoria, por encima y a pesar del estruendo, del cacareo, de la propaganda y sus estímulos, del avance de las hordas en o desencapuchadas”.
No salimos de lo romántico; Arenas dice que el americano iguala hombre a país y escucha a los autores para leerlos: “El romanticismo es una exaltación (un delirio), una rebelión contra la mezquindad cotidiana. El romántico mide su afán en relación de absoluto. O todo o nada. Por eso el ámbito americano, con su abundancia, grandiosidad, terror y desolación, con sus parajes abiertos, con sus islas a la intemperie, donde incesantemente ‘reina’, como nos dice José M. Heredia, ‘alzada la bárbara opresión’, es el sitio adecuado para muchos temperamentos poéticos del XIX. El romántico es un iluminado y un desesperado, además de un estafado; rebelde perpetuo que anhela ir más allá del horizonte cotidiano de su vida, de su paisaje, y que a su vez quisiera fundirse, diluirse, desintegrarse en la naturaleza en una de sus manifestaciones apocalípticas. ¿Qué, que nunca tuve y he perdido, y sin lo cual no podré seguir viviendo, añoro? He aquí la pregunta, imposible de responder, que consciente o inconscientemente late en el espíritu de todo romántico”.
Una vez, cuando empezaba a leer literatura rusa, le pregunté a Roberto Raschella por qué pudo ocurrir y aplaudirse tanto la Revolución cubana cuando ya se sabía del Gulag. Solo la literatura responde. Arenas responde con Martí: “Proscrito que en el desolado invierno de Nueva York, exclama con trágica autenticidad: ‘Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche’. Tsvietáieva repetía a Jodasiévich: afuera inútil, adentro imposible.
Arenas recorre obras de Cabrera Infante, Lezama Lima, Piñera, Sarduy, Camacho, Nelson Rodríguez, Lydia Cabrera, sus sobrevidas, sus desamparos, la diferencia entre ser autor y ser político, porque la literatura tiene que ver con la verdad o el misterio –como define el hacer de Lezama–, no con el poder.
Arenas comprende a sus contemporáneos en su “sensibilidad”, en su “verdadera claridad”, incluso Neruda es citado como veraz entendedor pero deslinda autores de constructores, de turistas y oportunistas de la revolución (Vitier, Desnoes) y denuncia: “Lo de Ángel Rama es ‘muy gracioso’. Lástima que entre la lista de ‘atropellos’ que este país (Estados Unidos) le hace sufrir olvide mencionar los 25 mil dólares aproximadamente que este año está cobrando como becario de la Guggenheim, y los 45 mil que su compañera de viaje, Marta Traba, cogerá de parte del museo y la OEA (¿no crees que es un leve olvido?) Algunas cosas que el ‘crítico’ prefiere obviar te las mando, ya publicadas, a fin de que no perdamos la objetividad en este mundo tan lleno de pasiones y de oportunismos… Por otra parte, que Rama se quede aquí en USA o no, me es indiferente –yo mismo no pienso vivir aquí–, el peor enemigo del profesor es su prosa, tan soporíferamente académica… Pero en una época como esta, donde lo que importa no es la literatura, sino una política oportunista de la misma, tal vez el profesor Rama ocupe un lugar prestigioso. Y ojalá que sea así, que mal no le deseo a nadie”.
Podemos discutir la diferencia entre campos de trabajo, de concentración y de exterminio, pero lo que es claro es que no leemos a Arenas: “Decir la verdad ha sido siempre un acto de violencia. En el mundo contemporáneo, en manos ya de dos grandes facciones –una controlada por la barbarie, la otra por la estupidez y la hipocresía–, la verdad, la simple, la escueta, la pura verdad se ha convertido en una palabra subversiva, prohibida o de mal gusto. Se prefiere la caballerosidad canallesca en lugar de la sinceridad y el desenfado… Y así desgraciadamente parece haber sido siempre”.
 
Necesidad de libertad. Ensayos, Reinaldo Arenas. Editores Argentinos, 362 págs.




sábado, 19 de marzo de 2022

VADE RETRO AL NEOPURITANISMO


 












Fuente: Revista Ñ, del 10 de julio 2021. Clarín.

 

Entrevista. En su libro Cerdos y niños, el cubano Ernesto Hernández Busto cuestiona el presente espíritu de época, desde el ecologismo hasta el vegetarianismo y la corrección política, al que considera un retroceso.

por Martín de Ambrosio

 Se fue de su Cuba natal a los 17 años, pero la escasez de carne que sufre la isla lo ha marcado tanto que está convencido de que las corrientes que impulsan la abolición del consumo –con distintos argumentos– en el fondo no son otra cosa que el resultado de sociedades de la abundancia. Claro que Ernesto Hernández Busto admite que esto es así “en última instancia”, como corresponde a las relaciones entre las condiciones materiales de una persona y su pensamiento, según el marxismo más clásico. Porque llegó a la conclusión con una serie de argumentos de alta complejidad, a lo que suma el rechazo (visceral, si se permite) a otras corrientes de moda dentro del pensamiento moderno (el feminismo, el ecologismo extremo y la corrección política en general), a las que engloba en un “neopuritanismo”. Ese combo lo sazona con abundantes referencias a la cultura griega clásica, tanto como a la ciencia moderna y la refutación de diversos autores “animalistas”.

Así lo ha expuesto en un ensayo de menos de cien páginas titulado Cerdos y niños. Por qué seguimos siendo carnívoros, que editó por InterZona y fue presentado en España (donde vive el autor) en un restaurante típico madrileño cuyo plato principal es el cochinillo asado. ¿No tenés miedo de ser cancelado?, se le pregunta a Hernández Busto al final de esta conversación por zoom con Ñ. “Me da un poco igual. Yo no soy nada polémico, también como ensaladas, vivo una vida tranquila. Hay que entender que son debates de ideas, no temas personales. Si se limita lo intelectual a lo personal vamos mal. Llevo diez años pensando en lo que el libro sostiene, no es algo que se me ocurrió ayer”, responde.

–Entonces, ¿estamos condenados a seguir comiendo cerdo en particular y carne en general? 

–Sí. El libro es una especie de panfleto no popular. Es un intento por abordar el tema de la alimentación carnívora en un marco desprejuiciado de todos los reclamos tan en boga. Tanto de quienes defienden a los animales como de quienes ven en el vegetarianismo y en el veganismo una opción ecológica, ya que hay muchas razones por las que se critica el consumo de carne. El mío es un ensayo que quiere ser personal aunque tiene cuestiones generales y complejas. En términos amplios, la relación con la alimentación carnívora tiene que ver con la constitución misma de lo humano. Es la relación con los instintos, algo que nos vincula como especie. De la misma manera que el sexo no es solo para tener hijos, pensar que comer es solo incorporar calorías y beneficios físicos es muy limitado. Comer es un ritual simbólico. En definitiva, sí estamos condenados a mantener con los animales una relación que no es solo de veneración.

–Al ser origen y no destino, como señalás, dejar de comer carne sería un paso evolutivo. 

–El aire de los tiempos va en esa dirección, o parece ir en esa dirección. Y las reflexiones sobre el impacto climático del consumo de carne animal, y las reflexiones morales que acompañan al especismo, nos parece que tienen más éxito del que tienen en realidad. Son reclamos que tienen elegantes y valientes defensores mediáticos, pero son minoritarios. Ha aparecido esa preocupación, desde lo económico, lo climático, las cuestiones morales. Sin embargo, la cantidad de personas que dejaron de comer carne de animales por diferentes razones sigue pequeña a escala mundial. El mundo está hecho de muchos países no solo de desarrollados. Cuando discuto con un liberal de la costa este de los Estados Unidos, como Jonathan Safran Foer (a raíz de su libro Comer animales, de 2009), puedes entender la deriva mental que lo lleva a asociar los problemas climáticos con una actitud moral de respeto a la naturaleza. O las ideas de (el filósofo australiano) Peter Singer. Pero si se lleva a escala mundial, donde el hambre campea, todo es más complejo. Si lo ves con la perspectiva del libro de Martín Caparrós (El hambre, de 2014), por ejemplo, ves que al mundo le faltan proteínas.

–¿La culpa es de Darwin, que igualó a los humanos con el resto de los seres vivos?

–No defiendo comer carne porque somos un ser superior. Vuelvo a la antropología: el ser humano que cazaba se disfrazaba de animal. Y en ese proceso descubrió el arte. John Berger dice que arte y caza aparecieron a la vez. Esa coincidencia nos debe hacer pensar. El problema con las teorías vegetarianas es que son muy simplificadores. Como los que leen Lolita y dicen que Nabokov era un depredador sexual. Esa literalidad me resulta muy irritante. O lo de “Blancanieves” y el sexo no consentido, qué nivel de puerilidad. Parece que fuéramos incapaces de entender relaciones simbólicas. Hoy hay gente que tiene una relación literal con la violencia y lo humano. Hubo aquí en España una polémica sobre desnudos en el museo de El Prado por la violación de Júpiter a Dánae... Yo insisto en que hay que recuperar una perspectiva simbólica, y detener la censura.

–Pero a la vez el ser humano se muestra como un animal que puede extinguir a los demás. 

–Respecto de la responsabilidad sobre la destrucción de la naturaleza, francamente no compro la versión de que la alimentación carnívora implica una extinción del mundo natural. Durante siglos hemos estado en relación con los animales. Insisto en que hay una relación de violencia primordial.

–¿Cuánto de las condiciones materiales de tu relación con el cerdo en Cuba y la escasez son el origen en última instancia de tu posición?

–Yo fui educado en el marxismo de manual. Nací en Cuba, estudié matemática en Rusia, pero era muy malo. Ahora no hace falta, pero entonces había que leerse a Marx en serio. El marxismo ofrece una perspectiva interesante para el pensamiento contemporáneo. El marxismo sirve para detener el devaneo interpretativo del veganismo. Yo no me considero marxista, ni es ese el enfoque del libro, pero es importante en la formación intelectual de mi generación.

–Pero, ¿creés que esa escasez que sufriste tuvo impacto en tu pensamiento?

–Sin dudas estoy marcado por mis circunstancias. No es lo mismo vivir en un lugar donde la carne está disponible que en un lugar donde te preguntas cada día qué vas a comer. Pasamos desde los años de 1950 donde había gran consumo de carne, al Período Especial (tras la caída de la Unión Soviética), donde se cazaban gatos. Hay toda una mitología cubana de la carne. Cualquier cubano te podrá contar. Hace una semana recién se permitió el sacrificio de ganado vacuno por parte de campesinos. Antes iban a prisión como si hubieran matado a una persona. Hay una reforma medio capitalista, y pueden vender una vaca de cada tres. 

¿Por qué hablás de “neopuritanismo”?

–Es esa idea de la literalidad. Safran Foer intenta mantener a su hijo alejado de la violencia del mundo. Veo una idea didáctica, inseparable, una necesidad de educar a las nuevas generaciones; como aquella idea de “el hombre nuevo” por otros medios. Desconfío mucho de eso. Cualquier intento de mantener a nuestros hijos fuera de la realidad del mundo inseparable de la violencia es una pérdida de tiempo y un error moral. Hace muchos años, cuando se estudiaban los cuentos de hadas, la violencia siempre estaba presente. La idea de que el niño puede ser protegido de la violencia, con esa sobreprotección simbólica, es un error. Por eso el libro es Cerdos y niños, por lo educativo. Creo que sin exagerar, sin crear traumas, hay que hacer ver a los niños al mundo tal como es. Y en el mundo hay violencia. ¿De qué sirve mantener una burbuja moral puritana, donde la alimentación es robótica y no un acto de profundo placer? Es propio de sociedades donde el placer siempre ha sido condenado. Es una característica de la cultura norteamericana contemporánea, que combate el placer. Son todas variantes del puritanismo, no se puede usar género masculino, no se pueden contar cuentos violentos, no se puede, no se puede. Basta. Creo que eso crea una cultura infantilizada. Tengo dos hijos, el mayor estudia en una universidad privada en Chicago. El menor tiene doce años. Y hay un choque cultural profundo entre Europa y su relación fluida con el placer, y la cultura adusta, con esa espada de Damocles de la moralidad que pende sobre el adolescente y no puede ni piropear una chica, donde hay que mantener siempre una especie de código para no ser excluido. Por eso el cansancio simbólico de esa generación se ve con el trumpismo, que decía “ya deja de decirme lo que tengo que hacer”. A rebelarse y ser incorrectos, e ir en contra del molde liberal de lo que hay que hacer.

En síntesis, ¿tu postura es contra los anticarnívoros, los feminismos, el lenguaje inclusivo y toda la corrección política? 

–Contra toda una cultura neopuritana, sí, sí. Contra el feminismo tonto de quitarle ambigüedad a la relación sexual, donde hay que firmar un documento de consentimiento antes del flirteo. Creo que también es un debate dentro del mismo feminismo.

 

Ernesto Hernández Busto (Cuba, 1968)

Inició estudios universitarios de Matemáticas  en la ex Unión Soviética y regresó a La Habana para cursar estudios en el Instituto Superior Pedagógico. En 1992 emigró a México donde colaboró en la Revista Vuelta, dirigida por Octavio Paz. Inegró el comité de redacción  de la revista Poesía y Poética, dirigida por Hugo Gola. Desde 1999 reside en Barcelona, donde trabaja como editor, traductor y periodista.