lunes, 3 de noviembre de 2014

POESÍA Y CRÍTICA





Se cuenta que Zeus engendró a las Musas en un exuberante rapto de lujuria que se inició en los aposentos de su madre Rea, y terminó en la cama de la bella Mnemósine, con quien yació nueve noches. Al principio, las Musas formaban una trinidad consagrada a la música, la danza y el canto, pero luego, quizás debido a la influencia de la filosofía pitagórica, su patrocinio se extendió a otros campos y su número ascendió a nueve. A Mnemósine, la madre de todas ellas, se la llamó por añadidura la décima Musa, y la crítica alguna vez (pienso en un libro de Herbert Read que lleva ese título) reclamó para sí sus dones protectores.
Aunque Curtius (en Historia de Grecia, Sg.XXI, Bs.As.,1962) señala que el significado de estas deidades no estaba claro aun para los griegos, es posible que tuvieran una función punitiva y que por eso los poetas invocaban cautamente sus nombres al comenzar una obra. Acudiendo a ellas, Orfeo —el poeta más famoso de todos los tiempos, famoso a pesar de no haber escrito una sola palabra— no sólo pudo descender al infierno, sino también atemperar por un instante el sufrimiento de los condenados. Por el contrario, solían ocurrir cosas terribles si alguien se atrevía a desafiarlas o a injuriarlas, como pasó con el pobre Tamiris, a quien le impartieron un castigo eterno, privándolo de sus dos facultades más preciosas: la voz y la memoria.

Al igual que Mnemósine, la crítica ha de ser una madre sufrida y austera que debe sobrellevar pacientemente el acoso de un dios antojadizo y obseso. Y como toda madre, además de un gran espíritu de sacrificio, debe tener también una personalidad fuerte, y numerosas responsabilidades para con sus nueve hijitas díscolas que andan repartidas entre las ciencias y las artes. Quizás es por ello que a nuestra diosa no se la suele representar en compañía de su radiante descendencia, sino sola y pensativa, mirando de reojo a los monstruos que la poesía — y ella misma — ha contribuido a crear.

En principio, se podría decir que las Musas están muy lejos del discurso crítico. Para comprobarlo, bastaría echarle una mirada a uno de los tantos somníferos papers que circulan por los claustros universitarios, y que a veces se publican en alguna revista presuntamente especializada: toda esa cháchara profesional, a medio camino entre el registro científico y el registro de la alta costura, que sacrifica el poema en pos de un montón de estopa bibliográfica; que prefiere transitar el asfalto a aventurarse por el ripio de alguna metáfora; que reduce la cita al más elemental doblaje y, en nombre de un supuesto rigor metodológico, hace de la lectura no tanto una función altamente especializada del cerebro, sino una polución mental de arduos saberes macrocéfalos.
En   general,   para  este  modo   de  ejercer  la  crítica, Nietzsche tiene una palabra: filisteísmo. Podría ser también aquello que Marina Tsvietáieva designa bajo el nombre de crítico-constateur: ése que sólo extiende certificados de autenticidad con todas las garantías a la vista, el documentalista o libretista de la cultura oficial;  aquél que — como escribe Tsvietáieva — "no descubre América, no reconoce en el niño al maestro, no apuesta por el caballo que corre por primera vez y jamás se equivoca burdamente" (Tsvietáieva, Marina: El poeta y el tiempo (edición de Selma Andra), Editorial Anagrama, Barcelona, 1990).
El anverso de este crítico matarratas es forzosamente el crítico snob; el pescador de ilusiones en el mercado de la novedad; una especie de prestidigitador o ventrílocuo con un muñeco-poeta sentado en sus rodillas, al que le hace decir lo que él ha pensado o descubierto a lo largo de muchas noches de estudio y de congresos académicos.
Por supuesto, éste es el tipo de crítica que uno enviaría al quemadero. Aunque hay que reconocer que así como es la más vieja de todas las ninfas helénicas, Mnemósine es también la que ha aspirado, desde siempre, a vestir la toga del erudito. No pasa lo mismo con la poesía, que ha asumido su condición bastarda desde hace tiempo, y se produce y difunde al margen de cualquier medio institucional. Decía Lezama Lima: "todos los dones críticos vienen acompañados de un despertar, de la voluptuosidad de un despertar" (LEZAMA LIMA, José: Confluencias, prólogo y selección de ensayos de Abel. P. Prieto, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1988)

Pero en los hechos, una buena parte de la crítica literaria que se produce en nuestros días, se ejerce automáticamente y de oficio; raras veces se escribe por hedonismo o en el alumbramiento del goce; raras veces leemos una página ensayística pulsada por un arpa cólica.
No obstante, ya sea por vocación  o por obligación, requerido por las cuestiones de la época o desairado por la musa personal, lo cierto es que un poeta, en algún momento de su vida, tendrá que vérselas con el discurso crítico. En efecto, si miramos por un momento hacia el siglo tempestuoso que nos precede, veríamos que son muy escasos los poetas que pudieron abstenerse de la crítica; porque ello acaso representaría una humildad en el oficio, una confianza casi ciega en sí mismo (o una dosis perfectamente graduada de ambas cosas) que el común de los mortales, desde luego, no poseemos. De cualquier forma, siempre hay que tomar con pinzas lo que un poeta deja deslizar en el plano crítico: ya sea porque se deriva de una presunta autoridad en materia de escritura poética; ya sea porque proviene de la amistad o del pleito con sus contemporáneos, la opinión de un poeta es la menos imparcial de todas y es la que más aspira, posiblemente, a convertirse en un precepto.

Como se pregunta Mario Luzi en un agudo ensayo en el que aborda estos temas: "¿la simplicidad y la naturaleza de la poesía eximen al poeta de toda justificación?" (Luzi, Mario: Naturaleza del poeta, traducción de Ricardo H. Herrera, Alción Editora, Córdoba, 2007).

Claro está que la respuesta debería ser un rotundo no, ya que simplicidad y naturalidad son dos virtudes que hoy por hoy nadie conquista sin un arduo ejercicio de depuración emocional en el diván, frente a la página en blanco o en el trato diario con el mundo. Además,  resulta en  buena medida evidente  que dichas virtudes pocas veces se alcanzan mediante el uso — civilizado o no— del lenguaje, que es precisamente donde el hombre contemporáneo experimenta más a fondo la dificultad, el peso y las angustias de una comunicación real. Sin embargo, la función del poeta —si es que todavía le corresponde alguna-— debería consistir en ayudarnos a llevar esa carga; hacer que el lenguaje sea, por un instante al menos, no el tiempo condenado o muerto de una clausura formal, sino el de una comunicación efectiva.
"Cuando el poeta asegura que hay que hacer obra con nada, es porque, consumida toda su materia, ya no quiere relacionarse sino con el candor cuya firma en blanco tiene la Musa" ha dicho Robert Marteau en un libro de poemas en el que intenta recuperar el paradigma antiguo de la inspiración, a la luz de cierta conciencia trágica o agonística que estigmatiza a toda la poesía moderna (MARTEAU, Robert: Estudios para, una musa, traducción de Silvio Martoni, Alción Editora, Córdoba, 1999)

Un eco de las zozobras agustinianas frente al concepto cristiano de la gracia, dicta buena parte de la arriesgada propuesta de este libro: sólo por intermedio de los dones gratuitos que dispensan esquivamente las Musas —parece decirnos Marteau— podemos dar con la palabra justa, nombrar todavía el bien o restituir su memoria arcádica. Pero ellas son las desaparecidas más notables del imaginario moderno, y su abandono ha dejado al poeta en tal situación de orfandad y libertad frente al lenguaje, que debe volver a nombrarlo todo. Nada puede probarnos tampoco que las cosas —al menos desde Virgilio en adelante— fueran de otro modo, y que estas chicas no se hayan presentado siempre con el mismo vestido ominoso y la conciencia culpable con la que hoy podríamos evocarlas nosotros.

¿Quién eres tú? ¿Qué tienes para recordar?, eran entre los griegos las primeras preguntas que los guardianes del mundo subterráneo formulaban a un nuevo postulante a la salvación. En la medida en que todo conocimiento por la poesía puede plantearse hipotéticamente como un conocimiento por la gracia, es posible pensar que allí, en el libro —o en el libre arbitrio— de donde provienen los nombres, ya está operando cierta facultad crítica —aunque llegados a este punto, ningún juicio, ningún mérito o instrucción parecerían suficientes, puesto que aquello que a un poeta le fue conferido en un acto de gratuidad, para los jueces tiene un precio y lo evaluarán con su vara implacable—.

Considero que gran parte de la crítica de poesía que se ejerce hoy aspira a ocupar el trono vacante de la Musa, aunque sólo sea ex officio. Puede que se trate de un tipo de crítica encandilada por el objeto (el crítico que aborda un poema debe conocer muy bien los peligros de la relación mimética, y asumirlos), pero es más factible que se trate de una crítica que se solaza consigo misma, con sus propios aparatos de saber y sus profusas tecnologías de lectura. No quiero decir con esto que el análisis técnico de un poema no pueda dar resultados deslumbrantes: he asistido a más de una autopsia en vivo que me ha dejado con la boca abierta. Pero lo que más me fascina en esos casos, no es ver al poema convertido en un amasijo de nervios y tripas, sino el fino y precioso instrumental que utilizan los forenses para hacer su trabajo. Y en general, es sabido que las conclusiones que se extraen a partir de dichos análisis suelen ser bastante deprimentes y rudimentarias con respecto a las metodologías empleadas. Sin duda este proceder crítico, que trepana y desmonta las partes del poema en busca de grandes presupuestos teóricos, es tan legítimo como cualquier otro, pero sólo en manos de quienes saben cómo aplicarlo. De otro modo, la disección pasa a convertirse en una carnicería. No tengo nada en contra de la crítica forense, pero en materia de poesía, me inclino más por lo holístíco.

Ahora bien, la pregunta que cabe hacerse es si resulta posible una crítica cien por cien holístíca; una crítica donde el poema sea abordado como una totalidad orgánica e irreductible. No obstante, todo lo que un holístico podría afirmar acerca de un poema sería nulo, o sería con suerte otro poema en el que expresase su anonadamiento, porque es evidente que nadie puede abordar la lectura de un texto sin profanar la totalidad o desviar su sentido hacia alguna de las partes. Yo llamaría holístíco a esa clase de lectores que sólo pueden decir de un poema me gusta o no me gusta, y con eso creen haber dado una lección ejemplar sobre la cosa. Como cualquier hijo de vecino, esta clase de lector puede emitir una opinión, pero no puede dedicarse a la crítica.

De todas maneras, difícilmente la valoración de un poema pase por el gusto, que suele ser bastante limitado y tramposo. En un contexto de escasez, por ejemplo, todos somos potenciales gourmands y el más corriente de los platos puede transformarse en una comida exquisita; por el contrario, en condiciones de abundancia o lujo, el paladar —que es tan susceptible como el corazón o como cualquier otro órgano— se extravía rápidamente, y cierto plato que debería pasar por ultra sofisticado, nos resulta pretencioso o insípido. Si bien hay críticos que deberían guiarse un poco más por el paladar y menos por el cerebro, el problema se presenta cuando alguien quiere elevar a la categoría de juicio un testimonio puramente sensitivo o pulsional. Sin embargo, creo que el crítico suele manejarse de esta manera —según el gusto, los humores, las corazonadas, la buena o mala voluntad que pone al leer un libro— con más frecuencia de la que uno se imagina.

Así como muchas veces no es el gusto sino la conciencia quien manda en el paladar y determina finalmente qué debe agradarnos y qué no, la crítica no puede operar de otro modo —me parece— que no sea aplicando ciertos patrones de censura y reduciendo su objeto a una escala de valores previos. Según Aristóteles, toda actividad creadora tiende desde su origen al elogio o a la censura. Al aprobar o desaprobar un texto, el crítico afronta inevitablemente los mismos riesgos con que ese texto fue escrito: puede equivocarse o puede acertar, pero en cualquier caso, lo que se establece es un pacto de lectura que pasará a formar parte del canon o del malentendido, conceptos que suelen casi siempre fomentarse y rectificarse el uno al otro. Cuando Tolstoi, por ejemplo, afirmaba a rajatabla que Shakespeare era un bufón insignificante, ¿no cargaba al mismo tiempo sobre sus espaldas con toda la genialidad del gran dramaturgo inglés? Y además, ¿quién -exceptuando el testimonio beatífico de Harold Bloom— podría asegurarnos que Tolstoi no estaba en lo cierto?

"Para reducir los errores al mínimo," —dice W. H. Auden— "el censor interno al que el poeta presenta su obra debe ser en realidad un consejo. Debe incluir, por ejemplo, un hijo único muy sensible, un ama de casa muy eficiente, un especialista en Lógica, un monje, un payaso irreverente, e incluso —quizás odiado por todos los otros y correspondiendo ese odio— un brutal y gritón sargento para quien toda poesía es un desperdicio" (AUDEN, W. H.: La mano del teñidor, traducción de Edgardo Russo, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 1999).
Convengamos que en este tribunal tan democrático, salvo el ofuscado sargento, nadie es invencible ni tiene la última palabra. Y el hecho de que todos alguna vez nos consideremos autorizados, justa o injustamente, a llevar los tres galones amarillos, muestra acaso que el malentendido —ya sea por la vía de la censura o del elogio— es algo que está ocurriendo siempre, en todo tiempo y lugar en el que alguien escribe o lee un poema. Y quizás la crítica intervenga, no para corregir o disolver el malentendido, sino para corroborarlo.

Y es que sin feedback, sin una señal de ajuste que delimite y oriente su lectura, al crítico se le haría imposible corroborar o aportar algún dato nuevo a lo que ya fue dicho en el texto. Ese feedback, al menos en la poesía, suele llegar una vez agotados todos los presupuestos de la censura, y nunca de manera lineal sino más bien oblicuamente —como un alfil traza un atajo a lo largo de una hilera de casillas libres—, o recorriendo una espiral que puede leerse desde el centro hacía los márgenes y también al revés. En este sentido, por más racional o analítica que se presente la lectura de un poema, lo que puede traducirse en términos de la crítica resultará siempre un poco elíptico y delirante. No hay otra forma de aproximarse a un poema que no sea describiendo una órbita de sentidos posibles alrededor de ese núcleo incandescente que es la materia poética. En cada vuelta de la espiral nos alejarnos forzosamente del centro, y sin embargo —como la flecha eleática— nunca nos hemos movido ni un ápice de allí.

Claro que un poema no puede leerse sí no es en relación con todos los poemas que se escribieron antes y con aquéllos que todavía no fueron escritos. Pero nada es más difícil para el crítico que saber situarse en ese trecho exiguo y a la vez inmenso que va de un poema a otro. Imaginario o no, ese punto equidistante donde lo posible está a la misma distancia que lo imposible, es lo único que tenemos para arrimarnos a la palabra poética. Cada lectura es un salto transversal sobre el presente, que actualiza de un golpe toda la creación e ilumina por un instante, sólo por un instante, los puntos en que la figura se funde con el tapiz. Luego todo vuelve a quedar en sombras, y el arco de sentido y sonido en el que se había abierto el poema se funde en el mismo silencio del cual provino.



Walter Cassara




Walter Cassara es poeta, narrador y periodista. Nació en Buenos Aires, en 1071. Publicó Juegos Apolíneos (editorial Siesta, poesía, 1998); Rígida Nieve (narrativa, editorial Tsé-Tsé, 2000),  El paseo del ciclista (ediciones del Diego, 2000); Máquina de trinar (poesía, 2006) y El oído del poema (ensayo, 2011). Integra la antología de la joven poesía argentina Monstruos (Fondo de Cultura Económica, 2001) con prólogo y selección de Arturo Carrera. Cursó estudios de literatura y filosofía en la UBA. Además traduce y colabora habitualmente en Radar libros (Página/12) y otras publicaciones del medio literario como Diario de poesía, El banquete de Córdoba, Tsé-Tsé, Hablar de poesía, etc. Coordinó talleres de escritura y ciclos en el centro cultural Ricardo Rojas, la mutual de psicología El bancadero y el centro cultural San Martín.




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