AL ABRIGO
Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillon de
segunda mano
descubrió una vez que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su
diario íntimo. Por alguna razón —muerte, olvido, fuga precipitada, embargo— el
diario había quedado ahí, y el comerciante, experto en construcción de
muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar
su solidez. Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas,
sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de
la lámpara, inclinado sobre el escritorio. El diario revelaba, día a día, los
problemas sentimentales de su autora y el mueblero, que era un hombre
inteligente y discreto, comprendió en seguida que la mujer había vivido
disimulando su verdadera personalidad y que por un azar inconcebible, él la
conocía mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que
aparecían mencionadas a menudo en el diario.El mueblero se quedó pensativo. Durante un
buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del
mundo, algo escondido —un diario, o lo que fuese—, le pareció extraña, casi
imposible, hasta que unos minutos después, en el momento en que se levantaba y
empezaba a poner orden en su escritorio antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte, cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia. En su casa,
por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata disimulada entre revistas viejas
y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que iba
engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos
desconocían; el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto
guardaba esos billetes, pero poco a poco lo fue ganando la desagradable
certidumbre de que su vida entera se definía no por sus actividades
cotidianas ejercidas a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se
carcomía en el desván. Y que de todos sus actos, el fundamental era, sin duda,
el de agregar de vez en cuando un billete al rollo carcomido.Mientras encendía el letrero luminoso que
llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero
fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo
mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas
que su hijo escondía en el cajón de la
cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por
pudor que por el temor de que su hijo pensase que él tenía la costumbre de
hurgar en sus cosas. Durante la cena, el mueblero se puso a
observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la
cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y
tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la
tortura podría hacérselo confesar. El mueblero sintió una especie de vértigo.
No era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas
la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que, justo cuando
estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las
nociones más elementales que constituían su vida. O lo que él había llamado su
vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva intuición, transcurría
en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía más
inalcanzable que el arrabal del universo.
Mientras encendía el letrero luminoso que
llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero
fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo
mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas
que su hijo escondía en el cajón de la
cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por
pudor que por el temor de que su hijo pensase que él tenía la costumbre de
hurgar en sus cosas.
EL POETA SEPTUAGENARIO
Comí los alimentos del mundo. Mi mano tocó
piedras de ciudades famosas y mi cuerpo, reducido ahora, pero sano y salvaje,
atravesó calles más numerosas que las arrugas de un río. ¿Qué hombres no
conocí? ¿Qué libros no he leído? ¿Qué ha de haber en el almacén de lo visible y
de lo invisible que se me pueda vender como novedad? En las mañanas del mes de
octubre, llenas de sol y de palomas, contemplo la explosión lenta de las flores
del duraznero y me paseo tranquilo, gozando de buena digestión y de buena
respiración, la lengua llena del gusto del café y un cigarrillo que humea entre
mis dedos. Debí pasar por todo eso, la larga noche del deseo y la posesión,
para llegar hasta aquí.En mi mente martillean versos férreos,
ajenos. Resuenan en mí como la primera vez. La belleza, que para Platón era
reminiscencia, para mí, indefenso y libre, no es más que actualidad. La misma
música aliterada me estremece de nuevo, cada vez, con delicias flamantes. El
café: una sombra en relación con su regusto, con esa pesadez perfumada que se
irradia, sutil, desde la punta de mi lengua, ahora. Lo que nos salva a
nosotros, los viejos, es ver arder detrás el mundo, depositado sobre un lecho
de ceniza palpitante. Sobre ese colchón estoy parado contemplando mi propia sombra que encoge lentamente en la mañana.Que otros gocen hoy de la maravilla del
nacimiento y del sabor de la primera entrega perfumada del mundo, o de una
muchedumbre de fiestas nocturnas. El sol de los ciegos es más negro que la
noche y el nacimiento más perfecto es la muerte. Mi luz es única. No la puedo
cambiar. Y el humo de mi cigarrillo es más sólido y más azul que un ramo de
ciudades. (Del libro “La mayor”, ,C.E.A.L., Capítulo, 1982) Juan José Saer (Argentina; Serodino, Santa Fe, 1937- Francia,
París, 2005).
Nota del
Administrador: Leer
Biografía en entrada anterior del autor.
(Del libro “La mayor”, ,C.E.A.L., Capítulo, 1982)
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