jueves, 31 de marzo de 2022

LA PALABRA AMENAZADA

 











VIOLENCIA Y LENGUAJE

 

En estos días, se habla mucho de violencia; acaso demasia­do. El mismo hablar contra la violencia parece generar vio­lencia. Profetas que aúllan, pacificadores que abruman, polí­ticos y periodistas que ensordecen, rockeros que deliran: de este estruendo parece surgir en nosotros sólo un vehemente deseo de fuga a un lugar de silencio y de paz. Acaso ese lugar es mucho más accesible que lo que nos imaginamos. Y estas líneas, que intentan una suerte de ecología del lenguaje, se proponen imaginar ese lugar; porque uno de los aterradores poderes de la violencia es que está destinada, precisamente, a la tarea de destruir la imaginación, tarea en la que es muy eficaz.

Una primera y muy extendida forma de violencia que sufre la lengua, en la que todos prácticamente participa­mos, es el prejuicio que de manera exclusiva la define como un medio de comunicación. No es un azar el que un fi­lósofo como Walter Benjamin, al hablar de la caída, diga que la primera caída consiste en considerar la palabra como un medio o un instrumento. Si se la considera así -como lo hace nuestra sociedad-, se la violenta en el sentido de que se olvida que el lenguaje -en particular, el lenguaje poético— no es sólo el medio, sino también el fin de la co­municación. Cuando se mediatiza el lenguaje, cuando se lo considera sólo una mediación para otra mediación -por­que la comunicación se pone al servicio del marketing, el marketing, del dinero, y así sucesiva e infinitamente— nos olvidamos de que el lenguaje es ante todo un placer, un placer sagrado; una forma, acaso la más elevada, de amor y de conocimiento.

En el logro de cada acto de lenguaje, hay una pulsión de vida que se satisface: una onda sonora emitida vocalmen­te encuentra su acogida en nuestra capacidad biológica de escucha, de un modo que cabe comparar con la plenitud del acto sexual: relación misteriosa y fecunda. El lengua­je pone de manifiesto nuestra capacidad innata de investir nuestra energía en palabras, que nos relacionan a su vez con los otros y con nosotros mismos. Y las relaciones existentes entre las palabras son a la vez espejo y modelo de nuestras propias relaciones con el universo.

A través de la comunicación, el lenguaje se va recrean­do, y con él se recrea el grupo que lo comparte. No sólo el placer sino incluso la identidad misma del grupo hablante entran en juego en cada acto verbal. Palabras como nación, proletariado, democracia, pacifismo, discriminación, derechos humanos nos han ido definiendo a través de los tiempos, y en verdad no podríamos reconocernos históricamente sin ellas, a pesar de las múltiples y conflictivas interpretaciones que de ellas podemos dar.

Si es verdad que la pulsión de vida, el Eros, es la que vincula al deseo y su objeto, y el placer es la señal certera de su realización, el lenguaje es una de las manifestaciones más evidentes y universales del principio de placer. En cada comunicación verbal que se logra, se da una relación mis­teriosa y fecunda. La libido hace de las palabras su objeto y habitación: entre la lengua parlante y la oreja escuchante, hay una relación análoga a la que existe entre el falo (que en sanscrito se llama lingam) y la vulva.

Este carácter peculiar del lenguaje es lo que garantiza su poder, un poder que prevalece sobre todas las operaciones intelectuales. En este sentido, es necesario recordar a Martí: “La lengua no es el caballo del pensamiento, sino su jinete”. Es decir, en la lengua hay algo anterior y superior, en cierto modo, al pensamiento mismo (1)

No es una coincidencia el hecho de que Martí fuera poe­ta, ya que son los poetas -junto con los niños- los que pri­mero advierten las posibilidades más abiertas y secretas del lenguaje y juegan o se dejan jugar con ellas. Los etimólogos son también conscientes de estos despliegues, corroborados en los documentos que establecen los orígenes de una pala­bra. Si nos enteramos, por ejemplo, de que pasión y pacien­cia provienen de la misma raíz, así como amar y amamantar también tienen un parentesco común, algo en nosotros des­cubre esa fuente que es la sabiduría inmanente del lenguaje y se inclina a escucharla.

[1] La filosofía del giro lingüístico, tal como la presenta Dardo Scavino, llega a decir que el lenguaje deja de ser un medio, algo que estaría entre el yo y la realidad, para convertirse en un léxico, capaz de crear tanto el yo como la realidad. Menos radicalmente, preferiríamos apelar a la noción de campo, que aparece de manera simultánea entre dos instancias (el yo y su interlocutor, el yo y la realidad) como correlato necesario de ese encuentro, determinando y siendo determinada a su vez por estas presencias.

Recordemos que en el Génesis las palabras anteceden a las cosas, no las reflejan. Dios nombra primero a la luz para que la luz exista, y es la palabra la que termina con el caos. En el caso de Adán, los animales preceden a sus nombres, que son los que Adán les da y los que les “corresponden”. Sería interesante explorar el parale­lismo de la tradición hebrea con el pensamiento platónico e idealista, en el cual las ideas preceden a las cosas. (Lo común de ambas tradiciones es que la realidad no existe si no hay algo que la promueva y condicione a la existencia: en el pensamiento hebreo, este algo es la palabra; en el platonico, la idea. Es decir, en el pensamiento platónico el hombre se asemeja más a Dios que a Adán.)

 

Y si pensamos en el lenguaje como un órgano de conoci­miento anterior al pensamiento, la pregunta normal ya no es “¿cuántas lenguas habla usted?”, sino ¿cuántas lenguas es­cucha usted?”. Hablamos aquí de un don más íntimo, tan desconocido como necesario en nuestros días: el don de escu­char lenguas, y en particular, el don de dar lugar en nosotros a la escucha de nuestra propia lengua, que tan desatenta y desatentadamente hablamos y a la que tan poco lugar y tiempo de reflexión concedemos. Entre el uso de la palabra y la escucha de la palabra, media una distancia semejante a la que separa al amor de la prostitución.

Cuando nos acercamos a alguien sólo sexualmente, sin amor, como ocurre con la prostitución, estamos usando nuestros cuerpos sin reparar en nuestras personas o en nues­tra intimidad. Cuando hablamos con el solo propósito co­municativo, despojamos a las palabras y al mensaje verbal de su belleza singular, de su dignidad, de su gracia. En am­bos casos, hay uso y abuso de la energía de luz y crecimiento mutuo propia del ser humano. En realidad, en cualquier intercambio verbal son tres los participantes: quien habla, quien escucha y aquel que hace posible el intercambio, esto es, el lenguaje mismo. Y acaso él sea el interlocutor más poderoso, porque es el único realmente necesario. Por eso la relevancia de escucharlo. La calidad de nuestras re­laciones se define a traves del tono y la calidad de nuestras conversaciones.

Piénsese en la ridícula paradoja que encierra la común expresión dominar una lengua”. Las lenguas son ellas mis­mas dominios inmensos de tradiciones, vastos léxicos que se nos escapan, reglas gramaticales subterráneas de las que apenas alcanzamos a atisbar los mecanismos, métricas tan espontáneas como misteriosas, poéticas realizadas y otras maravillosas por cumplirse. Con todo, no hay que imaginar que las lenguas se despliegan como grandes monumentos plásticos típicos del gran arte patriarcal y occidental, como el Miguel Ángel de la Capilla Sixtina. Las lenguas se parecen en su textura a los collages infantiles, a los quilts de las mu­jeres nórdicas, a los tapices maravillosos de Chichicastenango. Colores entretejidos, cintas caprichosas que se pierden, arabescos entrelazándose: así son las lenguas, mezclas pode­rosas de capricho y sabiduría, de misterio y arquitectura. De nada de todo esto corresponde ni es posible apropiarse: sólo una contemplación admirada, un humilde y tenaz estudio que arranque de la certeza de la inaccesibilidad total de su objeto último caben aquí.

Hay culturas que son generosas con su lenguaje y están atentas a él, como la de España en el Siglo de Oro o la de Inglaterra en la época de Shakespeare, y lo transmiten y lo llevan a un fulgor extraordinario. Dice Steiner que en el inglés de ciertos períodos hay un sentimiento de descubri­miento, de adquisición exuberante que nunca se ha vuelto a reconquistar íntegramente. “Marlowe, Bacon, Shakespeare usan las palabras como si fueran nuevas, como si ningún roce previo hubiera enturbiado su esplendor o atenuado su resonancia. Así es como los siglos XVI y XVII parecían con­templar el lenguaje mismo. Tenían ante sí el gran tesoro, cu­yas puertas se habían abierto de improviso y las saqueaban con la sensación de que era infinito. Notemos, con todo, la imagen típica de la visión dominadora de la lengua en Stei­ner. Shakespeare no saqueaba la lengua: la escuchaba en su ámbito más profundo; por eso es Shakespeare. Y el inglés, como toda lengua natural, aun la más pobre lexicalmente, sigue siendo infinito en sus posibilidades, pese a las desvirtuaciones que puede sufrir en nuestros tiempos. Hablamos de épocas excepcionales, en las que el lenguaje es sentido no exclusivamente como un medio de comunicación, una moneda de intercambio circulante y corriente, sino como un camino de conocimiento y de celebración. En esas épocas afortunadas, el lenguaje no es sólo usado, sino que es escuchado por los grandes poetas, y de esta escucha y de esta reinterpretación surgen los poemas más memorables de nuestra historia; no digo ya de la historia de las literaturas particulares, sino de la historia de la especie.

 

Amar las palabras

 

     Es verdad que se escribe, cuando se escribe para la fe­licidad propia y ajena, por amor a las palabras; pero sería relevante comenzar explicando lo que este amor por las pa­labras no significa. No significa sepultarse en diccionarios, seguir arduas carreras de Filología o Lingüística, doctorar­se en Letras en alguna nebulosa universidad del hemisferio norte. No significa preguntarse si se dice “yo apretó” o “yo aprieto”, “yo enredo” o “yo enriedo”.

     Significa saber que las palabras son como personas que nos asisten y presencian noche y día, que están alrededor nuestro en ciertas circunstancias, como seres atentos, si­guiendo nuestros propósitos afectivos o comunicativos, como amigos o amantes cordiales y gentiles. Pueden asimis­mo ser amantes o amigos esquivos y enigmáticos, apuntan­do a nuestras ignorancias o carencias. Pero también, unos y otros, como todos los amigos y todos los amantes, deseando reciprocidad. Deseando que las escuchemos. Deseando que las interpretemos.

     ¿Qué significa escuchar las palabras? Yo diría que es estar atento a ese núcleo primero y lejano que a la vez las cons­tituye. Hay que pensar en las palabras como esas granadas enterradas luego de una guerra que, pisadas por descuido, estallan y producen catástrofes. Las palabras son como gra­nadas enterradas bajo el polvo de los siglos. Son granadas inversas: cuando se escarba ese polvo —escarbar es “escrutar” y “escribir”, ambas palabras provienen del mismo árbol ge­nealógico-, cuando se las desentierra, explotan, no en estallidos asesinos, sino en estallidos de sentidos durmientes de pronto resucitados.

     Hablo de esa energía oculta, aletargada, que se llama la raíz de una palabra. Cuando descubrimos su raíz, la pala­bra se pone a hablarnos de una manera reveladora, de una manera magnética. Es sorprendente percibir algunas de las interpelaciones que nos dirigen las palabras. Pienso, por ejemplo, en palabras como piropo: “ojo de fuego”; o ano­rexia: “ausencia de deseo”. Lo que nos dicen, por ejemplo, las lenguas indoeuropeas es que el sexo tiene que ver con la ira y la locura antes que con el amor, que el amor se relaciona con la maternidad antes que con la pareja; que el varón, con la violencia; la mujer, con la felicidad; y la familia, con la esclavitud. Pocos son capaces de escucharlas en su verdadera profundidad, nos parece: los etimólogos tradicionales se cal­zaron guantes tan espesos para tocar las palabras, que perdieron todo contacto con la electricidad intensísima que transporta el lenguaje.

     Se entra, a través de la etimología, en un espacio semejante a una catedral de vitrales antiquísimos que se animan con los rayos del sol y arrojan nuevas luces sobre el pavimento, permitiéndonos reelaborar viejas historias, urdir nuevas ala­banzas, inventar nuevos coros, adentrarnos en una sabiduría anciana y renovadora, tradicional y revolucionaria a la vez. No entramos solos, sino en compañía de legiones de sabios que recorrieron antes que nosotros los jardines de senderos que se bifurcan: las galerías del sánscrito, los recovecos del hitita, las cavernas iluminadas del hebreo, los palacios del griego, las salas retumbantes del latín.

     Nosotros, los modernos, entramos con equipos de poe­tas, de expertos en mitología, en historia, en hermenéutica, con los grandes profetas del psicoanálisis y los adalides de la lingüística. Entramos bajo la sombra poderosa de Jorge Luis Borges, amante de las etimologías, aquel que pregun­tado acerca de su oficio, a los veinticinco años, contestaba: políglota.

     Entramos y nos adentramos en este territorio, siempre nuestro aunque apenas reclamado, el de la historia de las palabras que más entrañablemente nos expresan y a veces parecen traicionarnos, como esas abuelas de las cuales la familia guarda memoria de secretos escandalosos e irrepe­tibles, que sólo llegaron a nosotros como distantes murmu­llos apenas escuchados. De esas abuelas heredamos, sin em­bargo, inescrutables gestos, conocimientos tácitos, pasiones imprevisibles: un testamento irrenunciable.

     Entramos con temor, entramos con temblor, entramos con amor porque confiamos en las energías sapienciales de las lenguas humanas que están allí para decirnos y para constituirnos. Y entramos con alegría y esperanza, porque el territorio que se nos brinda es inabarcable, es inacabable. Esta procesión que formamos reverencia al lenguaje, lo re­conoce como su tesoro inalienable, pero no se detiene en solemnidades innecesarias. Va excavando cada día nuevos materiales y los arroja a la red como señales de vida, de ali­mento y de asombro, para que todos participen de nuestro deslumbramiento.


(Del libro: La palabra amenazada,
Libros del Zorzal, reedición, 2016)

 

Ivonne Bordelois

 

Ivonne Bordelois (Juan Bautista Alberdi, Buenos Aires, 1934) es una poeta, ensayista y lingüista argentina. Egresó de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires para luego realizar estudios literarios y lingüísticos en La Sorbona. Trabajó en la revista «Sur y realizó entrevistas y publicaciones junto a Alejandra Pizarnik para diferentes publicaciones nacionales e internacionales. En 1968 fue becada por el del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y se trasladó a Boston para estudiar en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, donde se doctoró en lingüística en 1974 y tuvo a Noam Chomsky como director de su tesis. Entre 1975 y 1988 ocupó una cátedra de lingüística en el Instituto Iberoamericano de la Universidad de Utrecht, Holanda, obtenida por concurso internacional. En 1983 consiguió la Beca Guggenheim. En 2005 le fue otorgado el Premio La Nación-Sudamericana, por su ensayo «El país que nos habla». Algunos de sus libros: Ell alegr Apocalipsis (1995), Correspondencia Pizarnik (1998), Un triángulo crucial: Borges, Lugones y Güiraldes,  Etimología de las pasiones (2005), A la escucha del cuerpo (2009) y Del silencio como porvernir (2011)

 



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