Fuente: Contratapa de Radar del 31-05-20 -Página 12.com.ar
En el amanecer del 2 de diciembre
de 1805, cerca de Brno, en Moravia, están por morir miles de hombres.
Pertenecen a los ejércitos aliados de Austria y Rusia intentado frenar la
voracidad napoleónica de Francia. Desde distintos puntos de vista, Tolstoi
describe con estudiosa morosidad la bruma que tarda en despegar del campo, los
minutos previos al combate, y se detiene en la observación de las tropas
comparando su preparación para la carga con el funcionamiento de un reloj “cuyo
complicado movimiento de ruedas y ejes innumerables no produce más que el
desliz imperceptible y regular de la aguja que indica el tiempo, el resultado
de todos los complicados movimientos humanos de aquellos ciento sesenta mil
hombres, que todas sus pasiones, deseos, arrepentimientos, humillaciones y
exaltaciones de orgullo, de miedo y entusiasmo, vino a ser sólo la pérdida de
la batalla de Austerlitz, llamada de los tres emperadores, es decir, un avance
fortísimo de la aguja de la historia universal sobre la esfera de la historia
de la humanidad”.
Es madrugada. Últimamente, cada
vez que miro el reloj es madrugada, casi las cuatro. Y esta hora, siempre la
misma, me encuentra en un libro. La relectura de ese pasaje de “Guerra y Paz”
me ha devuelto, entre elíptico y tangencial, a la realidad, el tormento
pandémico, el confinamiento y la alteración del tiempo como uno de sus efectos.
En el insomnio el tiempo se estira, se dilata y transcurre con una lentitud que
puede exasperar. Hace años aprendí que al sentir la inminencia del insomnio lo
mejor es no dejarse amedrentar y levantarse, entretenerse en algo. Entonces me
levanto a merodear la biblioteca, leer, releer, anotar ideas que tal vez
orienten una reflexión existencial.
Qué fue primero, me pregunto, el
insomnio o la biblioteca. A esta altura, a esta edad, me digo que la causante
fue una biblioteca anterior, la de mi padre. De pibe me preguntaba cómo hacía
él para leer todos esos libros. Y procuraba imitarlo desvelándome con Víctor
Hugo o Dostoievski. Esta madrugada se me ocurre que tal vez deba agradecerle al
insomnio las derivas de un libro a otro, el hallazgo de ese misterio que
comunica un verso con un ensayo o la representación de un paisaje con una
escena íntima. También me pregunto qué habrá sido de los muertos en Austerlitz,
quién puede recordarlos ahora cuando la muerte encuentra un método sustituto de
la guerra para enseñorearse sobre nuestras cabezas. Más de dieciséis mil,
encuentro en Wikipedia. Más de dieciséis mil muertos en Austerlitz. Si Tolstoi,
con experiencia militar, registra ochenta mil hombres en lucha mortal, la cifra
de víctimas en la web patina. A la vez me pregunto cómo leer una estadística
mientras el segundero pega un avance imperceptible y en ese fugaz transcurso
aumenta el número de contagiados y difuntos.
Me levanto con toda la intención
de acudir a su diario, internarme en sus venéreas juveniles, sus grescas
conyugales, sus estallidos de culpa clasista y la evangelización de los
mujicks, su personal pedagogía del oprimido cifrada en un cristianismo de tinte
socialista. Uno de estos días, quizás hoy, empiece, me prometo, voy a dedicarme
a leer rigurosamente su diario en vez de entrarle y leer al azar tal o cual
instante que funciona como anzuelo. Y no son pocos esos momentos: Tolstoi pesca
lectores con medio mundo. Pero junto a su diario está el de Kafka. Entonces me
desvío a este anotado y maltrecho ejemplar tan cercano siempre. Lo abro al azar
en la entrada del 16 de enero de 1922 en Praga. Como a menudo a lo largo de su
vida, Kafka experimenta el desánimo y siente ese bloqueo que lo anula. Las
exigencias del padre, la fábrica, su sueño frustrado de Palestina, la soledad y
el amor siempre contrariado lo extenúan y atentan contra su escritura. Todo lo
que tiene para consolarse es este diario. Se sabe, el tono de todo diario es siempre
grave, quejoso. En el caso de Kafka, si se tienen en cuenta las más de
ochocientas páginas del diario, el bloqueo no parece tal. Aquí se encuentran
anécdotas, narraciones, frases inolvidables. En estos días tristes de agosto
Kafka se recrimina su soltería a los cuarenta años, los malentendidos con
Milena Jesenska y se pregunta: “¿Qué has hecho con el regalo del sexo?”. Al
recapacitar en el curso de su vida escribe: “Los relojes no coinciden, el reloj
interior corre de una manera diabólica o demoníaca o en todo caso inhumana, el
reloj exterior sigue su marcha habitual titubeando. Qué otra cosa puede ocurrir
sino que esos dos mundos distintos se separen, y se separan o al menos se
desgarran horriblemente. El salvajismo de la marcha interna puede tener distintos
motivos, el más visible es la observación de sí mismo, observación que no deja
tranquila a ninguna idea, las persigue a todas hasta sacarlas a la luz para
luego ella misma ser a su vez perseguida, en cuanto idea, por una nueva
observación de uno mismo”. Dos días más tarde, Kafka apunta una intuición de
Milena: “El miedo es la desdicha”. Pero el miedo no es sonso. Y esa paranoia
que acecha a los personajes kafkianos, una paranoia que supera el angst
personal del escritor torturado, es un sentimiento que, reflexionando en lo que
el porvenir deparará a estos seres, podría funcionar de profecía: sus tres
hermanas y también Milena, integrantes del elenco de su memorial, habrían de
acabar en los campos de exterminio. Kafka moriría diecinueve años antes de que
lo comprendiera “la solución final”.
También es cierto, el insomnio
que puede ser propicio para la imaginación es capaz de entenebrecerla. Consulto
la hora, las cinco pasadas, y el número de víctimas se fue alargando en los
rincones del cuarto. A veces me pregunto quién escucha los gritos de dolor
provenientes de esos volúmenes. Entonces me acuerdo de aquella piba villera
que, en Villa Gesell, se frenó antes de entrar a una librería. Se resistía a
entrar. Miraba con terror el interior del local, los libros en los estantes,
los libros en las mesas de ofertas y más allá los libros en las mesas de
novedades. Le pregunté de qué tenía miedo: Está lleno de muertos, me dijo. Este
lugar está lleno de muertos.
Cada vez falta menos para el
amanecer. Vuelvo, previsible, a la cuestión de los relojes. Los relojes
domadores del ego de quienes creen que un libro puede arañar la eternidad. De
la ilusión de vencer la muerte, hablo. Y mientras clarea en la ventana dudo qué
fecha es hoy. Según Faulkner, 2 de junio de 1910, el día en que se suicidará
Quentin, el hijo introspectivo de la trágica familia Compson. En Cambridge,
Massachusetts, en su cuarto universitario de Harvard, el fluir de la conciencia
le trae a Quentin lo que su padre, sentencioso, le dijo al regalarle su reloj:
“Era del abuelo y cuando mi padre me lo dio dijo: Te entrego el mausoleo de
toda esperanza y deseo. Te lo entrego no para que recuerdes el tiempo, sino
para que de vez en cuando lo olvides durante un instante y no agotes tus
fuerzas intentando someterlo. Porque ninguna batalla se gana jamás. Ni siquiera
se libran. El campo de batalla solamente revela al hombre su propia estupidez y
desesperación, y la victoria es una ilusión de filósofos e imbéciles”. Este
mismo día Quentin se arroja al río Charles. Una placa de latón en el puente lo
recuerda: "Quentin Compson. 1891-1910. Ahogado en el olor de la
madreselva”.
Guillermo Saccomanno
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