miércoles, 27 de septiembre de 2017

LA POESÍA DE CÉSAR AIRA (*)
























          Si bien quizás haya una diferencia entre prosa y verso, en la que se opondrían un límite sintáctico y un límite rítmico, no sucede lo mismo con la diferencia entre novela y poesía. Se trata de diferencias tan generales que reciben sus límites de esas entelequias precisamente llamadas “géneros”. Y si hay poemas en prosa, ¿qué nos impediría decir que existen novelas líricas? Sólo que no serían, en el caso que tengo presente, novelas de expresión sentimental, sino objetos en prosa que se definirían como “poesía” por razones materiales y por determinadas autolimitaciones. Los tres libros de César Aira publicados en Eloísa Cartonera entre 2003 y 2006 circulan dentro de ciertas condiciones generales de lo que se suele llamar poesía: escaso acceso a librerías, bajo precio, poca recepción crítica, rareza temática, excentricidad, brevedad. Detengámonos en esta última cualidad, dentro de una enumeración caótica, por no decir caprichosa. La brevedad no siempre es atributo de la poesía, ya que existen esos “cantos” de miles de versos, pero ¿no son acaso todos ellos, cualquier poema de más de mil versos, novelas rítmicas? Sin embargo, la brevedad en Aira, que determina la figura de la “novelita”, puede ser un dato, un indicio de que la miniatura contiene el dilatado mundo de toda novela, un poco como un haiku, al suspender su asombro, al construir un instante de pura sensación intensa, podría contener las siete mil páginas en que una memoria digresiva trata de recobrar el tiempo de su vida.
          Otra manera de reconocer la poesía, tan empírica que roza lo brutal, es que se puede citar al azar cualquier puñado de versos, y siempre se encuentra allí una imagen del todo, bueno o malo. Pruebo con Mil gotas, novelita de treinta páginas publicada en 2003; la abro y copio un párrafo sólo por su brevedad, para no cansar la mano, donde dice: “Cuando llovía, la gota Euforia se aceleraba, se volvía gota de cerebro. Cuando todas caían, ella se elevaba. Gravedad la miraba, pensativo, preguntándose: ¿de qué me servirá? ¿Qué provecho podré sacarle? Euforia atravesaba las nubes gritando: ‘¡Soy una gota de Extrema Unción!’ El agua y el aceite no se mezclan nunca. Se divorcian después de todas sus bodas.” [1]
          En este párrafo se mencionan dos de las mil gotas, Euforia y Gravedad, con las mayúsculas de la antigua alegoría, pero reducida a lo minúsculo, a la rareza significativa. Resumo el argumento de la novela: la Gioconda desaparece del Louvre, pero no el cuadro, sino las gotas de pintura que lo componían. Mil agujeros milimétricos en el vidrio que protegía el cuadro son las únicas huellas de que otras tantas gotas de óleo de colores han huido, revividas de repente, o simplemente vivas puesto que cabe dudar que antes hubieran vivido, han salido a recorrer el mundo y a tener aventuras. La novela cuenta algunas de esas aventuras, en Oriente, en el desierto norteamericano, en el espacio exterior. Otro antiguo recurso, la prosopopeya, o sea hacer que objetos supuestamente inanimados actúen y hablen como si tuvieran vida, se mezcla entonces con los nombres alegóricos o absurdos de las gotas, convertidas en héroes de novela. Sólo que esas antigüedades que nombré se diluyen por obra de la velocidad de las aventuras; no hay sentidos demasiado trascendentales que se comuniquen mediante la prosopopeya y la alegoría. Lo que importa es la aventura, la sucesión de pequeños episodios, el movimiento y la ambición de vivir que siente cada gota. Y como ese deseo nunca las abandonará, ya no volverán a ser la Gioconda. ¿Será acaso el Fin del Arte? Una pregunta que Aira parece transcribir irónicamente. Más bien es el origen del procedimiento.
          Podríamos adjudicarle al curioso y entretenido argumento de Mil gotas un procedimiento similar al que inventó Raymond Roussel. Es decir: dadas dos frases cualesquiera, sin conexión, hacer el relato que iría de una a la otra, quizás llenar ese espacio con paréntesis dentro de paréntesis, episodios dentro de episodios. Aunque Roussel se imponía una regla fónica para la elección de las dos frases limítrofes, lo cual vuelve incluso más arbitraria, más inconexa semánticamente la trama que debía unirlas a posteriori. ¿Qué pasa si imaginamos que Aira sólo llenó el espacio, con libertad de historietista, con cosas encontradas, con hallazgos de ingenio, entre su primera y su última frase? La primera dice: “Un día desapareció la Gioconda del Louvre, para consternación de los turistas, escándalo nacional, revuelo mediático.” [2] La última anuncia el “fin”: “Pero las gotas que hollaban los límites fantásticos de la realidad… seguían en la realidad, y no podían evitar la melancolía.” [3] Entre el suceso y la reflexión resignada, se abre el aparentemente infinito universo de la novela, el ámbito de lo posible. Pero como señala el narrador, antes de abandonar su obra, sólo es algo en apariencia infinito, que luego regresa al mundo de los límites, por más fantásticos que estos hayan sido imaginados. Y si la primera frase, referencial y discreta, simula el realismo de toda novela; la última, especulativa e íntima, se ha declarado en favor de la poesía, es decir, de la miniatura, el infinito en una pequeña esfera, ya sin imágenes de la ilusión realista. Cada gota entonces agota el flujo infinito de todo lo que existe, existió y existirá, el arte se ha convertido en pura materia.
          La materia de la poesía se basa en el encuentro, una frase o una cosa se presentan, llaman a una forma demasiado antigua como para poder ser definida. ¿Y si el encuentro de la novela de Aira fuera sólo la frase y la cosa del inicio? A partir de allí, a partir de la desaparición de la imagen, se tratará de seguir esa cosa y esa frase, con más y más frases, hasta que se pueda encontrar la última, la disolución de todas las cosas. Pero en otra novelita, de título enigmático, El Todo que surca la Nada, lo que se disuelve sería esa misma búsqueda del encuentro, la continuidad. En vez de seguir la lógica sucesiva de las frases y llegar así al final, ahora se busca la interrupción, el corte. De una escucha atenta de las conversaciones de mujeres que van al gimnasio se pasa a la especulación matemática, absurda, sobre el número de taxistas potenciales en la ciudad, y después el narrador –al que no podemos más que hipostasiar como si fuera el hilo oculto entre esos retazos de tramas– cuenta su historia familiar, su retorno al pueblo natal, la visión de un fantasma, literalmente hablando, que anticipa su propia muerte justo cuando trata de describir “la espalda del fantasma”.
          Primera hipótesis: el Todo, la novela, es un efecto del azar, la yuxtaposición de frases y de temas inconexos no constituye algo continuo sino después, cuando ya no se escribe más. La Nada abre miniaturas de abismos entre una frase y la siguiente. El narrador confiesa: “A cada frase se abren vacíos, que exigen un recomienzo. No puedo mantener una continuidad. En pocas palabras, ‘hablo cuando tengo algo que decir’.” [4] O sea, el Todo se dibuja como una ilusión, que hace del tema algo importante. “Nada que decir” sería el lema que se opone a esa ilusión y la atraviesa. ¿Por qué entonces habría que seguir una aventura para unir los extremos novelescos? De alguna manera, los episodios que protagonizaban las gotas fugitivas de la Gioconda tenían un orden, de la unidad a la dispersión, y por ende acataban el realismo de la línea de tiempo. Pero en un Todo acribillado de Nada ese hilo conductor se corta justo cuando parece que va a convertirse en aventura. Y la novela piensa el azar que la amenaza y al mismo tiempo la impulsa hacia adelante. El arte narrativo se vuelve mágico, como producto de chispazos que iluminan escenas, frases y palabras más allá de cualquier plan. Es la magia del ritmo que cuenta y no sabe de dónde viene ni adónde va. Como si una musa inexistente, alojada en la sustracción parcial de la voluntad, diera lugar a los crecimientos libres, que finalmente no dirán nada. La nada como meta de la literatura.
          Antes de desaparecer entre puntos suspensivos, un escritor, es decir, un yo, reflexiona: “Todo lo anterior, todo lo que pasa por literatura para el mundo, escritores incluidos, vale decir la busca laboriosa de temas y el extenuante trabajo de darles forma, cae como un castillo de naipes, como una ilusión juvenil o un error.” [5] No hay más temas, no hay unión en el libro sino la tendencia a unir cosas que siempre estarán separadas. La unión de la obra llega con la muerte y morir es el precio exorbitante que se paga para convertirse en literatura. Frente a la Nada, se derrumba “esa imbécil compulsión a contar siguiendo el orden en que pasaron las cosas…” [6] Pero acaso lo real, desordenado y sin hilos, prometido en las palabras que se encuentran a cada paso, pueda venir desde el pasado, desde la infancia anterior a las grandes separaciones entre ámbitos determinados, cosas, madejas, dándole al cerebro que va a morir el ritmo de su singularidad, la música más propia y que nunca llegará a transcribirse del todo.
         Con esta retórica de la memoria me dirijo a la última novelita cartonera de Aira, El cerebro musical. El objeto que le da título es una especie de máquina primitiva, y a la vez un órgano vivo, está hecho de cartón pintado, pero emite sonidos y parece latir. Su extravagancia contrasta con las descripciones de la vida social de una localidad argentina: “Era en mi pueblo, Coronel Pringles, a comienzos de la década de 1950.” [7] Así se comienzan a narrar los avatares del entretenimiento y de las divisiones sutiles entre lo culto y lo popular, entre otras cuestiones. De pronto, el cerebro musical, devotamente trasladado de casa en casa como un fetiche más allá de toda religión, el monstruoso amuleto del arte, aparece para romper la repetición, las funciones de un teatro que siempre dicen su propio lugar, que señalan la escena donde la vida se detiene a mirar y aplaudir. Pero también hay otros monstruos, porque un circo ha llegado al pueblo. Las interrupciones de lo real se entrecruzan, la trama se complica sin perder ni un ápice de claridad. El narrador, que recuerda su infancia y puede confiar en la capacidad de asombro de una niñez necesariamente parcial, con su elocuencia y su precisión, se disculpa y enlaza los acontecimientos. Escribe: “Me disculpa, parcialmente, la rareza misma de la historia; sus distintos episodios, si bien se encadenan en un orden bastante fatal, también se aíslan, como los astros en el firmamento que fueron los únicos testigos del desenlace, a tal punto que las figuras que conforman parecen deberle más a la fantasía que a la realidad.” [8] En cierto modo, los monstruos, como cualquier acto que puede producir efectos, se aíslan en un cielo hipotético. Todo los separa, la constelación que se dibuja al mirarlos está en el observador, en su capacidad asombrosa de relacionar lo que nunca estuvo ni estará unido. La constelación conjetural, como el sentido de unos hechos que se cuentan, como palabras alineadas para ver qué dicen, sería la espera del sentido, la esperanza de que la literatura no sea orden ni simple azar, ni realista ni fantástica, ni novelesca ni poética. Pero el sentido fluye, como el misterioso sonido de un cerebro rosado y de cartón, como una constelación que une cosas distantes, luces vivas y muertas, planos lejanísimos.
          Tras un raro triángulo pasional que construyen dramáticamente tres enanos del circo, y una todavía más rara metamorfosis por la cual a una enana le crecen alas y pone un huevo, la novela termina con una alegoría de la esperanza ingenua en la literatura. La bibliotecaria del pueblo pone un libro sobre el huevo monstruoso, “en equilibrio, delicadamente”, y el narrador concluye, a manera de aitión: “En la leyenda de Pringles, esa figura extraña se perpetuó como el símbolo de la fundación de la Biblioteca Municipal.” [9] ¿Acaso el libro empollaría nuevos monstruos? ¿O bien todo lector es un monstruo, nacido de un huevo? Quizás la explicación, menos grotesca, sea que el lugar de nacimiento, su realidad banal, nunca explica el nacimiento de un escritor, salvo en su propia leyenda, cuando escribe de nuevo su origen sin haberlo conocido. En el pueblo, como en cualquier capital, como en el campo, parece monstruoso el lector que quiere escribir todas las rarezas que se le cruzan. Aira, que nació hecho, estaría más cerca de la mitología del que se muestra, del genio natural, que del oficio laborioso inventado o mentido por ciertos novelistas.
          Los románticos de Jena decían que la novela contaminaba toda literatura moderna, que la poesía y el teatro se habían vuelto novelescos. Pero también podríamos decir, ahora que la poesía parece resignarse a no ser leída por el público moderno, o incluso vanagloriarse de ser un arte para pocos, que la literatura entera se contaminaría de su resistencia a ser consumida, para no transformarse en entretenimiento. En este modo lírico de la novela, algunas definiciones del género inspiradas en la persistencia del realismo deberían ser convertidas en formulaciones joviales y no referenciales, donde el aspecto de novela jugaría a dejar pasar la expresión íntima de quien sólo quiere escribir y nada más, sin temas, sin causalidades, a la aventura. En tal sentido, el héroe problemático ya no es el que se enfrenta a la prosa del mundo con su carga de ideales, ambiciones o deseos, sino el mismo que está escribiendo, que no sabe lo que vendrá. Por otra parte, la novela familiar, los recuerdos de infancia, no harán más que cantar cómo se nació, literariamente hablando. La formación poética que se relate será la del único síntoma, la manía de escribir. En tercer lugar, la novela que antes retrataba una época, ilusoriamente, porque de la época de las novelas no queda otro testimonio que estas mismas novelas, se sitúa en el espacio infinito de lo posible, donde cualquier frase abre el dibujo de una constelación, así como en el primer verso está dada la matriz de todo el poema. En lugar de hablar de su época, la novela lírica habla de la literatura que vendrá y de todas las épocas posibles.
          Gotas fijadas por una sacralización del arte que salen huyendo de su varias veces secular aburrimiento y empiezan a recorrer el mundo o varios mundos; un escritor que escucha demasiado y no llega a anotar lo sobrenatural que se le aparece, la revelación que no se produce, el anuncio de que va a morir sin haberlo escrito todo, fatalmente surcado por la nada; un cerebro de cartón, como un huevo de Leda, que contiene enanos, cuyo mito fundará el lugar donde algún niño se volverá escritor; tales son los temas de las novelitas cartoneras de Aira. ¿Puede decirse algo sobre ellas que no sean sus temas, algo de lo que las vuelve imprescindibles para la literatura del presente? Eso es lo que está pasando, mientras que un tema es algo que pasó. Y lo que está pasando es una modificación de las formas que renueva la experiencia de la literatura. Ni la poesía ni la novela se parecen demasiado a sus antepasados de otros siglos; o en todo caso, se parecen entre sí y se parecen al presente de manera mucho más notable. Pero las novelitas de Aira no son poemas, sino libros de poesía: conjunto de partes unidas por un hilo, un motivo o una manera de decir. Cada gota en Mil gotas, con su decorado cinematográfico en vías de desaparición, sería un poema del libro de la dispersión infinita, de la ausencia de la imagen unitaria. Cada fragmento en El Todo, como momentos rapsódicos en los cuales un narrador busca el hilván de algún tema, deberá ser leído desde la lucha contra la continuidad y la sucesión, contra la linealidad de la prosa, un todo entonces que busca la nada, la literatura o la poesía absolutas. Por último, en el caso más novelesco, con su escenario de infancia y de pueblo, El cerebro se vuelve libro de poemas en la medida en que los recuerdos episódicos, las sensaciones veladas o deslumbradoras de la infancia, deben encontrar los objetos más fantásticos para expresar el hueco por el que se sustrajeron a la memoria. Dentro del cerebro que emite una música casi imperceptible, tal vez poemas cuyas palabras no se llegan a oír, no hay temas ni genialidades, ni siquiera una vida excepcional, sino los restos que los libros intensificaron para que lo vivible y lo olvidado se volvieran experiencias contables, cantables, pero también incontables, de a cien, de a mil, y mudas, el fluir silencioso que une lo discontinuo pero que también separa las ilusiones de unidad, el lenguaje que le pone ritmo a una novela, su gracia, y al mismo tiempo las palabras que analizan todo segmento de novela para hallar el refrán del arte. Finalmente, son novelas de poesía porque no se las quiere interpretar, contextualizar, ni mucho menos vivir o identificarse con sus mundos improbables, se las quiere haber pensado, y hacen escribir, ofrecen un ritmo, veloz, o sea, una forma.



Silvio Mattoni


(*) Ensayo tomado del blog Eterna Cadencia.

Notas
[1] Aira, César, Mil gotas, Eloísa Cartonera, Buenos Aires, 2003, p. 9-10.
[2] Ibid., p. 5.
[3] Ibid., p. 30.
[4] Aira, César, El Todo que surca la Nada, Eloísa Cartonera, Buenos Aires, 2006, p. 5.
[5] Ibid., p. 18-19.
[6] Ibid., p. 23.
[7] Aira, César, El cerebro musical, Eloísa Cartonera, Buenos Aires, 2005, p. 3.
[8] Ibid., p. 16.
[9] Ibid., p. 23.






Silvio Mattoni nació en Córdoba (Argentina), en 1969. En poesía, publicó El bizantino (1994), Tres poemas dramáticos (1995), Sagitario (1998), Canéforas (2000), El país de las larvas (2001), Hilos (2002), El paseo (2003), Poemas sentimentales (2005), Excursiones (2006), El descuido (2007), La división del día. Poemas 1992-2000 (2008), Héroes (2009),  La chica del volcán (2010), Avenida de mayo (2012) y La pieza de los chicos (2013). En ensayo, los libros Koré (2000), El cuenco de plata (2003),  El presente (2008) y Camino de agua-Lugares, música, experiencia (2013).Tradujo a Henri Michaux, Francis Ponge, Catulo, Marguerite Duras, Diderot, Mario Luzi, Georges Bataille, Cesare Pavese, Pascal Quignard, Louis-René des Forêts, Yves Bonnefoy y Robert Marteau, entre otros.





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