miércoles, 25 de enero de 2012

CÓMO SE SALVÓ WANG Fô





El anciano pintor Wang-Fô y su dis­cípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han.
Avanzaban lentamente pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su dis­cípulo Ling, doblándose bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosa­mente la espalda, como si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.

Ling no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apo­deraba de la aurora y apresaba el crepúscu­lo. Su padre era cambista de oro; su madre era la hija única de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había crecido en una casa donde la riqueza abolía las in­seguridades. Aquella existencia, cuidadosa­mente resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de los insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos. Cuando cum­plió quince años, su padre le escogió una es­posa, y la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo lo con­solaba de haber llegado a la edad en que la noche sólo sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de la boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de morirse, y su hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas cada primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a un espejo que no se empaña nunca, o a un talismán que siempre nos pro­tege. Acudía a las casas de té para seguir la moda, y favorecía moderadamente a bailari­nas y acróbatas.

Una noche, en una taberna, tuvo por compañero de mesa a Wang-Fô. El anciano había bebido, para ponerse en un estado que le permitiera pintar con realismo a un borra­cho; su cabeza se inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel arte­sano taciturno, y aquella noche, Wang habla­ba como si el silencio fuera una pared y las palabras unos colores destinados a embadur­narla. Gracias a él, Ling conoció la belleza que reflejaban las caras de los bebedores, difuminadas por el humo de las bebidas ca­lientes, el esplendor tostado de las carnes la­midas de una forma desigual por los lengüetazos del fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de vino esparcidas por el manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió la ventana; el aguacero pe­netró en la habitación. Wang-Fô se agachó para que Ling admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de tener miedo a las tormentas.

Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como Wang-Fô no tenía ni dinero ni mora­da, le ofreció humildemente un refugio. Hi­cieron juntos el camino; Ling llevaba un farol; su luz proyectaba en los charcos inesperados destellos. Aquella noche, Ling se enteró con sorpresa de que los muros de su casa no eran rojos, como él creía, sino que tenían el color de una naranja que se empieza a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la forma deli­cada de un arbusto, en el que nadie se había fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer joven que dejara secar sus cabellos. En el pasillo, siguió con arrobo el andar va­cilante de una hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling sen­tía por aquellos bichitos se desvaneció. Enton­ces, comprendiendo que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al anciano en la habitación donde habían muerto sus padres.

Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo, pues­to que no era una mujer. Más tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven príncipe ten­sando el arco al pie de un alto cedro. Ningún joven de la época actual era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling mandó posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín. Después, Wang-Fô la pintó vestida de hada entre las nubes del poniente, y la joven lloró, pues aquello era un presagio de muerte. Des­de que Ling prefería los retratos que le hacía Wang-Fô a ella misma, su rostro se marchi­taba como la flor que lucha con el viento o con las lluvias de verano. Una mañana la en­contraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas de la bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas con sus cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las beldades que cantan los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por última vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de los muertos. Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas lágrimas.

Ling vendió sucesivamente sus escla­vos, sus jades y los peces de su estanque para proporcionar al maestro tarros de tinta púr­pura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba cansado de una ciudad en donde ya las caras no podían enseñarle ningún secreto de belleza o de fealdad, y juntos ambos, maes­tro y discípulo, vagaron por los caminos del reino de Han.

Su reputación los precedía por los pue­blos, en el umbral de los castillos fortifica­dos y bajo el pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas gracias a un último toque de color que añadía a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle que les pintase un perro guardián, y los señores que­rían que les hiciera imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un sabio; el pueblo lo temía como a un brujo.

Wang se alegraba de estas diferencias de opi­niones que le permitían estudiar a su alre­dedor las expresiones de gratitud, de miedo o de veneración.

Ling mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el anciano seguía durmiendo, salía en busca de paisajes tímidos, escondidos detrás de los bosquecillos de juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado, tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía. Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su avan­zada edad, Ling le mostraba sonriente el tronco sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo humildemente.

Un día, al atardecer llegaron a los arrabales de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para darle calor, pues la primavera acababa de llegar y el suelo de barro estaba helado aún. Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasi­llos de la posada; se oyeron los susurros amedrentados del posadero y unos gritos de mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció, recordando que el día anterior había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No puso en du­da que venían a arrestarlo y se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a vadear el próximo río.

Entraron los soldados provistos de fa­roles. La llama, que se filtraba a través del papel de colores, ponía luces rojas y azules en sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba en su hombro, y, de repente, los más feroces rugían sin razón alguna. Pusieron su pesada mano en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos.

Ayudado por su discípulo, Wang-Fô siguió a los soldados, tropezando por unos caminos desiguales. Los transeúntes, agrupa­dos, se mofaban de aquellos dos criminales a quienes probablemente iban a decapitar. A todas las preguntas que hacía Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas le dolían y Ling, desespe­rado, miraba a su maestro sonriendo, lo que era para él una manera más tierna de llorar.

Llegaron a la puerta del palacio impe­rial, cuyos muros color violeta se erguían en pleno día como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear innumerables salas cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían una nota de música, y su disposición era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar idea de un poder y de una sutileza sobrehumanas y se percibía que las más ínfimas órdenes que allí se pro­nunciaban debían de ser definitivas y terribles, como la sabiduría de los antepasados. Final­mente, el aire se enrareció; el silencio se hizo tan profundo que ni un torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cor­tina; los soldados temblaron como mujeres, y el grupito entró en la sala en donde se hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono.

Era una sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas columnas de piedra azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes de mármol y cada una de las flores que encerraban sus bosquecillos pertenecía a una exótica especie traída de allende los mares. Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la meditación del Dragón Ce­leste se viera turbada por los buenos olores. Por respeto al silencio en que bañaban sus pensamientos, ningún pájaro había sido ad­mitido en el interior del recinto y hasta se había expulsado de allí a las abejas. Un alto muro separaba el jardín del resto del mundo, con el fin de que el viento, que pasa sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla, no pudiera permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador.

El Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban arrugadas como las de un viejo, aunque ape­nas tuviera veinte años. Su traje era azul, para simular el invierno, y verde, para recordar la primavera. Su rostro era hermoso, pero im­pasible como un espejo colocado a demasiada altura y que no reflejara más que los astros y el implacable cielo. A su derecha tenía al Ministro de los Placeres Perfectos y a su iz­quierda al Consejero de los Tormentos Justos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para recoger la menor palabra que de sus labios se escapara, había adquirido la costumbre de hablar siempre en voz baja.

—Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—, soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo no ten­go más que una y pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos que jamás te hicieron daño alguno.

—¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Em­perador.

Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano derecha, que los reflejos del suelo de jade transforma­ban en glauca como una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados, trató de hallar en sus recuerdos si alguna vez había hecho del Em­perador o de sus ascendientes un retrato tan mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues Wang-Fô hasta aquel momento, apenas había pisado la corte de los Emperadores, prefiriendo siempre las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los arra­bales de las cortesanas y las tabernas del mue­lle en las que disputan los estibadores.

—¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —prosiguió el Emperador, in­clinando su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba—. Voy a decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar en nosotros, sino por nuestras nueve aberturas, para poner­te en presencia de tus culpas deberé recorrer los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colec­ción de tus pinturas en la estancia más es­condida del palacio, pues sustentaba la opi­nión de que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a las miradas de los pro­fanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang-Fô, ya que habían dispuesto una gran soledad a mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto de evitarle a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de mí las agitadas olas de mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera hasta mí. Los pocos y viejos servidores que se me habían concedido se mostraban lo menos posible; las horas daban vueltas en círculo; los colores de tus cuadros se reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los contempla­ba, cuando no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve mirándolos todas las noches. Durante el día, sentado en una al­fombra cuyo dibujo me sabía de memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis rodillas de amarilla seda, soñaba con los goces que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo con el país de Han en medio, semejante al llano monótono y hueco de la mano surcada por las líneas fa­tales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo Y para ayudarme a imaginar todas esas cosas, yo me valía de tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía a la vasta capa de agua extendida en tus telas, tan azul que una pie­dra al caer no puede por menos de con­vertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como las flores, semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada cintura que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las puer­tas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido por los caminos, cuyo barro y piedras yo no había previsto, recorrí las provincias del imperio sin hallar tus jardines llenos de mujeres parecidas a lu­ciérnagas, aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las orillas me asquearon de los océanos; la sangre de los ajusticiados es menos roja que la granada que se ve en tus cuadros; los parásitos que hay en los pueblos me im­piden ver la belleza de los arrozales; la carne de las mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de los ganchos en las carnicerías, y la risa soez de mis solda­dos me da náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el Emperador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil Cur­vas y de los Diez Mil Colores. Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve que no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca se marchitan. Y por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a reservarte, a ti cuyos sortilegios han hecho que me asquee de cuanto poseo y me han hecho desear lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte en el único calabozo de donde no vas a poder salir he decidido que te quemen los ojos, ya que tus ojos, Wang-Fô, son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los dos caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu imperio he dispues­to que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo Wang-Fô?

Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un cuchillo mella­do y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:

—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese perro.

Ling dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca, semejante a una flor tronchada. Los servidores se lleva­ron los restos y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra verde.

El Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.

—Óyeme, viejo Wang-Fô —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas, pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben per­manecer claros, con el fin de que la poca luz que aún les queda no se empañe con tu llanto.

Ya que no deseo tu muerte sólo por rencor, ni sólo por crueldad quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô. Poseo, entre la colección de tus obras, una pintura admi­rable en donde se reflejan las montañas, el estuario de los ríos y el mar, infinitamente reducidos, es verdad, pero con una evidencia que sobrepasa a la de los objetos mismos, como las figuras que se miran a través de una esfera. Pero esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra maestra, no es más que un esbozo. Probablemente, en el momento en que la estabas pintando, sentado en un valle solitario, te fijaste en un pájaro que pa­saba, o en un niño que perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No has terminado las franjas del manto del mar, ni los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô, quiero que dediques las horas de luz que aún te quedan a terminar esta pin­tura, que encerrará de esta suerte los últimos secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda de que tus manos, tan pró­ximas a caer, temblarán sobre la seda y el in­finito penetrará en tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán unas relaciones al límite de los sentidos hu­manos. Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte quemaré todas tus obras y entonces serás como un padre cuyos hijos han sido todos asesinados y destruidas sus espe­ranzas de posteridad. Piensa más bien, si quieres, que esta última orden es una conse­cuencia de mi bondad, pues sé que la tela es la única amante a quien tú has acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar tus últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un hom­bre que va a morir.

A una seña del dedo meñique del Em­perador, dos eunucos trajeron respetuosamen­te la pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado la imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba su juventud. Todo en él atestiguaba una frescura del alma a la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en la época en que la había pintado Wang, todavía no había con­templado lo bastante las montañas, ni las rocas que bañan en el mar sus flancos des­nudos, ni tampoco se había empapado lo su­ficiente de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô eligió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar inacabado, amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies, desleía los colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô echó de menos a su dis­cípulo Ling.

Wang empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una montaña. Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que no hacían sino acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo singu­larmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no advertía que estaba trabajando sentado en el agua.

La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de repente en la distancia, rápido y ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando, llenó sua­vemente toda la sala y luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo destinado a quemar los ojos de Wang se había apagado en el bra­sero del verdugo. Con el agua hasta los hom­bros, los cortesanos, inmovilizados por la eti­queta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a nivel del corazón im­perial. El silencio era tan profundo que hu­biera podido oírse caer las lágrimas.

Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje viejo de diario, y su manga derecha aún llevaba la huella de un enganchón que no había tenido tiempo de coser aquella ma­ñana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía alrededor del cuello una extraña bufanda roja.

Wang-Fô le dijo dulcemente, mientr­as continuaba pintando:

—Te creía muerto.

—Estando vos vivo —dijo respetuosa­mente Ling—, ¿cómo podría yo morir?

Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua, de suerte que Ling parecía navegar por el in­terior de una gruta. Las trenzas de los cor­tesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Em­perador flotaba como un loto.

—Mira, discípulo mío —dijo melancó­licamente Wang-Fô—. Esos desventurados van a perecer si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?

—No temas, Maestro— murmuró el discípulo. Pronto se hallarán a pie enjuto, y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan sólo el Empera­dor conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están he­chas para perderse por el interior de una pintura. Y añadió:

—La mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo sus nidos. Partamos, Maestro, al país de más allá de las olas.

—Partamos —dijo el viejo pintor.

Wang-Fô cogió el timón y Ling se in­clinó sobre los remos. La cadencia de los mis­mos llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Muy pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaron en las depresio­nes del pavimento de jade. Los trajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en la orla de su manto.

El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja. Una barca ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a poco dejando tras ella un del­gado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la barca, pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô, que flotaba al viento.

La pulsación de los remos fue debili­tándose y luego cesó, borrada por la distan­cia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era más que una mancha im­perceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca viró en derredor a una roca que cerraba la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra del acantilado; borrose el surco de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling desapare­cieron para siempre en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar.

De Cuentos orientales (1983)





Marguerite Yourcenar (Bruselas, Bélgica, 1903; Mount desert, Maine, E.E.U.U., 1987)





martes, 24 de enero de 2012

EL VIOLINISTA




Las algas en la fosa de la vieja roca parecen criaturas vivas. Los hombres se asoman y las miran y algunos saben que esas suaves agitaciones son porque el peso de las galaxias que se alejan mueve las aguas del universo.
El que es violinista comprende que la fosa en el borde del pozo del mar es aquello que él trata de imitar con el sonido. Si el agua no estuviera tan fría, dice siempre, él se desnudaría y se pondría a tocar ahogado en el fondo del hueco con un pie sobre una verde piedra. Se aleja y se tira en la arena mojada al sol. No hay nada en el cielo que no me pertenezca se dice antes de dormir con la mano clavada como un arpón en la línea de espuma.

2009


LA VERDADERA HISTORIA DEL PERRO DE LA CASA

Todos supimos, por aquel tiempo, que estábamos vivos de casualidad.
Que el tafetán de la mesa no existía.
Que había que conversar para que todo se mantuviera en su lugar.
El perro, en cambio, no sabía nada. Cubierto con su piel mucho más hermosa que la nuestra a veces nos miraba como un rey observa a sus ministros.

2008


VERANO EN MENDOZA
( de El humo de los músicos)

Un serpentario de tormentas negras
arde en el fondo de la caja de costura.
Entonces los olivos de los oleos se abren con el aceite de plata y la pluma descampada.
La vieja música que viene de los libros empieza.
Es el verano.
Entra en la casa a golpes de tormenta.
Alguien prepara la sartén y unta el plato manchado mientras el granizo se derrumba.
Luego se queda inmóvil.
Inmóviles todos en la casa.
Entonces el piso se mece lentamente.
Ciénaga de terciopelo movida por la mano de niña de la muerte que sabe.
Ni juegos, ni revanchas,
ni se asombra y se lleva
al hombre en pijama que mordía la tabla de lavar
rodeado de humos y tabacos sagrados
cerca de la ventana.


1998
María Sola

María del Rosario Sola
Nació en Mendoza , formó parte de la generación de poetas que en los 80 se nucleó en torno a la revista Ultimo Reino .Publicó: Música de invierno (1981), El humo de los Músicos (2000) la novela La luz de la Siesta (1999) Antología 1940-1960 de Mujeres Poetas Argentinas de Ediciones del Dock, Buenos Aires , 2004. Es arquitecta



viernes, 20 de enero de 2012

Metamorfosis a la intemperie



No haber nacido animal es una de mis secretas nostalgias.
Clarice Lispector

Un noche te soñaste tocando cumbia en un matorral
y estabas solo,
sin pesares,
conquistando luciérnagas con tu piel, saltando
como una rana loca de humedad,
regando el roce de tu acrobacia junto al rocío,
rodeado por un cortejo de moscas con olor
a jazmines,
corriendo desbocado y revolcándote
en estrellas.

Un día despertaste y la profecía
se había cumplido:

eras un animal.



A la sombra del tilo

Viene del monte un aroma a casuarina
y lujuria recién lavada
que me envuelve

Arrojo los dados minerales:
números tallados por la constancia del viento
astillan mi suerte
Ella gotea hacia arriba y cae
desnuda
pero dispuesta

No hay dádivas para este corazón
señor de la mañana

Altagracia en derredor, no tengo más verdad
que un salvaje palmar
y el éxtasis en puntas de pie
de saber que este amor
se come
con las manos.



Atardecer durazno

Siempre más sonriente al desastre más bello
Mallarmé
Zócalos sin lijar
maderos imperfectos
Tierra blanda suelo baldío

Caen sobre mi cabeza los durmientes de tacuara
Se desmorona el espacio junto a la humedad
de los juncos de cielo
y el tiempo atardece

Por el extremo izquierdo de los escombros
-en perfecta diagonal-
entra un haz finito y concentrado
de luz durazno

Se posa en la parte superior de mi mano
como una mariposa que cobija
una perspectiva
un mensaje

Logro asir con dulzura lo luminoso
hasta en los peores
atardeceres



Lucio Madariaga (San Cristobal, Buenos Aires, 1985)






sábado, 14 de enero de 2012

equilibristas













dar con la piedra que funda la casa
recorrer los susurros
de quien huyó

el secreto a veces
retoma
la imagen
d e e s e v u e l o

en otro cuerpo de entonces
dejamos quejas
peros
caminos sin cuándos en
lo minúsculo

despedir los susurros
de quien huyó
en cada vano retorno

dar con la piedra que
la derrumba

***

cenizas dese canto
hasta la crin del día

cuesta ver
loquehay
bajo los vértigos
casi más que bramar
o rendirse

en vuelo plano
caí:
la cura de los equilibristas




Valeria Cervero (Buenos Aires, 1972)






jueves, 12 de enero de 2012

El jardín santo


                                 a kim ki duk

aliento


cuando tu aliento
no humedezca el vidrio
la muerte mi amor
cada estación se habrá ido

cuando el tajo la sentencia
te haga callar
un bosque de sangre en la garganta
las estaciones se habrán ido
y quedará el invierno
última prisión

se habrán ido
las flores abiertas en verano
último dibujo del amante

y quedará
tu lengua enhiesta
invierno
una muerte mi amor


a kim ki duk

el arco


1

inmóviles
los dedos tensan un retorno

aérea
suspendida
la desnudez se pliega
en cada acierto

los ojos muerden la elipsis
el arco no dubita
es
su propio blanco



bailarina



los machos miran
su desnudez

en el bronce de las lámparas

ondeante
gota de fuego



la costa



el mar cualquier mar

mi naturaleza
de medusa eléctrica

viaja aferrada
a sueños
de transparencia









el jardín


1

él
sus dalias rojas

la azada dulce
en el barro

sostén quebradizo

la niña
la misionera
un escarabajo

volvía de la escuela

su piel mutaba

la niña inteligente
niña dalia


aquella casa de venado

muñecas sin voz


3

algunas tardes el ritual
vestirse bien
para ir de visitas

aunque nadie entendería
lenguajes solitarios

y ese par de tías raras
escudriñando

de quién era hija
tan morocha
los modales

vos en compañía
de tu pequeña dalia

pero la última vez
fui alta y espigada

gotas cárdenas
petalitos de mujer
metamorfosis

la última vez
moría el Jardín Santo

mi tío
con quien sembraba
ese rojo oscurísimo

(Fragmentos)



De: "El jardín santo" (Ediciones en Danza, 2010)

Catalina Boccardo (Buenos Aires, 1961)





miércoles, 11 de enero de 2012

Territorios













7


¿una tristeza cálida
tomándote del cuello?

¿una tristeza hace brotar
orquídeas imperceptibles?

enardecidos reclamos
tus enredaderas hasta mí



11

sin fronteras

no podremos proclamarnos
ni siquiera amantes

no habrá un sol poderoso
la dorada institución

apenas sexos
sin territorio propio




15

hemos amanecido
plantas de vidrio encendidas
por un vendaval

manos a punto
nos socorrimos
nos prometimos salvación

medio muertos
la tierra nos tragara

es irremediable
una mujer y un hombre toman
sus cuerpos hasta el último sorbo




17

un cuerpo
dejé el vestido y que observaras

un cuerpo

la cobertura de las cosas

clavaste puñales intangibles

esa mujer mayor
que no dijo la edad
y vos amaste

la apertura de las piernas
a veces muestra
la finitud el terror



20

y esa necesidad de escribir
aquello imposible

los mensajes no llegan
(no despierto con tu pensamiento
encajando los míos)

tu modo extraño
a la deriva de objetos
y personas

cada noche soledad de hierro

nada sujeta la pantalla de un ordenador

o “tocarnos con las yemas de los dedos”




27

te pido me cuentes historias
sobre tu pueblo de granjeros

y me horrorizo como una niña
hay cabras siempre hay cabras que tienen la cabeza
para el sacrificio

es el ciclo de la vida y de la muerte
mi amor
decís risueño



49


te daré esta noche
las estrellas no existen arriba ni abajo

esta ciega noche
manta habitable de la luna
ningún gesto permite abandonarme
a los signos que cruzan

poemas de pájaro
te daré

y el disloque
las diminutas garras
engullen la distancia


63


la danza del ir y venir

los danzarines agotados

una mano se levanta hacia la frente
y pide
que el otro haga la señal



Catalina Boccardo ( Argentina, C.A.B.A., 1961)


Los poemas seleccionados forman parte de una serie del libro: "TERRITORIOS" , que próximamente publicará Ediciones del Dock.



lunes, 9 de enero de 2012

Colores


























la bruma sobre el mar es de gasa naranja amarilla
muy lejos de la playa
dos barquitos de juguete

detrás

las copas con mantos blancos
los copos de nieve en las copas
los bosques de pinos

un débil sol de invierno
viene justo a herir mis ojos
me conmociono
la nieve se derretirá
será pronto agua
ya lo veo ya gotea
desde los bosques de pinos

¿me quieres como yo te quiero?
¿me miras como yo te miro?

no sufro
floto
boca arriba
sobre el mar de piel ámbar

que la fuerza me acompañe



Nimiedades

Mejor no ser nimia,
no desear rasgarlo todo.

Hay tanto de absurdo.

Recuerdo a mi buelo
nombrarla en mi infancia

Simone de Beauvoir
era un mito un anticristo
una puta simple y llana.

Creo que a partir de ese instante
me encandilé con las furcias,

esas busconas de autonomía.

Te haré mío
o mía
son sólo las circunstancias
en seguida regresarás al río
a nadar por territorios submarinos.
O si eres un ave,
sin miedo en el cuerpo
podrás volar.

Yo no sé nadar
mis alas rotas
aletas no tengo
mi almohada es de plumas
mi otro un explorador
sabe abrirse paso en la maleza

lo deleitan las fricciones con la tierra

si guillotino sus piernas
no podrá avanzar más…

¿dónde encuentra abrigo y sustento un ave?

El águila grande
exhibe su vuelo en el cielo
si trataran de atraparla
de hacerla normal
de verla pequeña
dejará su nido y volará
al encuentro con los ángeles
que existen


Agustina Taboada



Agustina Taboada: Nació en Buenos Aires (1971). Escribió dos novelas, Ysatis (1994) y Freak Out (1998), una recopilación de prosa poética “S/titulo” que publicó Editorial La Bohemia (2002) Lee el tarot desde el año 2002 e inauguró el tarot on line. Actualmente vive en Buenos Aires y coordina Arcanos de Luz, un emprendimiento espiritual que nació en Internet en el año 2007, donde se gestan arte y mística.
Los poemas que presentamos pertenecen al libro inédito, "Nostalgia por El jardín de Eva".

La fotografía fue tomada por Sebastian Linero.



domingo, 8 de enero de 2012

Aguaribay


















Mira, abuela
aquél árbol que agoniza
amortajado en su raíz

¿Qué podemos
darle como alivio?
¿Azúcar?

Mira aquel otro
que ya es leña
agusanada y podrida

Atrás quedaron
su color y
su movimiento

Una vez
cantaste, abuela
una canción de amor

Yo sufría
y el río
traía camalotes

Mi madre, lejana
había muerto de peste

Y mi padre
de extrañarla
en otro suelo

Tú cantaste
la canción
para distraerme

Todo lo recuerdo
cuando llega
el otoño

Ahora
nos quedamos solos
tú y yo

Sin compañía
sin hojas y sin nada
de nada

Cántame, abuela
aquella canción
cántala nuevamente

Que no quiero
morir
como mi padre.



Cófreces y Muñoz


(Tigre, 2010)





viernes, 6 de enero de 2012

No es necesario




No es necesario extendernos en conclusiones.
En el siglo XX, investigadores brasileños,
realizaron un estudio en torno al impacto
que los robots tendrían en nuestro devenir social.

De nuestros hijos en la educación influyeron,
en tareas de limpieza a nuestras mujeres ayudaron,
en nuestras fábricas y campos trabajaron…
y al servicio de nuestros ejércitos órdenes cumplieron.

Barilatis, era aficionado a la electrónica,
en aquellos años incorporó a su Fiat 600
un televisor alimentado por el encendedor del tablero.

Barilatis, se desempeñaba laboralmente
en el sector frutícola,
empleado en un galpón de empaque
perteneciente a la firma La Roja S.A..

Fue uno de los primeros riocoloradenses
sustituidos por robots en su lugar de trabajo.
El XHP-7 tenía la fisonomía de un fisicoculturista,
era dúctil, se desplazaba por sus propios medios,
tenía una altura de 182 centímetros y el color de nuestra piel,
obedecía instrucciones recibidas por voces determinadas
y realizaba trabajos de campo como cualquier operario calificado.

A partir de entonces…
Barilatis fue propietario y operador de la F.M. Stop.
A los cuarenta y dos años
tuvo una obstrucción parcial en una arteria.
En principio no quiso operaciones.

Asistido por un médico homeópata
radicado en Pehuen-Có,
trató la disolución de su coágulo
en base a un tratamiento sustentado
en una alimentación rica en fibras,
baja en grasas y azúcares, vitamina C
y dos vasos diarios de un licuado
de manzanilla, naranja, aloe vera y berro.

Sin obtener resultados favorables,
decidió someterse a una cirugía
consistente en la inserción de nanobots
programados para la eliminación de toxinas,
bacterias, células específicas, etc..

Desde ese día,
lleva en la parte superior de su mano derecha,
una pantalla que mediante sensores
colocados en todo el organismo
recopila y transmite datos incesantemente.

Barilatis, dice que en unos años
los seres humanos robotizarán tanto sus cuerpos
que dejarán de llamarse humanos.

Los robots serán nuestros herederos
y nos ofrecerán la única posibilidad
de llegar a la inmortalidad.




La madrugada del 4 de marzo
Ñancufil dejó un mensaje en mi celular...
diciendo que en dos días
Enrique viajaría con destino incierto.
La vida humana corría serios peligros de extinción.
Había una única posibilidad de impedirlo.
Si quería ser de la partida
debería comunicarme con ellos ni bien despertara.

No lo pensé dos veces.

El carnicero González, Don Luis Rancaño,
el Cigarra grande, el payador Alderete,
el investigador Pablo Rebich, Barilatis
y el poeta Fabián Benassi
recibieron el mismo mensaje.

Razón que me llevó a escribir sobre ellos...
en estas memorias de mis últimos días sobre la tierra.


Al lector (poema de Fabián Benassi)

Al haber ojeado concentrada
o superficial estas páginas,
que nadie piense que yo sufro.
¡No es cierto! ¡Pues sólo espero!

Al haber leído las líneas anteriores,
que nadie diga:
-¡Alegre vive!- ¡No es cierto!
Porque me entristece la espera.

Quien al leer estas páginas
las aceptase tal cuál son,
porque las comprende
colmo un ojo comprendería
su lágrima en el espejo...
el polvo de sus zapatos sacudirá
y se marchará en paz,
cuando por su causa
suene en alguna reunión mi nombre
y mordaz sea atacada mi persona.

Si a alguno escuchasen ensalzarme,
alegando que me conoce...
¡Miente!
sólo Dios puede hacerlo
y su preocupación
quizá no sea esta.
Y si alguien dedujese
por lo leído, que he muerto.
¡Se engaña! Es de Fe un acto
que esté entre sus manos
hoy mi libro...

Quién al leer las líneas anteriores,
afirmase así, que yo vivo...
¿Cómo podría saberlo?

¿Acaso aquel que ha conocido la vida de verdad,
necesita hurgar en lo que he escrito?



Germán Arens (La Bianca, Prov. Bs.As., 1967)





miércoles, 4 de enero de 2012

VA PARA SIEMPRE


























Te extraño.
Si digo esto es
que abandono
la manera instrumentada
del poema figurado.

Te extraño papá
y me estrecho
armado con la memoria
que me diste,
redundante a base de
bicicletas y locomotoras
con ruedas gigantes.

Esto del llanto
esta para siempre entre nosotros
se transforma en un salto al oscuro
en una manta
que separa el invierno
me separa.

Una mano mía
imita a la tuya
Trata, urde tu regreso
por los dedos del cariño.


(Inédito)
MI CASA

Mi casa es una casa humana
al parecer de plantas que la estrechan
a perpetuidad lanzadas contra las paredes,
a insectos que regresan a sus propiedades
con un ala quebrada por eludir los nidos de viento
que les tiende la tarde.
Mi casa es una casa humana tendida al sol,
mis cosas están por todas partes;
aquí estuve, aquello usé,
pasé y no vi qué tan humana era en sus espacios.

La silla donde se sienta la ropa
el cuerpo del que se despierta el día
la pieza que la nave solitaria sueña.

Mi casa es una casa dormida
entre las avispas de un deshielo.




(Fulcro)
ESTAR DE ROJO

"Clavan la espada en la arena
y embargan de tragedia un continente".


Los españoles dicen que inventaron América.
No les gustó la sangre que encontraron aquí.

Vaciaron cuerpo tras cuerpo
sin poder drenar de heridas las mentiras.

No pudieron con lágrimas beberse la sed
en lágrimas llevarse lo llorado
de litros de sangre en sus barcos.

Iberia vampiro de plata.

La mar me gusta verde
y no trazaré de rojo los caminos de agua;
me complace este puente de plata entre
orillas de dioses sangrientos.
Insisten con que nos dieron su sangre
Traté de escapar por la que tengo de tano
y estos insisten con que crearon los barcos.

El castellano lo inventó mi abuela
fregando el frío con las manos.

Tanto fregó
que aprendí la lengua de los negreros,
ahora les instilo por las venas
las letras del espanto.

España inventó para ahogarse
su propio mar de sangre,
y con dos tipos de rojo
se logra un tipo medio andaluz como yo.
Con la pluma que no llega,
esta es una pluma que se aferra con la mano,
les inserto los canutos conjugados de su lengua de comercio.

El castellano me lo inventó mi abuela, una tarde
para que no me quede solo con mis manos.

(Inédito)



Daniel Battilana



Sinólogo. Palio lingüista. Realizó estudios de Antropología Filosófica e Historia de las Religiones (Anthropologie philosophische Geschichte der Religionen Hanóver-Universität). Es Magister en Historia del Arte del King´s College of London, con tesis sobre “Ausencia, lenguaje y la exaltación del vínculo poético”. Es miembro de la Asociación Argentina de Epistemología y Psicoanálisis. Ha sido incluido en seis antologías poéticas y de relatos.
Es editor virtual del news letter L.S.D. Y cofundador con el narrador Alejandro Manrique de la página web “El Ciruja”. Dirigió, junto a la poeta Ana Bidiña, la revista Cucaña; es cofundador, junto al filósofo Elk Filosi, de la Fundación Centro Cuxdamara de Estudios Zen; ha sido publicado por Gibralfaro dependiente del departamento de Lingüística de la Universidad de Málaga. Desde el año 2002 integra junto a los filósofos E. E. Filosi, J. Aldurás y C. Stefanatto “Mot de boue" de lectura comparada.






lunes, 2 de enero de 2012

In my life





En mi vida

Hay lugares que recordaré toda mi vida
aunque algunos hayan cambiado
unos para siempre, y no para bien
otros han desaparecido, otros permanecen
todos estos lugares tuvieron su momento
con amantes y amigos que aún recuerdo
algunos han muerto, otros están vivos
en mi vida los he amado a todos.

Pero de todos aquellos amigos y amantes
no hay nadie que pueda compararse contigo
y estos recuerdos pierden su significado
cuando pienso en el amor como algo nuevo
aunque sepa que nunca perderé el cariño
por la gente y las cosas que ya pasaron
y que a menudo me detendré a pensar en ellos
en mi vida, te amaré más que a nadie.

Aunque sepa que nunca perderé el cariño
por la gente y las cosas que ya pasaron
y que a menudo me detendré a pensar en ellos
en mi vida, te amaré más que a nadie.

John Lennon.♥