miércoles, 30 de junio de 2021

EL MAPA Y EL TERRITORIO (Fragmento)

















PRIMERA PARTE (Pags.31 a 52)

I

       Jed ya no se acordaba cuándo había empezado a dibujar. Indudablemente, todos los niños dibujan más o menos, él no conocía niños, no estaba seguro. Su única certeza ahora era que había empezado a dibujar flores con lápices de colores en cuadernos de pequeño formato.
    Los miércoles por la tarde, y algunos domingos, había vivido momentos de éxtasis, solo en el jardín soleado, mientras la niñera telefoneaba a su novio del momento. Vanessa tenía dieciocho años, estaba en primer año de Económicas en la Universidad de Saint-Denis/Villetaneuse, y durante largo tiempo fue la única testigo de sus primeros ensayos artísticos. A ella sus dibujos le parecían bonitos, se lo decía y era sincera, pero algunas veces le lanzaba miradas perplejas. Los niños dibujan monstruos sanguinarios, insignias nazis y aviones (o, los más adelantados, vulvas y penes), rara vez flores.
       Jed ignoraba entonces, al igual que Vanessa, que las flores son sólo órganos sexuales, vaginas abigarradas que adornan la superficie del mundo, entregadas a la lubricidad de los insectos. Los insectos y los hombres, y también otros animales, parecen perseguir un objetivo, sus desplazamientos son rápidos y orientados, mientras que las flores permanecen fijas y deslumbrantes en la luz. La belleza de las flores es triste porque son frágiles y están destinadas a morir, como todas las cosas que hay en la tierra, por supuesto, pero las flores muy especialmente, y su cadáver, como el de los animales, no es sino una grotesca parodia de su ser vital, y su cadáver, como el de los animales, hiede; todo esto uno lo comprende bien cuando ya ha vivido el paso de las estaciones y la podredumbre de las flores, y Jed lo había comprendido a la edad de cinco años y quizá antes, porque había muchas flores en el parque que rodeaba la casa de Raincy, y también muchos árboles, y sus ramas agitadas por el viento eran tal vez una de las primeras cosas que había visto cuando lo paseaba en su cochecito una mujer adulta (¿su madre?), aparte de las nubes y el cielo. La voluntad de vivir de los animales se manifiesta mediante transformaciones rápidas —una humectación del orificio, una rigidez del tallo y más tarde la emisión de líquido seminal—, pero esto sólo lo descubriría más adelante, en un balcón de Port-Grimaud, gracias a Marthe Taillefer. La voluntad de vivir de las flores se manifiesta mediante la formación de manchas de color deslumbrantes que rompen la banalidad verdosa del paisaje natural, al igual que la trivialidad en general transparente del paisaje urbano, al menos en los municipios floridos.
       El padre de Jed volvía por la noche, se llamaba «Jean-Pierre», sus amigos le llamaban así. Jed, en cambio, le llamaba «papá». Era un buen padre, sus amigos y subordinados consideraban que lo era; hace falta mucho valor siendo viudo para criar solo a un hijo. Jean-Pierre había sido un buen padre los primeros años, ahora lo era un poco menos, pagaba más horas a la niñera, cenaba frecuentemente fuera (muy a menudo con clientes, a veces con subordinados, cada vez más esporádicamente con amigos porque el tiempo de la amistad empezaba a declinar para él, lo cierto era que ya no creía que se pudiese tener amigos, que esta relación de amistad pudiera tener verdadera importancia en la vida de un hombre o modificar su destino), regresaba tarde y no intentaba siquiera acostarse con la niñera, lo que sin embargo intentan la mayoría de los hombres; escuchaba el relato de la jornada, sonreía a su hijo, pagaba la tarifa que le pedían. Era el cabeza de una familia descompuesta y no tenía pensado recomponerla. Ganaba mucho dinero: director general de una empresa de construcción, se había especializado en construir balnearios llave en mano; tenía clientes en Portugal, las Maldivas, Santo Domingo.
    De aquel período Jed había conservado sus cuadernos, que contenían la totalidad de sus dibujos de la época, y todo esto moría lentamente, sin prisa (el papel no era de muy buena calidad, los lápices tampoco), aún podía durar dos o tres siglos, las cosas y los seres tienen una duración vital.
    Una pintura a la aguada que probablemente se remontaba a los primeros años de la adolescencia de Jed se titulaba: El heno en Alemania (lo cual era bastante misterioso, porque Jed no conocía Alemania y, a mayor abundamiento, nunca había participado en la siega del «heno»). Unas montañas nevadas, aunque la iluminación recuerda con toda claridad el pleno verano, cerraban la escena; trataba con vivos colores lisos a los campesinos que cargaban el heno con sus bieldos, a los burros uncidos a sus carros; era tan hermoso como un Cézanne o cualquier otro pintor. La cuestión de la belleza es secundaria en la pintura, a los grandes pintores del pasado se los consideraba tales cuando habían desarrollado una visión del mundo a la vez coherente e innovadora, lo cual significa que pintaban siempre de la misma manera, que utilizaban siempre el mismo método, los mismos procedimientos para transformar los objetos del mundo en objetos pictóricos, y que esta manera que les era propia no había sido empleada nunca antes. Se los apreciaba aún más como pintores cuando su visión del mundo parecía exhaustiva, parecía aplicable a todos los objetos y todas las situaciones existentes o imaginables. Esta visión de la pintura era la clásica y fue en la que Jed tuvo ocasión de iniciarse durante sus estudios secundarios, y que se basaba en el concepto de figuración , concepto al que Jed, bastante extrañamente, volvería durante algunos años de su carrera y al que, aún más extrañamente, debía a fin de cuentas la fortuna y la gloria.

     Consagró su vida (al menos su vida profesional, que bastante pronto se confundiría con el conjunto de su vida) al arte, a la producción de representaciones del mundo en las cuales la gente, sin embargo, no debería vivir en absoluto. Por ello podía producir representaciones críticas, críticas en cierta medida, porque el movimiento general del arte, así como de toda la sociedad, se inclinaba en los años de juventud de Jed hacia una aceptación del mundo, a veces entusiasta, más a menudo matizada de ironía. Su padre no tenía esta libertad de elección, tenía que producir configuraciones habitables de una forma absolutamente nada irónica, en las que la gente estaba destinada a vivir y debía tener la posibilidad de disfrutarlo, como mínimo durante sus vacaciones. Él era el responsable en caso de deficiencias graves de la máquina habitable, si un ascensor se desplomaba, por ejemplo, o si se atascaban los inodoros. No era responsable si invadía la residencia una población brutal, violenta, no controlada por la policía y las autoridades establecidas; su responsabilidad quedaba atenuada en caso de seísmo.
       El padre de su padre había sido fotógrafo; sus propios orígenes se perdían en una especie de charco sociológico poco apetitoso, estancado desde tiempos inmemoriales, esencialmente compuesto de obreros agrícolas y campesinos pobres. ¿Qué habría llevado a aquel hombre salido de un medio miserable a enfrentarse con las técnicas incipientes de la fotografía? Jed no tenía la menor idea y su padre tampoco, pero había sido el primero de una larga estirpe en huir de la pura y simple reproducción de lo mismo. Se había ganado la vida fotografiando mayormente bodas, a veces comuniones o fiestas de fin de curso escolar en un pueblo. Viviendo en aquel departamento desde siempre abandonado, marginado, que es la Creuse, casi no había tenido oportunidad de fotografiar inauguraciones de edificios ni visitas de políticos de envergadura nacional. Era un artesano mediocre, poco lucrativo, y el acceso de su hijo a la profesión de arquitecto constituía ya una seria promoción social, incluso sin contar sus posteriores éxitos de empresario.
    En la época en que ingresó en Bellas Artes de París, Jed había dejado el dibujo por la fotografía. Dos años antes había descubierto en el desván de su abuelo una cámara fotográfica Linhof Master Technika Classic, que él ya no utilizaba cuando se jubiló, pero que funcionaba perfectamente. Le había fascinado aquel objeto prehistórico, pesado, extraño, pero de una calidad de fabricación excepcional. Un poco a tientas había aprendido a dominar el descentrado, la basculación, la ley de Scheimpflug antes de lanzarse a lo que habría de ocupar la cuasi totalidad de sus estudios artísticos: la fotografía de los objetos manufacturados del mundo. Trabajaba en su habitación, por lo general con una iluminación natural. Las carpetas colgantes, las pistolas, las agendas, los cartuchos de impresora, los tenedores: nada escapaba a su ambición enciclopédica, consistente en confeccionar un catálogo exhaustivo de los objetos fabricados por el hombre en la era industrial.
    Aunque este proyecto, debido a su carácter a la vez grandioso y maniático, valga decir un poco demente, le valió el respeto de sus profesores, no le permitió en modo alguno unirse a uno de los grupos que se formaban a su alrededor, impulsados por una ambición estética común o, más prosaicamente, por un intento colectivo de entrar en el mercado del arte. Hizo, no obstante, amistades, aunque no muy intensas, sin darse cuenta de hasta qué punto serían efímeras. Entabló también algunas relaciones amorosas, ninguna de las cuales se prolongaría tampoco. Al día siguiente de obtener su título, se percató de que en adelante iba a estar bastante solo. Su trabajo de los últimos seis años había producido un poco más de once mil fotos. Almacenadas en formato TIFF, con una copia JPEG de resolución más baja, cabían de sobra en un disco duro de 640 Gb, de marca Western Digital, que pesaba un poco más de 200 gramos. Ordenó cuidadosamente su cámara y sus objetivos (poseía un Rodenstock Apo-Sironar de 105 mm, que abría a 5.6, y un Fujinon de 180 mm, que abría asimismo a 5.6) y luego examinó el resto de sus pertenencias. Estaba su ordenador portátil, su iPod, alguna ropa, algunos libros: no era mucho, en realidad, cabría holgadamente en dos maletas. Se iría a París. No había sido infeliz en aquella habitación, ni tampoco muy feliz. Su alquiler expiraba al cabo de una semana. Dudó en salir a dar una última vuelta por el barrio, por las orillas de la dársena del Arsenal, y después llamó a su padre para que le ayudara en la mudanza.
    Su convivencia en la casa de Raincy, por primera vez al cabo de tanto tiempo, en realidad por vez primera desde la infancia de Jed, aparte de ciertos períodos de vacaciones encolares, fue de inmediato tan fácil como vacía. Su padre todavía trabajaba mucho, distaba mucho de haber soltado las riendas de su empresa de entonces, raramente volvía antes de las nueve e incluso de las diez de la noche; se arrellanaba delante de la televisión mientras Jed recalentaba uno de los platos cocinados que había comprado semanas antes, llenando el maletero del Mercedes, en el Carrefour de Aulnay-sous-Bois; intentaba variar, aproximarse a cierto equilibrio alimentario, también había comprado queso y frutas. De todos modos, su padre prestaba poca atención a su comida; zapeaba indolentemente y solía acabar viendo alguno de los tediosos debates económicos de la LCI. Se acostaba casi inmediatamente después de la cena; por la mañana se había ido incluso antes de que Jed se levantara. Los días eran hermosos y uniformemente calurosos. Jed se paseaba entre los árboles del parque, se sentaba debajo de un tilo grande con un libro de filosofía en la mano que no solía abrir. Le asaltaban recuerdos de infancia, poco numerosos; luego volvía a casa para ver las retransmisiones del Tour de Francia. Le gustaban aquellos aburridos planos largos, desde un helicóptero, que seguían el avance perezoso del pelotón por la campiña francesa.
    Anne, la madre de Jed, procedía de una familia de la pequeña burguesía judía; su padre era un joyero de barrio. A los veinticinco años se había casado con Jean-Pierre Martin, a la sazón un joven arquitecto. Fue un matrimonio por amor, y unos años más tarde ella había engendrado un hijo, bautizado Jed en recuerdo de su tío, al que Anne había querido mucho. Después, unos días antes del séptimo cumpleaños de su hijo, se había suicidado; Jed no lo supo hasta muchos años más tarde, por una indiscreción de su abuela paterna. Anne tenía por entonces cuarenta años y su marido cuarenta y siete.
    Jed apenas conservaba recuerdos de su madre, y su suicidio no era un tema que pudiese abordar durante su estancia en la casa de Raincy, sabía que debía esperar a que su padre hablase del asunto, aun a sabiendas de que nunca ocurriría, de que evitaría la cuestión hasta el final, como todos los demás.
    Sin embargo, había que aclarar un punto y fue el padre quien se encargó de hacerlo un domingo por la tarde, cuando acababan de seguir juntos una etapa breve —la contrarreloj de Burdeos— que no había aportado cambios decisivos en la clasificación general. Estaban en la biblioteca, de lejos la habitación más bonita de la casa, con el suelo recubierto de un parqué de roble, que las vidrieras de la ventana dejaban en una ligera penumbra, y amueblada con cuero inglés; los anaqueles que la rodeaban contenían casi seis mil volúmenes, sobre todo tratados científicos publicados en el siglo XIX. Jean-Pierre Martin había comprado la casa hacía cuarenta años, por un precio muy bueno, a un propietario que tenía una urgente necesidad de liquidez, el barrio era seguro en aquel tiempo, era una zona elegante de chalés y contaba con llevar una vida familiar dichosa, la casa en todo caso habría permitido albergar a una familia numerosa y recibir a amigos con frecuencia, pero nada de esto llegó a suceder.
    En el momento en que la imagen captaba el rostro sonriente y previsible de Michel Drucker, el padre cortó el sonido y se volvió hacia su hijo.
    —¿Tienes pensado seguir una carrera artística? —le preguntó. Jed asintió—. ¿Y, por ahora, no puedes ganarte la vida?
    Jed matizó la respuesta. Para su propia sorpresa, dos agencias fotográficas le habían contactado el año anterior. La primera, especializada en fotografías de objetos, tenía clientes como el catálogo de CAMIF o La Redoute, y a veces también revendía sus negativos a agencias publicitarias. La segunda se dedicaba a las fotos culinarias; revistas como Notre Temps o Femme Actuelle solicitaban regularmente sus servicios. Poco prestigiosos, eran asimismo ámbitos poco lucrativos: sacar una fotografía de una bicicleta todoterreno, o de un gratinado de patatas con queso de Saboya, era mucho menos rentable que una foto equivalente de Kate Moss o incluso de George Clooney, pero la demanda era constante, sostenida, y garantizaba ingresos decentes; Jed, por tanto, si se tomaba la molestia, no carecía totalmente de recursos, y consideraba por lo demás deseable mantener cierta práctica de fotógrafo, limitada a la fotografía pura. Se conformaba con entregar plan-films, perfectamente definidos y expuestos, que la agencia escaneaba y modificaba a su gusto; prefería abstenerse del retocado de imágenes, probablemente sometido a diferentes imperativos comerciales o publicitarios, y limitarse a entregar negativos técnicamente perfectos, pero neutros.
    —Estoy contento de que seas autónomo —respondió su padre—. En mi vida he conocido a varios individuos que querían ser artistas y a los que les mantenían sus padres; ninguno consiguió triunfar. Es curioso, podría creerse que la necesidad de expresarse, de dejar huella en el mundo, es una fuerza poderosa; y, sin embargo, por lo general, no basta. Lo que mejor funciona, lo que empuja a la gente con la mayor violencia a superarse sigue siendo la pura y simple necesidad de dinero.
    »Voy a ayudarte a comprar un departamento en París —continuó—. Necesitarás conocer   gente, establecer contactos. Y además cabe decir que es una inversión, el mercado está bastante mal ahora.
    En la pantalla del televisor aparecía en aquel momento un cómico que a Jed le resultaba muy familiar. Hubo un gran primer plano de Michel Drucker beatífico, exultante. Jed se dijo de pronto que su padre quizá simplemente tenía ganas de estar solo; el contacto entre ellos nunca se había restablecido realmente.
    Dos semanas después compró el departamento que ocupaba todavía en el boulevard de L'Hópital, al norte del distrito XIII. La mayoría de las calles del vecindario estaban dedicadas a pintores —Rubens, Watteau, Veronese, Philippe de Champaigne—, lo que en rigor se podía considerar un presagio. Más prosaicamente, no estaba lejos de las nuevas galerías que habían abierto alrededor del barrio de la Tres Grand Bibliothéque. En realidad no había negociado, pero de todos modos se había informado sobre el contexto, los precios se derrumbaban en toda Francia, sobre todo en los espacios urbanos, y sin embargo las viviendas permanecían vacías, no encontraban comprador.

II


    La memoria de Jed no guardaba casi ninguna imagen de su madre, pero, por supuesto, había visto fotos. Era una mujer bonita, de tez pálida y largo pelo negro, en algunas se podía decir que era francamente hermosa; se parecía un poco al retrato de Agathe von Astighwelt que se conserva en el museo de Dijon. Rara vez sonreía en las imágenes, e incluso en su sonrisa parecía subsistir todavía una angustia. Claro está que sin duda influía la idea de su suicidio, pero incluso tratando de hacer abstracción de este suceso había en ella algo un poco irreal, o en todo caso intemporal; era fácil imaginarla en un cuadro de la Edad Media o del Renacimiento primitivo; parecía, por el contrario, inverosímil que hubiera podido ser adolescente en la década de 1960, que hubiese podido poseer un transistor o ir a conciertos de rock.
    Durante los primeros años posteriores a su muerte, el padre de Jed había intentado seguir el trabajo escolar de su hijo, había programado actividades para el fin de semana, en el McDonald's o en el museo. Luego, casi de una forma inevitable, los servicios de su empresa habían cobrado amplitud; su primer contrato en el ámbito de los centros balnearios llave en mano tuvo un éxito clamoroso. No solamente se habían respetado los plazos y los presupuestos iniciales —lo que era ya de por sí relativamente insólito—, sino que la realización había obtenido un aplauso unánime por su equilibrio y su respeto del medio ambiente; había habido artículos ditirámbicos tanto en la prensa regional como en las revistas de arquitectura nacionales, y hasta una página entera en el cuadernillo «Estilos» de Liberation . Escribieron que en Port-Ambarés había sabido aproximarse a «la esencia del habitat mediterráneo». En opinión del padre, se había limitado a alinear cubos de tamaño variable, de un blanco mate uniforme, directamente calcados de las construcciones tradicionales marroquíes, y a separarlos por medio de macizos de adelfas. Lo cierto es que, tras este primer éxito, le llovieron los encargos y había tenido que desplazarse cada vez más al extranjero. Cuando Jed empezó la secundaria, decidió enviarlo a un internado.
    Optó por el colegio de Rumilly, en Oise, regido por jesuitas. Era una institución privada, pero no de las reservadas a la élite; por lo demás, los gastos de escolaridad eran razonables, la enseñanza no era bilingüe, las instalaciones deportivas no eran nada extraordinario. Los padres que elegían el colegio de Rumilly para sus hijos no eran riquísimos, sino más bien conservadores de la antigua burguesía (muchos eran militares o diplomáticos), pero tampoco católicos integristas: la mayoría de las veces habían enviado al hijo al internado a consecuencia de un divorcio que se volvía conflictivo.
    Austeros y bastante feos, los edificios ofrecían un confort aceptable: las habitaciones eran dobles para los menores, y los alumnos pasaban a tener una habitación individual cuando empezaban el tercer año. El punto fuerte del centro, la baza más importante de su oferta, era el apoyo pedagógico que prestaba a cada alumno, y el porcentaje de éxito en bachillerato, en efecto, se había mantenido siempre, desde la fundación del colegio, por encima del noventa y cinco por ciento.

     Jed pasaría entre sus muros, y dando largos paseos bajo la cubierta sumamente sombría de las alamedas de abetos del parque, los años tristes, dedicados al estudio, de su adolescencia. No se quejaba de su suerte porque no se imaginaba otra distinta. Entre los alumnos estallaban a veces peleas violentas, las relaciones de humillación eran crueles y virulentas, y Jed, delicado y endeble, no habría estado en condiciones de defenderse, pero corrió el rumor de que era huérfano y, lo que es más, huérfano de madre, y este sufrimiento que no conocían intimidaba a sus condiscípulos; era como si le rodease un halo de respeto temeroso. No tenía ningún amigo íntimo y no buscaba la amistad ajena. En cambio, pasaba tardes enteras en la biblioteca, y a los dieciocho años, terminado el bachillerato, poseía un vasto conocimiento, inusual en los jóvenes de su generación, del patrimonio literario de la humanidad. Había leído a Platón, Esquilo y Sófocles; había leído a Racine, Moliere y Hugo; conocía a Balzac, Dickens, Flaubert, a los románticos alemanes y a los novelistas rusos. Más sorprendente aún, estaba familiarizado con los principales dogmas de la fe católica, cuya huella en la cultura occidental había sido tan profunda, mientras que sus contemporáneos, por lo general, sabían sobre la vida de Jesús un poco menos que sobre la de Spiderman.
    Esta impresión de una gravedad un poco anticuada habría de predisponer en su favor a los docentes que tuvieron que examinar su carpeta de admisión en Bellas Artes; era evidente que tenían delante a un candidato original, cultivado, serio, probablemente industrioso. La propia carpeta, titulada «Trescientas fotos de herramientas», atestiguaba una asombrosa madurez estética. Para no realzar el brillo de los metales y el carácter amenazador de las formas, Jed había utilizado una iluminación neutra, poco contrastada, y fotografiado los objetos de ferretería sobre un fondo de terciopelo gris medio. Presentaba así tuercas, pernos y llaves inglesas como si fuesen joyas de un resplandor discreto.
    En cambio, le había costado mucho (dificultad que lo acompañaría durante toda su vida) redactar la nota de presentación de sus fotos. Tras diversas tentativas de justificar su tema, se refugió en la pura exposición factual y se contentó con recalcar que las piezas de ferretería más rudimentarias, realizadas en acero, poseían ya una precisión de fabricación del 1/10 de milímetro. Más cercanas a la mecánica de precisión propiamente dicha, las piezas que componían los aparatos fotográficos de calidad, o los motores de Fórmula 1, se fabricaban normalmente con aluminio o una aleación ligera, y al 1/100 de milímetro. Por último, la mecánica de alta precisión, empleada por ejemplo en la relojería o la cirugía dental, se servía del titanio; la tolerancia de las cotas era entonces del orden de una micra. En suma, concluía Jed de un modo abrupto y aproximativo, la historia de la humanidad podía en gran medida confundirse con la historia del dominio de los metales: la era aún reciente de los polímeros y los plásticos no había tenido tiempo, según él, de producir una auténtica transformación mental.
    Historiadores del arte, más versados en el manejo del lenguaje, señalaron más tarde que esta primera realización real de Jed representaba ya, al igual, en cierto sentido, que sus obras posteriores, y a pesar de la variedad de sus soportes, un homenaje al trabajo humano .
    De este modo, Jed emprendió una carrera artística sin más proyecto —cuyo carácter ilusorio casi nunca captaba— que el de hacer una descripción objetiva del mundo. No obstante su cultura clásica —contrariamente a lo que a menudo se escribió al respecto—, no le embargaba en absoluto un respeto religioso por los maestros antiguos; a partir de esta época prefería con mucho a Mondrian y a Klee que a Rembrandt y Velázquez.
    En los primeros meses que siguieron a su instalación en el distrito XIII no hizo prácticamente nada más que cumplir los encargos de fotografías de objetos, por lo demás numerosos, que le hacían. Y un buen día, al desembalar un disco duro multimedia Western Digital que acababa de llevarle un mensajero, y del que debía entregar negativos bajo diferentes ángulos al día siguiente, comprendió que había acabado con la fotografía de objetos, al menos en el campo artístico. Era como si el hecho de haber llegado a fotografiar estos objetos con una finalidad puramente profesional, comercial, invalidase toda posibilidad de utilizarlos en un proyecto creativo.
    Esta evidencia tan brutal como inesperada lo sumió en un período depresivo de débil intensidad durante el cual su principal distracción cotidiana pasó a ser el programa Questions pour un champion , presentado por Julien Lepers. Gracias a su obstinación, a su pasmosa capacidad de trabajo, este presentador poco dotado al principio, un poco estúpido, con cara y apetitos de carnero, que aspiraba sobre todo en sus comienzos a una carrera de cantante de variedades y conservaba sin duda una nostalgia secreta de esta ambición, se había convertido poco a poco en una figura ineludible del paisaje mediático francés. El público se identificaba con él, tanto los alumnos de primer año de la Politécnica como las maestras jubiladas de Pas-de-Calais, los bikers [2] de Limousin como los restauradores del Var, no era ni impresionante ni lejano, proyectaba una imagen media, y casi simpática, de la Francia de la década de 2010. Incondicional de Jean-Pierre Foucault, de su humanismo, de su desparpajo de perillán, Jed tenía que reconocer, con todo, que cada vez más a menudo le seducía Julien Lepers.
    A principios de octubre recibió una llamada telefónica de su padre anunciándole que acababa de morir su abuela; su voz era lenta, un poco abrumada, pero apenas más de lo normal. Jed sabía que su abuela nunca se había repuesto de la muerte de su marido, al que había amado apasionadamente, con una pasión incluso sorprendente en un medio rural y pobre, poco propicio normalmente a las efusiones románticas. Fallecido el marido, ni siquiera su nieto había conseguido sacarla de una espiral de tristeza que gradualmente le había hecho renunciar a cualquier actividad, desde la cría de conejos a la preparación de mermeladas, y abandonar finalmente hasta la jardinería.
    El padre de Jed tenía que desplazarse a la Creuse al día siguiente, para el entierro y también por la casa, las cuestiones de herencia; le habría gustado que su hijo le acompañase. Hasta le habría gustado, en realidad, que él se quedase un poco más y se ocupara de todas las formalidades, en aquel momento tenía mucho trabajo en la agencia. Jed aceptó inmediatamente.
    A la mañana siguiente, el padre pasó a buscarlo en su Mercedes. Hacia las once entraron en la autopista A20, una de las más bellas de Francia, una de las que atraviesan los más armoniosos paisajes rurales; la atmósfera era diáfana y suave, con un poco de bruma en el horizonte. A las tres de la tarde pararon en un área de servicio, un poco antes de La Souterraine; a petición de su padre, mientras éste llenaba el depósito, Jed compró un mapa de carreteras «Michelin Departamentos» de la Creuse, Haute-Vienne. Fue allí, al desplegar el mapa, a dos pasos de los bocadillos de pan de molde envueltos en celofán, donde tuvo su segunda gran revelación estética. Era un mapa sublime; Jed, alterado, empezó a temblar delante del expositor. Nunca había contemplado un objeto tan magnífico, tan rico de emociones y de sentido, como aquel mapa Michelin a escala 1/150.000 de la Creuse, Haute-Vienne. En él se mezclaban la esencia de la modernidad, de la percepción científica y técnica del mundo, con la esencia de la vida animal. El diseño era complejo y bello, de una claridad absoluta, y sólo utilizaba un código de colores restringido. Pero en cada una de las aldeas, de los pueblos representados de acuerdo con su importancia, se sentía la palpitación, el llamamiento de decenas de vidas humanas, de decenas o centenares de almas, unas destinadas a la condenación, otras a la vida eterna.
    El cuerpo de la abuela descansaba ya en un ataúd de roble. Envuelta en un vestido oscuro, tenía los ojos cerrados y las manos unidas; los empleados de la funeraria sólo esperaban a que llegasen ellos para cerrar la tapa. Les dejaron solos en la habitación durante unos diez minutos.
    —Es mejor para ella… —dijo el padre, al cabo de un rato de silencio. Sí, probablemente, pensó Jed—. Creía en Dios, ya sabes —añadió el padre, tímidamente.
    Al día siguiente, durante la misa del funeral, a la que asistió todo el pueblo, y después delante de la iglesia cuando recibían el pésame, Jed se dijo que su padre y él estaban notablemente adaptados a aquel tipo de circunstancias. Pálidos y cansados, los dos vestidos con un traje oscuro, no les costaba nada expresar la gravedad, la tristeza resignada propias de la ocasión; incluso apreciaban, sin poder suscribirla, la nota de discreta esperanza que aportó el cura: él también anciano, un veterano de los entierros, que debían de ser su actividad principal, habida cuenta de la edad de la población.
    Al volver hacia la casa, donde habían servido el vino de honor, Jed se percató de que era la primera vez que asistía a un entierro serio, a la vieja usanza , un entierro que no pretendía escamotear la realidad del fallecimiento. En París había asistido varias veces a incineraciones; la última fue la de un compañero de Bellas Artes, que había muerto en un accidente aéreo durante sus vacaciones en Lombok; le había sorprendido que algunos de los presentes no hubieran apagado el móvil en el momento de la cremación.
    Su padre se marchó justo después, a la mañana siguiente tenía una cita profesional en París. El sol se ponía, las luces traseras del Mercedes se alejaban en dirección a la carretera nacional y Jed volvió a pensar en Geneviéve. Habían sido amantes durante algunos años cuando él estudiaba Bellas Artes; en realidad, había perdido la virginidad con ella. Geneviéve era malgache y le había hablado de las curiosas costumbres de exhumación practicadas en su país. Una semana después de la muerte desenterraban el cadáver, deshacían las sábanas en que estaba envuelto y tomaban una comida en su presencia, en el comedor de la familia; a continuación volvían a sepultarlo. Repetían el ritual un mes más tarde, luego tres meses después, ya no se acordaba muy bien pero le parecía que había no menos de siete exhumaciones sucesivas, la última se desarrollaba un año después del óbito, antes de que al difunto se le considerase definitivamente muerto y pudiera acceder al eterno descanso. Este ceremonial de aceptación de la muerte y de la realidad física del cadáver era exactamente lo contrario de la sensibilidad occidental moderna, se dijo Jed, y fugazmente lamentó haber dejado que Geneviéve saliese de su vida. Era dulce y apacible; él sufría en aquella época unas migrañas oftálmicas terribles y ella se quedaba horas a su cabecera sin aburrirse, le preparaba la comida y le llevaba agua y medicinas. También de temperamento era bastante caliente , y en el aspecto sexual le había enseñado todo. A Jed le gustaban sus dibujos, que se inspiraban un poco en los grafitis, pero se distinguían de ellos por el aire infantil, alegre, de los personajes, y también por una letra más redondeada y por la paleta que usaba: mucho rojo cadmio, amarillo indio, tierra de Siena natural o quemada.

    Para pagarse los estudios, Geneviéve comerciaba con sus encantos, como se decía en otro tiempo; a Jed le parecía que esta expresión obsoleta le convenía más que la palabra anglosajona escort . Cobraba doscientos cincuenta euros por hora, con un suplemento de cien euros por el anal. Él no tenía nada que objetar a esta actividad y hasta le propuso hacer unas fotos eróticas para mejorar la presentación de su página web. O bien los hombres son a menudo celosos, y a veces tremendamente celosos, de los ex de sus amantes, y se preguntan con angustia durante años, y a veces hasta su muerte, si no sería mejor con el otro, si el otro no las hacía gozar más, o bien aceptan con facilidad, sin el menor esfuerzo, todo lo que su mujer haya podido hacer en el pasado ejerciendo una actividad de prostituta. Desde el momento en que se realiza mediante una transacción económica, toda actividad sexual está disculpada y se vuelve inofensiva, y en cierto modo está santificada por la antigua maldición del trabajo. Según los meses, Geneviéve ganaba entre cinco y diez mil euros dedicando sólo algunas horas por semana. Exhortaba a Jed a aprovecharlo, le instaba a que «se dejase de melindres», y varias veces se tomaron juntos unas vacaciones de invierno, en la Isla Mauricio o en las Maldivas, pagadas íntegramente por ella. Era tan natural, tan jovial que él nunca sintió el más mínimo apuro, nunca se sintió, ni siquiera una pizca, en la piel de un macarra .
    Sintió, en cambio, una auténtica tristeza cuando ella le comunicó que se iba a vivir con uno de sus clientes asiduos, un abogado de treinta y cinco años cuya vida era calcada, según lo que ella le dijo a Jed, a la de los abogados de negocios descritos en los thrillers de abogados de negocios, que suelen ser norteamericanos. Sabía que ella mantendría su palabra, que sería fiel a su marido, y por eso, cuando ella franqueó por última vez la puerta de su estudio, él supo que sin duda no volvería a verla. Quince años habían transcurrido desde entonces; su marido era seguramente un marido satisfecho y ella una feliz ama de casa; estaba seguro de que sus hijos, sin conocerlos, eran amables y bien educados, y que obtenían excelentes resultados escolares. Los ingresos del marido, abogado de negocios, ¿serían ahora superiores a los honorarios artísticos de Jed? Era una cuestión de difícil respuesta, pero quizá la única que valía la pena plantearse. «Tú tienes vocación de artista, quieres serlo realmente…», le había dicho ella en su último encuentro. «Eres pequeñito, eres una monada, todo grácil, pero tienes la voluntad de hacer algo, tienes una ambición enorme, lo vi al instante en tu mirada. Yo hago esto…» (señaló con un gesto evasivo y circular sus dibujos al carboncillo, clavados en la pared), «hago esto sólo por divertirme.»
    Él había guardado algunos dibujos de Geneviéve y seguía pensando que poseían un verdadero valor. A veces se decía que el arte debería quizá parecerse a aquello, a una actividad inocente y alegre, casi animal, había habido opiniones en este sentido, «pinta como un pintor de verdad», «pinta como el pájaro canta», y quizá el arte llegara a ser así en cuanto el hombre hubiera sobrepasado la cuestión de la muerte, y quizá ya hubiese sido así en algunos períodos, por ejemplo en el caso de Fra Angélico, tan próximo al paraíso, tan convencido de la idea de que su estancia en la tierra no era sino una preparación temporal, brumosa, para la vida eterna al lado de su señor Jesucristo. Y ahora estoy con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo .

(Del libro “El mapa y el territorio”,
Anagrama, 2011)

 Michel Houellebecq

(Traducción: Jaime Zukaika)

Escritor francés nacido en la Isla de Reunión el 26 de febrero de 1958 con el nombre de Michel Thomas, adoptando posteriormente el pseudónimo de Michel Houellebecq en honor a su abuela, que fue quien lo crió. Aunque ya había publicado ensayos (por ejemplo, un libro sobre Lovecraft) y numerosos poemas, el reconocimiento le llegó con su primera novela, Extension du domaine de la lutte (Ampliación del campo de batalla, 1994), que basada en el boca a boca y sin apenas publicidad se convirtió en un superventas en Francia. Con Les particules élémentaires (Las partículas elementales, 1998) se afianzó como uno de los más importantes escritores de su país, ganando el premio Novembre y el Nacional de las Letras para jóvenes talentos. El éxito total le llegaría con la aclamada (y denostada a partes iguales) Plateforme (Plataforma, 2001), una polémica novela tras cuya publicación Houellebecq fue acusado de misoginia, pornografía y racismo (parte del trasfondo de la novela tiene relación con el islamismo radical). Aparte, la principal acusación fue la de haber trivializado el turismo sexual en Extremo Oriente y el Caribe. Tras una entrevista posterior en la que lanzó duras palabras contra el Islam, fue llevado a juicio, aunque ganó la causa. También ha cultivado la ciencia ficción con su novela La possibilité d´une île (La posibilidad de una isla, 2005), novela que sin embargo no ha tenido la repercusión de obras anteriores. Su obra El mapa y el territorio tuvo una gran repercusión tras ganar el Premio Goncourt -pese a algunas acusaciones por plagiar textos de la Wikipedia- y con Sumisión -novela en la que plantea una futura Francia islamista- desató una fuerte polémica.

(Biografía tomada del sitio “Lecturalia”).



 

lunes, 28 de junio de 2021

LA INVENCIÓN DE LA SOLEDAD (Fragmento)


 












(A P E R T U R A) 


Retrato de un hombre invisible


Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte. El hombre deja escapar un pequeño suspiro, se desploma en un sillón y muere. Sucede de una forma tan repentina que no hay lugar para la reflexión; la mente no tiene tiempo de encontrar una palabra de consuelo. No nos queda otra cosa, la irreductible certeza de nuestra mortalidad. Podemos aceptar con resignación la muerte que sobreviene después de una larga enfermedad, e incluso la accidental podemos achacarla al destino; pero cuando un hombre muere sin causa aparente, cuando un hombre muere simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre la vida y la muerte que no sabemos de qué lado nos encontramos. La vida se convierte en muerte, y es como si la muerte hubiese sido dueña de la vida durante toda su existencia.
Muerte sin previo aviso, o sea, la vida que se detiene. Y puede detenerse en cualquier momento.
Recibí la noticia de la muerte de mi padre hace tres semanas. Fue un domingo por la mañana mientras yo le preparaba el desayuno a Daniel, mi hijito. Arriba, mi mujer todavía estaba en la cama, arropada entre las mantas, disfrutando de unas horas más de sueño. Invierno en el campo: un mundo de silencio, leños humeantes, nieve. No podía dejar de pensar en las líneas que había escrito la noche anterior y esperaba con impaciencia la tarde para volver al trabajo. Entonces sonó el teléfono y supe en el acto que habría problemas. Nadie llama un domingo a las ocho de la mañana si no es para dar una noticia que no puede esperar, y una noticia que no puede esperar es siempre una mala noticia.
No se me ocurrió un solo pensamiento noble.
Incluso antes de hacer las maletas para emprender las tres horas de viaje hacia Nueva Jersey, supe que tendría que escribir sobre mi padre. No tenía un plan ni una idea precisa de lo que eso significaba; ni siquiera recuerdo haber tomado una decisión consciente al respecto. Pero la idea estaba allí, como una certeza, una obligación que comenzó a imponese a sí misma en el preciso instante en que recibí la noticia de su muerte. Pensé: mi padre ya no está, y si no hago algo de prisa, su vida entera se desvanecerá con él.
Al mirar hacia atrás, incluso ahora que sólo han pasado tres semanas, me parece una reacción muy extraña.
Siempre había imaginado que la muerte me atontaría, que el dolor me inmovilizaría por completo. Pero cuando por fin ocurrió, no derramé ni una lágrima ni sentí como si el mundo se desmoronara a mi alrededor. En cierto modo, y a pesar de su carácter repentino, parecía asombrosamente preparado para aceptar esta muerte. Lo que me preocupaba era otra cosa, algo que no tenía que ver con la muerte ni con mi reacción ante ella: la certeza de que mi padre se había marchado sin dejar ningún rastro.
No tenía esposa ni familia que dependiera de él, nadie cuya vida fuera a verse alterada por su ausencia. Tal vez provocara un breve instante de sorpresa en alguno de sus escasos amigos, tan impresionados por la idea de los caprichos de la muerte como por la pérdida de un cama-rada, después de corto período de duelo, y luego nada. Con el tiempo sería como si nunca hubiera existido.
Había estado ausente incluso antes de su muerte y hacía tiempo que la gente que lo rodeaba había aprendido a aceptar su ausencia, a tomarla como una cualidad inherente a su personalidad. Ahora que se había ido, no sería difícil hacerse a la idea de que su ausencia sería definitiva. La naturaleza de su vida había preparado al mundo para su muerte —una especie de muerte prevista—, y cuando lo recordaran, si es que alguien lo hacía, sería de una forma imprecisa, sólo imprecisa.
Incapaz de cualquier sentimiento de pasión, ya fuera por una cosa, una idea o una persona, no había podido o no había querido mostrarse a sí mismo bajo ninguna circunstancia y se las había ingeniado para mantenerse a cierta distancia de la vida, para evitar sumergirse en el torbellino de las cosas. Comía, iba a trabajar, tenía amigos, jugaba al tenis; pero a pesar de todo no estaba allí.
Era un hombre invisible, en el sentido más profundo e inexorable de la palabra. Invisible para los demás, y muy probablemente para sí mismo. Si cuando estaba vivo no hice otra cosa que buscarlo, intentar encontrar al padre que no estaba, ahora que está muerto siento que debo seguir con esa búsqueda. Su muerte no ha cambiado nada; la única diferencia es que me he quedado sin tiempo.
Había vivido solo durante quince años, una vida tenaz y opaca, como si fuera inmune al mundo. No parecía un hombre que ocupaba un espacio, sino más bien un bloque impenetrable de espacio en forma de hombre. El mundo rebotaba contra él, se estrellaba en él y a veces se adhería a él; pero nunca logró atravesarlo. Durante quince años vivió como un fantasma, absolutamente solo, en una casa enorme, la misma casa donde murió.
Allí habíamos vivido una breve temporada como una familia, mi padre, mi madre, mi hermana y yo; pero después del divorcio de mis padres, todos nos dispersamos: mi madre comenzó una nueva vida, yo me fui a la universidad, y mi hermana se quedó con mi madre hasta que también a ella le llegó la hora de marcharse a estudiar. Sólo mi padre permaneció allí, tal vez porque una cláusula de la sentencia de divorcio estipulaba que a mi madre le correspondía una parte de la casa y que recibiría la mitad de las ganancias cuando ésta se vendiera (lo que hacía que él se resistiera a vender), o bien por una secreta repulsa a cambiar de vida (para demostrar al mundo que el divorcio no había alterado su vida hasta el grado de hacerle perder su control sobre ella) o simplemente por inercia, un letargo emocional que lo incapacitaba para cualquier forma de acción. Lo cierto es que siguió allí, solo en una casa en la que podrían haber vivido siete u ocho personas.
Era un lugar impresionante: viejo, de una arquitectura maciza de estilo Tudor, con vidrieras emplomadas, techo de pizarra y habitaciones de magníficas proporciones. Su compra había significado un gran paso para mis padres, un signo de prosperidad. Era el mejor barrio de la ciudad, y a pesar de que no era muy divertido vivir allí (en especial para los niños), el prestigio de la zona superaba su mortífero aburrimiento. Resulta extraño pensar que al principio mi padre se resistía a mudarse, teniendo en cuenta que acabaría pasando el resto de su vida allí. Se quejaba de su precio (un tema constante), y cuando por fin cedió, lo hizo con evidente malhumor. Sin embargo pagó al contado, todo de una vez; nada de hipoteca ni de plazos mensuales. Corría el año 1959 y los negocios le iban bien.
Siempre fue un hombre de rutina. Se iba a la mañana temprano, trabajaba duro todo el día y luego, cuando volvía a casa (los días que no trabajaba hasta tarde) hacía una breve siesta antes de la cena. Una vez, durante nuestra primera semana en la casa nueva, antes de que nos estableciéramos del todo, cometió un curioso error. En lugar de conducir hacia la casa nueva a la salida del trabajo, se dirigió a la vieja tal como había hecho durante años; aparcó su coche en el camino, entró en la casa por la puerta trasera, subió las escaleras, se metió en el dormitorio y se acostó a dormir. Durmió durante una hora, y como es obvio, cuando la nueva dueña de la casa volvió y se encontró a un extraño durmiendo en su cama, se sorprendió mucho. Pero a diferencia de Rizos de Oro, mi padre no dio un salto y salió corriendo. Al final la confusión se aclaró y todo el mundo rió de buena gana. El recuerdo de aquel incidente todavía me hace gracia, y sin embargo, no puedo dejar de considerar esta historia como un hecho patético. Una cosa es que un hombre vuelva por error a su antigua casa, pero otra muy distinta es que no note que todo ha cambiado en su interior. Hasta a la mente más cansada o distraída le queda un resabio de instinto animal que confiere al cuerpo una ligera idea de su situación. Era necesario estar casi inconsciente para no ver, ni siquiera intuir, que la casa ya no era la misma. Como dice uno de los personajes de Becket, «el hábito es el mayor insensibilizador». Y si la mente no es capaz de responder a la evidencia material, ¿cómo reaccionará ante la evidencia emocional?
En los últimos quince años no hizo prácticamente ninguna reforma en la casa. No agregó ni quitó muebles, no cambió el color de las paredes, no renovó la vajilla; ni siquiera se deshizo de los vestidos de mi madre, sólo se limitó a guardarlos en un armario del desván. La magnitud de la casa lo absolvía de tomar decisiones sobre su contenido. No era que se aferrara al pasado e intentara conservar la casa como un museo; por el contrario, parecía inconsciente de lo que hacía. Era la negligencia lo que lo movía, no el recuerdo, y a pesar de que siguió viviendo en la casa durante mucho tiempo, lo hizo como si fuera un extraño. A medida que pasaban los años, pasaba menos y menos tiempo allí. Casi siempre comía en restaurantes, arreglaba sus encuentros sociales como para tener todas las noches ocupadas y usaba la casa sólo como un sitio adonde ir a dormir. Una vez, hace varios años, le comenté cuánto había ganado por mis traducciones y mis publicaciones el año anterior (en realidad no era mucho, pero sí más de lo que había ganado los años anteriores) y me respondió divertido que él gastaba una suma mayor sólo en comer afuera. Lo cierto es que su vida no se centraba en el lugar donde vivía; su casa era sólo uno de los tantos lugares de parada en su inquieta y desarraigada existencia y esta falta de raíces lo convertía en un perpetuo forastero, un turista en su propia vida. Daba la impresión de que siempre estaba ilocalizable. Sin embargo, creo que la casa es importante, quizás porque su estado de desidia resulta un reflejo sintomático de una personalidad inaccesible por cualquier otro camino, que sólo alcanzaba a manifestarse a través de imágenes concretas de conducta inconsciente. La casa se convirtió en una metáfora de la vida de mi padre, la representación auténtica y fidedigna de su mundo interior, porque a pesar de que conservó la casa ordenada y más o menos en su estado anterior, ésta sufrió un proceso gradual e inevitable de desintegración. Era ordenado, siempre colocaba las cosas en su sitio, pero no cuidaba nada, ni siquiera limpiaba. Los muebles, sobre todo los de las habitaciones en que no entraba casi nunca, estaban cubiertos de polvo y telas de araña, signos de un desinterés absoluto; el horno de la cocina estaba tan lleno de restos de comida pegada que era prácticamente inservible, y en los armarios permanecían —a veces durante años— paquetes de harina llenos de bichos, galletas rancias, bolsas de azúcar que se habían convertido en bloques sólidos, frascos de sirope que ya no podían abrirse. Cuando se preparaba una comida, inmediatamente se preocupaba de lavar los platos... pero sólo con agua, nunca usaba jabón, de modo que todas las tazas, los platillos y los platos estaban cubiertos de una opaca partícula de grasa. Las persianas de la casa, que permanecían siempre bajas, estaban tan desgastadas que el más mínimo tirón podía hacerlas pedazos. La humedad se filtraba por todas partes y manchaba los muebles, la caldera no daba suficiente calor, la ducha no funcionaba. La casa se había convertido en una ruina y resultaba deprimente entrar en ella. Uno tenía la sensación de que se encontraba en la vivienda de un ciego.
Los amigos y la familia, al tanto de su extravagante forma de vida, insistían en que vendiera y se mudara a otro lado. Pero él siempre lograba disuadirlos con un indiferente: «Aquí estoy a gusto» o «la casa está bien para mí». Sin embargo, por fin decidió vender. Al final, en la última conversación telefónica que tuvimos diez días antes de su muerte, me dijo que la casa había sido vendida y que el trato se cerraría el primero de febrero, unas tres semanas más tarde. Quería saber si había algo en la casa que me sirviera y quedé en ir a visitarlo con mi esposa y Daniel el primer día libre que tuviera. Murió antes de que tuviéramos oportunidad de hacerlo.
Descubrí que no hay nada tan terrible como tener que enfrentarse a las pertenencias de un hombre muerto. Los objetos son inertes y sólo tienen significado en función de la vida que los emplea. Cuando esa vida se termina, las cosas cambian, aunque permanezcan iguales. Están y no están allí, como fantasmas tangibles, condenados a sobrevivir en un mundo al que ya no pertenecen. ¿Qué puede decirnos, por ejemplo, un armario lleno de ropa que espera en silencio ser usada otra vez por un hombre que no volverá a abrir la puerta? ¿Y los paquetes de preservativos en cajones llenos de ropa interior y calcetines? ¿Y la afeitadora eléctrica que está en el baño, todavía llena de la pelusa del último afeitado? ¿O una docena de frascos vacíos de tinte para el pelo escondidos en un maletín de piel? De repente se revelan cosas que uno no quiere ver, no quiere saber. Producen un efecto conmovedor, pero al mismo tiempo horrible. Por sí mismas, las cosas no significan nada, como los utensilios de cocina de una civilización antigua; pero sin embargo nos dicen algo, siguen allí no como simples objetos, sino como vestigios de pensamientos, de conciencia; emblemas de la soledad en que un hombre toma las decisiones sobre su propia vida: teñirse el pelo, usar una camisa u otra, vivir o morir. Y una vez que ha llegado la muerte, todo es absolutamente inútil.
Cada vez que abría un cajón o metía la cabeza en uno de sus armarios, me sentía como un intruso, un ladrón saqueando los lugares secretos de la mente de un hombre. Tenía la sensación de que mi padre entraría en cualquier momento, me miraría con incredulidad y me preguntaría qué demonios estaba haciendo. No parecía justo que no pudiera protestar; yo no tenía derecho a invadir su vida privada.
Un número de teléfono garabateado de prisa al dorso de una tarjeta de visita decía: «H. Limeburg. Todo tipo de cubos de basura». Fotografías de la luna de miel de mis padres en las cataratas del Niágara, en 1946: mi madre sentada con nerviosismo sobre un toro, posando para una de esas fotos cómicas que nunca resultan cómicas. Una súbita sensación de qué irreal que había sido la vida, incluso en su prehistoria. Un cajón lleno de martillos, clavos y más de veinte destornilladores. Un archivador lleno de cheques cancelados de 1953 y las tarjetas de felicitación que recibí para mi sexto cumpleaños. Y luego, enterrado en el fondo de un cajón del baño, un cepillo de dientes con iniciales grabadas que había pertenecido a mi madre y que nadie había tocado o mirado en más de quince años.
La lista es interminable.
Pronto me di cuenta de que mi padre no había hecho casi ningún preparativo para marcharse. Los únicos signos de su inminente mudanza que encontré en toda la casa fueron unas pocas cajas de libros, todos triviales (un atlas desactualizado, una introducción a la electrónica de hacía cincuenta años, una gramática de latín del bachillerato, viejos compendios de leyes). Eso era todo. No había cajas vacías aguardando que las llenaran, ni muebles para regalar o vender; ningún acuerdo con una compañía de mudanzas. Era como si no hubiera podido enfrentarse a ello. Había decidido morir, antes que vaciar la casa. La muerte era una evasión, la única huida legítima. Sin embargo, yo no podía escapar; había que ocuparse de todo y nadie más que yo podía hacerse cargo. Durante diez días ordené sus cosas, desocupé la casa y la dejé lista para la llegada de sus nuevos dueños. Fueron unos días horribles, aunque con momentos curiosamente cómicos; unos días de decisiones atolondradas y absurdas sobre qué vender, qué tirar y qué regalar. Mi esposa y yo compramos un gran tobogán de madera para Daniel, nuestro hijo de dieciocho meses, y lo montamos en la sala. El disfrutaba del caos: lo revolvía todo, se ponía pantallas de lámparas como sombrero, desparramaba fichas de póquer de plástico por toda la casa y corría por los amplios espacios de las habitaciones cada vez más vacías. Por la noche, mi esposa y yo nos echábamos bajo colchas monolíticas a ver malísimas películas por televisión, hasta que también se llevaron el televisor. La caldera no funcionaba bien, y si olvidaba llenarla de agua podía estropearse del todo.
Una mañana nos despertamos y descubrimos que la temperatura de la casa había bajado a menos de cinco grados. El teléfono sonaba veinte veces al día y veinte veces al día tenía que informar a alguien de la muerte de mi padre. Me había convertido en un vendedor de muebles, un peón de mudanzas y un mensajero de malas noticias.
La casa parecía el escenario de una vulgar comedia de costumbres. Los parientes venían a pedir un mueble o un artículo de la vajilla, se probaban los trajes de mi padre y vaciaban las cajas mientras hablaban sin cesar como cotorras. Los subastadores venían a examinar la mercancía («Nada tapizado, no valen un céntimo»), fruncían la nariz y se marchaban. Los basureros entraban con sus pesadas botas y sacaban montañas de basura. El hombre del agua vino a leer el contador del agua; el del gas, el contador del gas; el del petróleo, el contador del petróleo. Uno de ellos, no recuerdo cuál, había tenido problemas con mi padre hacía años y me dijo con un aire de brutal complicidad:
—No me gusta decir esto —en realidad le encantaba—, pero su padre era un asqueroso cabrón.
La encargada de la inmobiliaria vino a comprar algunos muebles para los nuevos dueños y acabó llevándose un espejo para ella. La dueña de una tienda de objetos exóticos compró los sombreros antiguos de mi madre. Un trapero vino con cuatro ayudantes (cuatro negros llamados Luther, Ulysses, Tommy Pride y Joe Sapp) y cargaron en sus carros desde un juego de pesas a una tostadora rota. Cuando acabaron, ya no quedaba nada. Ni siquiera una postal. Ni siquiera un pensamiento.
Sin duda el peor momento de aquellos días fue cuando salí al jardín bajo una lluvia torrencial a cargar un montón de corbatas de mi padre en la camioneta de una institución benéfica. Debía de haber más de cien corbatas y yo recordaba varias de mi infancia: los dibujos, los colores y las formas habían quedado grabadas en mi conciencia temprana con la misma claridad que la cara de mi padre. Verme a mí mismo deshaciéndome de ellas como del resto de la basura se me hizo intolerable y fue entonces, en el preciso momento en que las deposité en la camioneta, cuando estuve más cerca de las lágrimas. El acto de desprenderme de las corbatas parecía simbolizar para mí el verdadero funeral, más que la visión del ataúd al ser colocado en el foso. Por fin comprendí que mi padre estaba muerto.
Ayer, una niña de la vecindad vino a jugar con Daniel. Es una pequeña de unos tres años y medio que acaba de aprender que los adultos también han sido niños y que incluso su madre y su padre tienen padres. De repente, la niña levantó el teléfono e inició una conversación simulada, luego se volvió hacia mí y dijo:
—Paul, es tu padre. Quiere hablar contigo.
Fue horrible. Por un instante pensé que había un fantasma al otro extremo de la línea y que realmente quería hablar conmigo.
—No —dije por fin de forma abrupta—, no puede ser mi padre. Hoy no puede llamar porque está en otro sitio.
Esperé a que colgara el teléfono y salí de la habitación.
En el armario de su dormitorio había encontrado cientos de fotografías, algunas dentro de sobres de papel Manila, otras pegadas a las páginas arrugadas y negras de álbumes y otras más sueltas, desparramadas por los cajones. Por la forma en que las guardaba, deduje que nunca las miraba, y que probablemente incluso habría olvidado que estaban allí. Un álbum muy grande, encuadernado en piel fina y con letras doradas grabadas en la cubierta decía: «Los Auster. Esta es nuestra vida» y estaba completamente vacío. Alguien, sin duda mi madre, había encargado el álbum, pero nadie se había tomado la molestia de llenarlo.
Una vez de vuelta en casa, me puse a examinar las fotografías con una fascinación casi obsesiva. Las encontraba irresistibles, valiosas, algo así como reliquias sagradas. Tenía la impresión de que podrían ofrecerme una información que yo no poseía, revelarme una verdad hasta entonces secreta, y estudié cada una de ellas con atención, fijándome en los más mínimos detalles, la sombra más insignificante, hasta que todas las imágenes se convirtieron en una parte de mí mismo. No quería que nada se me escapara.
La muerte despoja al hombre de su alma. En vida, un hombre y su cuerpo son sinónimos; en la muerte, una cosa es el hombre y otra su cuerpo. Decimos: «Éste es el cuerpo de X», como si el cuerpo, que una vez fue el hombre mismo y no algo que lo representaba o que le pertenecía, sino el mismísimo hombre llamado X, de repente careciera de importancia. Cuando un hombre entra en una habitación y uno le estrecha la mano, no siente que es su mano lo que estrecha, o que le estrecha la mano a su cuerpo, sino que le estrecha la mano a él. La muerte lo cambia todo. Decimos «éste es el cuerpo de y no «éste es X». La sintaxis es completamente diferente. Ahora hablamos de dos cosas en lugar de una, dando por hecho que el hombre sigue existiendo, pero sólo como idea, como un grupo de imágenes y recuerdos en las mentes de otras personas; mientras que el cuerpo no es más que carne y huesos, sólo un montoncillo de materia.
El descubrimiento de esas fotografías fue importante para mí porque parecían reafirmar la presencia física de mi padre en el mundo, permitirme la idea ilusoria de que aún estaba allí. El hecho de que muchas de estas fotografías eran totalmente desconocidas para mí, sobre todo las de su juventud, me daba la extraña sensación de que lo veía por primera vez y de que una parte de él comenzaba a existir ahora. Había perdido a mi padre; pero al mismo tiempo lo había encontrado. Mientras mantuviera aquellas fotografías ante mi vista, mientras las siguiera contemplando con absoluta atención, sería como si estuviera vivo, incluso en la muerte. Y si no vivo, al menos tampoco muerto; más bien en suspenso, encerrado en un universo que no tenía nada que ver con la muerte y en el cual la muerte nunca podría entrar.
La mayoría de estas fotografías no me decían nada, pero me ayudaron a llenar lagunas, a confirmar impresiones, me ofrecían pruebas a las que nunca había tenido acceso. Una serie de instantáneas de su época de soltero, por ejemplo, probablemente tomadas en diferentes años, reflejaban una síntesis exacta de ciertos aspectos de su personalidad que habían pasado inadvertidos durante sus años de matrimonio, una faceta de él que no descubrí hasta después de su divorcio: mi padre como bromista, como hombre de mundo, como juerguista. En esas fotografías está retratado con mujeres, por lo general dos o tres, todas ellas en poses cómicas, enlazadas por los brazos, o dos de ellas sentadas sobre su falda, o dándose un beso teatral para complacer al que sacaba la foto. Como fondo, una montaña, una cancha de tenis, tal vez una piscina o una cabaña de troncos. Eran recuerdos de excursiones de fin de semana a varios puntos de Catskill en compañía de sus amigos solteros, donde jugaban al tenis y pasaban un buen rato con las chicas. Siguió con ese tren de vida hasta los treinta y cuatro años.
Era el estilo de vida que de verdad lo seducía y puedo entender por qué volvió a él después de su ruptura matrimonial. Cuando a un hombre la vida le resulta tolerable sólo si permanece en la superficie de sí mismo, es natural que se sienta satisfecho obteniendo esa misma superficie de los demás. Tiene que responder a pocas demandas y no necesita comprometerse. El matrimonio, por el contrario, le cierra esa puerta. La existencia queda confinada a un espacio estrecho en el que uno se siente forzado a mostrarse a uno mismo de forma constante y, por consiguiente, obligado a mirar hacia el interior de uno mismo, a examinar las profundidades de su propio yo. Cuando la puerta está abierta, nunca hay ningún problema, siempre es posible huir y uno puede evitar incómodas confrontaciones con uno mismo o con los demás simplemente marchándose.
La capacidad de evasión de mi padre era casi ilimitada. Dado que el ámbito del otro era irreal para él, hacía sus incursiones en él con la parte de sí mismo que él consideraba igualmente irreal, su otro yo, al que había entrenado como actor para representarse a sí mismo en la frívola comedia universal. Este yo sustituto era en esencia una broma, un niño hiperactivo, un fabricante de historias fantásticas, incapaz de tomar nada en serio.
Como nada tenía demasiada importancia, él se arrogaba la libertad de hacer lo que quería (colarse en los clubs de tenis, hacerse pasar por crítico gastronómico para conseguir una comida gratis) y el encanto que desplegaba para lograr estas conquistas era precisamente lo que las hacía carecer de sentido. Ocultaba su verdadera edad con una vanidad digna de una mujer, inventaba historias sobre sus negocios y hablaba de sí mismo sólo de forma indirecta, en tercera persona, como si se refiriera a un conocido («Un amigo mío tiene este problema, ¿qué crees que debería hacer al respecto?...»). En cuanto se sentía obligado a revelar una parte de sí mismo, salía del escollo contando una mentira. Al final, las mentiras le salían de forma automática y mentía por mentir. Su principio era decir lo menos posible; de ese modo, si la gente descubría la verdad sobre él, no podrían usarla en su contra más tarde. Sus engaños eran una forma de comprar protección. Por lo tanto, lo que la gente tenía ante sí no era realmente él, sino un personaje que había inventado, una criatura artificial que manipulaba para a su vez poder manipular a otros. Él mismo permanecía invisible, como un titiritero que maneja los hilos de su alter-ego desde su escondite oscuro y solitario detrás de las cortinas.
Durante los últimos diez o doce años de su vida, sólo tuvo una amiga, la mujer que aparecía con él en público y cumplía el papel de compañera oficial. De vez en cuando se oía algún vago comentario sobre boda (a insistencia de ella), y todo el mundo creía que era la única mujer con quien se relacionaba. Sin embargo, después de su muerte, salieron otras mujeres. Ésta lo había amado, aquélla lo había adorado, otra iba a casarse con él. La amiga oficial se sorprendió al descubrir la existencia de estas otras mujeres, mi padre jamás le había dicho ni media palabra al respecto. Cada una de ellas había mordido un anzuelo diferente y todas pensaban que lo poseían por entero. Pero tal como se descubrió, ninguna de ellas sabía absolutamente nada de él. Había conseguido eludirlas a todas.
Solitario, pero no en el sentido de estar solo. No solitario como Thoreau, por ejemplo, que se exiliaba en sí mismo para descubrir quién era; ni solitario como Jonás, que rogaba por su salvación en el vientre de la ballena. Soledad como forma de retirada, para no tener que enfrentarse a sí mismo, para que nadie más lo descubriera. Hablar con él era una experiencia agotadora. O bien se mostraba ausente, como solía ocurrir, o irrumpía en una insegura jocosidad, que no constituía más que otra forma de ausencia. Era como intentar hacerse comprender por un viejo senil. Uno hablaba y no obtenía respuesta, o la respuesta no era la apropiada y dejaba entrever que no había seguido el curso de la conversación. Durante los últimos años, cada vez que hablaba con él por teléfono me encontraba a mí mismo hablando más de lo que tengo por costumbre, me volvía agresivamente locuaz y no paraba de charlar, en un inútil intento por llamar su atención, por provocar una respuesta.
No fumaba ni bebía. No demostraba hambre por los placeres sensuales ni sed por los intelectuales. Los libros lo aburrían, y eran muy raras las películas u obras de teatro que no le dieran sueño. Incluso cuando asistía a fiestas era evidente que hacía grandes esfuerzos por mantener los ojos abiertos. Casi siempre acababa sucumbiendo y se quedaba dormido en un sillón mientras la conversación continuaba a su alrededor. Un hombre sin apetitos. Daba la impresión de que ningún hecho podía alterar su vida, de que no necesitaba nada de lo que el mundo pudiera ofrecerle.
A los treinta y cuatro, matrimonio; a los cincuenta y dos, divorcio. En cierto modo duró años, pero en realidad sólo duró unos pocos días. Nunca fue un hombre casado ni un hombre divorciado, sino un solterón empedernido con un casual interludio matrimonial. A pesar de que nunca eludió sus deberes formales de esposo (era fiel, mantenía a su mujer y a sus hijos, cumplía con todas sus responsabilidades), resultaba evidente que ese papel no era para él. Simplemente no estaba hecho para el matrimonio.
Mi madre tenía sólo veintiún años cuando se casó con él. Su conducta durante el breve noviazgo había sido casta. Nada de insinuaciones atrevidas ni de las típicas y desesperadas proposiciones masculinas. De vez en cuando se cogían de la mano o intercambiaban un educado beso de buenas noches. No había habido una verdadera manifestación amorosa por parte de ninguno de los dos, y cuando llegó el momento de la boda, eran casi unos extraños.
No pasó mucho tiempo antes de que mi madre se percatara de su error. Incluso antes de que terminara su luna de miel (aquella luna de miel tan documentada en las fotografías que encontré: por ejemplo, los dos sentados sobre una roca a la orilla de un lago perfectamente sereno, con un amplio sendero de luz detrás que conducía a la cuesta de pinos en penumbra; mi padre rodeando a mi madre con el brazo y ambos mirándose a los ojos, con una sonrisa tímida, como si el fotógrafo los hubiera hecho posar un instante más de lo necesario), incluso antes de que acabara la luna de miel, mi madre supo que su matrimonio nunca funcionaría. Volvió a casa de su madre, hecha un mar de lágrimas, y le dijo que quería abandonar a mi padre; pero de algún modo, mi abuela se las ingenió para convencerla de que volviera y le diera otra oportunidad. Entonces, antes de que el río volviera a su cauce, descubrió que estaba embarazada, y ya fue demasiado tarde para hacer algo.
A veces pienso en ello. Cómo me habrán concebido en aquel hotel para recién casados en las cataratas del Niágara. No es que importe dónde ocurriera, pero no puedo evitar que la idea de aquel encuentro desapasionado, ese tanteo a ciegas entre las sábanas frías de un hotel, me haga tomar conciencia del carácter casual de mi existencia. Las cataratas del Niágara o el peligro de dos cuerpos que se unen. Y luego yo, un homúnculo fortuito, precipitándome por las cataratas como un osado diablillo en un barril.
Poco más de ocho meses después, en la mañana de su veintidós cumpleaños, mi madre se despertó y le dijo a mi padre que el niño estaba en camino.
—Es ridículo —dijo él—, no tiene que nacer hasta dentro de tres semanas —y se fue a trabajar, dejándola sin coche.
Ella esperó. Pensó que era posible que él tuviera razón; esperó un poco más y luego llamó a su cuñada y le pidió que la llevara al hospital. Mi tía se quedó todo el día con mi madre, llamando a mi padre de vez en cuando para pedirle que fuera al hospital.
—Más tarde —decía él—. Ahora estoy ocupado, ya iré en cuanto pueda.
Apenas pasada la medianoche, yo hice mi aparición en el mundo, el trasero primero y sin duda llorando.
Mi madre esperó que llegara mi padre, pero él no lo hizo hasta la mañana siguiente, acompañado por su madre que quería conocer a su séptimo nieto. Una visita breve y ansiosa y vuelta al trabajo.
Ella lloró, por supuesto. Después de todo era joven y no esperaba que aquello tuviera tan poca importancia para él. Pero mi padre nunca pudo comprender esas reacciones, ni al comienzo ni al final de su matrimonio. Jamás fue capaz de encontrarse donde estaba en realidad; durante toda su vida estuvo en otro sitio, entre aquí y allí. Pero nunca realmente aquí y nunca realmente allí.
Treinta años más tarde ese pequeño drama volvió a repetirse. Esta vez yo estaba allí y lo vi con mis propios ojos.
Cuando nació mi hijo, pensé: sin duda se alegrará. ¿Acaso no se alegran todos los hombres al convertirse en abuelos?
Esperaba verlo chochear con el bebé; esperaba que me ofreciera alguna prueba de que al fin y al cabo era capaz de demostrar sus sentimientos, o de que en realidad los tenía, igual que el resto de la gente. Y si podía demostrar afecto por su nieto, ¿no sería una forma indirecta de expresar su afecto por mí? Uno no deja de ansiar el amor de su padre, ni siquiera cuando es adulto.
Pero la gente no cambia. Como era de esperar, mi padre vio a su nieto sólo tres o cuatro veces y en ningún momento fue capaz de distinguirlo de la masa impersonal de bebés que nacen cada día en el mundo. Daniel tenía dos semanas cuando lo vio por primera vez. Guardo un recuerdo muy vivido de aquel día: un domingo sofocante a finales de junio con una ola de calor y el aire del campo gris y húmedo. Mi padre aparcó el coche, vio a mi esposa acostando al bebé en su cochecillo y se acercó a saludar. Se inclinó un instante sobre el cochecillo, luego se incorporó y dijo:
—Hermoso bebé, que tengáis buena suerte con él.
Como si se refiriera al bebé de un extraño en la cola del supermercado. Aquel día, durante el resto de su visita, no volvió a mirar a Daniel y ni una sola vez pidió tenerlo en brazos.
Todo esto es sólo un ejemplo.
Supongo que es imposible entrar en la soledad de otro. Sólo podemos conocer un poco a otro ser humano, si es que esto es posible, en la medida en que él se quiera dar a conocer. Un hombre dirá: «tengo frío», o temblará, y de cualquiera de las dos formas sabremos que tiene frío. Pero ¿qué pasa con el hombre que ni dice nada ni tiembla? Cuando alguien es inescrutable, cuando es hermético y evasivo, uno no puede hacer otra cosa que observar; pero de ahí a sacar algo en limpio de lo que observa hay un gran trecho.
No quiero dar nada por sentado.
Él nunca hablaba de sí mismo, nunca parecía que hubiera nada de lo cual pudiera hablar. Era como si su vida interior lo eludiera incluso a él.
No podía hablar de ello y por lo tanto se refugiaba en el silencio.
Y si no hay nada más que silencio, ¿no será presuntuoso que hable yo? Sin embargo, si hubiera habido algo más que silencio, ¿acaso habría sentido la necesidad de hablar?
Mis opciones son limitadas. Puedo permanecer en silencio, o hablar de cosas que no pueden probarse. Al menos quiero presentar los hechos, ofrecerlos de la forma más directa posible y dejarlos decir lo que tengan que decir. Pero ni siquiera los hechos dicen siempre la verdad.
Era de una neutralidad tan implacable, su conducta era tan absolutamente predecible, que todo lo que hacía resultaba sorprendente. Uno no podía creer que existiera un hombre así, sin sentimientos, que esperara tan poco de los demás. Pero si no existía ese hombre, entonces había otro, un individuo oculto tras aquel que no estaba allí, y el asunto es encontrarlo. Siempre y cuando esté ahí para que uno lo encuentre.
Desde el principio reconozco que este proyecto está destinado al fracaso.


 
(De: La invención de la soledad,
 Editorial Anagrama, 1982
 
Paul Auster
(Traducción de Ma Eugenia Ciocchini)


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