(A P E R T U R A)
Retrato de un hombre invisible
Un día hay vida. Por ejemplo,
un hombre de excelente salud, ni siquiera
viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo
es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida
que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte. El hombre deja escapar un pequeño suspiro, se desploma en un sillón y muere. Sucede
de una forma tan repentina que no hay
lugar para la reflexión; la mente no
tiene tiempo de encontrar una palabra de consuelo. No nos queda otra cosa, la
irreductible certeza de nuestra mortalidad. Podemos aceptar con resignación la
muerte que sobreviene después de una larga enfermedad, e incluso la accidental podemos achacarla al
destino; pero cuando un hombre muere
sin causa aparente, cuando un hombre
muere simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible
entre la vida y la muerte que no
sabemos de qué lado nos encontramos. La vida se convierte en muerte, y
es como si la muerte hubiese sido dueña de
la vida durante toda su existencia.
Muerte sin previo aviso, o sea,
la vida que se detiene. Y puede detenerse en
cualquier momento.
Recibí la noticia de
la muerte de mi padre hace tres semanas. Fue un domingo por la
mañana mientras yo le preparaba el desayuno a
Daniel, mi hijito. Arriba, mi mujer
todavía estaba en la cama, arropada entre las mantas, disfrutando de unas horas más de sueño. Invierno en el campo: un mundo de silencio, leños humeantes,
nieve. No podía dejar de pensar en
las líneas que había escrito la noche
anterior y esperaba con impaciencia la tarde para volver al trabajo. Entonces sonó el teléfono y supe en el acto que habría problemas. Nadie llama un
domingo a las ocho de la mañana si no es para dar una noticia que no puede esperar, y una noticia que no puede
esperar es siempre una mala noticia.
No se me ocurrió un
solo pensamiento noble.
Incluso antes de
hacer las maletas para emprender las tres horas de viaje hacia Nueva Jersey, supe que tendría que escribir sobre mi padre. No tenía un plan ni una
idea precisa de lo que eso significaba; ni siquiera
recuerdo haber tomado una decisión consciente al respecto. Pero la idea estaba allí, como una certeza, una
obligación que comenzó a imponese a sí misma en el preciso instante en que
recibí la noticia de su muerte. Pensé: mi padre ya no está, y si no hago algo
de prisa, su vida entera se desvanecerá con él.
Al
mirar hacia atrás, incluso ahora que sólo han pasado tres
semanas, me parece una reacción muy extraña.
Siempre había imaginado que la muerte me atontaría, que el dolor me
inmovilizaría por completo. Pero cuando por fin
ocurrió, no derramé ni una lágrima ni sentí como si el mundo se desmoronara a mi alrededor. En cierto modo, y a pesar de
su carácter repentino, parecía asombrosamente preparado
para aceptar esta muerte. Lo que me preocupaba
era otra cosa, algo que no tenía que ver con la muerte ni con mi reacción ante ella: la certeza de que mi padre se había marchado sin dejar ningún rastro.
No tenía esposa ni familia que dependiera de él, nadie cuya vida fuera a verse alterada por su ausencia.
Tal vez provocara un breve instante de
sorpresa en alguno de sus escasos amigos, tan
impresionados por la idea de los caprichos de la muerte como por
la pérdida de un cama-rada, después de corto
período de duelo, y luego nada. Con
el tiempo sería como si nunca hubiera existido.
Había estado
ausente incluso antes de su muerte y hacía tiempo que la gente que lo rodeaba había aprendido a aceptar su ausencia, a tomarla como una
cualidad inherente a su personalidad. Ahora que se había ido,
no sería difícil hacerse a la idea de que su ausencia sería definitiva. La
naturaleza de su vida había preparado al mundo
para su muerte —una especie de muerte prevista—, y cuando lo recordaran,
si es que alguien lo hacía, sería de una
forma imprecisa, sólo imprecisa.
Incapaz de
cualquier sentimiento de pasión, ya fuera por
una cosa, una idea o una persona, no había podido o no había querido
mostrarse a sí mismo bajo ninguna circunstancia
y se las había ingeniado para mantenerse a cierta distancia de la vida, para evitar sumergirse en el torbellino
de las cosas. Comía, iba a trabajar, tenía amigos,
jugaba al tenis; pero a pesar de todo no estaba allí.
Era un hombre
invisible, en el sentido más profundo e inexorable
de la palabra. Invisible para los demás, y muy probablemente para sí
mismo. Si cuando estaba vivo no hice otra
cosa que buscarlo, intentar encontrar al padre que no estaba, ahora que está
muerto siento que debo seguir con esa
búsqueda. Su muerte no ha cambiado nada;
la única diferencia es que me he quedado sin tiempo.
Había vivido solo durante
quince años, una vida tenaz y opaca, como si fuera inmune al mundo. No
parecía un hombre que ocupaba un espacio,
sino más bien un bloque impenetrable
de espacio en forma de hombre. El mundo
rebotaba contra él, se estrellaba en él y a veces se adhería a él; pero
nunca logró atravesarlo. Durante quince años vivió como un fantasma,
absolutamente solo, en una casa enorme, la
misma casa donde murió.
Allí habíamos vivido una breve temporada como una familia, mi padre, mi madre, mi hermana y yo; pero después
del divorcio de mis padres, todos nos dispersamos:
mi madre comenzó una nueva vida, yo me fui a la universidad, y mi
hermana se quedó con mi madre hasta que
también a ella le llegó la hora de marcharse a estudiar. Sólo mi padre
permaneció allí, tal vez porque una cláusula
de la sentencia de divorcio estipulaba que a mi madre le correspondía una parte
de la casa y que recibiría la mitad
de las ganancias cuando ésta se vendiera (lo que hacía que él se resistiera a
vender), o bien por una secreta repulsa
a cambiar de vida (para demostrar al mundo que el divorcio no había alterado su vida hasta el grado de hacerle
perder su control sobre ella) o simplemente por inercia, un letargo emocional que lo incapacitaba para cualquier forma de
acción. Lo cierto es que siguió allí, solo
en una casa en la que podrían haber vivido siete u ocho personas.
Era
un lugar impresionante: viejo, de una arquitectura maciza de estilo Tudor, con vidrieras emplomadas, techo de pizarra y habitaciones de magníficas
proporciones. Su compra había significado
un gran paso para mis padres, un signo de
prosperidad. Era el mejor barrio de la ciudad, y
a pesar de que no era muy divertido vivir allí (en
especial para los niños), el prestigio de la zona superaba su mortífero aburrimiento. Resulta extraño
pensar que al principio mi padre se
resistía a mudarse, teniendo en cuenta que
acabaría pasando el resto de su vida allí. Se quejaba de su precio (un tema constante), y cuando por fin cedió, lo hizo con evidente malhumor. Sin
embargo pagó al contado, todo de una
vez; nada de hipoteca ni de plazos mensuales.
Corría el año 1959 y los negocios le iban bien.
Siempre fue un hombre de rutina. Se iba a la mañana temprano, trabajaba duro todo el día y luego, cuando
volvía a casa (los días que no trabajaba hasta
tarde) hacía una breve siesta antes de la
cena. Una vez, durante nuestra primera semana
en la casa nueva, antes de que nos estableciéramos
del todo, cometió un curioso error. En lugar
de conducir hacia la casa nueva a la salida del trabajo, se dirigió a la vieja tal como había hecho durante años; aparcó su coche en el camino, entró en la casa
por la puerta trasera, subió las escaleras, se
metió en el dormitorio y se acostó a dormir.
Durmió durante una hora, y como es obvio,
cuando la nueva dueña de la casa volvió y se encontró a un extraño durmiendo en su cama, se sorprendió mucho. Pero a diferencia de Rizos de Oro,
mi padre no dio un salto y salió corriendo. Al final la confusión se aclaró y todo el mundo rió de buena
gana. El recuerdo de aquel incidente todavía me hace gracia, y sin
embargo, no puedo dejar de considerar esta historia como un hecho patético. Una cosa es que un hombre vuelva por error
a su antigua casa, pero otra muy distinta es
que no note que todo ha cambiado en su interior. Hasta a la mente más cansada o distraída le queda un resabio de instinto animal que confiere al cuerpo
una ligera idea de su situación. Era
necesario estar casi inconsciente para
no ver, ni siquiera intuir, que la casa ya no era la misma. Como dice uno de los personajes de Becket, «el hábito es el mayor insensibilizador». Y si
la mente no es capaz de responder a
la evidencia material, ¿cómo reaccionará ante la evidencia emocional?
En los últimos quince años no hizo
prácticamente ninguna reforma en la casa. No
agregó ni quitó muebles, no cambió el color de las paredes, no renovó la
vajilla; ni siquiera se deshizo de los
vestidos de mi madre, sólo se limitó a guardarlos en un armario del
desván. La magnitud de la casa lo absolvía
de tomar decisiones sobre su contenido. No era que se aferrara al pasado
e intentara conservar la casa como un museo; por el contrario, parecía inconsciente de lo que hacía. Era la
negligencia lo que lo movía, no el
recuerdo, y a pesar de que siguió viviendo en la casa durante mucho tiempo, lo hizo como si fuera un extraño. A medida que pasaban los años,
pasaba menos y menos tiempo allí. Casi siempre comía en restaurantes, arreglaba sus encuentros sociales como
para tener todas las noches ocupadas
y usaba la casa sólo como un sitio
adonde ir a dormir. Una vez, hace varios años, le comenté cuánto había ganado por mis traducciones y mis publicaciones el año anterior (en
realidad no era mucho, pero sí más
de lo que había ganado los años anteriores) y me respondió divertido que
él gastaba una suma mayor sólo en comer
afuera. Lo cierto es que su vida no se
centraba en el lugar donde vivía; su casa era sólo uno de los tantos
lugares de parada en su inquieta y desarraigada existencia y esta falta de
raíces lo convertía en un perpetuo
forastero, un turista en su propia vida. Daba la impresión de que siempre estaba ilocalizable. Sin embargo, creo que la casa es importante,
quizás porque su estado de desidia
resulta un reflejo sintomático de una personalidad inaccesible por
cualquier otro camino, que sólo alcanzaba a
manifestarse a través de imágenes concretas de conducta inconsciente. La casa
se convirtió en una metáfora de la vida de mi padre, la representación auténtica y fidedigna de su mundo
interior, porque a pesar de que conservó la casa ordenada y más o menos en su
estado anterior, ésta sufrió un proceso gradual e inevitable de
desintegración. Era ordenado, siempre
colocaba las cosas en su sitio, pero no cuidaba nada, ni siquiera limpiaba. Los muebles, sobre todo los de las habitaciones en que no entraba casi nunca,
estaban cubiertos de polvo y telas de
araña, signos de un desinterés absoluto; el horno de la cocina estaba
tan lleno de restos de comida pegada que era
prácticamente inservible, y en los armarios permanecían —a veces durante años— paquetes de harina llenos de bichos, galletas rancias,
bolsas de azúcar que se habían
convertido en bloques sólidos, frascos
de sirope que ya no podían abrirse. Cuando se preparaba una comida, inmediatamente se preocupaba de lavar los platos... pero sólo con agua, nunca
usaba jabón, de modo que todas las
tazas, los platillos y los platos
estaban cubiertos de una opaca partícula de grasa. Las persianas de la casa, que permanecían siempre
bajas, estaban tan desgastadas que el
más mínimo tirón podía hacerlas
pedazos. La humedad se filtraba por todas partes y manchaba los muebles, la caldera no daba suficiente calor, la ducha no funcionaba. La casa se había
convertido en una ruina y resultaba
deprimente entrar en ella. Uno tenía
la sensación de que se encontraba en la vivienda de un ciego.
Los amigos y la
familia, al tanto de su extravagante forma de vida, insistían en que vendiera y se mudara a otro lado. Pero él siempre lograba disuadirlos con
un indiferente: «Aquí estoy a gusto» o «la casa
está bien para mí». Sin embargo, por fin
decidió vender. Al final, en la última
conversación telefónica que tuvimos diez días antes de su muerte, me dijo que la casa había sido vendida y que el trato se cerraría el primero de
febrero, unas tres semanas más tarde.
Quería saber si había algo en la casa que me
sirviera y quedé en ir a visitarlo con mi esposa y Daniel el primer día libre que tuviera. Murió antes de que
tuviéramos oportunidad de hacerlo.
Descubrí que no hay
nada tan terrible como tener que enfrentarse a
las pertenencias de un hombre muerto. Los objetos son inertes y sólo tienen significado en función de la vida
que los emplea. Cuando esa vida se termina, las cosas cambian, aunque permanezcan iguales. Están y no están allí, como fantasmas tangibles, condenados
a sobrevivir en un mundo al que ya no
pertenecen. ¿Qué puede decirnos, por ejemplo, un
armario lleno de ropa que espera en
silencio ser usada otra vez por un hombre que no volverá a abrir la puerta? ¿Y los paquetes de preservativos en
cajones llenos de ropa interior y calcetines?
¿Y la afeitadora eléctrica que está en el baño, todavía llena de la pelusa del
último afeitado? ¿O una docena de frascos vacíos
de tinte para el pelo escondidos en un maletín de piel? De repente se revelan
cosas que uno no quiere ver, no quiere saber.
Producen un efecto conmovedor, pero al mismo tiempo horrible. Por sí mismas,
las cosas no significan nada, como los utensilios
de cocina de una civilización antigua; pero sin embargo nos dicen algo, siguen allí no como simples objetos, sino como
vestigios de pensamientos, de conciencia; emblemas de la soledad en que un hombre toma las decisiones sobre su propia
vida: teñirse el pelo, usar una camisa u otra,
vivir o morir. Y una vez que ha llegado
la muerte, todo es absolutamente inútil.
Cada vez que abría un cajón o metía la cabeza en uno de sus armarios, me sentía como un intruso, un
ladrón saqueando los lugares secretos
de la mente de un hombre. Tenía la sensación de que mi padre entraría en
cualquier momento, me miraría con
incredulidad y me preguntaría qué demonios estaba haciendo. No parecía justo
que no pudiera protestar; yo no tenía derecho a invadir su vida privada.
Un
número de teléfono garabateado de prisa al dorso de una tarjeta de visita decía: «H. Limeburg. Todo tipo de cubos de
basura». Fotografías de la luna de miel de mis padres en las cataratas del Niágara, en 1946: mi madre sentada con nerviosismo sobre un toro, posando
para una de esas fotos cómicas que nunca
resultan cómicas. Una súbita sensación de
qué irreal que había sido la vida, incluso en su prehistoria. Un
cajón lleno de martillos, clavos y más de
veinte destornilladores. Un archivador lleno de cheques cancelados de 1953 y
las tarjetas de felicitación que
recibí para mi sexto cumpleaños. Y luego,
enterrado en el fondo de un cajón del baño, un cepillo de dientes con
iniciales grabadas que había pertenecido a mi madre y que nadie había tocado o
mirado en más de quince años.
La lista es interminable.
Pronto me di cuenta
de que mi padre no había hecho casi ningún preparativo para
marcharse. Los únicos signos de su inminente mudanza que encontré en toda la
casa fueron unas pocas cajas de libros,
todos triviales (un atlas desactualizado, una introducción a la electrónica de
hacía cincuenta años, una gramática de latín del bachillerato, viejos compendios de leyes). Eso era todo. No había
cajas vacías aguardando que las
llenaran, ni muebles para regalar o vender; ningún acuerdo con una
compañía de mudanzas. Era como si no hubiera
podido enfrentarse a ello. Había
decidido morir, antes que vaciar la casa. La muerte era una evasión, la única huida legítima. Sin embargo, yo no podía escapar; había que ocuparse de
todo y nadie más que yo podía hacerse
cargo. Durante diez días ordené sus
cosas, desocupé la casa y la dejé lista para la llegada de sus nuevos
dueños. Fueron unos días horribles, aunque con momentos curiosamente cómicos;
unos días de decisiones atolondradas y
absurdas sobre qué vender, qué tirar
y qué regalar. Mi esposa y yo compramos
un gran tobogán de madera para Daniel, nuestro hijo de dieciocho meses, y lo montamos en la sala. El disfrutaba del caos: lo revolvía todo, se ponía
pantallas de lámparas como sombrero,
desparramaba fichas de póquer de plástico por toda la casa y corría por
los amplios espacios de las habitaciones
cada vez más vacías. Por la noche, mi esposa y yo nos echábamos bajo colchas monolíticas a ver malísimas películas por televisión,
hasta que también se llevaron el
televisor. La caldera no funcionaba bien, y si olvidaba llenarla de agua podía
estropearse del todo.
Una mañana nos despertamos y descubrimos
que la temperatura de la casa había bajado a
menos de cinco grados. El teléfono
sonaba veinte veces al día y veinte veces al día tenía que informar a
alguien de la muerte de mi padre. Me había convertido en un vendedor de muebles, un peón de mudanzas y un mensajero de malas noticias.
La casa parecía el escenario
de una vulgar comedia de costumbres. Los
parientes venían a pedir un mueble o un artículo de la vajilla, se probaban los
trajes de mi padre y vaciaban las cajas
mientras hablaban sin cesar como cotorras. Los
subastadores venían a examinar la mercancía («Nada tapizado, no valen un céntimo»), fruncían la nariz
y se marchaban. Los basureros entraban con sus pesadas botas y sacaban montañas de basura. El hombre del agua vino a leer el contador del agua; el del gas,
el contador del gas; el del petróleo,
el contador del petróleo. Uno de ellos, no recuerdo cuál, había tenido
problemas con mi padre hacía años y me dijo
con un aire de brutal complicidad:
—No me gusta decir
esto —en realidad le encantaba—, pero su padre
era un asqueroso cabrón.
La encargada de la
inmobiliaria vino a comprar algunos muebles
para los nuevos dueños y acabó llevándose un espejo para
ella. La dueña de una tienda de objetos exóticos
compró los sombreros antiguos de mi madre. Un trapero vino con cuatro ayudantes (cuatro negros llamados Luther, Ulysses, Tommy Pride y Joe Sapp)
y cargaron en sus carros desde un juego de pesas a una tostadora rota. Cuando acabaron, ya no quedaba
nada. Ni siquiera una postal. Ni
siquiera un pensamiento.
Sin duda el peor momento de aquellos
días fue cuando salí al jardín bajo una
lluvia torrencial a cargar un montón de corbatas de mi padre en la
camioneta de una institución benéfica. Debía de haber más de cien corbatas y yo recordaba varias de mi infancia: los dibujos,
los colores y las formas habían
quedado grabadas en mi conciencia
temprana con la misma claridad que la cara de mi padre. Verme a mí mismo deshaciéndome de ellas como del resto
de la basura se me hizo intolerable y fue entonces,
en el preciso momento en que las deposité en la camioneta, cuando estuve más cerca de las lágrimas. El acto de
desprenderme de las corbatas parecía simbolizar para mí el verdadero funeral, más que la visión del ataúd al ser colocado en el foso. Por fin comprendí que
mi padre estaba muerto.
Ayer, una niña de la
vecindad vino a jugar con Daniel. Es una
pequeña de unos tres años y medio que acaba de aprender que los adultos también han sido niños y que incluso su madre y su padre tienen padres. De
repente, la niña levantó el teléfono e
inició una conversación simulada, luego se
volvió hacia mí y dijo:
—Paul, es tu padre.
Quiere hablar contigo.
Fue horrible. Por
un instante pensé que había un fantasma al otro
extremo de la línea y que realmente quería
hablar conmigo.
—No —dije por fin de
forma abrupta—, no puede ser mi padre. Hoy no
puede llamar porque está en otro sitio.
Esperé a que
colgara el teléfono y salí de la habitación.
En el armario de su
dormitorio había encontrado cientos de
fotografías, algunas dentro de sobres de papel Manila, otras pegadas a las páginas arrugadas y negras de
álbumes y otras más sueltas,
desparramadas por los cajones. Por la forma en
que las guardaba, deduje que nunca las miraba, y que probablemente incluso habría olvidado que estaban allí. Un álbum muy grande, encuadernado en piel fina y con letras doradas grabadas en la
cubierta decía: «Los Auster. Esta es
nuestra vida» y estaba completamente vacío.
Alguien, sin duda mi madre, había encargado el álbum, pero nadie se había
tomado la molestia de llenarlo.
Una
vez de vuelta en casa, me puse a examinar las fotografías con una fascinación
casi obsesiva. Las encontraba irresistibles, valiosas, algo así como reliquias
sagradas. Tenía la impresión de que podrían
ofrecerme una información que yo no poseía,
revelarme una verdad hasta entonces secreta, y estudié cada una de ellas con
atención, fijándome en los más mínimos detalles,
la sombra más insignificante, hasta que
todas las imágenes se convirtieron en una
parte de mí mismo. No quería que nada se me escapara.
La muerte despoja al hombre de su alma. En vida, un hombre y su cuerpo son sinónimos; en la muerte, una
cosa es el hombre y otra su cuerpo. Decimos: «Éste es el
cuerpo de X», como
si el cuerpo, que una vez fue el hombre
mismo y no algo que lo representaba o que le pertenecía, sino el mismísimo
hombre llamado X, de repente careciera de importancia. Cuando un hombre entra en una habitación y uno le estrecha la mano, no siente
que es su mano lo que estrecha, o que le estrecha la mano a su cuerpo, sino que le estrecha la mano a él. La
muerte lo cambia todo. Decimos «éste
es el cuerpo de X» y no «éste es X». La sintaxis es completamente diferente. Ahora hablamos de dos cosas en lugar de una, dando por hecho que el hombre sigue existiendo, pero sólo como
idea, como un grupo de imágenes y recuerdos en
las mentes de otras personas; mientras que el
cuerpo no es más que carne y huesos, sólo un montoncillo de
materia.
El
descubrimiento de esas fotografías fue importante para mí porque parecían reafirmar la presencia física de mi padre
en el mundo, permitirme la idea ilusoria de que aún estaba allí. El hecho de que muchas de estas fotografías
eran totalmente desconocidas para mí, sobre todo las de su juventud, me daba la extraña sensación de que lo veía por primera vez y de que una parte de él
comenzaba a existir ahora. Había perdido a mi padre; pero al mismo tiempo lo había encontrado. Mientras mantuviera
aquellas fotografías ante mi vista,
mientras las siguiera contemplando con absoluta atención, sería como si
estuviera vivo, incluso en la muerte.
Y si no vivo, al menos tampoco muerto;
más bien en suspenso, encerrado en un universo
que no tenía nada que ver con la muerte y en el cual la muerte nunca podría entrar.
La mayoría de estas
fotografías no me decían nada, pero me ayudaron
a llenar lagunas, a confirmar impresiones, me ofrecían pruebas a las que nunca había tenido acceso. Una serie de instantáneas de su época de soltero,
por ejemplo, probablemente tomadas en diferentes
años, reflejaban una síntesis exacta de
ciertos aspectos de su personalidad que habían
pasado inadvertidos durante sus años de matrimonio, una faceta de él que no
descubrí hasta después de su divorcio:
mi padre como bromista, como hombre de mundo, como juerguista. En esas fotografías está retratado con mujeres, por lo general
dos o tres, todas ellas en poses cómicas, enlazadas
por los brazos, o dos de ellas sentadas
sobre su falda, o dándose un beso teatral para complacer al que sacaba la foto.
Como fondo, una montaña, una cancha de tenis, tal
vez una piscina o una cabaña de
troncos. Eran recuerdos de excursiones de fin de semana a varios puntos de
Catskill en compañía de sus amigos solteros,
donde jugaban al tenis y pasaban un buen
rato con las chicas. Siguió con ese tren de vida
hasta los treinta y cuatro años.
Era el estilo de vida que de verdad lo seducía y puedo entender por qué volvió a él después de su ruptura
matrimonial. Cuando a un hombre la vida le resulta
tolerable sólo si permanece en la superficie de sí
mismo, es natural que se sienta
satisfecho obteniendo esa misma superficie de
los demás. Tiene que responder a pocas demandas y no necesita comprometerse. El matrimonio, por el contrario,
le cierra esa puerta. La existencia queda confinada
a un espacio estrecho en el que uno se siente forzado a mostrarse a uno mismo de forma constante y, por consiguiente, obligado a mirar hacia el interior
de uno mismo, a examinar las profundidades de su
propio yo. Cuando la puerta está
abierta, nunca hay ningún problema, siempre
es posible huir y uno puede evitar incómodas
confrontaciones con uno mismo o con los demás simplemente marchándose.
La capacidad de
evasión de mi padre era casi ilimitada. Dado que
el ámbito del otro era irreal para él, hacía sus
incursiones en él con la parte de sí mismo que él consideraba igualmente
irreal, su otro yo, al que había entrenado
como actor para representarse a sí mismo en la frívola comedia universal. Este yo sustituto era en esencia una broma, un niño hiperactivo, un fabricante de
historias fantásticas, incapaz de tomar nada en
serio.
Como nada tenía demasiada
importancia, él se arrogaba la libertad de
hacer lo que quería (colarse en los clubs de tenis,
hacerse pasar por crítico gastronómico para conseguir una comida gratis) y el encanto que desplegaba para lograr estas
conquistas era precisamente lo que las hacía carecer de sentido. Ocultaba su verdadera edad con una vanidad digna de una mujer, inventaba historias
sobre sus negocios y hablaba de sí mismo sólo de
forma indirecta, en tercera persona, como si se refiriera a un conocido («Un amigo mío tiene este problema, ¿qué crees
que debería hacer al respecto?...»). En cuanto se
sentía obligado a revelar una parte de sí
mismo, salía del escollo contando una mentira. Al final, las mentiras le salían
de forma automática y mentía por mentir. Su
principio era decir lo menos posible; de ese
modo, si la gente descubría la verdad sobre
él, no podrían usarla en su contra más tarde. Sus engaños eran una
forma de comprar protección. Por lo tanto, lo que la gente tenía ante sí no era
realmente él, sino un personaje que había inventado, una criatura artificial que manipulaba para a su vez
poder manipular a otros. Él mismo permanecía invisible, como un titiritero que maneja los hilos de su
alter-ego desde su escondite oscuro y
solitario detrás de las cortinas.
Durante los
últimos diez o doce años de su vida, sólo tuvo
una amiga, la mujer que aparecía con él en público y cumplía el papel de compañera oficial. De vez
en cuando se oía algún vago
comentario sobre boda (a insistencia de
ella), y todo el mundo creía que era la única mujer con quien se relacionaba. Sin embargo, después de
su muerte, salieron otras mujeres.
Ésta lo había amado, aquélla lo
había adorado, otra iba a casarse con él. La amiga oficial se sorprendió al descubrir la existencia de
estas otras mujeres, mi padre jamás
le había dicho ni media palabra al
respecto. Cada una de ellas había mordido un anzuelo diferente y todas pensaban que lo poseían por entero. Pero tal
como se descubrió, ninguna de ellas sabía absolutamente nada de él.
Había conseguido eludirlas a todas.
Solitario, pero no en el sentido de estar solo. No
solitario como Thoreau, por ejemplo, que se
exiliaba en sí mismo para descubrir
quién era; ni solitario como Jonás, que rogaba por su salvación en el vientre de la ballena. Soledad
como forma de retirada, para no tener que enfrentarse a sí mismo, para que nadie más lo descubriera. Hablar con él era una experiencia
agotadora. O bien se mostraba
ausente, como solía ocurrir, o irrumpía en una insegura jocosidad, que no constituía más que otra forma de
ausencia. Era como intentar hacerse comprender por un viejo senil. Uno hablaba y no obtenía respuesta, o la respuesta no era la apropiada y dejaba
entrever que no había seguido el curso de la conversación. Durante los últimos años, cada vez que hablaba con él
por teléfono me encontraba a mí mismo hablando más de lo que tengo por costumbre, me volvía agresivamente
locuaz y no paraba de charlar, en un
inútil intento por llamar su atención,
por provocar una respuesta.
No fumaba ni bebía.
No demostraba hambre por los placeres sensuales ni sed por los intelectuales.
Los libros lo aburrían, y eran muy raras
las películas u obras de teatro que no le
dieran sueño. Incluso cuando asistía a fiestas era evidente que hacía grandes esfuerzos por mantener los ojos abiertos. Casi siempre acababa sucumbiendo
y se quedaba dormido en un sillón mientras la conversación
continuaba a su alrededor. Un hombre sin apetitos. Daba la impresión de
que ningún hecho podía alterar su vida, de
que no necesitaba nada de lo que el mundo
pudiera ofrecerle.
A los treinta y cuatro, matrimonio; a los cincuenta
y dos, divorcio. En cierto modo duró años,
pero en realidad sólo duró unos pocos
días. Nunca fue un hombre casado ni un hombre divorciado, sino un solterón
empedernido con un casual interludio
matrimonial. A pesar de que nunca
eludió sus deberes formales de esposo (era fiel, mantenía a su mujer y a sus hijos, cumplía con todas sus
responsabilidades), resultaba evidente que ese papel no era para él. Simplemente no estaba hecho para el
matrimonio.
Mi madre tenía sólo veintiún años cuando se casó con él. Su conducta durante el breve noviazgo había sido
casta. Nada de insinuaciones atrevidas ni de
las típicas y desesperadas proposiciones masculinas. De vez en
cuando se cogían de la mano o intercambiaban
un educado beso de buenas noches. No había habido una verdadera manifestación amorosa por parte de ninguno de los
dos, y cuando llegó el momento de la boda, eran casi unos extraños.
No pasó mucho tiempo antes de que mi madre se percatara de su error.
Incluso antes de que terminara su luna de miel
(aquella luna de miel tan documentada en las fotografías
que encontré: por ejemplo, los dos sentados
sobre una roca a la orilla de un lago perfectamente sereno, con un amplio sendero de luz detrás que
conducía a la cuesta de pinos en penumbra; mi padre rodeando a mi madre con el brazo y ambos mirándose a los
ojos, con una sonrisa tímida, como si el fotógrafo los hubiera hecho posar un instante más de lo necesario),
incluso antes de que acabara la luna de miel, mi madre supo que su matrimonio nunca funcionaría. Volvió a casa de
su madre, hecha un mar de lágrimas,
y le dijo que quería abandonar a mi padre; pero de algún modo, mi abuela
se las ingenió para convencerla de que
volviera y le diera otra oportunidad.
Entonces, antes de que el río volviera a su cauce, descubrió que estaba embarazada, y ya fue demasiado
tarde para hacer algo.
A veces pienso en ello. Cómo me habrán concebido en aquel
hotel para recién casados en las cataratas del Niágara. No es que importe dónde
ocurriera, pero no puedo evitar que la idea
de aquel encuentro desapasionado, ese tanteo
a ciegas entre las sábanas frías de un hotel, me haga tomar conciencia
del carácter casual de mi existencia. Las
cataratas del Niágara o el peligro de dos cuerpos que se unen. Y luego yo, un homúnculo fortuito,
precipitándome por las cataratas como
un osado diablillo en un barril.
Poco más de ocho
meses después, en la mañana de su veintidós
cumpleaños, mi madre se despertó y le dijo a mi
padre que el niño estaba en camino.
—Es ridículo —dijo
él—, no tiene que nacer hasta dentro de tres
semanas —y se fue a trabajar, dejándola sin coche.
Ella esperó. Pensó que era posible que
él tuviera razón; esperó un poco más y luego
llamó a su cuñada y le pidió que la
llevara al hospital. Mi tía se quedó todo el día con mi madre, llamando a mi
padre de vez en cuando para pedirle
que fuera al hospital.
—Más tarde —decía
él—. Ahora estoy ocupado, ya iré en cuanto pueda.
Apenas pasada la
medianoche, yo hice mi aparición en el mundo,
el trasero primero y sin duda llorando.
Mi madre esperó que llegara mi padre,
pero él no lo hizo hasta la mañana
siguiente, acompañado por su madre que
quería conocer a su séptimo nieto. Una visita breve y ansiosa y vuelta al trabajo.
Ella lloró, por supuesto. Después de
todo era joven y no esperaba que aquello
tuviera tan poca importancia para él. Pero mi padre nunca pudo
comprender esas reacciones, ni al comienzo ni
al final de su matrimonio. Jamás fue
capaz de encontrarse donde estaba en realidad; durante toda su vida estuvo en otro sitio, entre aquí y allí. Pero nunca realmente aquí y nunca realmente
allí.
Treinta años más
tarde ese pequeño drama volvió a repetirse. Esta vez
yo estaba allí y lo vi con mis propios ojos.
Cuando nació mi hijo, pensé: sin duda se
alegrará. ¿Acaso no se alegran todos los
hombres al convertirse en abuelos?
Esperaba verlo
chochear con el bebé; esperaba que me ofreciera
alguna prueba de que al fin y al cabo era capaz de demostrar sus sentimientos,
o de que en realidad los tenía, igual que el
resto de la gente. Y si podía demostrar afecto por su nieto, ¿no sería
una forma indirecta de expresar su afecto
por mí? Uno no deja de ansiar el amor
de su padre, ni siquiera cuando es adulto.
Pero la gente no cambia. Como era de esperar, mi padre vio a su nieto sólo tres o cuatro veces y en
ningún momento fue capaz de
distinguirlo de la masa impersonal de bebés que
nacen cada día en el mundo. Daniel tenía dos semanas cuando lo vio por primera vez. Guardo un recuerdo
muy vivido de aquel día: un domingo sofocante a
finales de junio con una ola de calor y el aire del campo gris y húmedo. Mi
padre aparcó el coche, vio a mi esposa acostando al bebé en su
cochecillo y se acercó a saludar. Se
inclinó un instante sobre el cochecillo, luego se incorporó y dijo:
—Hermoso bebé, que tengáis buena
suerte con él.
Como si se
refiriera al bebé de un extraño en la cola del supermercado. Aquel día, durante
el resto de su visita, no volvió a
mirar a Daniel y ni una sola vez pidió tenerlo en brazos.
Todo esto es sólo
un ejemplo.
Supongo que es
imposible entrar en la soledad de otro. Sólo
podemos conocer un poco a otro ser humano, si es que esto es posible, en la medida en que él se quiera dar a conocer. Un hombre dirá: «tengo frío», o
temblará, y de cualquiera de las dos
formas sabremos que tiene frío. Pero ¿qué pasa con el hombre que
ni dice nada ni tiembla? Cuando alguien es inescrutable, cuando es hermético y
evasivo, uno no puede hacer otra cosa que observar;
pero de ahí a sacar algo en limpio de lo que observa hay un gran trecho.
No quiero dar nada
por sentado.
Él
nunca hablaba de sí mismo, nunca parecía que hubiera nada de lo cual pudiera
hablar. Era como si su vida interior lo eludiera incluso a él.
No podía hablar de ello y por lo tanto
se refugiaba en el silencio.
Y si no hay nada
más que silencio, ¿no será presuntuoso que hable yo? Sin embargo, si hubiera
habido algo más que silencio, ¿acaso habría
sentido la necesidad de hablar?
Mis opciones son limitadas. Puedo
permanecer en silencio, o hablar de cosas
que no pueden probarse. Al menos
quiero presentar los hechos, ofrecerlos de la forma más directa posible y dejarlos decir lo que tengan que decir. Pero ni siquiera los hechos dicen siempre
la verdad.
Era de una
neutralidad tan implacable, su conducta era tan absolutamente predecible, que
todo lo que hacía resultaba sorprendente. Uno no
podía creer que existiera un hombre así, sin
sentimientos, que esperara tan poco de los
demás. Pero si no existía ese hombre, entonces había otro, un individuo oculto tras aquel que no estaba allí, y el asunto es encontrarlo. Siempre y cuando
esté ahí para que uno lo encuentre.
Desde
el principio reconozco que este proyecto está destinado al fracaso.
(De: La invención de la soledad, Editorial Anagrama, 1982 Paul Auster
(Traducción de Ma Eugenia
Ciocchini)
Pueden LEER la biografía en entrada anterior del autor (Nota del administrador).
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