viernes, 31 de octubre de 2014

HEGEL, SAER Y ORTIZ





















Parecería obvio que la literatura describe lugares o que representa espacios. Sin embargo, eso implica dar por supuesto un saber sobre lo que es un lugar y lo que es un espacio. Preguntarse cómo es posible decir un lugar o un espacio mediante ese discurrir temporal en que se articula el lenguaje podría ser una indagación tan originaria y previa a toda descripción que corre el riesgo de resultar banal Pero igualmente, a la manera de un filósofo que se planta frente a las cosas, el mundo, los objetos de la percepción como si fuera el primer ser hablante, el escritor empieza, y a veces termina, preguntándose cómo escribir el lugar que imaginariamente lo alberga, cómo representar el espacio donde se mueven los actores de su relato o su drama. Digamos que no es evidente que el espacio y el lugar sean algo dado, todo lo contrario, se presentan de entrada como pliegues y trampas del lenguaje.

Hegel acude en nuestra ayuda para explicar, con su proverbial rigor no exento de hermetismo, de qué manera los puntos indicativos del espacio, al igual que los del tiempo, son efectos del lenguaje, y por lo tanto, universales y abstractos. Si digo "ahora" parece que me refiriera al presente, a una presencia de "esto", lo que hay; e igualmente, si digo "aquí", en este lugar, parece que afirmara una certeza con respecto a lo sensible. Pero ni el "aquí" ni el "ahora" son una afirmación en sí mismos, se definen negativamente. La prueba de esa negatívidad que ofrece Hegel es precisamente la escritura. Escribo: ahora es de noche, este lugar es una casa, este papel registra el paso de mi mano. Pero al otro día leo esa verdad y lo que era verdad al escribirla, un "esto" ahí, deja de serlo, o parece que dejara de serlo. Ahora es de día. No obstante, hay una verdad del ahora, universal, que nosotros, un poco más allá de Hegel, llamaríamos lingüística. "Ahora" es la negación de los otros puntos del tiempo, es cualquier punto en que se exprese la indicación del ahora. Del mismo modo, y más importante ahora en este discurso, "aquí" no es sino la negación de los otros lugares. Los lectores de Benveniste adivinarán enseguida que lo supuesto en estas indicaciones negativas del tiempo y del espacio es el yo, también esencialmente negativo. El yo se afirma en su discurso como la negación de las otras personas, es tan universal que hablar de un yo singular significa lo mismo que cualquier cosa singular, puesto que todo yo es singular en su frase. Con la escritura se complica la cuestión, ya que en ella todas las negaciones que podíamos imaginar como alusiones a un lugar presente -por ejemplo; "este árbol" se refiere a mí que lo señalo- revelan su carácter abstracto, desconectado de las cosas, por decirlo de alguna manera. "Este árbol" era aquel árbol que quizá Índico un ausente, que escribió esa indicación sólo para decir: no la casa, no la piedra, no el bosque. Pero aun para mí, que creo estar presente en un espacio mientras leo, el lugar es la suma de negaciones del lugar.

Cito a Hegel, para que vean que no simplifico sus ejemplos, al comienzo de la Fenomenología del Espíritu: "El aquí es, por ejemplo, el árbol. Pero si me doy vuelta, esta verdad desaparece y se transforma en lo contrario: el aquí no es un árbol, sino que es una casa. El aquí mismo no desaparece, sino que es permanentemente en la desaparición de la casa, del árbol, etc., indiferente al hecho de ser casa, árbol, etc." (G. W. F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, México, E C. E., 1973).En otros términos, el lenguaje se indica a sí mismo, y no expresa sobre el espacio y el lugar sino su universalidad, es decir, su indiferencia.


Pero la literatura tal vez quiera hacer esa tarea imposible: espacializar el tiempo de la palabra, en una narración, o localizar la palabra desarticulando el tiempo, en un poema. Muy hipotéticamente hablando. De hecho, fuera de la escritura -que prueba la existencia de la negación en todo indicio del presente aunque también combata esa negativídad con las armas que adjudicamos a la literatura-, en la percepción y el habla ordinarias, en lo común de nuestras vidas, creemos que podemos indicar y relacionarnos con las cosas mismas, con lo real, lo que percibimos, tocamos, oímos, aquellos objetos que señalamos, como si el lenguaje estuviera ahí de más o fuese un servicial instrumento para comunicar nuestro realismo de todos los días. A ese estado preliterario de una certeza sobre lo sensible, podría dirigirle Hegel la siguiente amonestación: "cabe decir a quienes afirman aquella verdad y certeza de la realidad de los objetos sensibles que debieran volver a la escuela más elemental del saber, es decir, a los antiguos misterios eleusinos de Ceres y Baco, para que empezaran por aprender el misterio del pan y el vino, pues el iniciado en estos misterios no sólo se elevaba a la duda acerca del ser de las cosas sensibles, sino a la desesperación de él, ya que, por una parte, consumaba en ellas su aniquilación, mientras que, por otra parte, las veía aniquilarse a ellas mismas. Tampoco los animales se hallan excluidos de esta sabiduría, sino que, por el contrario, se muestran muy profundamente iniciados en ella, pues no se detienen ante las cosas sensibles como si fuesen cosas en sí, sino que, desesperando de esta realidad y en la plena certeza de su nulidad, se apoderan de ellas sin más y las devoran". La inmediatez de la cosa, agreguemos, no es una certeza de su realidad, ni de su permanencia, sino que se ofrece como una nulidad, como el alimento para el animal, algo que no es en sí mismo, sino para el ser que inmediatamente lo consume. Ahora bien, ni la certeza sensible, que es sólo lenguaje, puede captar el espacio en tanto lugar determinado o punto específico, ni tampoco el animal puede indicar nada en la medida en que su habitat no se distingue de su desplazamiento instintivo. ¿Cómo se representa entonces el espacio en la literatura, que a primera vista pareciera aún más abstracta que el lenguaje común? Por un trabajo de lo negativo, reiterado.


El espacio de lo dicho supone un yo, pero la literatura le niega a ese yo su poder referencial. Ese yo no afirma nada, ni siquiera habla, su abstracción es un dato. Pero es un yo que debe suscitar un deseo en el otro, y por lo tanto se disfraza de una presencia, pone en marcha un tiempo y un espacio que habrían sido alguna vez percepciones, estados, cosas sensibles. El yo de la literatura, ese nadie, sabe que las cosas dichas se consumen y se aniquilan a medida que avanza, como las conversaciones que se olvidan, pero igual ofrece la experiencia seductora de asistir a su desvanecimiento. Y parece prometer un núcleo más real, a lo lejos, en donde las palabras se terminan.


Quisiera hablar ahora de una novela que se desarrolla, como suele decirse, en un espacio bastante cercano y quizá reconocible para algunos lectores. Me refiero a Glosa, de Juan José Saer, donde una voz minuciosa, y por momentos dubitativa en su obsesiva precisión, cuenta una charla entre dos personajes que caminan juntos durante unas cuantas cuadras de una típica ciudad argentina, en forma de damero. Pero ese espacio de la caminata es simplemente una abstracción en la novela, porque su núcleo narrativo estaría en otro lugar, deseado y vedado ya irremediablemente para los dos interlocutores porque su aquí y su ahora sólo pertenecen a las posibilidades de la narración. El asado filosófico y poético que uno le cuenta al otro, en una reconstrucción a su vez de un testigo cuya veracidad o cuya perspectiva habrán de cuestionarse, sería el objeto de esa prolija "glosa". La digresión narrativa, que corresponde al paseo en que se relata aquel asado perdido, es entonces un comentario interminable de un texto inaccesible. ¿Acaso quiere decir que la novela glosa un acontecimiento como si fuera un poema, o más bien el centelleo fugaz del presente, de la unidad de lo que existe, justo en ese episodio ahora glosado y desaparecido o disperso en múltiples memorias? La novela en todo caso es también un tratado sobre la percepción, sobre, como diría Hegel, la desesperación de toda certeza general acerca de las cosas sensibles. Y no habría que olvidar que la fuente de esa estructura de dos interlocutores, que reconstruyen una comida y sobre todo una charla de cierta relevancia a partir de un testimonio parcial, está en el Banquete platónico, es decir que acaso el principal problema de la percepción se revele en el deseo, o el instinto o la avidez.

¿Puede decirse que el típico mosquito nativo desea la sangre del filósofo igualmente nativo que lo contempla entre alerta y absorto? Es la clase de pregunta que no dudan en hacerse el narrador y sus personajes, examinando lo que suponen habrá sido una indagación metódica sobre los límites del pensamiento, que son los límites del lenguaje, y ese otro lugar, o sueño, que el lenguaje indica sin expresarlo nunca de manera acabada.

Cito: "Ahora, es decir en el ahora subsiguiente al ahora en el que había hecho arrancar el auto y al ahora en que había venido manejando hasta su casa, ¿no?, en ese ahora, no es cierto, digo, trataba de mantenerse sereno" (Juan José Saer, Glosa, Buenos Aires, Afianza, 1986).  La vacilación, el acto de indicar su propio decir, corresponden además al "ahora" del narrador o de la narración, que no tiene en verdad un sujeto. Ni hablemos de este "ahora" en que yo escribo cosas que leo en un libro llamado Glosa-, cosas que se van a pronunciar en otra parte. Tal es el vértigo de la cualidad indicativa del lenguaje, que podría dejarnos sin nada, y quizá nos deje sin nada al menos en el orden del saber. Que lo sensible difícilmente pueda ser objeto de ciencia no era algo que necesitáramos saber: Sócrates o Washington Noriega dicen lo mismo. ¿Qué ganamos en Glosa sino la experiencia de lo particular que se abisma en el universal abstracto del lenguaje pero nos inscribe una suerte de huella, y que se parece a lo que creemos ser como experiencia, memoria y distracción? Aclaremos de nuevo: "yo" no es nadie, nombre de un personaje, pero el de ahora se parece al de otros "ahoras", el que está aquí o que avanza por unas cuantas cuadras se parece al yo que estará allá, después de cruzar tal o cual calle, etc. Con el lenguaje no asistimos a la verdad de lo que existe, sino a la incesante duplicación de los modos en que eso nos afecta. "Eso", "ahora", "aquí" son rótulos del vacío, válidos para cualquier presente, pero se mezclan en el cuerpo particular que, adentro o afuera, los pone en acción. Glosa sería pues la construcción o reconstrucción de un espacio que puede prescindir casi siempre de la descripción, que a fin de cuentas se reduce al despliegue de nombres, y por ello encuentra su efecto de narrar algo en que ese espacio ha sido atravesado por las afecciones de algunos seres, que hablan, piensan y recuerdan, o parecen hacerlo. Lo narrado, el verdadero lugar, donde los cuerpos nacen, aman, odian y mueren, no puede ser alcanzado por el acto de narrar. Así como lo amado no puede ser un objeto alcanzado por el amor, sino que se esboza en su horizonte, cual fantasma de un bien inaccesible. La narración del amor, en Platón, o de la indagación por lo sensible, que interroga la amistad, en Saer, diseña el espacio donde otros pueden pensar en ese lugar que fluye hacia adelante o que se recuerda a medias, entre velos y chispazos poco verosímiles. El ritmo de Glosa, como su título por otra parte, nos indican que en otro lugar, en el centro ciego del espacio narrativo, estaría una experiencia puramente sensible del lenguaje, parcialmente realizada en lo que llamamos poesía en la medida en que intenta hacer valer lo insignificante, lo que suena en la palabra. "Aquí, casa, río" no como indicaciones del hecho de hablar, sino como la música, también abstracta, que nos acompañará hasta el final.


Las cuadras se multiplican al infinito, o se extienden más allá de las que quisiéramos caminar, pero quizá el lugar en el
que estamos sea uno solo, no cada sitio en particular como posibles referentes de una idea del espacio y de la ubicación del hablante, sino el todo de lo que hay a mi alrededor como presencia que anula la diferencia, una suerte de éxtasis que, vacilante, el glosador puede comprobar, aunque la ironía de la narración se lo impida, del siguiente modo: "¿qué son lo interno y lo exterior? ¿qué son el nacimiento y la muerte? ¿hay un solo objeto o muchos? ¿qué es el yo? ¿qué son lo general y lo particular? ¿qué es la repetición? ¿qué estoy haciendo aquí?, es decir, ¿no?, el Matemático, o algún otro, en algún otro tiempo o lugar, otra vez, aunque haya un solo, un solo, que es siempre el mismo, Lugar, y sea siempre, como decíamos, de una vez y para siempre, la misma Vez". Podríamos agregar que el lugar sería uno solo, acaso uno para cada cual pero no muchos para cada uno, es ahí donde se vive, se camina, se pierde el paso. Mientras que el espacio, coordenadas lingüísticas del yo, representaciones, encadenamientos articulados de piezas, no sería un lugar. La narración trata de llenar un espacio con las experiencias, por momentos irrepresentables, del lugar. El espacio se despliega y se recorre, vale decir que se imagina, como sí pudiera construirse parte por parte. El lugar se vuelve un punto, el único, donde el cuerpo se pierde y su deseo ilumina lo que hay, lo que se da. ¿Cómo podrá entonces el lenguaje, hecho de piezas verbales y productor de representaciones espaciales, hacer que centellee el fulgor del lugar? Es una tentativa de abrir el espacio y salir del lenguaje por medio de palabras que revolotean, por así decir, en el aire de un deseo, y que no piensan el ahora ni el aquí como la noche, el punto opaco del presente, el instante inasible, sino que dan pruebas de existir. Este más allá del lenguaje, especie de intimidad absoluta de la experiencia, fue una aspiración mística en otros tiempos y lugares, un acceso o un retorno a la certeza sensible de no saber más nada y simplemente consumir y consumirse con alegría contagiosa. Pero ahora, en el ahora de esta época en que el lenguaje se divide en una palabra sabia y abstracta, puro concepto, y una palabra vivida y afectiva, pura sensorialidad y memoria, y hablo de un ahora que ya se debatía en el antiguo asado de Platón, ese gesto de salir del mundo conceptual, del lenguaje como instrumento, que en verdad sería entrar en algo, se le delega a la forma literaria marginalizada de la poesía. El combate de Saer contra las convenciones novelescas no es ajeno a un proyecto de reparación de la literatura, acaso para que retorne a su problema con el lenguaje, a la poesía, en lugar de seguir extraviada en el mundo de las representaciones, que es una resignación a la creencia en lo real de las cosas sensibles como objetos externos al yo.


La novela se demora pues en lo antinovelesco, en pasajes que sólo podríamos llamar "líricos" y que analizan las vacilaciones del lenguaje para nombrar las afecciones de algo, una narración, en alguien, un cuerpo que ocupa lugar unido de manera indescriptible a un yo "impalpable y ubicuo". Y lo lírico, como se sabe, es el nombre que se desgrana, se desglosa en su intento de alcanzar lo nombrado. Cito uno de esos desgloses, casi al azar: "su ser, ¿no?, o sea lo inconcebible hecho presencia continua, grumo sensible atrapado en algo sin nombre, como en un remolino lento del que formase también parte, espiral de energía y substancia que es al mismo tiempo el vientre que lo engendró y el cuchillo, ni amigo ni enemigo, que lo desgarra". Un ser, acaso como un pliegue alrededor del lugar en su mismo carácter de punto, de punzamiento en la materia, y como si por ahí pasaran sus palabras, o las palabras del mismo lugar; lo que me impulsa a adjetivarlo como el lugar natal. La lengua nos recuerda que no se nace en un espacio, y que no hay un ahora para el nacimiento. Según Saer, lo inconcebible hecho presencia continua sería el lugar natal.

¿Y cómo concluye el espacio de Glosa, el espacio narrativo que hace la glosa del lugar poético? ¿A qué unidad siempre imaginaria arriba la fragmentación del relato? En las últimas cuadras de su hora matinal en la ciudad esquemática, el protagonista camina solo y llega hasta un lago en las inmediaciones del río. Cerca del rio, la ciudad se va como desvaneciendo, como si el río fuera el lugar, el siempre único lugar, inmemorial, y atrás quedara el damero con su vano intento de cuadricular el espacio. Lejos ya de toda conversación, una bandada de pájaros excitados, tal vez asustados, atrae la curiosidad de este último caminante cuyos pasos se cuentan. ¿Qué los agitará algo necesario, un instinto, o será un malentendido, el error que se produce en el cruce de planes originados por el lenguaje y por sus herramientas físicas con reacciones, desencadenamientos, automatismos de los cuerpos? Casi menos que nada, una epifanía a la manera de Joyce donde lo trivial, lo banal, se ilumina con un efecto revelador: una pelota amarilla, de plástico, olvidada en la orilla. Pero el espacio, para volverse un verdadero lugar, debería abrir paso a una suerte de aparición, algo así como la totalidad o el sentido. El personaje, cito, "contempla la esfera amarilla que concentra o expande radiaciones intensas, presencia incontrovertible y al mismo tiempo problemática, concreción amarilla menos consistente que la nada y más misteriosa que la totalidad de lo existente, y después, no sin compasión, viendo el revoloteo enloquecido de los pájaros alrededor, él, que está empezando a derribar los suyos, presiente cuánto le hace falta de extravío, de espanto y de confusión a las especies perdidas para erigir, en la casa de la coincidencia, que también podría ser otro nombre, ¿no? el santuario, superfluo en más de un sentido, de, como parece que los llaman, sus dioses".


Afectado por la confusión, que en verdad proviene del espacio y su abstracción, de ese lenguaje que se distancia de lo dicho cada vez que parece aproximarse a decirlo, el héroe de la narración casi no puede percibir aquello que el narrador destaca, la aparición del lugar, ahí, en el agua, en una escena que no está destinada a nadie, sin comentario. Pero habría una manera antihegeliana y antiplatónica de pensar el lenguaje, que está en la forma, en la digresión, en los meandros de la frase de Saer, un lenguaje con palabras para desear y palabras deseantes. ¿Qué desea la literatura? Que el aquí sea el lugar donde las palabras se presentan para hacer coincidir experiencias y seres, rumores y sonidos, florecimiento y desgaste.


En las declaraciones de un amigo de Saer, que podemos suponer participando con él de asados similares al de Glosa, se encuentran las afirmaciones, místicas tal vez, de esa manera material de entender el lenguaje como lugar y presencia de lo que existe. Dice Juan L. Ortiz, en una entrevista de febrero de 1972; "en cierto modo es una mediación y también una forma de compensación: no podemos tener una relación directa con ciertas cosas que son inaprehensibles o inefables, entonces recurrimos al lenguaje que también tuvo esa función en cierto momento. Mallarmé habla de la 'palabra única', una sola palabra que tiene toda la virtualidad de revelar el universo". Y más adelante, añade: "También está ahí la aventura. Todo lo que se dice de 'sorpresa' o de 'meandros', el tejido de la realidad, puede estar en ciertos estados que se desarrollan y que llegan a acentuarse en ciertas zonas... Quiero decir que la aventura podría estar, por ejemplo, en cierta captación de zonas o por lo menos sugerencias de zonas o aproximación a zonas... "(Juan L. Ortiz, Una poesía del futuro, Conversaciones con Juan L. Ortiz, Buenos Aires, Mansalva, 2008).

Entre  el lugar donde se reveló algo, apareció o sucedió lo que atrae y no se muestra, y el espacio que separa del lugar, simple extensión que debería recorrerse para llegar allá y que paso a paso, en su misma divisibilidad, en su aspecto organizable, se va desglosando hasta el infinito, estaría la zona, franja donde el lenguaje espacial se aproxima a la intensidad vivida del lugar.Un lenguaje que se adelgazara hasta volverse casi transparente, una ligereza que captara el aire mismo del lugar, sería el lenguaje de la zona como objeto de la poesía de Ortiz. Menos vaga y romántica de lo que parece, su intención se define por una profundización de ios recursos retóricos, rítmicos y sintácticos que una tradición acumuló en lo que seguimos llamando "poesía", sin olvidar el espacio del papel y  en la dimensión de la letra, también instrumentos para aventurarse en la zona. La zona es algo que debe ceñirse, no se manifiesta por sí sola; es constituida por un plegamiento o meandro del lenguaje que ya no fija sus indicaciones, que se niega a sí mismo para aludir o invitar a la zona. El verbo griego de donde proviene la palabra "zona", zoónnymi, significa precisamente "ceñir, ajusfar el cinturón "; y el sustantivo zoone quería decir "cinto, cinturón, cintura", o sea franja del lugar. Por eso, quisiera creer, la zona puede particularizarse, para los amigos Ortiz y Saer, en el río y las orillas, el litoral. Al mismo río al que se acerca sin tocarlo el personaje de Glosa en la última frase, "la casa de la coincidencia", ciertamente irónica en lo novelesco pero poéticamente intensa ya que postula la unión o comunión entre el lenguaje y la totalidad de lo que existe, Ortiz le dedicó la oda Al Paraná. Según el editor de su Obra completa, Sergio Delgado, dada la referencia de un verso a "diecinueve septiembres" de contemplación del río, el poema habría sido escrito en septiembre de 1961. ¿Por qué creerle al poeta entonces, y no al novelista? Démosle crédito pues a la primera frase de Glosa, que sitúa su caminata dialogada el 23 de octubre de 1961, un mes después del poema, quizás del otro lado del río. Y un mes antes del poema, a fines de agosto, sucedió el asado, donde algo se reveló pero ya no es posible transmitirlo. ¿La amistad en un grupo de distintas generaciones? ¿O acaso el río mismo se les revelaba, como desde hace milenios a otros seres hablantes, en el momento en que celebraban y consumían sus peces? Por lo cual, después había que dedicarle la oda y también había que imaginar un paseo casi hasta su costa, donde la novela se abandona y encuentra el saber sensible, el nombre único, anterior a la lengua, la zona donde la tribu creía oír el sonido más puro en sus viejas palabras. Y acaso esa experiencia de unidad con el rio, de reverencia tal vez, que se da en una zona que no pertenece al espacio conceptual ni al lugar lingüístico, que tiene relación con el nacimiento y con la muerte, sea una experiencia inaprensible, inefable, que sin embargo el poema se aventura a sugerir mediante una retórica de lo negativo: 

"Yo no sé nada de ti...
Yo no sé nada de los dioses o del dios de que naciste"

empieza Ortiz. Y luego desglosa su negación, alude negativamente a la historia, lo no sabido en el río, aunque su testimonio tácito denuncie la injusticia, las violencias aleatorias. Sin embargo, más allá de todo lo que no se sabe del río, están las preguntas a su ser, a la corriente del ser, el torbellino y el pliegue y el repliegue tal vez, ¿y por qué no al dios?
Y para que se advierta que no hago sino una glosa, citaré una pregunta, sinuosa, entre dos ensanchamientos del cauce del poema: 

"Es, por ventura, presentirte, siquiera,
el acceder únicamente a las escamas de tus minutos,
bajo lo invisible, aún,
que pasa...
o a las miradas de tus láminas
o de tus abismos,
en los vacíos o en las profundidades de la luz,
de tu luz?". 

Ortiz sigue preguntando. Y las preguntas le hablan al "eso" inaccesible pero cierto; varias veces menciona al "dios" que habrá podido ser ese río o que podría imaginarse en su origen, en su misterio porque nunca empezó y siempre estuvo, si es que aún debemos llamar "dios" a una corriente que habrá de persistir cuando nosotros, que le ponemos nombres, hayamos pasado. El aquí, la ciudad, como el yo, la vida, la historia, el idioma, son lo que ciñe el río: "pareces desplegarte lo mismo que una 'cinta'", le dice Ortiz. Y es la zona misma, lo que el lenguaje indica, amorosa o desesperadamente, sin tocarlo nunca. Pero el poema insiste y vuelve a insistir; aunque nada se pueda saber, ni decir, de acaso el dios que fluye ahí, no indiferente, hablando en signos, en animales, plantas, curvas, estaciones, todo pareciera querer decir algo, como pensaba Mallarmé ante lo sensible de pronto contemplado de frente, silencioso, sin divisiones. Y al final,pétalos, gramillas, ofrendas de despedida ritual que anuncian el estuario, el delta en el que todo poema desemboca ya que su último verso es una frase en prosa y no se puede encabalgar sino a lomos del silencio, el blanco: 

"Pero deja que, al menos, te  despida unos pétalos
de ese ángelus de mis gramillas
que desciende casi hasta el agua
cuando ésta
pierde sus ojeras
y da en hilar, fúnebremente, con la primicia que deslíe
el duelo de arriba,
la raíz
de la lágrima...".


¿Y no será esto lo que se glosa después en la novela de Saer, la raíz de la lágrima en cada personaje que carga con la angustia de sus límites, sus recuerdos, y que tal vez pudiera liberarse, como la mañana libera al minuto de la noche en que se esperó la conciencia del ahora abstracto, cualquiera, si fuera posible vivir, la mayor parte del tiempo, poéticamente? "No sé nada de ti.../ Nada..." Pero la pregunta es lo más importante que se puede hacer, dada la vida, dadas las palabras.





Silvio Mattoni (Córdoba, Argentina, 1969)








miércoles, 29 de octubre de 2014

NO CONFERENCIA UNA: yo & mis padres




Al iniciar estas llamadas conferencias, permítanme advertirles cordialmente de que no tengo ni la más remota intención de hacerme pasar por un conferenciante. Dar conferencias es supuestamente una forma de enseñar, y supuestamente un profesor es alguien que sabe. Yo nunca supe, y sigo sin saber. Lo que siempre me ha fascinado no ha sido tanto enseñar como aprender, y les aseguro que si el aceptar las clases en la cátedra Charles Eliot Norton no se hubiera mezclado de inmediato con la expectativa de aprender muchísimo, ahora estaría en cualquier otro sitio. Quiero también asegurarles que me siento enormemente feliz de estar aquí, y que espero de todo corazón que ustedes no lo lamenten enormemente.

Desde antes de que muchos de ustedes existieran, no he dejado de aprender y reaprender, como escritor y como pintor, el significado de dos refranes inmemoriales: «sobre gustos no hay nada escrito» y «puedes llevar la yegua al agua, pero no puedes obligarle a beber». Ahora -como anticonferenciante- me enfrento por suerte a este otro dictum igualmente antiguo aunque mucho menos austero: «El mal viento a nadie trae nada bueno». Porque mientras un auténtico conferenciante debe obedecer las reglas de la decencia mental y envolver sus peculiaridades personales con generalidades colectivamente aceptables, un auténtico ignorante queda descaradamente libre para hablar como siente. Esta perspectiva me anima, porque valoro la libertad y nunca he esperado que la libertad pueda ser otra cosa que indecente. El mismo hecho de que un viejo adicto a la parodia (que se ha postrado muchas veces ante el altar de la revelación corpórea progresiva) se encuentre a punto de intentar un striptease estético, me parece una sorprendente manifestación de justicia poética y refuerza mi convicción de que puesto que no puedo contarles lo que sé (o más bien lo que no sé) no hay nada que me impida intentar decirles quién soy, algo con lo que disfruto muchísimo.

Pero ¿quién soy? o más bien -puesto que mi yo dibujante y mi yo pintor no les interesa en absoluto-¿quién es mi otro yo, el yo de la poseía y la prosa? Aquí se me plantea un grave problema, así como una excelente oportunidad de aprender algo. Por supuesto, no habría problema si me adscribiera a la hipercientífica doctrina de que la herencia no cuenta porque el entorno lo es todo; o si (tras haberme tragado este super-somnífero) imaginara el futuro de la llamada humanidad como un presente permanente, que envuelve prenatalmente a retrasados mentales cuasiidénticos en perpetua infelicidad. Sin embargo, acertada o equivocadamente, yo prefiero el insomnio espiritual al suicidio psíquico. El infierno aguado del obligatorio cielo en la tierra no es, rotundamente, santo de mi devoción, Al negar el pasado, que yo respeto, se niega el futuro... y yo amo el futuro. En consecuencia, para mí un problema autobiográfico es una realidad.

Examinando más de cerca mi problema autobiográfico, veo que engloba dos problemas, unidos por ese momento absolutamente misterioso que significa el autodescubrimiento. Hasta ese misterioso momento, yo soy sólo un escritor accidental: en primer lugar soy el hijo de mis padres y de cualquier cosa que les suceda. A partir de este momento, la respuesta a la pregunta «¿quién soy?» queda respondida por un «lo que escribo»; en otras palabras, me convierto en mi escritura, y mi autobiografía se convierte en una exploración de mi actitud como escritor. Pero surgen dos nuevas preguntas. La primera, «¿qué es lo que conforma mi escritura?», puede responderse rápidamente: mi escritura consiste en dos mal llamadas novelas; un par de obras de teatro, una en prosa y la otra en verso blanco; nueve libros de poemas; un número indeterminado de ensayos; un volumen de sátira sin título y el libreto de un ballet. La segunda pregunta, «¿en cuál de todo este material se expresa con más claridad mi postura como escritor?» puede responderse casi con la misma rapidez: me parece que se expresa con mayor claridad en la última de las mal llamadas novelas, en las dos obras de teatro, tal vez en veinte poemas y en media docena de ensayos. Muy bien; construiré la segunda parte de mi autobiografía alrededor de esta prosa y esta poesía dejando (siempre que sea posible) que la prosa y la poesía hablen por sí mismas. Sin embargo, la primera parte de mi autobiografía presenta un problema de otro orden completamente distinto. Para solucionar ese problema, debo crear un personaje perdido hace mucho tiempo -el hijo de mis padres-y su mundo desaparecido. ¿Cómo puedo hacerlo? No lo sé, y como no lo sé, lo intentaré. Tras haberlo intentado, abordaré mi segundo problema. Si el intento falla, al menos lo habré intentado. Si ambos intentos tienen éxito, habré logrado, de milagro, lo imposible. Porque entonces -y sólo entonces- ustedes y yo contemplaremos el autorretrato estético de la mitad entera de este y no de cualquier otro ignorante indivisible tal como es.

Algunos, si no la mayoría, de los distinguidos miembros de esta ilustrada audiencia sospecho que estarán ahora pensando para sus adentros; «¡Vaya! Venimos aquí esperando que un poeta nos hable sobre poesía y lo primero que hace el susodicho poeta es decirnos que no tiene la más remota intención de hacerlo. A continuación, el susodicho poeta se permite un montón de banales regresiones que no demuestran absolutamente nada, a no ser que, como dibujante, no distingue el culo de las témporas. Finalmente, para acabar de rematarlo, el susodicho poeta anuncia graciosamente que podemos esperar que nos regale con una descripción de su trayectoria prepoética, y luego, como si eso no fuera bastante, nos regala con una sarta de chismecitos prosaicos que se le han ido escapando de vez en cuando en las últimas tres décadas, porque sólo así es capaz de entender quién es él hoy en día. ¿Por qué, en nombre del sentido común, el susodicho poeta no nos lee algo de poesía -de cualquier poesía; incluso de la suya propia- y nos cuenta lo que piensa o deja de pensar sobre ella? ¿Es el susodicho poeta víctima de un egocentrismo galopante o es simplemente tonto?».

Mi respuesta inmediata a esta pregunta sería: ¿y por qué no las dos cosas? Pero suponiendo que enterrásemos parcialmente el hacha y aceptásemos el egocentrismo, ¿quién, si la pregunta no es demasiado impertinente, no es egocéntrico? Medio siglo en el tiempo y varios continentes en el espacio, junto a una curiosidad saludablemente desarrollada no me han permitido todavía localizar un solo ego situado en la periferia de sí. Tal vez, simplemente, no conocí a la gente adecuada y viceversa. En todo caso, mi escasa relación con senadores carteristas y científicos me lleva a concluir que tampoco ellos distan mucho del egocentrismo. Creo, por tanto, que todos son honestos educadores. Y también lo son (estoy convencido) los barrenderos sordomudos asesinos madres, hadas caníbales alpinistas, hombres fuertes hermosas mujeres niños no nacidos espías internacionales, escritores por encargo vagabundos ejecutivos, locos de remate chiflados morfinómanos policías, altruistas (sobre todo) picapleitos tocólogos y domadores. No hay que olvidarse de los funerarios, tal como prefieren llamarse los sepultureros en esta época de cultura universal. O, como mi amigo y distinguido biógrafo M.R. Werner señaló confidencialmente en cierta ocasión después de varias copas de Bisquit Dubouché: «Cuando llega el momento todos somos una caja de Pandora para nosotros mismos; tanto si se cree como si no».

Y ahora, permítanme hacerles una propuesta estrictamente egocéntrica. Teniendo en cuenta que una llamada clase magistral dura cincuenta minutos, juro solemnemente por la presente dedicar exclusivamente a la poesía y, aún más, poesía de la cual no soy en modo alguno responsable, los últimos quince minutos de todas y cada una de las clases. Esto me dejará sólo treinta y cinco minutos de cada clase para charlar prosaicamente sobre mí mismo; o (de vez en cuando) para leer un fragmento de un poema -o tal vez un poema entero- mío. La charla prosaica empezará con mis padres y continuará con su hijo, hablará del auto-descubrimiento; y luego, en la noconferencia número cuatro, realizará un análisis de la posición de E.E. Cummings como escritor. Por el contrarío, las lecturas poéticas tendrán lugar a lo largo de las seis conferencias y componen una antología estrictamente amateur o una colección de poesía que, por ninguna razón o sinrazón, adoro. En el curso de mis seis medias horas de egocentrismo discutiré, entre otras tareas, la diferencia entre hecho y verdad, describiré al profesor Royce y la crisis de la pajarita, nombraré al cochero del profesor Charles Eliot Norton y definiré el sueño. Si me preguntan por qué incluyo trivialidades, mi respuesta será «¿qué trivialidades?» En mis seis quinceminutos de lectura poética, trataré solamente de leer poesía, aunque no sé bien cómo. Si ustedes arguyen «pero ¿por qué no hacer también crítica?», les citaré brevemente un fragmento de un maravilloso libro que conocí a través de una maravillosa amiga llamada Hildegarde Watson, el libro Cartas a un joven poeta, del poeta alemán Rainer María Rilke:
Las obras de arte son de una infinita soledad, y con nada tienen menos que ver que con la crítica. Únicamente el amor puede comprenderlas, contenerlas y juzgarlas honestamente.
En mi orgullosa y humilde opinión, esas dos frases valen por toda la llamada crítica del arte que ha existido o existirá jamás. Disientan de ellas tanto como quieran, pero no las olviden nunca, porque si lo hacen, habrán olvidado el misterio que ustedes han sido, el que serán y el que son:

qué multitud(cuántos demonios y dioses
cada cual más codicioso)es un hombre
(con cuánta facilidad uno se oculta en el otro;
y aun así no puede, siendo todos, escapar a ninguno)
qué tumulto más enorme el deseo más simple: 
qué cruel masacre la esperanza 
más inocente (tan profunda es la mente de la carne 
y tan alerta lo que la vigilia llama sueño)
que el hombre más solitario nunca está solo
(su aliento más breve dura lo que un año a un planeta,
su vida más larga es sólo el palpitar de un sol;
su mínima inmovilidad recorre la estrella más joven)
-¿cómo un tonto que se llama «yo» osaría 
abarcar un innumerable quién?
Y así llegamos a los padres de un personaje que hemos perdido de vista, que es el hijo de estos padres.
Para describir a mi padre, permítanme citar una carta y contarles una historia. La carta se la escribí yo a mi buen amigo Paul Rosenfeld, quien la utilizó en un ensayo que honró el número cinco de aquella publicación de título ambiguo, The Harvard Wake:

No sé cómo responder a tu pregunta sobre mi padre. Era oriundo de New Hampshire, uno ochenta y ocho de estatura, un tirador de primera & un famoso pescador con mosca & un marinero excelente (su chalupa se llamaba La actriz) & un silvicultor capaz de orientarse por bosques primigenios sin brújula & un piragüista que te conducía remando hasta un ciervo sin levantar ni una ola en la superficie de la laguna & ornitólogo & taxidermista & (cuando dejó la caza) un experto fotógrafo (el mejor que he conocido) & un actor que interpretó a Julio César en el teatro Sanders & un pintor (tanto de óleos como de acuarelas) & mejor carpintero que cualquier profesional & un arquitecto que diseñaba sus propias casas antes de construirlas & (cuando quería) un fontanero que, sólo por diversión, montaba todas sus instalaciones de agua corriente &: (cuando estuvo en Harvard) un profesor que se relacionaba poco con los catedráticos -por los que estábamos literalmente rodeados (Royce, Lanman, Taussing, etc), aunque no vencidos- & más tarde (en la iglesia unitaria South Congregational del Doctor Hale) un predicador que, durante la pasada guerra, anunció que los chicos del Gott Mit Uns («Dios con nosotros», lema del escudo de armas de la casa imperial prusiana desde 1701. Durante la Segunda Guerra Mundial, los soldados de la Wehrmacht llevaban el lema grabado en la hebilla de sus cinturones. N. de T.)
 estaban equivocados puesto que lo único importante era que el hombre estuviese con Dios & un hermoso domingo de primavera comentó desde el púlpito que no entendía cómo alguien había ido a escucharlo un día como aquel & sorprendió terriblemente a sus feligreses al exclamar: «El reino de los cielos no es un jardín espiritual en la azotea, está dentro de vosotros» & mi padre tuvo el primer teléfono en Cambridge & (mucho antes que cualquiera de los modelos Ford T) conducía un Buckboard de transmisión por fricción producido por la compañía de relojes Waltham & mi padre me mandó a cierta escuela pública porque su directora era una dulce negra como el carbón & cuando él se hizo diplomático (para la Paz Mundial) me ofreció a mí & a mis amigos una magnífica fiesta en lo alto de un árbol en Sceaux Robinson & mi padre estuvo al servicio de la gente que un día combatió sin piedad al mayor & más corrupto político de Boston y pocas tardes después se sentaba con él animadamente en el Rotary Club & la voz de mi padre era tan magnífica que lo llamaron para que interpretara la voz de Dios hablando desde Beacon Hill (se le oyó en todo el parque) & mi padre me regaló la metáfora de Platón con la leche de mi madre.

Creo que este es un bosquejo preciso de Edward Cummings, Harvard, promoción de 1883, salvo en lo referido a sus relaciones de buena vecindad. Realmente se «relacionaba poco con los catedráticos» en general, pero con los profesores concretos cercanos a él sus relaciones eran casi siempre amistosas y, en ciertos casos, afectuosas. Sin duda alguna, el vecino preferido de mi padre era William James; resulta extraño que me haya olvidado de mencionar a un amigo tan leal y un ser humano tan extraordinario. No sólo es extraño: es una ingratitud, puesto que debo mi existencia al profesor James, que presentó mi padre a mi madre. 
Ahora, sigamos con la historia. 
Hace treinta y cinco años, un sobre sucio con un sello francés llegó al 104 de Irving Street, Cambridge. El sobre contenía unos garabatos redactados cuidadosamente; decían, entre otras cosas, que yo estaba internado en cierto campo de concentración, con un buen amigo llamado Brown al que había conocido en el barco camino de Francia; él, como yo, se había alistado voluntario como conductor de ambulancia con los señores Norton (no Charles Eliot) y Harjes. Inmediatamente, mi padre -no ha habido ni habrá jamás un padre más amante de su hijo que él- puso un telegrama a su amigo Norton; pero el señor Norton ni siquiera nos había echado en falta y, en consecuencia, no había movido un hilo. A continuación, a través de un simple pero leal conocido, mi padre puso al ejército americano sobre nuestra pista, estipulando contundentemente que mi amigo y yo debíamos ser rescatados juntos. Pasaron muchos días. De repente, sonó el teléfono: un mandamás preguntaba por el reverendo Edward Cummings.
-Hola -dijo mi padre.
-Le habla el comandante Fulanitodetal -farfulló una voz airada-. Ese amigo de su hijo no es trigo limpio. Puede que sea un espía. En cualquier caso, poco patriota. Se merece lo que le está pasando. ¿Entiende?
-Entiendo -contestó mi padre, profundamente patriota.
-No hay trato con Brown -continuó farfullando-, así que su hijo o nada; le garantizo que si acepta, su hijo estará fuera de ese lugar de mala muerte en cinco días. ¿Qué me dice?
-Le digo -contestó mi padre- que no se moleste.
A propósito, el comandante se molestó y, como resultado, mi amigo Slater Brown aún sigue vivo.
Permítanme añadir que, mientras mi padre hablaba con el ejército americano, mi madre estaba a su lado, porque estos dos maravillosos seres humanos, mi padre y mi madre, se amaban uno a otro más que a sí mismos:
si el cielo existe mi madre tendrá(para sí sola) 
uno. No será un cielo con pensamientos ni 
un frágil cielo con lirios del valle sino 
un cielo de rosas granates
mi padre estará (hondo como una rosa 
alto como una rosa)
de pie, cerca
(balanceándose sobre ella
en silencio)
con ojos que son en realidad pétalos y no ven
nada, con la cara de un poeta que en realidad
es una flor y no una cara con
manos
que susurran
esta es mi amada
(de repente,a la luz del sol
él se inclinará,
y todo el jardín se inclinará con él)

En cuanto a mí, fui recibido como nunca ningún hijo de rey y de reina haya sido recibido. En eso radica mi jubiloso destino y mi suprema fortuna. Si, de alguna manera, soy capaz de transmitirles un vestigio de esta inconmensurable bendición, mi existencia, aquí y ahora, estará plenamente justificada; en caso contrario, cualquier cosa que les diga no significará nada. Porque del mismo modo que cada noviembre tiene su abril, sólo los misterios son significativos, y un misterio de misterios es el origen de todos ellos:
nada falso y posible es el amor
(quien lo ha imaginado,por tanto ilimitado)
el amor es al dar lo que el dar es al guardar; 
lo que afirmar es a condicionar,el amor es al sí
No intentaré describir a mi madre, pero permítanme darles unas pinceladas de la persona más asombrosa que he conocido jamás. Procedía del muy respetable linaje de los Roxbury, tan respetable que uno de sus distinguidos antepasados, el reverendo Pitt Clarke, sacó a su hijo adulto, cogido por la oreja, de lo que nosotros consideraríamos un baile plenamente decoroso. Pero no acaba ahí la respetabilidad de Clarke. Cuando el padre de mi madre, que trabajaba en el negocio con su suegro, añadió (en una ocasión) la firma de este último a un cheque, aquel ilustre personaje no sólo mandó a la cárcel de Charles Street a su yerno sino que borró su nombre de los archivos familiares. Mi madre me contó que durante toda su infancia creyó que a su padre lo habían ahorcado. También me aseguró que era una jovencita tímida o, como diríamos hoy en día, una neurótica a la que había que sacar a rastras de debajo del sofá cuando llegaban amigos de visita; aquello me parecía casi increíble, aunque era tan imposible que ella mintiera como que anduviera por el techo. Jamás he conocido a nadie más alegre, más saludable en cuerpo y alma, a nadie tan incapaz de guardar rencor, ni a nadie tan absoluta, humana y naturalmente generosa. Mientras que mi padre había creado su propio unitarianismo (su padre era uno de esos cristianos que creen en el fuego del infierno), ella había heredado el suyo; era parte integral de sí misma, ella lo expresaba cuando respiraba y cuando sonreía. Mi madre siempre mantuvo que los dos factores indispensables de la vida eran «la salud y el sentido del humor». Y aunque la salud le falló con el tiempo, mantuvo su sentido del humor hasta el final.

No es frecuente conocer a una auténtica heroína. Yo tengo el honor de ser el hijo de una auténtica heroína. Un día, mi padre y mi madre venían de New Hampshire a Cambridge en su flamante automóvil nuevo, un Franklin con motor refrigerado por aire y bastidores de madera. Cuando se acercaban a los Ossippees, empezó a nevar. Mi madre conducía y, si la hubieran dejado, jamás se habría detenido por una tontería como la nieve. Pero como no dejaba de nevar, mi padre la hizo detenerse para bajar a limpiar el parabrisas. Después, él volvió a subir al coche y ella siguió conduciendo. Unos minutos más tarde, una locomotora partió el coche en dos y mató a mi padre en el acto. Cuando los guardafrenos saltaron del tren detenido, vieron a una mujer de pie -mareada, pero erguida-junto a un coche destrozado; con sangre que le salía «a chorros» de la cabeza (como me contó el mayor de ellos). Con una de las manos (añadió el más joven) se palpaba el vestido como si tratara de descubrir por qué estaba húmedo. Los hombres cogieron a mi madre, de sesenta y seis años, por los brazos e intentaron llevarla hasta una granja cercana; pero ella se zafó de ellos, se dirigió a grandes zancadas hasta el cuerpo de mi padre y ordenó a un grupo de asustados espectadores que lo cubriesen. Cuando lo hicieron -y sólo entonces- ella les permitió que se la llevaran.

Un día después, mi hermana y yo entramos en una pequeña habitación oscura de un hospital rural. Aún estaba viva, aunque el médico en jefe no se lo podía explicar. Ella sólo deseaba una cosa: unirse a la persona que más amaba. El estaba a un paso de ella, pero ella no podía alcanzarle. Hablamos y ella reconoció nuestras voces. Poco a poco su propia voz empezó a comprender lo que su muerte significaría para la vida de sus hijos y muy poco a poco se produjo el milagro. Decidió vivir. «Tengo algo en la cabeza que no me funciona», nos decía débilmente; y no se refería a su fractura de cráneo. A medida que los días y noches pasaban, descubrimos por casualidad que aquella espantosa herida había sido suturada a la luz de las velas cuando se produjo un apagón general en la ciudad. Pero el jefe médico no tenía intención de perder a su paciente: «¿Trasladarla? -gritó- ¡imposible! sólo el sentarla la mataría», y pasaron siglos antes de que encontrásemos el modo de remediar su decisión. Cuando llegó la ambulancia, dispuesta a trasladar a mi madre a un gran hospital de Boston, ella estaba sentada (totalmente vestida y sonriente) junto a la puerta. Elogió la ambulancia, charló animadamente con el conductor, y se negó a tumbarse porque si lo hacía se perdería el paisaje durante el camino. Atravesamos pueblos y cruzamos ciudades. «Me gusta ir rápido», nos dijo, radiante. Por fin, alcanzamos la meta. Tras un tiempo interminable en el quirófano -en el que (luego nos enteramos) ella insistió en mirar en un espejo todo lo que sucedía, mientras un gran neurocirujano extraía un trozo de hueso y limpiaba cuidadosamente la herida- mi madre apareció en una silla de ruedas; muy tiesa y moviendo triunfante una botellita en la que (ante su imperiosa petición) el médico había colocado
la porquería, suciedad y esquirlas cuya existencia habían pasado alegremente inadvertidas a su predecesor. «¿Lo veis? -nos dijo sonriente- ¡yo tenía razón!»
Y, aunque más tarde tuvieron que volver a reabrir la herida, salió del hospital en tiempo récord; al cabo de unos cuantos meses en casa, estaba totalmente recuperada; de vez en cuando asistía a las reuniones de la cercana Sociedad de Amigos; luego, un día cogió sola el tren a Nueva York y empezó a trabajar como voluntaria en el servicio de asistencia al viajero de la Grand Central Station. «¡Soy dura!», era su enérgico comentario cuando tratábamos de expresarle nuestro asombro y alegría.

Mí madre amaba la poesía y copiaba la mayoría de sus poemas preferidos en un cuadernillo que siempre tenía a mano.
Algunos de esos poemas están también entre mis preferidos. En el cuarto de hora que queda, trataré de leerles uno de ellos. Se trata de la oda de William Wordsworth titulada «Presagios de inmortalidad de recuerdos de la infancia», introducida por estos tres versos:
El Niño es padre del Hombre;
y yo desearía que mis días estuvieran
unidos entre sí por una piedad natural.

E.E. Cumming


(Traducción: Olivia de Miguel)


Edward Estlin Cummings (Cambridge, 1894-North Conway, 1962). Poeta estadounidense. Su obra es una de las más innovadoras de la moderna poesía en lengua inglesa. Durante la I Guerra Mundial, se alistó como voluntario en una brigada de enfermería, experiencia que relató en La gran habitación (1922). Su poesía, caracterizada por la experimentación tipográfica y por la invención de neologismos, incluye Tulipas y chimeneas (1923), Vi Va (1931) y Cincuenta poemas (1941). También publicó novelas (Eimi, 1933) y obras de teatro (Him, 1927; Tom, 1935).




lunes, 27 de octubre de 2014

maggie y milly y molly y mía




bajaron  a la playa (a jugar un día)

y maggie descubrió un caracol que cantaba
tan dulcemente que no pudo recordar sus problemas, y

milly se hizo amiga de una estrella perdida
cuyos rayos cinco lánguidos dedos eran;

y molly fue perseguida por una cosa horrible
que corría de lado mientras soplaba burbujas: y

may volvió a casa con una piedra lisa y redonda
tan pequeña como un mundo y tan grande como sola.

porque cualquier cosa que perdamos (como un vos o un yo)
siempre es a nosotros mismos que encontramos en el mar.


E.E.Cummings (Cambridge, 1894-North Conway, 1962)

(Versión: Marina Kohon)


maggie and milly and molly and may
went down to the beach (to play one day)

and Maggie discovered a shell that sang
so sweetly she couldn’t remember her troubles, and

milly befriended a stranded star
whose rays five languid fingers were;

and molly was chased by a horrible thing
which raced sideways while blowing bubbles: and

may came home with a smooth round stone
as small as a world and as large as alone.

For whatever we lose (like a you or a me)
it’s always ourselves we find in the sea.





sábado, 25 de octubre de 2014

EL LUGAR DE LA MENTE (1)




Sargent decía que Renoir pintaba "canallas en el parque". Y tenía razón. El deseo de los impresionistas era ver más allá del objeto y más allá las actitudes artísticas de la academia. El artista no depende de su tema y por eso no puede ser juzgado por sus intereses intrínsecos, tampoco la discusión sobre su obra puede devenir discusión sobre sus objetos retratados. Pero la emoción que produce el arte es la emoción que busca conocer y revelar, la crisálida de la "Belleza" como se suele decir. La belleza de la música de fondo y de las luces tenues son arte, pero arte del masajista y del perfumista. 

La poesía modernista estadounidense empieza por la necesidad de dar con la imagen, lo encontrado y visto cada día, cuyo significado se ha transformado en el sentido y color de nuestras vidas. El verso, que hasta entonces era retórica de la exageración y la petulancia, con los modernistas (2) se transforma, en el momento de la verdad, una cuestión de oficio, precisión, y exactitud. Un arte con estas últimas características siempre ha tenido que defenderse contra una Bohemia rabiosa y amargada, cuya pasión consiste en arrasar, en su máxima expresión, ese arte que es el último bastión contra ese onanismo que ellos consideran artístico. En esos círculos se fabrica una admiración cínica del artista como una especie de niño eterno, y es la pesadilla del poeta o del artista, verse vagando entre una sarta de ignorantes o en los decrépitos emplazamientos de la Bohemia. Si el poeta abandona la validez de su visión -la verdad de lo que dice- se transforma en una víctima, la única víctima posible. El odio al arte genuino (Philistia) y la Bohemia, nunca en riesgo en la disputa, permanecerán exactamente como eran. Es la Bohemia la que defiende la idea de un poeta que no es de este mundo, el poeta disociado, el bardo fantasma. Si el poeta es una isla, este es el mar que lo hará polvo.


Llega una época de discusiones como esta, en donde el afán por evitar la mención de la palabra "realidad" es un precio que cualquier escritor inteligente ya no puede pagar. La palabra, por supuesto, se desconectó de lo real hace tiempo, pero el inglés parece estar estancado en ese dilema. No podemos asegurar la relación del poeta con la realidad, ni exhortarlo a enfrentarla, lo que sería provechoso. Ni tampoco podemos convencer al poeta para que hable de lo conocido, a no ser que se hable sólo sobre lo que conocemos, o que nos pongamos de acuerdo en restaurar el significado de la palabra. Bertrand Russell escribió, "Si tengo que describir la realidad tal como la veo, debería incluir mi brazo". El impacto de esa oración -fuera de contexto-, permitiría una restauración del significado, así como también con el fragmento de Heráclito "Si todo se hiciera humo", tal humo perduraría. Es el hecho arbitrario, y no la calidad literaria que fuere, lo que da fuerza a los poetas. El "impacto del reconocimiento" si es algo, es eso. Si podemos sostener la palabra en su sentido, o si podemos traer una palabra desde cualquier parte -un sustantivo común a todos, no abstracto, para expresar "las cosas que existen"- entonces no tendremos ni la exigencia de la descripción, ni el testimonio, ni tampoco el ideal del poeta sin percepción externa de ningún tipo. El "dulce nuevo estilo" de Dante presagiaba un nuevo contenido, una nueva actitud: y esta era una nueva visión que presagió un arte nuevo en Francia, ya que se trataba de una ampliación del dominio poético que forzó el desarrollo de una poesía moderna en ese país. Los primeros pintores modernistas de Estados Unidos pronto se autodenominaron como la Ashcan School (3) y así fue que Lindsay, Sandburg, Kreymborg, Williams -los poetas de Others, una pequeña revista de una imprenta de garaje, de algún lugar de New Jersey alrededor de 1918 -se convirtieron de pronto en un movimiento populista. Aunque ahora es difícil de constatar, el tema de los poemas de Sandburg, los patios de acopio y eriales ferroviarios, tuvieron cierto impacto. De entre los poetas mayores sólo William Carlos Williams, con su insistencia en "el idioma americano", en la imagen desprendida de la experiencia diaria, en la forma como "nada más que una extensión del contenido", mostró una ramificación del populismo. Pero es la fidelidad, la claridad, incluyendo la claridad visual y su libertad respecto del tema artístico, la que distingue también a Pound y Eliot y la fuerza detrás de su creación de una forma nueva y una nueva prosodia; los "ritmos del habla" de Pound, la "cualidad prosística" de Eliot. La inteligencia de ese grupo rechazó el romanticismo, el simple y sentimental "seguir y seguir" de individuos como Sandburg y Kreymborg, pero para ellos también el arte va hacia delante, y sólo cuando un hombre, o algunos hombres, ponen su cabeza por sobre -o debajo- de la terrible y fina rasmilladura del mundo del arte. Es posible dar con una metáfora para cualquier cosa, una analogía: pero la imagen es encontrada, no buscada; es una medida de la percepción del poeta, del acto de la percepción; es una prueba de sinceridad, una prueba de convicción, la única cualidad poética de lo verdadero. Ellos intentaron reemplazar, con la información de la experiencia, la poesía aceptada de su tiempo; una muestra de pensamiento y sentimiento correctos, un deshacerse de mentiras. Esa información fue y es el centro de lo que el "modernismo" recuperó para la poesía, el sentido del ser del poeta entre las cosas. Tanto depende de una carretilla roja (4). La distinción entre un poema que muestra confianza en sí mismo y en sus materiales, y por otra parte un desempeño, un discurso del poeta distingue entre poesía y parodia. Es parte de la función de la poesía servir como prueba de veracidad. Es posible decir cualquier cosa en prosa abstracta, pero demasiadas cosas que uno cree, o que le gustaría creer, no harán substancia en sí mismas en los materiales concretos del poema. Esto no significa que el poeta sea inmune al mundo "real" para decir que no es probable encontrar el momento, la imagen, en la que una generalización política, o cualquier otra generalización, prueba su veracidad. Denise Levertov comienza un buen poema con las palabras: "¡Lo auténtico!" y sigue definiendo

lo real, el huevo recién
puesto cuyo cascarón
moteado el poeta acaricia y debe romper
si es que desea nutrirse

Los eventos de una mañana doméstica: el vapor que surge de los radiadores, ella misma "rompiendo el mango de mi cepillo" y el desayuno familiar, hasta el momento en que los niños parten al colegio

aire helado
llega hasta la puerta de calle.

Estas son imágenes claras del mundo, en verso, que pretenden no sólo ser claras, ser honestas, producir la realización de la realidad y construir una forma más allá del deseo por el truco, sino que hacen posible captar y contener la percepción interna que es el contenido del poema.


La inmensa reputación de T. S. Eliot era un hecho a finales de los años veinte; la de Pound un poco más tarde. Es en la década presente que Williams ha alcanzado una posición comparable. Fue la influencia de Eliot, antes que la de Pound, y la influencia de Eliot a través de Auden la que formó el tono de los así llamados poetas Académicos que dominaron el panorama durante los años cuarenta y comienzos de los cincuenta, y a quienes los Beat han atacado. Es posible que tanto Eliot y los poetas Académicos tiendan, hoy por hoy, a ser menospreciados: los Académicos quizá están padeciendo las dificultades de la vejez. No son Jóvenes Poetas ni Viejos Maestros, ni son Novedad en el sentido efectista de que podrían morder a un perro. No obstante, ellos tampoco se encuentran escribiendo generalidades complacientes, y la palabra "académico" puede ofrecer un concepto equivocado de sus contenidos y formas. El hecho es, sin embargo, que los poetas de la Escuela de San Francisco, los poetas llamados Beat, no surgen de Eliot, sino de Pound y aún más directamente de Williams, y en grados diversos de Whitman, y la influencia -quizá indirecta- de hombres como Sandburg y Lindsay e incluso Kreymborg es, de hecho, evidente en sus trabajos. Así como -resulta obvio a simple vista- la influencia de Cummings. Pero es con Williams que los jóvenes poetas de esta escuela reconocen la mayor deuda, y si la palabra "populismo" se aplica a Williams puede que no sea del todo justificable, de cualquier manera es cierto que Williams es el más americano de los poetas americanos de su generación, y estos jóvenes poetas han sido notablemente americanos. Creo que esto ha sido parte de su fuerza. Actualmente desconfío de las peregrinaciones a Japón y eso de entregarse a los exóticos brazos del Zen. Estoy seguro, para comenzar, que Hemingway ha expresado el Zen para Occidente tan bien como se puede hacer. El discípulo preguntó: "¿Qué es la verdad?" Y el maestro respondió, "¿Hueles la montaña de laurel?" "Sí", dijo el discípulo. El maestro dijo, "Entonces no te he ocultado nada". ¿Qué clase de maestro es ese? "El arquero no apunta al blanco sino a sí mismo". Y no, como hemos leído, al toro. Si vamos a hablar acerca del acto ejecutado porque sí, creo que extraeríamos más poesía, incluso más del gran pez de estas aguas, que de todo el té del Japón. Esto puede ser porque pertenezco a una generación que creció más americana, en lo literario al menos. Crecimos con la escritura del inglés -y los cuentos de hadas alemanes- como ningún otro estadounidense lo ha hecho. Empezando por "Mother Goose" (5) -a falta de "It happened on Mulberry Street" (6) o "Millions of cats" (7) o lo que sea que leen actualmente, ya que mi hija ya no es una niña- y continuando con Kipling y Robert Louis Stevenson y los Rover Boys, quizá la única escritura americana que vimos estaba en los libros de "Oz" y en Mark Twain. Esto no lo he comentado con otros escritores, y quizás sea una afirmación discutible, pero creo que muchos escritores principiantes se sorprendieron cuando jóvenes al descubrir que no sería fácil ser maestros a tan corta edad, e incluso como joven thackeriano que intenta, con muchas dificultades, vestirse con ropa nueva y botas recién lustradas para la mañana decisiva en que llame la Duquesa. Nos encontramos,posiblemente, bajo las escaleras: con seguridad entre los personajes menores. Esto fue el factor que nos impulsó a crear nuestra propia literatura. "Huck Finn", si es que era un libro escolar, podría ser comparado con "Tom Brown" (8) o incluso Christopher Robín (9) en "Pooh Corners" (10) Alicia se alejó de su institutriz; Dorothy en Oz escapó demasiado tarde al refugio y fue agarrada por un ciclón de Kansas. Juntos y claramente distinguibles aparecieron en nuestras mentes infantiles, habiendo contribuido a la estética, sentimiento y experiencia del hombre común. O, quizás simplemente, una sociedad abierta hizo posible la carrera literaria de quien obviamente no era un portavoz aristocrático que, cansado de invocar musas ajenas, tuvo que hacer su propia poesía. Por mi parte, no fui el niño americano descalzo. Habiendo nacido cerca de New York, como muchos, sin duda, tuve zapatos desde los tres meses. Pero ni el niño descalzo, ni Robert Frost, son realmente lo americano en el mundo, y hay cosas que considerar más allá de la ortopedia. Continuamente me sorprendo de la reacción de los ingleses ante los Angry Young Men (11) cuyo valor es la novedad de no pertenecer a la aristocracia y estar amargamente conscientes de aquello, y todo lo que eso implica, mientras que yo no conocí a ningún escritor americano que alguna vez se haya preguntado lo que sienten los Vanderbilts, o los Morgan, o los Astor, acerca de sus acentos, vocabulario o el cuello de sus camisas. O si se lo preguntó, no lo sabría, tal como los ingleses parecen saberlo, y la existencia de las novelas de Henry James es para nosotros -e incluso para el propio James- una curiosidad, una paradoja literaria. Y la búsqueda de los Beat, lo que tienen en común con la escuela de pintura Ashcan School y con el renacimiento literario de Chicago en los años veinte, resulta ser un fenómeno verdaderamente americano, una búsqueda por la experiencia común, por la tierra bajo los pies. He estirado mucho la cuerda utilizando la palabra populista; ciertamente ninguna otra palabra más específica políticamente podría usarse. El poeta intenta confiar en su percepción directa, e incluso es posible que pueda ser útil para el país escuchar, escuchar evidencia, considerar qué es lo que de hecho hemos traído y dejado sobre este continente.


El DAR (12) no es una organización liberal destacable. Es lógico que existan descendientes de viejas familias en todos los grupos políticos. Sin embargo, una parte considerable de la población, especialmente entre la más liberal, se ha constituido con hijos, nietos y bisnietos de inmigrantes. Ciertamente el DAR es de esa opinión. Pero no necesito asumir hechos estadísticos que ni el DAR ni yo conocemos. Las viejas familias provienen de un contexto puritano, y la historia de las familias americanas descendientes de los últimos inmigrantes comienza con hombres y mujeres en los albergues de estas costas, refugiándose del naufragio político y económico. Allí desarrollaron una moral de la crisis, un ethos de la sobrevivencia, una ardiente filosofía de altruismo y anhelo. Para una moral puritana -o quizá debiera decir moralidad puritana- ellos agregaron altruismo en algunos casos, solidaridad en otros, y así completaron una moral política. Pero ni los anhelos, ni la solidaridad, ni el altruismo son capaces de establecer valores. Si las virtudes puritanas, al escapar del peligro del hambre, se probaron a sí mismas por medio del bienestar económico, entonces el altruismo demanda que todo el mundo cuente con televisores y radios, tostadores eléctricos, aire acondicionado, rasuradoras eléctricas, y, últimamente, el cepillo de dientes eléctrico. No puede ir más allá. Nosotros, en cambio, podemos sólo si, con las dificultades que se nos presenten, comenzamos a hablarnos a nosotros mismos. Será mejor que los, a veces, incivilizados e irresponsables nietos de inmigrantes, e hijos de puritanos, ya rasurados o tostados, comiencen a hablarse a sí mismos. Porque un poeta, si es que de eso hablamos, debe saber hacerlo, de lo contrario, debería ponerse a escuchar. Si la humanidad es una isla, de seguro, ningún hombre es un continente, y la definición de felicidad debe ser personal. La gente del Freedom Riders (13) es valiente y civilizada, la gente que participa en las marchas por la paz son la gente cuerda del país. Pero no es una forma de vida, o no debería serlo. Es una necesidad que aterra. Bertolt Brecht escribió una vez que hay ocasiones en que es casi un crimen escribir sobre árboles. Ocurre que esa afirmación es válida en lo que quiere decir. Hay situaciones que no son asumidas con honorabilidad por el arte, y seguramente nadie necesita un víolín justo cuando la casa del vecino se quema. Si uno sigue o imagina, por ejemplo, una llamada de ayuda, rehusarla sería un tipo de traición. O así lo creo. Pero tocar mal el violín sería aún peor, y del mismo modo, la pregunta sería si uno se decide o no a escribir poesía en un momento dado. 

Sucede, sin embargo, que la afirmación de Brecht no debe ser tomada literalmente. No existe crisis en que la poesía política, y los oradores, no puedan hablar sobre árboles, aunque les sea más común, a la usanza simbólica, hablar de "flores". "Queremos pan y rosas": "Dejen que mil flores broten" a la izquierda, a la derecha; la que fuera una foto popular en Alemania, un apuesto Adolf oliendo la rosa. Las flores existen para la simple e indefinible felicidad humana, y son continuamente mencionadas en los círculos políticos. La palabra en realidad prohibida que Brecht, por supuesto, no pudo escribir sería algo así como "estética". Pero la definición de lo que es una vida decente es necesariamente una definición estética, y el hecho es que la democracia no la ha formulado; ni tampoco será, si es que es alcanzada, una extensión de la democracia, no quiere decir, por supuesto, que restringir sea lo mejor. El sufrimiento puede ser simplemente reconocido; y especular sobre su significado es simple escapismo. Pero lo bueno, lo deseable, lo estético, será definido más allá de cualquier política, bien o mal definida. William Stafford termina un poema llamado "Vocación" (habla de la vocación del poeta) con el verso: "Tu trabajo es encontrar lo que el mundo está intentando ser". Y aunque pueda ser presuntuoso en un hombre no electo en nada, el poeta se empeña justo en eso, nada menos, y el juicio que los poetas jóvenes tengan de la sociedad es, en palabras de Robert Duncan, "Quiero decir, por supuesto, que la felicidad es un bosque en el que estamos desconcertados, sueltos, o lo habitamos como Robin Hood, fuera de la ley y como en casa".


Es posible que un mundo sin arte sea inhabitable, y es función del poeta el no usar el verso como una forma avanzada de retórica, ni como búsqueda del aura de verdades eternas para afirmaciones políticas. Esa no debe ser la ambición incluso de la mejor intencionada de las ideas políticas o semipolíticas, y utilizar el verso para tal propósito, como todo el mundo sabe, es simplemente insostenible. Por lo tanto el poeta, hablando como poeta, declara su no disponibilidad política tan claramente como el clásico pronunciamiento (cito de memoria): "Si reclutado, escaparé: si electo, me esconderé". Con seguridad lo que necesitamos es una "redención de la voluntad" -la frase es de una obra aún no estrenada de un joven dramaturgo cuyo trabajo he leído- sin duda no resistiremos mucho si no la obtenemos. Pero lo que debemos tener ahora, la cuestión política que debemos tener, es paz. Y una paz se logra con un tratado de paz. Y ya hemos visto tratados de paz anteriormente; sabemos como son. Este será, si lo conseguimos, si sobrevivimos, como los anteriores, una división brutal y cínica del mundo entre los grandes poderes. Todo el mundo sabe lo que debe haber en ese tratado: el lenguaje de ambos bandos ha sido eufemístico pero claro. Total libertad para que Rusia haga lo que quiera en Europa del este, para que Estados Unidos haga lo que quiera en Europa occidental y en este continente y en algunos otros lugares. Y la esperanza de que China no obtenga muy pronto una bomba. Y dónde está el poeta que escribirá que ella abrió la puerta, mandando los niños al colegio, y sintió el aire fresco y auténtico en su cara y deseó — ¿eso?

Primavera de 1962

1 Originalmente publicado en Kukhur, verano de 1963. Oppen escribió a su hermana June en 1962 que el título lo tomó de Milton: "Milton lo pone en boca de Belcebú, así que para el puritano Milton se trata de la doctrina del diablo: "Salve horror, salve / Mundo infernal, y tu más profundo infierno / Recibe a tu nuevo dueño: Uno que trae / Una mente que no cambia por el lugar o el tiempo. / La mente es su propio lugar, y en sí misma / Puede hacer un cielo del infierno, / un infierno del cielo". (Paradise Lost /). NT
2 Nos referimos al modernismo europeo y norteamericano que comienza con Baudelaire, luego Mallarmé y posteriormente las vanguardias de comienzos del siglo XX.
3 Ashcan School o Ash Can School, escuela artística norteamericana de cuño realista de comienzos del siglo XX.
4 Se refiere al poema de William Carlos Williams "A Red WheelBarrow".
5 Colección de cuentos y rimas infantiles cuyo autor es un personaje imaginario llamado Mother Goose.
6 ibro ilustrado para niños, publicado en 1937. Sus autores fueron Dr. Seuss y Robert Carington.
7 "Millions of cats", libro ilustrado para niños, de Amanda Gag; publicado en 1928.
8 Tom Brown, personaje creado por el escritor Thomas Hughes (1822-1896).
9 Personaje creado por A. A. Milne en 1926; aparece en las historias de Winnie Pooh.
10 Libro ilustrado infantil publicado en 1928.
11 Grupo literario británico que cobró relevancia en los años cincuenta.
12 DAR, Daughters of American Revolution, agrupación femenina
norteamericana para descendientes de los primeros independentistas, su lema es "Dios, Hogar y País''
13 Activistas de los derechos civiles en EEUU.


George Oppen


(Traducción: Kurt Folch)


George Oppen (Oppenheimer, originalmente su apellido) nació en Nueva York en 1908. Cuando tenía cuatro años su madre se suicidó y la familia se mudó a San Francisco. El vaivén entre la costa Este y Oeste será una constante en la vida del poeta. En 1926 entra a la universidad de Oregon donde conoce a Mary Colby, mujer con la que estará hasta el final de su vida (No hay, hasta ahora, biografías de Oppen. Lo que sabemos proviene de la autografía de Mary: Meaning a Life. La figura de Mary es inseparable en la vida y obra de Oppen; incluso muchos de sus poemas están escrito en plural ("we") aludiendo a su compañera). Durante su primera cita, la pareja se ausentó toda una noche del campus universitario (Oregin), lo que motivo que los expulsaran de la Universidad. Empiezan una vida errante: se casan en Dallas, vuelven a San Francisco, después se mudan a Detroit haciendo todo tipo de trabajos y finalmente llegan a NY donde conocen a Zukofsky y Reznikoff. Oppen trabaja como impresor y editor de la editorial de los Objetivistas: To. En 1929, con el manuscrito listo de su primer libro, viaja a Europa: Vagabundea por Francia y visita, en Rapallo, a Pound con quien Oppen tendrá una relación irregular de admiración -por su poesía- y rechazo -por sus ideas políticas. En 1933 vuelve Oppen a NY y en 1934 publica su primer libro Discrete Series precisamente con un prólogo de Pound. Oppen no volverá a escribir hasta 1968, veinticinco años después. En plena depresión económica se vuelca a la actividad política y se enrola en las filas del Partido Comunista. No cree en la efectividad política de la poesía ni en la idea de hacer de la poesía un lugar político: deja la escritura. Trabaja formando sindicatos y organizando huelgas. En 1943 lo reclutan para el ejército y va a pelear en la Segunda Guerra Mundial. De vuelta de la guerra, condecorado, se distancia de sus actividades políticas, distancia que no lo exime pasado y de la acechanza por el programa del senador McCarthy. Perseguido y acosado por CIA y FBI Oppen se exilia en 1950 México donde vivirá hasta 1958, año en que volverá no sólo a Estados Unidos sino también a escribir. En 1961 se reinstala en Nueva York y vuelve a trabajar con los Objetivistas y nuevas generaciones de poetas. En 1962 publica The Materials, en 1965 This is Which y en 1968 Of Being Numerous, libro con el que sorpresivamente gana el premio Pulitzer de poesía. En 1978, tras un viaje a Israel, Oppen publica su último libro: Primitive. Luego deja de escribir acosado por el Alzheimer y muere en julio de 1983 en California.