viernes, 31 de octubre de 2014

HEGEL, SAER Y ORTIZ





















Parecería obvio que la literatura describe lugares o que representa espacios. Sin embargo, eso implica dar por supuesto un saber sobre lo que es un lugar y lo que es un espacio. Preguntarse cómo es posible decir un lugar o un espacio mediante ese discurrir temporal en que se articula el lenguaje podría ser una indagación tan originaria y previa a toda descripción que corre el riesgo de resultar banal Pero igualmente, a la manera de un filósofo que se planta frente a las cosas, el mundo, los objetos de la percepción como si fuera el primer ser hablante, el escritor empieza, y a veces termina, preguntándose cómo escribir el lugar que imaginariamente lo alberga, cómo representar el espacio donde se mueven los actores de su relato o su drama. Digamos que no es evidente que el espacio y el lugar sean algo dado, todo lo contrario, se presentan de entrada como pliegues y trampas del lenguaje.

Hegel acude en nuestra ayuda para explicar, con su proverbial rigor no exento de hermetismo, de qué manera los puntos indicativos del espacio, al igual que los del tiempo, son efectos del lenguaje, y por lo tanto, universales y abstractos. Si digo "ahora" parece que me refiriera al presente, a una presencia de "esto", lo que hay; e igualmente, si digo "aquí", en este lugar, parece que afirmara una certeza con respecto a lo sensible. Pero ni el "aquí" ni el "ahora" son una afirmación en sí mismos, se definen negativamente. La prueba de esa negatívidad que ofrece Hegel es precisamente la escritura. Escribo: ahora es de noche, este lugar es una casa, este papel registra el paso de mi mano. Pero al otro día leo esa verdad y lo que era verdad al escribirla, un "esto" ahí, deja de serlo, o parece que dejara de serlo. Ahora es de día. No obstante, hay una verdad del ahora, universal, que nosotros, un poco más allá de Hegel, llamaríamos lingüística. "Ahora" es la negación de los otros puntos del tiempo, es cualquier punto en que se exprese la indicación del ahora. Del mismo modo, y más importante ahora en este discurso, "aquí" no es sino la negación de los otros lugares. Los lectores de Benveniste adivinarán enseguida que lo supuesto en estas indicaciones negativas del tiempo y del espacio es el yo, también esencialmente negativo. El yo se afirma en su discurso como la negación de las otras personas, es tan universal que hablar de un yo singular significa lo mismo que cualquier cosa singular, puesto que todo yo es singular en su frase. Con la escritura se complica la cuestión, ya que en ella todas las negaciones que podíamos imaginar como alusiones a un lugar presente -por ejemplo; "este árbol" se refiere a mí que lo señalo- revelan su carácter abstracto, desconectado de las cosas, por decirlo de alguna manera. "Este árbol" era aquel árbol que quizá Índico un ausente, que escribió esa indicación sólo para decir: no la casa, no la piedra, no el bosque. Pero aun para mí, que creo estar presente en un espacio mientras leo, el lugar es la suma de negaciones del lugar.

Cito a Hegel, para que vean que no simplifico sus ejemplos, al comienzo de la Fenomenología del Espíritu: "El aquí es, por ejemplo, el árbol. Pero si me doy vuelta, esta verdad desaparece y se transforma en lo contrario: el aquí no es un árbol, sino que es una casa. El aquí mismo no desaparece, sino que es permanentemente en la desaparición de la casa, del árbol, etc., indiferente al hecho de ser casa, árbol, etc." (G. W. F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, México, E C. E., 1973).En otros términos, el lenguaje se indica a sí mismo, y no expresa sobre el espacio y el lugar sino su universalidad, es decir, su indiferencia.


Pero la literatura tal vez quiera hacer esa tarea imposible: espacializar el tiempo de la palabra, en una narración, o localizar la palabra desarticulando el tiempo, en un poema. Muy hipotéticamente hablando. De hecho, fuera de la escritura -que prueba la existencia de la negación en todo indicio del presente aunque también combata esa negativídad con las armas que adjudicamos a la literatura-, en la percepción y el habla ordinarias, en lo común de nuestras vidas, creemos que podemos indicar y relacionarnos con las cosas mismas, con lo real, lo que percibimos, tocamos, oímos, aquellos objetos que señalamos, como si el lenguaje estuviera ahí de más o fuese un servicial instrumento para comunicar nuestro realismo de todos los días. A ese estado preliterario de una certeza sobre lo sensible, podría dirigirle Hegel la siguiente amonestación: "cabe decir a quienes afirman aquella verdad y certeza de la realidad de los objetos sensibles que debieran volver a la escuela más elemental del saber, es decir, a los antiguos misterios eleusinos de Ceres y Baco, para que empezaran por aprender el misterio del pan y el vino, pues el iniciado en estos misterios no sólo se elevaba a la duda acerca del ser de las cosas sensibles, sino a la desesperación de él, ya que, por una parte, consumaba en ellas su aniquilación, mientras que, por otra parte, las veía aniquilarse a ellas mismas. Tampoco los animales se hallan excluidos de esta sabiduría, sino que, por el contrario, se muestran muy profundamente iniciados en ella, pues no se detienen ante las cosas sensibles como si fuesen cosas en sí, sino que, desesperando de esta realidad y en la plena certeza de su nulidad, se apoderan de ellas sin más y las devoran". La inmediatez de la cosa, agreguemos, no es una certeza de su realidad, ni de su permanencia, sino que se ofrece como una nulidad, como el alimento para el animal, algo que no es en sí mismo, sino para el ser que inmediatamente lo consume. Ahora bien, ni la certeza sensible, que es sólo lenguaje, puede captar el espacio en tanto lugar determinado o punto específico, ni tampoco el animal puede indicar nada en la medida en que su habitat no se distingue de su desplazamiento instintivo. ¿Cómo se representa entonces el espacio en la literatura, que a primera vista pareciera aún más abstracta que el lenguaje común? Por un trabajo de lo negativo, reiterado.


El espacio de lo dicho supone un yo, pero la literatura le niega a ese yo su poder referencial. Ese yo no afirma nada, ni siquiera habla, su abstracción es un dato. Pero es un yo que debe suscitar un deseo en el otro, y por lo tanto se disfraza de una presencia, pone en marcha un tiempo y un espacio que habrían sido alguna vez percepciones, estados, cosas sensibles. El yo de la literatura, ese nadie, sabe que las cosas dichas se consumen y se aniquilan a medida que avanza, como las conversaciones que se olvidan, pero igual ofrece la experiencia seductora de asistir a su desvanecimiento. Y parece prometer un núcleo más real, a lo lejos, en donde las palabras se terminan.


Quisiera hablar ahora de una novela que se desarrolla, como suele decirse, en un espacio bastante cercano y quizá reconocible para algunos lectores. Me refiero a Glosa, de Juan José Saer, donde una voz minuciosa, y por momentos dubitativa en su obsesiva precisión, cuenta una charla entre dos personajes que caminan juntos durante unas cuantas cuadras de una típica ciudad argentina, en forma de damero. Pero ese espacio de la caminata es simplemente una abstracción en la novela, porque su núcleo narrativo estaría en otro lugar, deseado y vedado ya irremediablemente para los dos interlocutores porque su aquí y su ahora sólo pertenecen a las posibilidades de la narración. El asado filosófico y poético que uno le cuenta al otro, en una reconstrucción a su vez de un testigo cuya veracidad o cuya perspectiva habrán de cuestionarse, sería el objeto de esa prolija "glosa". La digresión narrativa, que corresponde al paseo en que se relata aquel asado perdido, es entonces un comentario interminable de un texto inaccesible. ¿Acaso quiere decir que la novela glosa un acontecimiento como si fuera un poema, o más bien el centelleo fugaz del presente, de la unidad de lo que existe, justo en ese episodio ahora glosado y desaparecido o disperso en múltiples memorias? La novela en todo caso es también un tratado sobre la percepción, sobre, como diría Hegel, la desesperación de toda certeza general acerca de las cosas sensibles. Y no habría que olvidar que la fuente de esa estructura de dos interlocutores, que reconstruyen una comida y sobre todo una charla de cierta relevancia a partir de un testimonio parcial, está en el Banquete platónico, es decir que acaso el principal problema de la percepción se revele en el deseo, o el instinto o la avidez.

¿Puede decirse que el típico mosquito nativo desea la sangre del filósofo igualmente nativo que lo contempla entre alerta y absorto? Es la clase de pregunta que no dudan en hacerse el narrador y sus personajes, examinando lo que suponen habrá sido una indagación metódica sobre los límites del pensamiento, que son los límites del lenguaje, y ese otro lugar, o sueño, que el lenguaje indica sin expresarlo nunca de manera acabada.

Cito: "Ahora, es decir en el ahora subsiguiente al ahora en el que había hecho arrancar el auto y al ahora en que había venido manejando hasta su casa, ¿no?, en ese ahora, no es cierto, digo, trataba de mantenerse sereno" (Juan José Saer, Glosa, Buenos Aires, Afianza, 1986).  La vacilación, el acto de indicar su propio decir, corresponden además al "ahora" del narrador o de la narración, que no tiene en verdad un sujeto. Ni hablemos de este "ahora" en que yo escribo cosas que leo en un libro llamado Glosa-, cosas que se van a pronunciar en otra parte. Tal es el vértigo de la cualidad indicativa del lenguaje, que podría dejarnos sin nada, y quizá nos deje sin nada al menos en el orden del saber. Que lo sensible difícilmente pueda ser objeto de ciencia no era algo que necesitáramos saber: Sócrates o Washington Noriega dicen lo mismo. ¿Qué ganamos en Glosa sino la experiencia de lo particular que se abisma en el universal abstracto del lenguaje pero nos inscribe una suerte de huella, y que se parece a lo que creemos ser como experiencia, memoria y distracción? Aclaremos de nuevo: "yo" no es nadie, nombre de un personaje, pero el de ahora se parece al de otros "ahoras", el que está aquí o que avanza por unas cuantas cuadras se parece al yo que estará allá, después de cruzar tal o cual calle, etc. Con el lenguaje no asistimos a la verdad de lo que existe, sino a la incesante duplicación de los modos en que eso nos afecta. "Eso", "ahora", "aquí" son rótulos del vacío, válidos para cualquier presente, pero se mezclan en el cuerpo particular que, adentro o afuera, los pone en acción. Glosa sería pues la construcción o reconstrucción de un espacio que puede prescindir casi siempre de la descripción, que a fin de cuentas se reduce al despliegue de nombres, y por ello encuentra su efecto de narrar algo en que ese espacio ha sido atravesado por las afecciones de algunos seres, que hablan, piensan y recuerdan, o parecen hacerlo. Lo narrado, el verdadero lugar, donde los cuerpos nacen, aman, odian y mueren, no puede ser alcanzado por el acto de narrar. Así como lo amado no puede ser un objeto alcanzado por el amor, sino que se esboza en su horizonte, cual fantasma de un bien inaccesible. La narración del amor, en Platón, o de la indagación por lo sensible, que interroga la amistad, en Saer, diseña el espacio donde otros pueden pensar en ese lugar que fluye hacia adelante o que se recuerda a medias, entre velos y chispazos poco verosímiles. El ritmo de Glosa, como su título por otra parte, nos indican que en otro lugar, en el centro ciego del espacio narrativo, estaría una experiencia puramente sensible del lenguaje, parcialmente realizada en lo que llamamos poesía en la medida en que intenta hacer valer lo insignificante, lo que suena en la palabra. "Aquí, casa, río" no como indicaciones del hecho de hablar, sino como la música, también abstracta, que nos acompañará hasta el final.


Las cuadras se multiplican al infinito, o se extienden más allá de las que quisiéramos caminar, pero quizá el lugar en el
que estamos sea uno solo, no cada sitio en particular como posibles referentes de una idea del espacio y de la ubicación del hablante, sino el todo de lo que hay a mi alrededor como presencia que anula la diferencia, una suerte de éxtasis que, vacilante, el glosador puede comprobar, aunque la ironía de la narración se lo impida, del siguiente modo: "¿qué son lo interno y lo exterior? ¿qué son el nacimiento y la muerte? ¿hay un solo objeto o muchos? ¿qué es el yo? ¿qué son lo general y lo particular? ¿qué es la repetición? ¿qué estoy haciendo aquí?, es decir, ¿no?, el Matemático, o algún otro, en algún otro tiempo o lugar, otra vez, aunque haya un solo, un solo, que es siempre el mismo, Lugar, y sea siempre, como decíamos, de una vez y para siempre, la misma Vez". Podríamos agregar que el lugar sería uno solo, acaso uno para cada cual pero no muchos para cada uno, es ahí donde se vive, se camina, se pierde el paso. Mientras que el espacio, coordenadas lingüísticas del yo, representaciones, encadenamientos articulados de piezas, no sería un lugar. La narración trata de llenar un espacio con las experiencias, por momentos irrepresentables, del lugar. El espacio se despliega y se recorre, vale decir que se imagina, como sí pudiera construirse parte por parte. El lugar se vuelve un punto, el único, donde el cuerpo se pierde y su deseo ilumina lo que hay, lo que se da. ¿Cómo podrá entonces el lenguaje, hecho de piezas verbales y productor de representaciones espaciales, hacer que centellee el fulgor del lugar? Es una tentativa de abrir el espacio y salir del lenguaje por medio de palabras que revolotean, por así decir, en el aire de un deseo, y que no piensan el ahora ni el aquí como la noche, el punto opaco del presente, el instante inasible, sino que dan pruebas de existir. Este más allá del lenguaje, especie de intimidad absoluta de la experiencia, fue una aspiración mística en otros tiempos y lugares, un acceso o un retorno a la certeza sensible de no saber más nada y simplemente consumir y consumirse con alegría contagiosa. Pero ahora, en el ahora de esta época en que el lenguaje se divide en una palabra sabia y abstracta, puro concepto, y una palabra vivida y afectiva, pura sensorialidad y memoria, y hablo de un ahora que ya se debatía en el antiguo asado de Platón, ese gesto de salir del mundo conceptual, del lenguaje como instrumento, que en verdad sería entrar en algo, se le delega a la forma literaria marginalizada de la poesía. El combate de Saer contra las convenciones novelescas no es ajeno a un proyecto de reparación de la literatura, acaso para que retorne a su problema con el lenguaje, a la poesía, en lugar de seguir extraviada en el mundo de las representaciones, que es una resignación a la creencia en lo real de las cosas sensibles como objetos externos al yo.


La novela se demora pues en lo antinovelesco, en pasajes que sólo podríamos llamar "líricos" y que analizan las vacilaciones del lenguaje para nombrar las afecciones de algo, una narración, en alguien, un cuerpo que ocupa lugar unido de manera indescriptible a un yo "impalpable y ubicuo". Y lo lírico, como se sabe, es el nombre que se desgrana, se desglosa en su intento de alcanzar lo nombrado. Cito uno de esos desgloses, casi al azar: "su ser, ¿no?, o sea lo inconcebible hecho presencia continua, grumo sensible atrapado en algo sin nombre, como en un remolino lento del que formase también parte, espiral de energía y substancia que es al mismo tiempo el vientre que lo engendró y el cuchillo, ni amigo ni enemigo, que lo desgarra". Un ser, acaso como un pliegue alrededor del lugar en su mismo carácter de punto, de punzamiento en la materia, y como si por ahí pasaran sus palabras, o las palabras del mismo lugar; lo que me impulsa a adjetivarlo como el lugar natal. La lengua nos recuerda que no se nace en un espacio, y que no hay un ahora para el nacimiento. Según Saer, lo inconcebible hecho presencia continua sería el lugar natal.

¿Y cómo concluye el espacio de Glosa, el espacio narrativo que hace la glosa del lugar poético? ¿A qué unidad siempre imaginaria arriba la fragmentación del relato? En las últimas cuadras de su hora matinal en la ciudad esquemática, el protagonista camina solo y llega hasta un lago en las inmediaciones del río. Cerca del rio, la ciudad se va como desvaneciendo, como si el río fuera el lugar, el siempre único lugar, inmemorial, y atrás quedara el damero con su vano intento de cuadricular el espacio. Lejos ya de toda conversación, una bandada de pájaros excitados, tal vez asustados, atrae la curiosidad de este último caminante cuyos pasos se cuentan. ¿Qué los agitará algo necesario, un instinto, o será un malentendido, el error que se produce en el cruce de planes originados por el lenguaje y por sus herramientas físicas con reacciones, desencadenamientos, automatismos de los cuerpos? Casi menos que nada, una epifanía a la manera de Joyce donde lo trivial, lo banal, se ilumina con un efecto revelador: una pelota amarilla, de plástico, olvidada en la orilla. Pero el espacio, para volverse un verdadero lugar, debería abrir paso a una suerte de aparición, algo así como la totalidad o el sentido. El personaje, cito, "contempla la esfera amarilla que concentra o expande radiaciones intensas, presencia incontrovertible y al mismo tiempo problemática, concreción amarilla menos consistente que la nada y más misteriosa que la totalidad de lo existente, y después, no sin compasión, viendo el revoloteo enloquecido de los pájaros alrededor, él, que está empezando a derribar los suyos, presiente cuánto le hace falta de extravío, de espanto y de confusión a las especies perdidas para erigir, en la casa de la coincidencia, que también podría ser otro nombre, ¿no? el santuario, superfluo en más de un sentido, de, como parece que los llaman, sus dioses".


Afectado por la confusión, que en verdad proviene del espacio y su abstracción, de ese lenguaje que se distancia de lo dicho cada vez que parece aproximarse a decirlo, el héroe de la narración casi no puede percibir aquello que el narrador destaca, la aparición del lugar, ahí, en el agua, en una escena que no está destinada a nadie, sin comentario. Pero habría una manera antihegeliana y antiplatónica de pensar el lenguaje, que está en la forma, en la digresión, en los meandros de la frase de Saer, un lenguaje con palabras para desear y palabras deseantes. ¿Qué desea la literatura? Que el aquí sea el lugar donde las palabras se presentan para hacer coincidir experiencias y seres, rumores y sonidos, florecimiento y desgaste.


En las declaraciones de un amigo de Saer, que podemos suponer participando con él de asados similares al de Glosa, se encuentran las afirmaciones, místicas tal vez, de esa manera material de entender el lenguaje como lugar y presencia de lo que existe. Dice Juan L. Ortiz, en una entrevista de febrero de 1972; "en cierto modo es una mediación y también una forma de compensación: no podemos tener una relación directa con ciertas cosas que son inaprehensibles o inefables, entonces recurrimos al lenguaje que también tuvo esa función en cierto momento. Mallarmé habla de la 'palabra única', una sola palabra que tiene toda la virtualidad de revelar el universo". Y más adelante, añade: "También está ahí la aventura. Todo lo que se dice de 'sorpresa' o de 'meandros', el tejido de la realidad, puede estar en ciertos estados que se desarrollan y que llegan a acentuarse en ciertas zonas... Quiero decir que la aventura podría estar, por ejemplo, en cierta captación de zonas o por lo menos sugerencias de zonas o aproximación a zonas... "(Juan L. Ortiz, Una poesía del futuro, Conversaciones con Juan L. Ortiz, Buenos Aires, Mansalva, 2008).

Entre  el lugar donde se reveló algo, apareció o sucedió lo que atrae y no se muestra, y el espacio que separa del lugar, simple extensión que debería recorrerse para llegar allá y que paso a paso, en su misma divisibilidad, en su aspecto organizable, se va desglosando hasta el infinito, estaría la zona, franja donde el lenguaje espacial se aproxima a la intensidad vivida del lugar.Un lenguaje que se adelgazara hasta volverse casi transparente, una ligereza que captara el aire mismo del lugar, sería el lenguaje de la zona como objeto de la poesía de Ortiz. Menos vaga y romántica de lo que parece, su intención se define por una profundización de ios recursos retóricos, rítmicos y sintácticos que una tradición acumuló en lo que seguimos llamando "poesía", sin olvidar el espacio del papel y  en la dimensión de la letra, también instrumentos para aventurarse en la zona. La zona es algo que debe ceñirse, no se manifiesta por sí sola; es constituida por un plegamiento o meandro del lenguaje que ya no fija sus indicaciones, que se niega a sí mismo para aludir o invitar a la zona. El verbo griego de donde proviene la palabra "zona", zoónnymi, significa precisamente "ceñir, ajusfar el cinturón "; y el sustantivo zoone quería decir "cinto, cinturón, cintura", o sea franja del lugar. Por eso, quisiera creer, la zona puede particularizarse, para los amigos Ortiz y Saer, en el río y las orillas, el litoral. Al mismo río al que se acerca sin tocarlo el personaje de Glosa en la última frase, "la casa de la coincidencia", ciertamente irónica en lo novelesco pero poéticamente intensa ya que postula la unión o comunión entre el lenguaje y la totalidad de lo que existe, Ortiz le dedicó la oda Al Paraná. Según el editor de su Obra completa, Sergio Delgado, dada la referencia de un verso a "diecinueve septiembres" de contemplación del río, el poema habría sido escrito en septiembre de 1961. ¿Por qué creerle al poeta entonces, y no al novelista? Démosle crédito pues a la primera frase de Glosa, que sitúa su caminata dialogada el 23 de octubre de 1961, un mes después del poema, quizás del otro lado del río. Y un mes antes del poema, a fines de agosto, sucedió el asado, donde algo se reveló pero ya no es posible transmitirlo. ¿La amistad en un grupo de distintas generaciones? ¿O acaso el río mismo se les revelaba, como desde hace milenios a otros seres hablantes, en el momento en que celebraban y consumían sus peces? Por lo cual, después había que dedicarle la oda y también había que imaginar un paseo casi hasta su costa, donde la novela se abandona y encuentra el saber sensible, el nombre único, anterior a la lengua, la zona donde la tribu creía oír el sonido más puro en sus viejas palabras. Y acaso esa experiencia de unidad con el rio, de reverencia tal vez, que se da en una zona que no pertenece al espacio conceptual ni al lugar lingüístico, que tiene relación con el nacimiento y con la muerte, sea una experiencia inaprensible, inefable, que sin embargo el poema se aventura a sugerir mediante una retórica de lo negativo: 

"Yo no sé nada de ti...
Yo no sé nada de los dioses o del dios de que naciste"

empieza Ortiz. Y luego desglosa su negación, alude negativamente a la historia, lo no sabido en el río, aunque su testimonio tácito denuncie la injusticia, las violencias aleatorias. Sin embargo, más allá de todo lo que no se sabe del río, están las preguntas a su ser, a la corriente del ser, el torbellino y el pliegue y el repliegue tal vez, ¿y por qué no al dios?
Y para que se advierta que no hago sino una glosa, citaré una pregunta, sinuosa, entre dos ensanchamientos del cauce del poema: 

"Es, por ventura, presentirte, siquiera,
el acceder únicamente a las escamas de tus minutos,
bajo lo invisible, aún,
que pasa...
o a las miradas de tus láminas
o de tus abismos,
en los vacíos o en las profundidades de la luz,
de tu luz?". 

Ortiz sigue preguntando. Y las preguntas le hablan al "eso" inaccesible pero cierto; varias veces menciona al "dios" que habrá podido ser ese río o que podría imaginarse en su origen, en su misterio porque nunca empezó y siempre estuvo, si es que aún debemos llamar "dios" a una corriente que habrá de persistir cuando nosotros, que le ponemos nombres, hayamos pasado. El aquí, la ciudad, como el yo, la vida, la historia, el idioma, son lo que ciñe el río: "pareces desplegarte lo mismo que una 'cinta'", le dice Ortiz. Y es la zona misma, lo que el lenguaje indica, amorosa o desesperadamente, sin tocarlo nunca. Pero el poema insiste y vuelve a insistir; aunque nada se pueda saber, ni decir, de acaso el dios que fluye ahí, no indiferente, hablando en signos, en animales, plantas, curvas, estaciones, todo pareciera querer decir algo, como pensaba Mallarmé ante lo sensible de pronto contemplado de frente, silencioso, sin divisiones. Y al final,pétalos, gramillas, ofrendas de despedida ritual que anuncian el estuario, el delta en el que todo poema desemboca ya que su último verso es una frase en prosa y no se puede encabalgar sino a lomos del silencio, el blanco: 

"Pero deja que, al menos, te  despida unos pétalos
de ese ángelus de mis gramillas
que desciende casi hasta el agua
cuando ésta
pierde sus ojeras
y da en hilar, fúnebremente, con la primicia que deslíe
el duelo de arriba,
la raíz
de la lágrima...".


¿Y no será esto lo que se glosa después en la novela de Saer, la raíz de la lágrima en cada personaje que carga con la angustia de sus límites, sus recuerdos, y que tal vez pudiera liberarse, como la mañana libera al minuto de la noche en que se esperó la conciencia del ahora abstracto, cualquiera, si fuera posible vivir, la mayor parte del tiempo, poéticamente? "No sé nada de ti.../ Nada..." Pero la pregunta es lo más importante que se puede hacer, dada la vida, dadas las palabras.





Silvio Mattoni (Córdoba, Argentina, 1969)








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