El espacio de la escritura es, por cierto y obviamente, el recinto de la
lengua, dentro del cual quien escribe establece, bien o mal, su propia sede.
Así, el espacio de la escritura es por excelencia un espacio subjetivo en cada
caso particular, que suele intercalar en capas semejantes a las geológicas la
percepción y la experiencia individuales acumulándolas sobre un fundamento magmático nuclear y profundo que sería el acervo
heredado de la lengua natal. Lo denomino un espacio subjetivo porque en él
coexisten varios sujetos: el sujeto de la percepción, el sujeto de la
experiencia, el sujeto lingüístico, el sujeto histórico, el sujeto musical
incluso, y todos ellos se debaten con la materialidad objetiva del mundo que
parece desafiarlos y desmentirlos constantemente. El espacio de la escritura
está además ocupado de antemano por la lectura, que transforma tanto la
percepción como la experiencia. Mi espacio personal de escritura, sin embargo,
se ha negado a ofrecer lugar a preceptivas y decálogos, (ya escritos o en
situación de inminente escritura) que reducirían el horizonte que, a pesar de
ser miope, pretendo alcanzar con los sentidos (tanto de la lengua como de la
percepción). Lo que quiero decir es que un espacio de escritura sólo cobra para
mí existencia verdadera como sede de un poeta cuando logra asentar sus reales
más allá de los límites del consenso poético de la época y el lugar, no para
aspirar a los «universales» sino al arraigo de una subjetividad lingüística
propia en la época y el lugar, aunque no sea propia de la época y el lugar, o
no resulte oportuna ni a favor de la corriente. En definitiva, lo que en un
lenguaje ya pasado de moda solía llamarse «una voz propia».
Sucede además que esta clase de espacio al que aludo plantea por
añadidura ciertas exigencias, éticas y estéticas, como el candor, la
inteligencia y la voluntad de estilo. Candor para no tener que borrar con el
codo lo que se escribió con la mano, inteligencia para saber descartar lo
superfluo y distinguirlo de lo necesario, lo más ascéticamente posible, y
voluntad de estilo que permita articular esos elementos dispares y de distintas
procedencias que constituyen, a mi entender, la cualidad siempre sorprendente
(aunque no novedosa) que da vida a la poesía.
Al espacio de la escritura traslada el poeta, en perpetua mudanza, la
carga de percepción y experiencia que la vida le ha concedido convirtiéndola en
materia de la lengua. En mi espacio de escritura, esta tarea de peón de
mudanzas se enriquece también con el traslado de una lengua a otra que implica
mi actividad de traductora. La traducción me ha enseñado a discernir pluralidad
y polisemia aun en un simple monosílabo, a acoplar entre sí ritmos y sentidos
que no podrían parecer más disímiles, a incorporar literalmente expresiones de
otras lenguas que me ayudan a des familiarizar la propia. Y también me ha
ayudado a leer (lo que escribo yo y la escritura ajena) con la suspicacia de un
buen detective privado.
Releo lo que he escrito en esta breve página, por ejemplo, y ya observo,
con cierta incertidumbre, pero también con júbilo, que el término sujeto que empleé
al principio, tanto en inglés («subject»), como en francés («sujet») o en
italiano (soggétto»), significa también «asunto» o «tema». El término español
comparte la raíz latina con las lenguas mencionadas, y sin duda eso podría ser
para mí el disparador de un poema sobre, pongamos, el tema del sujeto o el
sujeto como asunto, algo que acabo de descubrir y me sorprende. Como me
sorprende siempre que logro traducir un poema de otra lengua a otro poema en
mi lengua, sin sentirme como Caronte, que trasladaba de una a otra margen de la
laguna Estigia a las almas dentro de sus cadáveres.
En otro plano, termino diciendo que mi espacio literal de escritura se
define a partir de la segunda mitad del siglo XX (nací en 1951), en el contexto
urbano de dos ciudades (Rosario y Buenos Aires) y en el recorrido (en ómnibus
o en tren) de los 300km. que las separan. Y a eso había que agregar, en este
momento, los 30 metros cuadrados del espacio que constituye mi lugar de
trabajo, lectura y escritura, y algunos diálogos enriquecedores con algunos
poetas que, por suerte, me han tocado como coetáneos.
Mirta Rosenberg (Argentina, Rosario, 1951, reside en Buenos Aires)
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