(a propósito de la poesía de
la entrerriana Delfina Muschietti -
Nota del A.)
La cuestión de la lírica es, se sabe,
al menos desde Petrarca, la cuestión del sujeto, aunque Safo, claro, también lo
sabía. Y sabía que la cuestión del sujeto es la cuestión de su disolución.
Temas clásicos de la lírica, desde Safo, desde Petrarca: el amor, el paisaje,
la muerte, instancias todas de disolución del sujeto, de riesgo de perderse del
sí mismo en lo otro, en el otro1. Tradiciones que, después de pasar
por el misticismo, por el romanticismo, perduran: hasta la vanguardia, aunque
se modernicen o urbanicen, hasta la posvanguardia que se embarra o barroquiza.
Tradiciones que se complican, que se re-barroquizan, en lo que configuró,
propuestas teóricas o prácticas mediante, la poesía escrita por mujeres2.
Porque la cuestión del sujeto es
también la causa perdida de las mujeres ante el lenguaje3. Por eso
si, como ha afirmado Walter Mignolo4, en la lírica de vanguardia el
poeta se volatiliza en tanto hombre y queda convertido en una pura voz que
sostiene las palabras en el aire, en la escritura poética de algunas mujeres
incluso la voz pierde su unidad y se vuelve protagonista de un doblez,
dislocación o disolución que se inscribe en el acto de enunciación.
Ya lo dijo Roland Barthes: quien
habla no es quien escribe y quien escribe no es quien vive. Pero ¿quién vive en
la escritura, qué alienta en un poema? Si a partir de la vanguardia histórica
el yo-sujeto desaparece como registro del alma-razón unificadora de la
experiencia, si entonces el yo estalla y se disuelve, lo que habla en el poema,
dice Delfina Muschietti5, es un cuerpo, una materialidad, una serie
de fuerzas que se chocan en el espacio- tiempo. Un cuerpo que ha perdido la
experiencia de sí (ha sido secuestrado, anulado) y que en la escritura se
recupera, intenta palparse y re-conocerse.
El cuerpo y la escritura se complican
cuando los fragmentos recuperan algún segmento de sexo-género mujer. La
búsqueda de una identidad, que no puede ya jugarse en la trascendencia sino a
lo sumo en la peculiaridad de la operación de montaje llevada a cabo en el cuerpo
del poema, afecta no sólo a la construcción de una lengua poética, sino
también, y sobre todo, a una deconstrucción de la escritura de sí misma por
parte de los otros.
Cuando esa voz es la voz del sueño que se erige a partir de su propia
dislocación, lo que aparece es una casi ubicuidad exasperada del yo que se
desarrolla con la precisión irritada de unos ojos dañados por la luz excesiva
del mediodía y se refugia en la oscuridad del poema que circula por los
misteriosos caminos de lo imaginario. Ahí la voz misma está quebrada,
desdoblada, desleída. Como Delfina Muschietti no abandona nunca en su escritura
la estela de los desplazamientos de Gradiva, los pasos de Zoé marcan, leves e
indelebles al mismo tiempo, los itinerarios del sueño, desde la pesadilla
sonámbula contada por la voz de la madre hasta “el perfecto cielo de la
infancia” (“Junio (2)”, El rojo Uccello).
El sujeto que escribe concentrado en
el hilo vacilante de la voz, que es también el hilo vacilante de la mirada, que
es el ritmo alternante del poema (con versos de longitudes tan variadas que
llegan a fundirse con la prosa), a partir de su no pertenencia se expande hacia
lo otro, texto, cuerpo ajeno, paisaje, o menos, fragancia, color, luces
mutantes (“En un pliegue del aire el puro silencio. Permanecer despegada en
este eco transparente: mi espalda atenta al murmullo invisible del agua y al
movimiento de las motas en el polvo celeste”, “Octubre (1)”)» y se contrae
hacia el detalle, lo mínimo (“Allí persistimos también: en el delicado pétalo
blanco que se abre a una sostenida fragancia”, “Marzo”) y aún lo cotidiano, que
restituye la escena de la lectura al escenario del poema (“tu voz en el
suspenso de las tardes, leyéndome” (“Enero”)).
El poema se configura entonces como
cuerpo vivo, porque late, pero sobre todo porque respira. Es el aire exhalado
lo que constituye el ritmo, de la respiración, de la lectura, pero es más que
nada lo que intercede, lo que media la relación del cuerpo con el mundo en un
espacio indecidible en su pertenencia, porque el aire ¿pertenece al cuerpo o
al mundo?, ¿es el paisaje que penetra o es el soplo del cuerpo que modifica la
inmovilidad brillante de las hojas? Con el “cuerpo suspendido en eso que flota
sin fin en el aire de noviembre” (“Noviembre (2)”) el aire se convierte en el
espacio mismo del poema (“Volver a escribir. Volver a respirar”, “Julio (2)”),
en el que el sujeto se experimenta, en el que el alma vuelve a ser lo que fue
una vez: el hálito, el aliento, lo que se intercambia amorosamente entre los
cuerpos.
Porque se realiza de alguna manera,
sutil y profunda, eso que algunas teóricas del feminismo llamaron “escribir con
el cuerpo” o “desde el cuerpo”. En los poemas de Olivos, donde aparecen
tramados íntimamente, como no podía ser de otra manera, amor, dolor, cuerpo,
palabra y ausencia, lo que se construye es la memoria del cuerpo. Memoria del
cuerpo propio (el cuerpo de la niña) siempre en definitiva cuerpo-otro (lo que
se sintió el invierno, el verano pasado, el pasado amor, vistos ahora con
extrañeza), y memoria del cuerpo del otro, su tacto, su calor, tatuados por esa
fuerza del amor que graba su forma como para siempre cuando “hace quince días
apenas / no la conocía”, ahora en el trasluz de la ausencia, como vacío en el
cuerpo propio: el amado que abandona, los hijos que crecen y toman en su cuerpo,
repetición y diferencia, la forma del cuerpo de los padres.
Hay también una sabiduría del cuerpo
que consiste en “saberlo / sin necesidad de pensamiento”, una inmediatez
cuerpo-sensación, que concita toda su red compleja de afectos y conceptos en
delicados e inextricables matices y claroscuros, que como
una onda
expansiva
recubre cada
objeto
una silueta
de luz velada
lumínica en
la oscuridad
(“de
saberlo...”)
Es también
el cuerpo sin límites de la enamorada, de la que se funde con el paisaje, de la
que contempla, de la que da a luz, estados que llevan fuera de sí misma y
ayudan a construirse “un cuerpo desbordado/negándose a su propio límite/
imprevisible”.
Reverberan en Olivos,
trabajados como resta, por elipsis y reticencias (lo opuesto en el estilo)
algunos tópicos del Barroco amoroso bajo la forma de la mutua implicación de
los pares de opuestos, pero como si el trabajo del poema fuera poner en foco lo
difuso, o tomar en consideración lo fuera de foco. Reflexiona así sobre la
imagen: sus componentes fotográficos de luz y sombra, sus elementos pictóricos
de línea y color, fondo y forma, sus componentes escénicos de actores y
decorados. Pero también la imagen funciona como un beso, “un desprendimiento
fugaz del universo / suspendido en el espacio”, el centro mismo del poema,
núcleo placentero y doloroso a la vez del recuerdo y la alucinación.
Si de algo no cabe duda es de que el
sujeto que se explora en los poemas es un sujeto amoroso (que “ejercita /
amorosamente / su propio vacío”), enamorado diría Barthes6, perdido
en la práctica afanosa de una escucha perfecta que hace resonar lo que se
aprende con el cuerpo, la pura percepción que deja al sujeto, predispuesto
desde su vacío, profundamente afectado. La pureza de esta escucha-contemplación
se excede a sí misma por el revés de lo insignificante que desata sus múltiples
sentidos y tensa el arco desde el placer hacia el dolor. Así la luz, que da
nacimiento al color (al rojo del Uccello) y permite la expansión de la mirada,
así el poema, que permite la expansión de la voz como un volar de pájaro asido
a su fuga, y por tanto son celebrados en sus crepúsculos variados, en sus
mutaciones más ligeras, pueden llegar a ser insoportables: “mi abituo poco a
poco a sopportare la luce” (“Febrero (1)”) porque “Todo animal el fino instinto
de la luz, / esa precisa elección de la penumbra” (“Septiembre”).
En la genealogía de los poetas que
asumen el riesgo de someterse a lo desconocido (de sí mismos, del lenguaje, de
una imagen que los rapta, de la arborescencia de los objetos que mudan en el
vapor de la tarde), de los que se lanzan a vivir en el desorden que instaura
la diferencia en el lenguaje, que como la herida de amor es una abertura por la
que el sujeto fluye constituyéndose como sujeto en este fluir mismo, la poeta
inscribe su escritura en la línea de la búsqueda del tiempo perdido, se
encierra en la apertura infinita del horizonte, del paisaje, del poema, para
escribir el tiempo sustraído, la suspensión del sujeto en la espera del deseo
en que ya no es casi ni sujeto, en un ejercicio de invención y de memoria.
La instantaneidad hipnótica del
cuadro, compuesto “con el preciso movimiento / de los sueños”, hecho en la
anamnesis de rasgos insignificantes, como si el recuerdo fuera sólo recuerdo
del tiempo, del transcurso, de las modulaciones de la luz en una voz que lee al
borde del atardecer en el campo, un gasto puro como un perfume sin soporte, al
modo del haikú japonés, participa de lo irrecuperable, de lo que no tiene
destino (“¿por qué amar ahora lo que desaparece?”, “Octubre (1)”). Se descubre
en lo trivial lo nunca visto, la plenitud de la inmediatez sustraída del transcurso
aunque ella misma sea un transcurrir, y se transfigura en la voracidad del
sujeto que deja huellas de la velocidad en el detenimiento de una percepción
que busca ser compartida, un “tácito acuerdo en la contemplación” (“Marzo”).
Entonces, con la lógica de los sueños
y la mecánica del zapping una cabecita rubia se transforma en una morocha, una
mujercita en un hombrecito, Olivos en Entre Ríos, la Villa Recchi y una esquina
descripta por Pasolini. Lo que permite también superponer sin hilación
temporal ni relación de causa a efecto la niña a la adolescente a la mujer para
contar una historia o varias de encuentros y de pérdidas, de amores, desamores
y traiciones, la historia también de una “aparecida”: la Delfi.
Sueños en los que aparecen carteles
rituales que como luces de neón brillando en una calle desconocida dan órdenes
en un idioma extraño, carteles como mandatos incomprensibles o dañinos que
permanecen como un cuerpo siempre ajeno que incrusta su extrañeza en el cuerpo
del poema, en el relato del sueño, pero que, al imponerse, alientan el ritmo
del poema.
La imagen se repite como un rito que
no permite conocer el final de las historias, o justamente porque no se conoce
el final retorna como un fantasma, hecho imagen o palabra o frase, visto-
escuchado, casi al azar, y funciona como piedra de toque del poema y de la
vida; ese acting out determinado por el secreto que hay escondido en
toda familia. Y entonces el poema es esa aparición, y es la posibilidad de
respuesta a la pregunta “si será posible escapar del humo que sale por la
hendija finísima de la grieta”. Y sí, ese secreto, ese detalle que siempre
estuvo ahí pero nunca se vio, nunca se pudo ver, es lo que atrapa y expone,
casi con asombro, el poema vuelto cámara de resonancia y sobre todo cámara
fotográfica. El poema capta entonces el motivo central del fotograma, lo que se
quiere decir, pero también aquella rama, aquella sombra del que fotografía,
aquella pared descascarada más allá, lo que el ojo del fotógrafo no vio al
capturar su imagen de deseo pero la cámara revela al capturar lo real desde las
posibilidades técnicas, lo que nunca se dijo y siempre estuvo sin embargo
ahí, lo que la fotografía revelará, implacable, esa llave inaccesible de la
historia que lleva al centro de la angustia por la indeterminación de sí: “no
sabré nunca por qué”, “jamás seré cierta”.
Por eso su figura es la del retomo,
como “esos pantalones de los 70 / que vuelven a usarse hoy”, escribe en la
estela de la repetición y la diferencia, el pequeño deslizamiento que va de
una copia a otra, como cuando dice “soñé que no sabía cuál era mi casa /... /
soñé que Esteban se desprendía de mi mano / ... / soñé que me sentía solo / ...
/ soñé que mi padre se moría otra vez” (Olivos).
Esta escritura fotofóbica se asombra
ante la persistencia de lo muy pequeño y tal vez por eso se propone minorizando
lo que ya es menor: no es casi ni poema, sólo la leve y como al pasar inscripción
de un diario íntimo la que organiza los títulos y la disposición de las
inscripciones en Enero. La brevedad oculta, tras su aparente inocencia,
el trabajo sutil de lo que roza con un gesto como de ala. La que se esconde
para no ser vista tras un lenguaje oscuro a fuerza de transparencia exige la
relectura, la mirada al trasluz, para que sea posible el juego de su
insoportable levedad.
Con un procedimiento que tiende a la
vez a la paleografía y a la adivinación el trabajo de desciframiento de lo que
está escrito (inscrito en el cuerpo como una letra obstinada en su retomo, como
un tatuaje) es al mismo tiempo una reinserción, un injerto y una reescritura
ofrecida hacia adelante, hacia sus futuros devenires. El poema cita entonces,
deliberadamente fuera de contexto, palabras e imágenes de la cultura (Uccello,
Magritte, Miguel Angel, Kafka, Freud, Proust y por detrás, siempre J. L.
Ortiz), con lo que introduce a un tiempo un itinerario de resonancias, de
brumas de sueño propio que bordean al sujeto escribiente, y la complicidad del
otro, invitado sin cesar a repetir lo irrespetuoso del procedimiento de la cita
doblemente desautorizada (tampoco lleva el nombre del autor) que aúna el
sacrificio a la ofrenda.
La religión del sujeto, al mismo
tiempo ligazón con el otro (lo otro) y desprendimiento de sí, supera el
solipsismo autorreferencial de cierta poesía, y alcanza al asimiento del lector
en tanto sujeto otro, en su obstinación que es también una capacidad de
deslizamiento.
Sin embargo, así como Oliverio
Girondo festejaba el espacio cerrado del poema por la posibilidad que ofrecía
al sujeto de expandirse en devenires diversos (“Los nervios se me adhieren / al
baño, a las paredes, / abrazan los ramajes, / penetran en la tierra, / se
esparcen por el aire, / hasta alcanzar el cielo”) mientras lamentaba los
límites infranqueables del cuerpo propio (“Cansado. / ¡Sí! / Cansado / de usar
un solo bazo, / dos labios, / veinte dedos”), y así como Alejandra Pizarnik
hacía de la escritura una ceremonia fundante (“Toda la noche hago la noche.
Toda la noche escribo. Palabra por palabra yo escribo la noche”) al mismo
tiempo que denunciaba el fracaso (la rotura) del lenguaje en su relación con el
mundo (“Las palabras / no hacen el amor / hacen la ausencia. / Si digo agua
¿beberé?”), el sujeto simultáneamente expandido y concentrado que circula por
los poemas de Delfina Muschietti celebra la intermitencia del lenguaje de la
poesía como refugio y desierto para la emergencia de la voz-sueño cuando
“disimulada despierto a un sueño absoluto” (“Enero”) al tiempo que se asienta
sobre la duda que la deshace a sí misma como escritura, cuando la imposibilidad
de comunicación de la percepción en el límite del cuerpo ajeno le hace
preguntar “¿Qué han visto tus ojos además de los altos cardales? ¿Qué has oído
en todo este tiempo, además del croar de las ranas sobre la hierba húmeda?”.
Una brevedad, extraña y promisoria,
anuncia el secreto de los textos de Muschietti, porque subraya un
acrecentamiento, un acendramiento, en la precisión de la escritura para
nominar lo impreciso de un espacio intermedio. Es en el “entre” donde se
ubican los poemas: entre las estaciones, entre los momentos del día, entre el
oasis y el desierto, entre la voz y el silencio, entre el sueño y la vigilia,
entre el amor y el olvido, zonas de peligro en las que los sujetos y los
objetos, descuidadas sus líneas divisorias, se enrarecen.
Atenta siempre a la marcación de lo
que se desmarca, pero no para fijarlo sino para recalcar, con obsesión
irritada, y a la vez encantada, como si ahí se cifrara el secreto de la
experiencia, una zona flúo, la escritura de Delfina Muschietti
hace des nuances du langage
un inventario concomitante aux nuances
de la perception. Sin embargo no se trata de una percepción sin más. Como
en los sueños, como en la era virtual, las escenas se desmaterializan para
transformarse en mises en scène (“los
focos de luz como en un set”), espejismos, pantallas ilusorias, o puras
fantasías árabes (esos ilusionismos creados por los arquitectos moriscos, verdaderos
especialistas en efectos de luz y sonido). Así, la percepción misma es llevada
a su límite, sometida a ejercitarse sobre lo ilusorio, pero reafirmada en ese
mismo acto como potencia.
Entonces el sujeto, expuesto y a la
vez sustraído, retraído hasta volverse sólo cuerpo, una inmanencia de puro
presente, vuelto voz y a su vez, revelado y transformado en cada uno de los
sentidos que palpan, huelen, saborean, “se expande y se extingue”, se explora
más allá de sus fronteras, pero se vuelve sobre todo, con las mutaciones
propias de la lógica del sueño, su propia razón de ser: una luz iridiscente que
respira (“si vibra la luz / suena cae”).
Al mismo tiempo que se pregunta sobre
las relaciones familiares y amorosas y las relaciones de dominio-sumisión que
las subyacen inscribe su gesto, que es un murmullo y un itinerario. En la huida
de Rimbaud hacia África, alejándose del frío, de la madre, lee la poeta el
camino de la escritura: con el vacío (el desierto) como centro de gravitación
que atrae y fascina (su poder destructor), y también como motor del acto de
escribir (“deseoso es aquel que huye de su madre”).
Si el paso del verano al otoño es un
cambio en el tacto de las cosas y los cuerpos, es sobre todo un cambio que
afecta a la iluminación, a la reverberación de lo exterior sobre un paisaje
que es siempre, en esta escritura, tanto interior como exterior: un desapego.
Desde allí, desde ese refugio sin techo, que es al mismo tiempo que el oasis el
desierto, un refugio contra la memoria (pero que dice la memoria de lo amado
vuelta ausencia en el presente) el poema se levanta como una figura a
contraluz: algo que se opone a la ferocidad solar, un aliento que envuelve y
derrama “el aire del oasis”, un lugar donde errar, que inscribe “un sueño incumplido
/ el Sahara / una eterna promesa / de agua”. Cuando la travesía es una travesía
por el desierto la sombra del poema es la única que puede otorgar reposo a una
viajera dolorosa y placenteramente deslumbrada.
Delfina Muschietti parece escribir a
partir de la afirmación de Diderot según la cual “la palabra no es la cosa,
sino un brillo por cuyo resplandor se la percibe”, y hace retomar así al
lenguaje y al poema al mundo de la percepción, plenitud absoluta y dolorosa
que es confusión con “la pesadilla de la luz” y con la voz del sueño, y es al
mismo tiempo, claro, afección y concepción, percepción de la cual el poema no
puede salir en virtud de su misma materialidad lingüística, es decir, en virtud
de su aliento.
Apenas un murmullo en el costado, la
escritura se impone en el susurro, un “hablarse en voz baja como atenuar el
mundo y conocerlo, filtrar la luz sobre el cuerpo en breve caricia” (“Julio
(2)”), y luego de la disolución en la multiplicidad de las voces
propias-ajenas, concluye tímidamente en bastardillas “Helio, it's me”
(“Julio (2)”).
Como cuando era niña, munida de
diminutas alas, desde su nido la voz se expande y escribe al mismo tiempo que
el llamado la soledad absoluta de la escritura y del sujeto amoroso, el perfil
de la ausencia en “la diferencia que restituye y abruma el poema”, dejando su
pequeño dibujo brumoso en el aire tatuado por un ausente 7. Allí
donde la definió un Balzac visionario: “Ella era entendida y sabía que el
carácter amoroso se cifra de algún modo en las cosas sin importancia”.
Anahí Mallol
[1] Stierle, Kerlheinz.
“Identité du discours et transgression lyrique”. En: Poétique n° 33, 1977. “Le sujet lyrique
est un sujet en quête de son identité, sujet qui s’articule lyriquement dans le
mouvement de cette quête. C’est pourquoi les thèmes classiques de la poésie
lyrique sont précisément ceux dans lesquels l’identité se met enjeu, comme
l’amour, la mort, l’introspection, l’expérience de l’autre socialement
immédiat, et sourtout du paysage. (...) Le sujet devient pour lui-même son
propre thème généralement dans la mesure où ses relations habituelles avec les
instances collectives à partir desquelles le sujet peut se concevoir avant tout
comme sujet, sont devenues problématiques, incertaines, douteuses.”
2 Genovese,
Alicia. La doble voz. Poetas
argentinas contemporáneas. Buenos Aires, Biblos, 1998.
3 'Existe mucha literatura teórica a
propósito de este tema. Para una primera aproximación desde el punto de vista
lingüístico se puede consultar: Violi, Patrizia. El infinito singular.
Madrid, Cátedra, 1991.
4 Mignolo, Walter. “La
figura del poeta en la lírica de vanguardia”.
5 Muschietti. Delfina. “Alejandra Pizarnik: la
niña asesinada”. En: Filología, XXIIV, 1.
6 Barthes, Roland. Fragmentos
de un discurso amoroso. Buenos Aires, Siglo XXI, 1991.
7 Realiza
de este modo, pone en acto, lo que había definido desde un lugar puramente
teórico en el ensayo “La voz del sueño” (introducción a un libro en
preparación, publicado fragmentariamente en “La hoja del Rojas”, año VIII, n°
67, Dic. 1995), mientras repiensa, pone en movimiento, la lectura sutil de Juan
Ele (en: “Poesía y paisaje, exceso e infinito” Madrid, Cuadernos
Hispanoamericanos, n° 538, abril de 1995), o el análisis de género sobre
Alejandra Pizarnik (“La niña asesinada” En: Filología, XXIIV, 1 y
otros), al mismo tiempo que reescribe en sus propios poemas la obsesión
fotográfica de Pier Paolo Pasolini por la luz y el pomeriggio italianos
que ya había destacado en el prólogo a su traducción (Pasolini, La mejor
juventud. Traducción, selección y prólogo de Delfina Muschietti, editorial
La Marca).
Anahí Mallol. Poeta y ensayista argentina, nació en La Plata,
Argentina, en mayo del 68. Reside en
Villa Elisa, provincia de Buenos Aires. Publicó siete libros de poemas:
Postdata (Siesta, Buenos Aires, 1998), Polaroid (Siesta, 2001), Óleo sobre
lienzo (Chicas de Bolsillo, La Plata, 2004), Zoo (Paradiso, Buenos Aires, 2009,
premio del Fondo Nacional de las Artes), Querida Alicia (La Sofía Cartonera,
Córdoba, 2012), como un iceberg (Paradiso,
2013, premio del Fondo Nacional de las Artes) y Una ciudad (27
Pulqui/Malisia, Buenos Aires, 2016). Además, es autora del libro de ensayos El
poema y su doble (Simurg, Buenos Aires, 2003) sobre poetas argentinos (de donde fue extraído el texto que publicamos). Formó
parte del sello editorial Siesta y actualmente integra el equipo de redacción
de EXTRA. Lecturas para poetas, revista de poesía y traducción dirigida por
Mirta Rosenberg y editada por Bajo la luna. Poemas suyos han sido traducidos al
inglés, alemán, francés, portugués e italiano. Colabora con revistas de poesía
y de crítica literaria nacionales e internacionales.
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