viernes, 29 de septiembre de 2017

ENTRE FILOSOFÍA Y LITERATURA




Filosofía es el estudio (ignorándolo) de las transformaciones
de los puntos de vista y de las modificaciones verbales
que los acompañan.
Y poesía es el estudio (más consciente) de las transformaciones
verbales que conservan los impulsos iniciales.
Paul Valéry


          Una idea que comenzara a rodear el tema que se va a tratar en este escrito puede aparecer como una polarización de dos estilos de escritura que en una primera instancia se aprecian acaso sólo por la divergencia de sus tonos. Hay un tono literario y hay un tono filosófico. Una aproximación mayor sería considerar que en medio o alrededor de esos dos polos existe un espacio que es frontera y límite. Trabajar en torno a esta idea de suspensión y de indecidibilidad que parece morar y demorarse en ese espacio —territorio que abriría una demarcación incierta entre filosofía y literatura— es lo que va a establecer el camino por el que transitará una perspectiva deconstructiva para abordar el tema en cuestión.
          A partir de la noción de escritura como juego de diferencias, como tejido espaciado y múltiple en el que el sentido aparece siempre desplazado y plural —donde al modo de la huella y la diseminación se filtran en la prosa derrideana nociones e ideas de Blanchot sobre el lenguaje y la muerte— y del problema de la metáfora, cuya conceptualización trazaría esa frontera que se desdibuja entre escritura literaria y escritura filosófica, se va a sostener que ese espacio de riesgo, de desplazamiento en el que el decir filosófico se contamina de su otro, da cuenta de una inquietante y constante permeabilización de estilos que están unidos por cierta ausencia, abismo o silencio, volviendo ambiguos e indeterminables los escritos, los textos que se desprenden de su origen dador de sentido: el autor, el logos, la verdad. Esto conduce a la idea de diseminación y dispersión a través de las cuales la escritura filosófica se separa de un sentido originario y puede aparecer también como un ejercicio, una ficción, desde cierto “arriesgarse a no querer decir nada”.
          Entre filosofía y literatura estaría indicando una fragmentación, un quiebre de la presencia del sentido y de la voz, una dislocación en el discurso que a su vez vuelve indecidible o suspende la decisión entre la escritura, allí donde filosofía y literatura se entrecruzan. Esta generalización de la escritura conecta a los dos autores a la hora de definir a la literatura como vacío, como nada, como ser sin esencia, como inscripción a través de la cual la ausencia y la muerte se presentifican.
          Así, escribir va a implicar convertirse en el lugar vacío de la otredad, donde el otro (1) es lo que escribe al propio autor al ser éste elegido por las palabras y no al revés. Y la filosofía no escapa a este mecanismo en la medida en que, en tanto escritura, la coincidencia entre el decir y el querer decir desaparece dado el carácter diferido de la presencia del significado que considera a la lengua (Derrida) como un sistema de huellas y diferencias en el que opera la intertextualidad, el injerto textual, etc., filtrando lo otro en la escritura.
          En este sentido, la reflexión en torno a la metáfora en el discurso filosófico —metáfora como aquello que es regreso de lo mismo como diferencia, imagen, juego de la ficción (Blanchot), que introduce siempre en la textualidad cierto desplazamiento o desvío del sentido (Derrida) va a permitir disparar el análisis en torno al lenguaje y a la escritura hacia aquello que conectaría un discurso con otro, en la medida en que la metáfora también afecta los conceptos de la filosofía desestabilizándola y desplazándola hacia un discurso que es metafórico desde sus inicios —no obstante haberse afirmado a sí mismo como el discurso de la verdad. La metáfora, que “habla de forma oblicua” (2), se filtra en todo lenguaje, en todo discurso, en toda escritura.
          Abordar la problemática del estilo, en segundo lugar, va a implicar también cierta remisión por parte de Derrida y de Blanchot a Nietzsche (en Espolones y en Nietzsche y la escritura fragmentaria, respectivamente), quien al romper con la metafísica tradicional anunciando la muerte de dios, y en este sentido de todo fundamento y valor absoluto, suspende aquellas grandes distinciones de la metafísica occidental, como la de forma/contenido, en el instante de mayor tensión. Nietzsche, dice Giorgio Colli, ha sido un verdadero homo scribens en la medida en que para él vivir significó escribir (3). Las variaciones expresivas llevadas a cabo por Nietzsche en la historia de la filosofía resultan fun­damentales teniendo en cuenta la diversidad de estilos que su pensa­miento atravesó.
          La escritura, el estilo poemático de Así hablaba Zaratustra es un ejem­plo de ese lenguaje descentrado, plural, espaciado, en el que es posible leer —que es, como dice el filósofo, también escuchar— la música de una obra en la que las palabras refieren también a sí mismas y no exclusiva o necesariamente a cierta adecuación con el pensamiento y la realidad en virtud de su estilo poemático. Otra de esas serias decisiones respecto al estilo, además del fragmento —habla plural, polisemia, afirmación de la diferencia4— fue la escritura autobiográfica, tal como aparece el pensa­dor en escena en Ecce Homo.

          En el caso de Derrida se trataría entonces de poder pensar en la im­posibilidad y la inutilidad de una distinción jerárquica entre mensaje/ contenido y estilo/forma y de leer y escribir, en este doble gesto, desde esa tensión esencial que abriría cada texto en múltiples perspectivas elu­diendo todo afán por descubrir y apropiarse de un sentido hasta agotar­lo, y de pensar la escritura filosófica como tensión forma-contenido, en la que el sentido cada vez se disemina y se convierte también en una litera­tura con características propias, donde el aspecto formal genera señales, claves, modos de lectura y de escritura que permiten deslindar los textos de la tradición dialéctica (metafísica de la presencia) a través de nuevas estrategias.

          Históricamente la distinción en el lenguaje entre forma y contenido constituye una dualidad más, entre muchas otras oposiciones metafí­sicas binarias, que a lo largo de la tradición del pensamiento filosófico occidental ha permanecido jerárquicamente ordenada, prevaleciendo siempre el contenido sobre la forma en un texto de filosofía. El aspec­to formal, subalterno y ligado a las cuestiones retóricas y de estilo, era en todo caso primordial sólo desde el punto de vista estético. Así, en el discurso metafisico de la presencia y de la voz no era sino el conte­nido, el significado, el querer-decir, lo que tenía primacía a la hora de escribir y de pensar en filosofía. Una de las consecuencias fundamen­tales para Derrida del hecho de que la filosofía se escribe es que, ade­más de la posibilidad de pensar la filosofía como un “género literario particular”(5), en efecto algo se pierde en la escritura de la presencia del sentido y así cada texto, cada escrito, aparece también como una es­cenificación que no refiere siempre a su sentido, a su significado, a su referencia al ser o a la verdad sino también a sus procedimientos, a su estructura formal, a su organización retórica, donde el decir se despla­za y permite abordar los problemas de la filosofía desde una estrategia deconstructiva que es quizás una lectura, una escritura, con segundas intenciones, en la medida en que desarma la presencia del sentido y de la voz propios del discurso logofonocéntrico. Si la filosofía se escribe, la decisión sobre el estilo por otro lado indica desde el inicio siempre una estrategia que va a enfrentar ese discurso, y en este sentido la ley del texto —espacio clave del análisis deconstructivo— rige para toda escritura: filosofía y literatura.

          Ahora bien, la reflexión sobre la poesía y el texto poético en Blan­chot y en Derrida, especialmente sobre la obra de Mallarmé y la cues­tión del Libro, dilucida de algún modo la idea de que no es sino en la materialidad de la palabra, en su aspecto acústico, sonoro, corporal, en su entrelazado significante que culmina en una obra, en un libro o en una escritura sin más (e incluso en una no-obra como sería el Li­bro) y, por otro lado, en cierta espacialidad de muerte, ausencia, afuera donde reina la fascinación (que es una mirada como la de Orfeo hacia el arte de las palabras), es decir, desde esta inclinación de los autores hacia el texto mallarmeano es posible visualizar —junto a esa nueva constelación textual, virtual, nocturna y blanca— una doble suspen­sión: suspensión del lenguaje que deja de ser pensado en la filoso­fía sólo como referente del sentido y se abre como autónoma entidad (juego donde no hay encubrimiento ni disimulación) y suspensión o imposibilidad de obra acabada [désœuvrement-ocio), suspensión de la escritura en un murmullo infinito e incesante en el que confluyen una diversidad de estilos donde el sentido se pierde y se encuentra ince­santemente en la diferencia: dispersándose, diseminándose. Entonces una vez más, suspensión acerca de la decisión del género respecto de los discursos actuales en tanto que estas extrañas construcciones del lenguaje que crea el discurso filosófico y poético, no indican sino una idea de texto y de escritura que es espacio a la intemperie, lugar inse­guro, afuera.

          Esto supone también una doble ausencia o desaparición: disper­sión del sentido y muerte del autor. Así como el autor retrocede dejan­do presente y sola a la escritura, el sentido hace lo mismo generando su dispersión y diseminación que no es sino visible, palpable en un libro, una página escrita, posible de ser escuchada como una música concre­ta recargada a la vez de silencios y vacíos donde se disuelve la escritura, el sentido, la obra, en un “jeroglífico flotante que sería la escritura en general” (6).

          Estas consideraciones abren nuevas perspectivas sobre la escritura en la medida en que burlan todo esquema de categorías y clasificaciones entre literatura, crítica y filosofía, inaugurando así un infinito e inago­table trabajo sobre los textos desde todo aquello que hasta cierto punto compone una identidad siempre despersonalizada, desapropiada en una variación constante e ininterrumpida que desaparece ante y entre la es­critura. La relevancia y reivindicación de estos aspectos en torno al len­guaje, antes reservados sólo para las letras, parece consistir hoy en una apertura —juego de la diferencia— que inaugura nuevas formas de lectu­ra y escritura, en ese gesto doble que sería leer y escribir.

          Esta idea implica cierta “puesta en obra” de una práctica singular que es posible visualizar en Derrida y en Blanchot ante sus escritos. El tono poético que abunda en el primero en textos como Espolones, Qué es poe­sía, lo experimental en Glas y en La diseminación, lo autobiográfico en Circonfesión y en el segundo lo aforístico en El paso (no) más allá, lo fi­losófico en La literatura y el derecho a la muerte, lo autobiográfico en las novelas Thomas el oscuro y El instante de mi muerte, y lo poético en El es­pacio literario, hablan de esa ejecución de dispersión de estilos que per­mitiría habitar ese espacio —al que aludí en un principio— en el que al modo de un intersticio provisorio y siempre incierto, se mueven los hilos de un tejido que, ya transitado y demorado en Nietzsche, quizá constitu­ye esa nueva morada del pensar.

          Umbrales de ambigüedad, capacidad vacía de dar un sentido si, si­guiendo a Blanchot, “la literatura es el lenguaje que se hace ambigüe­dad”. Desde estas consideraciones se pretende argumentar a favor de la idea de que el discurso filosófico también es o deviene una literatura sin­gular en la medida en que el estilo en torno al pensamiento de la verdad, del conocimiento, de los conceptos, de las ideas, del ser y de todos los grandes temas de la filosofía, no es sino una escritura cuya tensión, fuer­za y significación tiene mucho que ver con la imaginación, con una ins­tancia de fascinación y con una exigencia de creatividad. “Como Nietzs­che, reinterpretar la interpretación” (7).

          La relación entonces entre la filosofia y la literatura que se remonta a los orígenes de aquella en la medida en que el lenguaje constituye una de las reflexiones inaugurales del pensamiento occidental— parece te­ner desde el pensamiento continental contemporáneo un nuevo modo de abordar la problemática en cuestión. Desde Platón en adelante, la li­teratura parece configurarse como aquello que es lo otro de la filosofía. Si ésta se posiciona históricamente como aquel discurso privilegiado, en la medida en que no era sino el discurso de la verdad, la literatura —ex­pulsada por Platón de la polis— quedaba limitada al plano de la retórica, de la invención, de la fantasía y del subjetivismo del creador o del poeta que, a diferencia del filósofo que investiga según métodos estrictamen­te racionales exponiendo en su escritura temas abstractos, no producía más que artificios que nada tenían que ver con la verdad, sino más bien, o en todo caso, con la mentira. Sin embargo, la idea de una demarca­ción tajante entre los dos discursos parece hoy deslucida y demasiado o apresuradamente resuelta si se consideran las grandes transformaciones del pensamiento metafisico a partir del Romanticismo, y principalmente desde Nietzsche en adelante (8).

          Desde la comprensión romántica de la esencia de la literatura, donde ella sería un proceso de unión entre poesía y filosofía incluso como con­fusión de géneros delimitados —que además fuera una de las influencias que dispararon el pensamiento de quien irrumpiría en la escena filosófi­ca como una de las grandes sospechas del siglo XX, en tanto cuestiona y desconfía de aquello que el discurso metafisico ha establecido como real y verdadero— es posible enfatizar entonces la importancia que, además de Nietzsche, el Romanticismo alemán va a tener una vez comenzado el siglo, y específicamente en el pensamiento francés, donde Blanchot y Derrida parecen marcar líneas de reflexión fundamentales, en la medida en que abordan la problemática llevándola hasta sus últimas consecuen­cias, generando en este sentido nuevas respuestas, quizá las más arries­gadas. A excepción de la cuestión del sujeto como figura central en torno a la escritura, el hecho de que todo el lenguaje funcione en términos poé­ticos —esto es, que de alguna manera todo lenguaje es poesía y allí en­cuentra su estatuto, su origen y su finalidad—, esa poeticidad es aquello que dispersa las diferencias entre ambos discursos. La filosofía también va hacia la poesía, hacia la obra, hacia “lo absoluto”, según el Romanticis­mo. Pero en tanto que hay allí metáfora, estilo, hay también silencio, juego de la diferencia, fragmento, contradicción, disolución, discordancia, des-obra: escritura. Cita Blanchot a Novalis(9):


Todos ignoran lo propio del lenguaje: que sólo se ocupa de sí mismo. Por
eso, constituye un fecundo y espléndido misterio (...) ...cuestiones que la
noche del lenguaje contribuirá a poner en claro: que escribir es hacer obra de habla, pero que esa obra es ocio, “desobra”.


          Por otro lado, a partir de la concepción nietzscheana del lenguaje en la que se descubre la esencia metafórica y retórica del mismo, se desen­mascara entonces a la metafísica fundamentalmente a partir de la litera­tura, en la medida en que la pretensión de verdad, de pureza del discur­so metafisico se ve ahora contaminado por aquello contra lo cual había querido constituirse; esto es, el mito, la elocuencia, la poesía, la alegoría. De este modo, la frontera que separa a la filosofía de su otro, la literatu­ra, sí se desvanece junto con el fundamento, el origen, que aparece en la idea de la muerte de dios; y así la filosofía aparece o se resuelve en ese “...devenir fábula, ficción, nada”. Lo que supone cierta crisis que la filoso­fía libera consigo misma en torno al problema de la verdad y del lenguaje representativo o transparente que en principio la metafísica de la presen­cia utilizaría constituyéndose como “discurso de la verdad”. Lo cierto es que una vez desandado este camino que deja detrás “la época de la me­tafísica” ya en el Romanticismo, la cuestión del lenguaje adquiere nuevas dimensiones y entonces la pretensión de la filosofía de constituirse como discurso de la verdad a través de un lenguaje que dice el ser con seriedad será revisada y deconstruida fundamentalmente a partir de Nietzsche. Desde aquí la frontera, el límite entre los discursos literario y filosófico, puede ser evaluada sin dar necesariamente con una inverosímil confu­sión de géneros. Más bien se trata de poder conectarlos, descorrer los pliegues donde aparece lo otro en la escritura. Sobre ese otro (marca del significante) también se hilará la perspectiva de Blanchot y la de Derrida, no obstante, aludiendo a un origen que en todo caso es origen tachado: sólo hay huellas de huellas. La escritura se desprende, como se analizará, del origen pleno, de la voz. Hay ahí ya repetición y contaminación: dife­rencia en el origen, ausencia en la presencia. Pareciera que la filosofía tra­baja a través de conceptos y la literatura según la búsqueda de un estilo. Pero la idea de huella, y también el problema de la metáfora, imposibili­tan de alguna manera considerar al concepto solo, en sí mismo, sin que arrastre otros y sin que se filtre en él también la metáfora. De modo que el estilo en filosofía ya que no hay estilo en sí (Nietzsche)no va a ser en adelante una cuestión aledaña; o sí: un suplemento. Añadido del que sin embargo no es posible prescindir.

El suplemento de lectura o de escritura debe ser rigurosamente prescrito, pero por la necesidad de un juego. Signo al que hay que otorgar el sistema de todos sus poderes (10).

         Este cruce o contaminación entre el discurso filosófico y el literario puede ser trazado entonces a partir de Blanchot y de Derrida según las siguientes problemáticas que se verán en lo que sigue: la metáfora, el es­tilo y la escritura fragmentaria (en Nietzsche), la poesía (en Mallarmé) y las consideraciones de ambos sobre la literatura y la ausencia del autor principalmente en Demeure y Passions (J.D.) y en El espacio literario y El diálogo inconcluso (M.B.).

          Pareciera que aquello que permanece en el umbral de la filosofía y la literatura, aquello que desdibuja el límite de los discursos, no es sino esta idea de escritura —como espacio, texto infinito, murmullo incesante— que, al modo del fragmento y también de la poesía —como eje de lectura y escritura—, evidencian un abismo esencial a todo texto: nada hay fuera de texto.

          Silencio, ausencia, afuera en el que el discurso se instala para nunca convertirse en obra acabada, en sentido último, en verdad. Aquello que des-obra, ocio, extravío, afirmación del azar, borrado incesante de hue­llas, dispersión.



Laura Crespi



(1)           Lo otro no refiere aquí sino a lo neutro en Blanchot, como aquella fuerza que es vacío, descentramiento, ausencia, silencio, noche, ficción, sueño, por la cual el juego dialéctico se irrealiza. Escribe él, ello, otro. La escritura aparece, así como aquello privado de centro para configurarse desde una dinamización distinta, como un centro móvil, que nunca conforma una obra. La muerte del autor es una de esas ausencias que verifican los dos autores desde la noción de escritura y de texto que trabajan. En Maurice Blanchot, Falsos Pasos, “Kafka y el espacio literario” y “Escribir, soñar”, trad. A. Aibar Guerra, Valencia, Pre-Textos, 1977.
(2)           En G. Bennington y J. Derrida, Jacques Derrida, "La metáfora”, trad. M. L. Rodríguez lapia, Madrid, Cátedra, 1994, pp. 136-139: “No es difícil ver por qué una tradición estructurada en torno al valor de la presencia desconfía de la metáfora (...) El discurso filosófico, en su aparente seriedad, no estaría formado sino por metáforas olvidadas o usadas”. De aquí también la distinción entre ambos discursos como lo serio y lo no serio, donde la filosofía queda relacionada con el valor de seriedad, verdad y responsabilidad contra “el juego seductor y, por tanto, irresponsable, contra el fingimiento de los artistas”. En la senda de Nietzsche, Derrida ejecuta el dispositivo deconstructivo, como se verá en algunos escritos (ciertamente en este libro en colaboración con Bennington), a través siempre de un juego de lectura y escritura que, desde el análisis de obras literarias y filosóficas por igual, no pretende "ilustrar” sus tesis filosóficas sino "reivindicar el derecho a la metáfora” y “llevar la austera tradición conceptual a su propia verdad metafórica”.
(3)           G. Colli, Después de Nietzsche, "La literatura como vicio”, trad. C. Artal, Barcelona, Anagrama, 1988.
(4)           En M. Blanchot, Nietzsche y la escritura fragmentaria, trad. O. del Barco, Buenos Aires, Caldén, 1973, pp. 46-47. Se va a trabajar esta problemática en el tercer capítulo.
(5)           J. Derrida, Márgenes de la filosofía, "Las fuentes de Valéry”, trad. C. González Marín, Madrid, Cátedra, 2003, p. 334.
(6)           M. Foucault, De Lenguaje y literatura, "lenguaje y literatura”, trad. A. Gabilondo, Barcelona, Paidós, 1996, p. 83.
 (7)          J. Derrida, Márgenes de la filosofía, ed. cit., p. 345.
 (8)     Véase Sánchez Meca, "Filosofía y literatura o la herencia del romanticismo”, Revista Anthropos, N° 129, Dossier “Filosofía y literatura. Historia de una relación e interna reflexión crítica”, Barcelona, 1992, p.12.
(9)      M. Blanchot, El diálogo inconcluso, trad. P. de Place, Caracas, Monte Ávila, 1996, p. 550.
(10)    J. Derrida, La diseminación, “La farmacia de Platón”, trad. J.M. Arancibia, Madrid, Fundamentos, 1997.





Laura Crespi (San Fernando, Provincia de Buenos Aires, Argentina, 1973). Publicó poesía: Días de besos (2006), Una onda magnética (2008), Árboles alineados (2010), La vida interior (2010/2011), Invisible vanidad (antología, 2010) y el ensayo Un blanco móvil. Filosofía, literatura y metáfora (2009), de donde fue extraído el presente trabajo. Es Licenciada en Filosofía por la UBA, donde da clases. Edita las plaquetas Cuadernos de Traducción donde publicó poemas de Elizabeth Bishop, con un posfacio de Marianne Moore bajo el título Pequeño ejercicio. También tradujo a Wallace Stevens: Dos cartas, Colores y Esta enorme falta de elegancia. La quinta plaqueta, en preparación, es el libro objeto Poetas japonesas, edición anotada que reúne poetas del siglo VII hasta la actualidad, basado en las versiones de Kenneth Rexroth e Ikuko Atsumi.






miércoles, 27 de septiembre de 2017

LA POESÍA DE CÉSAR AIRA (*)
























          Si bien quizás haya una diferencia entre prosa y verso, en la que se opondrían un límite sintáctico y un límite rítmico, no sucede lo mismo con la diferencia entre novela y poesía. Se trata de diferencias tan generales que reciben sus límites de esas entelequias precisamente llamadas “géneros”. Y si hay poemas en prosa, ¿qué nos impediría decir que existen novelas líricas? Sólo que no serían, en el caso que tengo presente, novelas de expresión sentimental, sino objetos en prosa que se definirían como “poesía” por razones materiales y por determinadas autolimitaciones. Los tres libros de César Aira publicados en Eloísa Cartonera entre 2003 y 2006 circulan dentro de ciertas condiciones generales de lo que se suele llamar poesía: escaso acceso a librerías, bajo precio, poca recepción crítica, rareza temática, excentricidad, brevedad. Detengámonos en esta última cualidad, dentro de una enumeración caótica, por no decir caprichosa. La brevedad no siempre es atributo de la poesía, ya que existen esos “cantos” de miles de versos, pero ¿no son acaso todos ellos, cualquier poema de más de mil versos, novelas rítmicas? Sin embargo, la brevedad en Aira, que determina la figura de la “novelita”, puede ser un dato, un indicio de que la miniatura contiene el dilatado mundo de toda novela, un poco como un haiku, al suspender su asombro, al construir un instante de pura sensación intensa, podría contener las siete mil páginas en que una memoria digresiva trata de recobrar el tiempo de su vida.
          Otra manera de reconocer la poesía, tan empírica que roza lo brutal, es que se puede citar al azar cualquier puñado de versos, y siempre se encuentra allí una imagen del todo, bueno o malo. Pruebo con Mil gotas, novelita de treinta páginas publicada en 2003; la abro y copio un párrafo sólo por su brevedad, para no cansar la mano, donde dice: “Cuando llovía, la gota Euforia se aceleraba, se volvía gota de cerebro. Cuando todas caían, ella se elevaba. Gravedad la miraba, pensativo, preguntándose: ¿de qué me servirá? ¿Qué provecho podré sacarle? Euforia atravesaba las nubes gritando: ‘¡Soy una gota de Extrema Unción!’ El agua y el aceite no se mezclan nunca. Se divorcian después de todas sus bodas.” [1]
          En este párrafo se mencionan dos de las mil gotas, Euforia y Gravedad, con las mayúsculas de la antigua alegoría, pero reducida a lo minúsculo, a la rareza significativa. Resumo el argumento de la novela: la Gioconda desaparece del Louvre, pero no el cuadro, sino las gotas de pintura que lo componían. Mil agujeros milimétricos en el vidrio que protegía el cuadro son las únicas huellas de que otras tantas gotas de óleo de colores han huido, revividas de repente, o simplemente vivas puesto que cabe dudar que antes hubieran vivido, han salido a recorrer el mundo y a tener aventuras. La novela cuenta algunas de esas aventuras, en Oriente, en el desierto norteamericano, en el espacio exterior. Otro antiguo recurso, la prosopopeya, o sea hacer que objetos supuestamente inanimados actúen y hablen como si tuvieran vida, se mezcla entonces con los nombres alegóricos o absurdos de las gotas, convertidas en héroes de novela. Sólo que esas antigüedades que nombré se diluyen por obra de la velocidad de las aventuras; no hay sentidos demasiado trascendentales que se comuniquen mediante la prosopopeya y la alegoría. Lo que importa es la aventura, la sucesión de pequeños episodios, el movimiento y la ambición de vivir que siente cada gota. Y como ese deseo nunca las abandonará, ya no volverán a ser la Gioconda. ¿Será acaso el Fin del Arte? Una pregunta que Aira parece transcribir irónicamente. Más bien es el origen del procedimiento.
          Podríamos adjudicarle al curioso y entretenido argumento de Mil gotas un procedimiento similar al que inventó Raymond Roussel. Es decir: dadas dos frases cualesquiera, sin conexión, hacer el relato que iría de una a la otra, quizás llenar ese espacio con paréntesis dentro de paréntesis, episodios dentro de episodios. Aunque Roussel se imponía una regla fónica para la elección de las dos frases limítrofes, lo cual vuelve incluso más arbitraria, más inconexa semánticamente la trama que debía unirlas a posteriori. ¿Qué pasa si imaginamos que Aira sólo llenó el espacio, con libertad de historietista, con cosas encontradas, con hallazgos de ingenio, entre su primera y su última frase? La primera dice: “Un día desapareció la Gioconda del Louvre, para consternación de los turistas, escándalo nacional, revuelo mediático.” [2] La última anuncia el “fin”: “Pero las gotas que hollaban los límites fantásticos de la realidad… seguían en la realidad, y no podían evitar la melancolía.” [3] Entre el suceso y la reflexión resignada, se abre el aparentemente infinito universo de la novela, el ámbito de lo posible. Pero como señala el narrador, antes de abandonar su obra, sólo es algo en apariencia infinito, que luego regresa al mundo de los límites, por más fantásticos que estos hayan sido imaginados. Y si la primera frase, referencial y discreta, simula el realismo de toda novela; la última, especulativa e íntima, se ha declarado en favor de la poesía, es decir, de la miniatura, el infinito en una pequeña esfera, ya sin imágenes de la ilusión realista. Cada gota entonces agota el flujo infinito de todo lo que existe, existió y existirá, el arte se ha convertido en pura materia.
          La materia de la poesía se basa en el encuentro, una frase o una cosa se presentan, llaman a una forma demasiado antigua como para poder ser definida. ¿Y si el encuentro de la novela de Aira fuera sólo la frase y la cosa del inicio? A partir de allí, a partir de la desaparición de la imagen, se tratará de seguir esa cosa y esa frase, con más y más frases, hasta que se pueda encontrar la última, la disolución de todas las cosas. Pero en otra novelita, de título enigmático, El Todo que surca la Nada, lo que se disuelve sería esa misma búsqueda del encuentro, la continuidad. En vez de seguir la lógica sucesiva de las frases y llegar así al final, ahora se busca la interrupción, el corte. De una escucha atenta de las conversaciones de mujeres que van al gimnasio se pasa a la especulación matemática, absurda, sobre el número de taxistas potenciales en la ciudad, y después el narrador –al que no podemos más que hipostasiar como si fuera el hilo oculto entre esos retazos de tramas– cuenta su historia familiar, su retorno al pueblo natal, la visión de un fantasma, literalmente hablando, que anticipa su propia muerte justo cuando trata de describir “la espalda del fantasma”.
          Primera hipótesis: el Todo, la novela, es un efecto del azar, la yuxtaposición de frases y de temas inconexos no constituye algo continuo sino después, cuando ya no se escribe más. La Nada abre miniaturas de abismos entre una frase y la siguiente. El narrador confiesa: “A cada frase se abren vacíos, que exigen un recomienzo. No puedo mantener una continuidad. En pocas palabras, ‘hablo cuando tengo algo que decir’.” [4] O sea, el Todo se dibuja como una ilusión, que hace del tema algo importante. “Nada que decir” sería el lema que se opone a esa ilusión y la atraviesa. ¿Por qué entonces habría que seguir una aventura para unir los extremos novelescos? De alguna manera, los episodios que protagonizaban las gotas fugitivas de la Gioconda tenían un orden, de la unidad a la dispersión, y por ende acataban el realismo de la línea de tiempo. Pero en un Todo acribillado de Nada ese hilo conductor se corta justo cuando parece que va a convertirse en aventura. Y la novela piensa el azar que la amenaza y al mismo tiempo la impulsa hacia adelante. El arte narrativo se vuelve mágico, como producto de chispazos que iluminan escenas, frases y palabras más allá de cualquier plan. Es la magia del ritmo que cuenta y no sabe de dónde viene ni adónde va. Como si una musa inexistente, alojada en la sustracción parcial de la voluntad, diera lugar a los crecimientos libres, que finalmente no dirán nada. La nada como meta de la literatura.
          Antes de desaparecer entre puntos suspensivos, un escritor, es decir, un yo, reflexiona: “Todo lo anterior, todo lo que pasa por literatura para el mundo, escritores incluidos, vale decir la busca laboriosa de temas y el extenuante trabajo de darles forma, cae como un castillo de naipes, como una ilusión juvenil o un error.” [5] No hay más temas, no hay unión en el libro sino la tendencia a unir cosas que siempre estarán separadas. La unión de la obra llega con la muerte y morir es el precio exorbitante que se paga para convertirse en literatura. Frente a la Nada, se derrumba “esa imbécil compulsión a contar siguiendo el orden en que pasaron las cosas…” [6] Pero acaso lo real, desordenado y sin hilos, prometido en las palabras que se encuentran a cada paso, pueda venir desde el pasado, desde la infancia anterior a las grandes separaciones entre ámbitos determinados, cosas, madejas, dándole al cerebro que va a morir el ritmo de su singularidad, la música más propia y que nunca llegará a transcribirse del todo.
         Con esta retórica de la memoria me dirijo a la última novelita cartonera de Aira, El cerebro musical. El objeto que le da título es una especie de máquina primitiva, y a la vez un órgano vivo, está hecho de cartón pintado, pero emite sonidos y parece latir. Su extravagancia contrasta con las descripciones de la vida social de una localidad argentina: “Era en mi pueblo, Coronel Pringles, a comienzos de la década de 1950.” [7] Así se comienzan a narrar los avatares del entretenimiento y de las divisiones sutiles entre lo culto y lo popular, entre otras cuestiones. De pronto, el cerebro musical, devotamente trasladado de casa en casa como un fetiche más allá de toda religión, el monstruoso amuleto del arte, aparece para romper la repetición, las funciones de un teatro que siempre dicen su propio lugar, que señalan la escena donde la vida se detiene a mirar y aplaudir. Pero también hay otros monstruos, porque un circo ha llegado al pueblo. Las interrupciones de lo real se entrecruzan, la trama se complica sin perder ni un ápice de claridad. El narrador, que recuerda su infancia y puede confiar en la capacidad de asombro de una niñez necesariamente parcial, con su elocuencia y su precisión, se disculpa y enlaza los acontecimientos. Escribe: “Me disculpa, parcialmente, la rareza misma de la historia; sus distintos episodios, si bien se encadenan en un orden bastante fatal, también se aíslan, como los astros en el firmamento que fueron los únicos testigos del desenlace, a tal punto que las figuras que conforman parecen deberle más a la fantasía que a la realidad.” [8] En cierto modo, los monstruos, como cualquier acto que puede producir efectos, se aíslan en un cielo hipotético. Todo los separa, la constelación que se dibuja al mirarlos está en el observador, en su capacidad asombrosa de relacionar lo que nunca estuvo ni estará unido. La constelación conjetural, como el sentido de unos hechos que se cuentan, como palabras alineadas para ver qué dicen, sería la espera del sentido, la esperanza de que la literatura no sea orden ni simple azar, ni realista ni fantástica, ni novelesca ni poética. Pero el sentido fluye, como el misterioso sonido de un cerebro rosado y de cartón, como una constelación que une cosas distantes, luces vivas y muertas, planos lejanísimos.
          Tras un raro triángulo pasional que construyen dramáticamente tres enanos del circo, y una todavía más rara metamorfosis por la cual a una enana le crecen alas y pone un huevo, la novela termina con una alegoría de la esperanza ingenua en la literatura. La bibliotecaria del pueblo pone un libro sobre el huevo monstruoso, “en equilibrio, delicadamente”, y el narrador concluye, a manera de aitión: “En la leyenda de Pringles, esa figura extraña se perpetuó como el símbolo de la fundación de la Biblioteca Municipal.” [9] ¿Acaso el libro empollaría nuevos monstruos? ¿O bien todo lector es un monstruo, nacido de un huevo? Quizás la explicación, menos grotesca, sea que el lugar de nacimiento, su realidad banal, nunca explica el nacimiento de un escritor, salvo en su propia leyenda, cuando escribe de nuevo su origen sin haberlo conocido. En el pueblo, como en cualquier capital, como en el campo, parece monstruoso el lector que quiere escribir todas las rarezas que se le cruzan. Aira, que nació hecho, estaría más cerca de la mitología del que se muestra, del genio natural, que del oficio laborioso inventado o mentido por ciertos novelistas.
          Los románticos de Jena decían que la novela contaminaba toda literatura moderna, que la poesía y el teatro se habían vuelto novelescos. Pero también podríamos decir, ahora que la poesía parece resignarse a no ser leída por el público moderno, o incluso vanagloriarse de ser un arte para pocos, que la literatura entera se contaminaría de su resistencia a ser consumida, para no transformarse en entretenimiento. En este modo lírico de la novela, algunas definiciones del género inspiradas en la persistencia del realismo deberían ser convertidas en formulaciones joviales y no referenciales, donde el aspecto de novela jugaría a dejar pasar la expresión íntima de quien sólo quiere escribir y nada más, sin temas, sin causalidades, a la aventura. En tal sentido, el héroe problemático ya no es el que se enfrenta a la prosa del mundo con su carga de ideales, ambiciones o deseos, sino el mismo que está escribiendo, que no sabe lo que vendrá. Por otra parte, la novela familiar, los recuerdos de infancia, no harán más que cantar cómo se nació, literariamente hablando. La formación poética que se relate será la del único síntoma, la manía de escribir. En tercer lugar, la novela que antes retrataba una época, ilusoriamente, porque de la época de las novelas no queda otro testimonio que estas mismas novelas, se sitúa en el espacio infinito de lo posible, donde cualquier frase abre el dibujo de una constelación, así como en el primer verso está dada la matriz de todo el poema. En lugar de hablar de su época, la novela lírica habla de la literatura que vendrá y de todas las épocas posibles.
          Gotas fijadas por una sacralización del arte que salen huyendo de su varias veces secular aburrimiento y empiezan a recorrer el mundo o varios mundos; un escritor que escucha demasiado y no llega a anotar lo sobrenatural que se le aparece, la revelación que no se produce, el anuncio de que va a morir sin haberlo escrito todo, fatalmente surcado por la nada; un cerebro de cartón, como un huevo de Leda, que contiene enanos, cuyo mito fundará el lugar donde algún niño se volverá escritor; tales son los temas de las novelitas cartoneras de Aira. ¿Puede decirse algo sobre ellas que no sean sus temas, algo de lo que las vuelve imprescindibles para la literatura del presente? Eso es lo que está pasando, mientras que un tema es algo que pasó. Y lo que está pasando es una modificación de las formas que renueva la experiencia de la literatura. Ni la poesía ni la novela se parecen demasiado a sus antepasados de otros siglos; o en todo caso, se parecen entre sí y se parecen al presente de manera mucho más notable. Pero las novelitas de Aira no son poemas, sino libros de poesía: conjunto de partes unidas por un hilo, un motivo o una manera de decir. Cada gota en Mil gotas, con su decorado cinematográfico en vías de desaparición, sería un poema del libro de la dispersión infinita, de la ausencia de la imagen unitaria. Cada fragmento en El Todo, como momentos rapsódicos en los cuales un narrador busca el hilván de algún tema, deberá ser leído desde la lucha contra la continuidad y la sucesión, contra la linealidad de la prosa, un todo entonces que busca la nada, la literatura o la poesía absolutas. Por último, en el caso más novelesco, con su escenario de infancia y de pueblo, El cerebro se vuelve libro de poemas en la medida en que los recuerdos episódicos, las sensaciones veladas o deslumbradoras de la infancia, deben encontrar los objetos más fantásticos para expresar el hueco por el que se sustrajeron a la memoria. Dentro del cerebro que emite una música casi imperceptible, tal vez poemas cuyas palabras no se llegan a oír, no hay temas ni genialidades, ni siquiera una vida excepcional, sino los restos que los libros intensificaron para que lo vivible y lo olvidado se volvieran experiencias contables, cantables, pero también incontables, de a cien, de a mil, y mudas, el fluir silencioso que une lo discontinuo pero que también separa las ilusiones de unidad, el lenguaje que le pone ritmo a una novela, su gracia, y al mismo tiempo las palabras que analizan todo segmento de novela para hallar el refrán del arte. Finalmente, son novelas de poesía porque no se las quiere interpretar, contextualizar, ni mucho menos vivir o identificarse con sus mundos improbables, se las quiere haber pensado, y hacen escribir, ofrecen un ritmo, veloz, o sea, una forma.



Silvio Mattoni


(*) Ensayo tomado del blog Eterna Cadencia.

Notas
[1] Aira, César, Mil gotas, Eloísa Cartonera, Buenos Aires, 2003, p. 9-10.
[2] Ibid., p. 5.
[3] Ibid., p. 30.
[4] Aira, César, El Todo que surca la Nada, Eloísa Cartonera, Buenos Aires, 2006, p. 5.
[5] Ibid., p. 18-19.
[6] Ibid., p. 23.
[7] Aira, César, El cerebro musical, Eloísa Cartonera, Buenos Aires, 2005, p. 3.
[8] Ibid., p. 16.
[9] Ibid., p. 23.






Silvio Mattoni nació en Córdoba (Argentina), en 1969. En poesía, publicó El bizantino (1994), Tres poemas dramáticos (1995), Sagitario (1998), Canéforas (2000), El país de las larvas (2001), Hilos (2002), El paseo (2003), Poemas sentimentales (2005), Excursiones (2006), El descuido (2007), La división del día. Poemas 1992-2000 (2008), Héroes (2009),  La chica del volcán (2010), Avenida de mayo (2012) y La pieza de los chicos (2013). En ensayo, los libros Koré (2000), El cuenco de plata (2003),  El presente (2008) y Camino de agua-Lugares, música, experiencia (2013).Tradujo a Henri Michaux, Francis Ponge, Catulo, Marguerite Duras, Diderot, Mario Luzi, Georges Bataille, Cesare Pavese, Pascal Quignard, Louis-René des Forêts, Yves Bonnefoy y Robert Marteau, entre otros.





lunes, 25 de septiembre de 2017

ANDRALIS

























4: de los diálogos con André breton Revista La Maga, entrevista desgrabada de Julio Sánchez. [...] Yo leí Surrealismo entre el Viejo y el Nuevo Mundo y ahí ya quedé muerto para siempre, porque es un libro que me impresionó mucho y mientras lo leía, yo dije: «Tengo que hablar con esta persona, tengo que hablar con André Breton».


8 del gran relato del surrealismoRevista La Maga, entrevista desgrabada de Julio Sánchez. El surrealismo es uno de grandes relatos de este siglo, así lo pienso;  corno dicen los jueces: «Es mi íntima convicción». El surrealismo ha propuesto en el terreno del arte algo que nadie más propuso. Por un lado, una acción colectiva: el arte, como decía Lautréamont de la poesía, puede ser hecho por todos. Por otro lado, actúa a través de personas que tienen una complexión artística, pero que atienden a la realidad social en la que están inscriptos... saca al artista de la torre de marfil en la que le gusta estar encerrado...ésa es la cualidad número uno del surrealismo: tiene un pie apoyado en el mundo del sueño y otro en la barricada. Porque somos seres sociales, el destino de la sociedad en que vivimos nos compromete.


13: del secreto de André breton Revista La Maga, entrevista desgra­bada de Julio Sánchez. [...] El surrealismo histórico está calcado sobre la vida de Breton, porque él lo inventó y tenía el secreto de combinar tal cosa con tal otra. El secreto de hacer sentar en una misma mesa a Fulcanelli, que es el alquimista de nues­tro siglo, con Lenin. Sólo Breton lo podía lograr, tenía un don misterioso.



14: del decorado surrealista. Revista La Maga, entrevista desgraba­da de Julio Sánchez. [...] En Chirico está toda la pintura surrea­lista; él la había hecho diez años antes. Es el que, valida, el que les da a todos los que vienen después pintando dentro del surrealismo... les presta el universo, el decorado, la posibilidad...

15: DEL surrealismo en la argentina. Revistaba Maga, entrevista desgrabada de Julio Sánchez. [...] Además de literatura, también hablamos de pintura: él quería saber cómo era la cosa en la Argentina y por qué me interesaba en el surrealismo; porque Breton tenía -como jefe de fila- el interés por saber que su visión se difunde por el mundo, que hay oídos atentos a esa cosa... Entonces me dijo que Aldo Pellegrini se carteaba con él... [...] Yo conocía a Aldo Pellegrini, quien daba conferencias en el Instituto Francés de Estudios Superiores. Lo leí en el diario y fui a verlo. Aldo era un hombre de gran disciplina, muy traba­jador, llevaba una correspondencia activa y estaba preparando la Antología del surrealismo, que es la mejor en todos los idio­mas... [...] Después me di cuenta al conocerlo a Aldo Pellegrini que estaba peleado con Battle Planas. Yo le dije: «El sino de la Argentina, hay dos surrealistas y los dos están peleados».
Si hubiera sido por una cuestión de ideas me hubiera parecido fantástico, pero fue por una cuestión personal.


16: DEL diálogo sobre J.L. borges. (A) Revista La Maga, entrevista desgrabada de Julio Sánchez. [...] La primera pregunta que me hizo fue: «¿Quién es Jorge Luis Borges?» Acababa de salir su libro y Breton lo tenía ahí; había sido editado bajo el cuidado de Roger Caillois, que había vivido acá, vino a dar unas confe­rencias invitado por Victoria Ocampo, estalló la guerra y tuvo que quedarse, estuvo cerca de tres años y gracias a eso conoció a Borges. [...] Breton estaba intrigado. Yo le dije que, a mi juicio, era el escritor más grande que había en Argentina; el creador de un mundo que no sería exagerado compararlo con el mundo de Kafka... como entidad literaria...
(B) El narrador, entrevista de María Lyda Canoso. [...] Los franceses tienen mucho olfato, son muy sensibles, están muy alerta. Han sido formados de manera tal que saben reconocer de inmedia­to. Cuando detectaron a Gombrowitz no necesitaron mucho, enseguida se lo llevaron y difundieron la obra por todo el mun­do, porque París es como un megáfono. Y con Borges pasó lo mismo... porque Borges no es un escritor, es una literatura... [...] a Borges en esa época lo conocían pocas personas; la respuesta que le di a Breton no era una bravata, correspondía a la reali­dad; le dije: «Mire, para que tenga una idea, yo soy uno de los trescientos lectores que Borges tiene en la Argentina». Y era así, no tenía más de trescientos lectores; eran como una sociedad secreta los que leían a Borges. Más allá del encantamiento que produce el relato, Borges tiene un modo de adjetivar único, que configura una de las claves de su estilo. Él puede ponerle a la palabra noche, un adjetivo que ningún escritor en el mundo sueña ponerle: la unánime noche. Así empieza Las ruinas circu­lares... [...] Yo creo que ahora hay más personas que lo leen, pero no creo que tenga más lectores. Cuando yo digo lectores, quiero decir lectores genuinos. [...] La lectura de Borges -a mi juicio- puede servir de test, porque hay personas que lo leen y no entienden. No es que no entiendan el relato... se quedan afuera. [...] En el libro de Borges que me tocó hacer, El Congreso, también hay una semblanza de alguien en la que Borges apro­vecha para tomarse el pelo; habla de un director de biblioteca que se había anotado en un club de ajedrez y en un partido conservador. Una especie de respuesta melancólica donde se burla de sí mismo.


17: DEL nacimiento de un ícono. «El contrato social», mesa redonda sobre Dali-Lacan. [...] Los cuadros están para ser sentidos, no para ser dichos. Uno se comunica o no se comunica con un cuadro, no hay nada que pueda suplir ese instante. Creo que es Jean Ladoix, en un libro que se llama Pintura y realidad, quien hace una larga lectura crítica del Diario de Delacroix. Considera que conoce poco del tema y que la lectura de Delacroix le ha suscitado una serie de reflexiones que ha decidido comuni­car. Al inicio dice algo muy esclarecedor: «Mientras un cuadro no está ahí, nada se puede decir de él; en cuanto el cuadro está, ya es demasiado tarde para hacerlo». Entre esos dos tiempos, en ese hiato, se instala lo que puede llamarse la miseria de la crítica. No hay cómo dar cuenta de qué es lo que ha ocurrido.
Es tarde. Puedo hablar de eso porque lo he sentido físicamente en algunas ocasiones, lo que se puede llamar la emoción (ilu­sión) estética. Es fuerte, es como un rayo, algo que lo hace temblar a uno y lo obliga a sentarse. Un cuadro está hecho para que se sienta, como una sinfonía, un poema. Es un estado de sensibilidad estético. Ésta es una palabra que proviene del griego, que quiere decir sentir. Si uno no siente... [...] El cuadro es esa cosa que tiene el aura, Benjamin así lo llamaba, el aura. Hay que ir y estar ahí, meterse ahí, no es lo mismo estar frente a unas fotos de las cataratas del Iguazú que estar en las cata­ratas del Iguazú. Son dos modos legítimos, porque en el museo imaginario de Malraux, que viene de esta especulación de Benjamin sobre el arte en la era de la reproducción mecánica, en donde ya no es necesario ir adonde está colgado el Retablo de Grünewald o donde está el Guernica, ya lo podemos tener en un libro sobre nuestra mesa. Pero son dos momentos distintos frente a la emoción del cuadro, eso pasa cuando uno está delante del cuadro. Digo esto porque hay cuadros que yo cono­cía y que en el momento que los vi personalmente, fue como si no los hubiera visto nunca. Es otra cosa. [...] Alex Mitia, que estuvo frente a La Pietà, me dijo que él no se había dado cuenta que le corrían las lágrimas. Ésa sería entonces la forma óptima del efecto de la cercanía del cuadro, la obra.

  

Brindis

«Era tarde cuando bebimos.» R. Daumal

Denominar a cada crepúsculo que nos clava la garganta el vaso de vida que hubiese podido salvarnos de la catástrofe cotidiana interminable, he aquí el nombre de una de nuestras ternuras, entre nuestras manos ella tiene esa cualidad, ese brillo incisivo que caracteriza a la espada cuando los ojos del niño maduran sobre ella intenciones y juegos que a usted no le convienen, su loca calma, es decir la tenacidad de su mirada, su edad im­prevista, tienen el mérito de agobiarlo a usted, sin olvidar los dos filos de la espada que a usted lo detienen y una punta que apunta ahí donde la ceguera mantiene vuestros sí-sí-no-no- pero-puede-ser-que, para decirle a usted que hay algunos de ellos por el mundo, algunos distribuidos en las ciudades que empiezan a estar hartos de la minucia ortopédica de vuestro lunfardo elaborado sin cesar a lo largo de los siglos para enga­ñar nuestra paciencia, a estar harto de este péndulo caníbal que ha triturado demasiado, demasiado prismatizado la Cosa bautícela espacio movimiento arpa, como usted quiera, a estar harto, sí, de sus caras vale decir de nuestras caras aquellas que usted nos ha pegado injertadas a golpes de chancleta a golpes de palabras paragua a golpes de tumba puntilla del cáncer que nos devasta hermoso hongo envenenado en frente del cual el otro que infecta el Pacífico no es más que una débil proyección «invertida», uno se pregunta si terminará por devorar el paisaje mental o si vendrá un rayo inesperado ese «grito de la luz» que
Hermes percibía para fijar por fin un término a la extensión vertiginosa de las sombras y traernos al pie del árbol allí donde la espada no es más que una metáfora entre le regard et la lumière...





Juan Andralis




Juan Ifantidis Andralis, griego, tipógrafo, diseñador gráfico, imprentero artesanal, ajedrecista y pintor surrealista, nació en Atenas; en 1928, se radicó en Buenos Aires, Argentina, en 1933, ciudad donde murió accidentalmente intoxicado por un escape de anhídrido carbónico, en 1994.  Fue un personaje singular, muy querido por sus amigos; justamente los fragmentos publicados fueron extraídos de libro: ANDRALIS, una edición homenaje de 2006 (publicada por Ed. Tipográfica) preparada por el diseñador Rubén Fontana, que reúne los testimonios de colegas, diseñadores, músicos, escritores, artistas e intelectuales que tuvieron trato con él; entrevistas al propio Andralis y textos suyos tomados de distintas fuentes. El libro me fue obsequiado generosamente, hace un tiempo, por el poeta Darío Canton, que también fue amigo de Andralis, y cliente, porque diseñó e imprimió sus primeros libros.  Al parecer, Andralis tenía una personalidad fascinante, por su erudición y sus singulares experiencias de vida. Conoció a André Bretón y mientras estuvo en París integró el grupo de los artistas surrealistas. Breton lo invitó a exponer en una galería, en la que compartió el lugar con artistas como Joan Miró, Max Ernst, De Chirico, Duchamp y Man Ray. Desde que se radicó en París, en 1951, hasta dos años más tarde Juan Andralis se dedicó intensamente a la pintura.  Ése fue su período de mayor efervescencia en el arte, pero también el último. Un día, en el taller del barrio de Montparnasse donde vivía, le sucedió un hecho de características paranormales que se prolongó durante una semana y le provocó un terror tan grande que después se refirió a él con reticencia. Dejó de pintar y nunca más volvió a hacerlo: tenía sólo veinticuatro años. Sin embargo, toda su vida continuó considerándose pintor: "miro al mundo como lo mira un pintor", decía. Pero, su estancia en París le concedió otra experiencia fundamental: trabajar con el que es considerado uno de los más grandes diseñadores gráficos del siglo XX, Adolphe Jean Marie Mouron, conocido por su seudónimo Cassandre. Andralois permaneció en la Capital francesa hasta 1964, año en que vuelve a la Argentina e ingresa al Dpto. Gráfico del ITDT, donde trabaja con Juan Carlos Distéfano; en 1968 funda la imprenta El Archibrazo, donde crea y realiza diversos catálogos, afiches y especialmente ediciones de libros, labor que desarrolla hasta el año de su muerte.



IMAGEN: No, no. No es Cerati; es el mismísimo Juan Andralis.