Acabo de cumplir cuarenta y cuatro años y desde los diez que escribo. Al principio escribía historietas que también dibujaba y que armaba en unas hojas de papel que mi papá me compraba en una cartonería que estaba en frente de mi casa. Mi papá compraba el papel y mi padrino —que vivía con nosotros en una casa inmensa y pobre— cortaba las largas hojas hasta que estas quedaban del tamaño de una revista. Ahora se habla mucho sobre el futuro del libro, si va a mudar definitivamente hasta convertirse en una pura realidad virtual. Los chicos que nacen con internet pueden acumular toda la obra de Tolstoi en un pequeño archivo. Y leerla en sus computadoras. Sin embargo, me cuesta creer que vamos a poder dejar de tocar el papel, de olerlo. De conservar un libro en el abrigo. Cuando mi mamá enfermó y murió en un hospital de la obra social de mi viejo, yo paseaba por los pasillos con una edición pocket de Trópico de Cáncer. Como una petaca, lo tenía en el bolsillo de mi sobretodo. Eran los años ochenta y algunos jóvenes usábamos sobretodos negros y zapatones negros. En medio de esos días tan desgraciados, sacaba el libro y le empinaba un trago. La voz de Miller me daba fuerzas. Aún sé de memoria ese comienzo increíble: «No tengo ni dinero ni recursos ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, pensaba que era un artista, ya no lo pienso, lo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. No hay más libros que escribir. ¿Entonces esto qué es? No es un libro. Es un libelo, una difamación. Es un prolongado insulto, un escupitajo arrojado a la cara del arte, un puntapié en el culo de Dios, del hombre, del destino, del tiempo, del amor, de la belleza...». La voz extraña que le había dictado esos poemas tan increíbles a Rimbaud volvía a hablar en la boca de un expatriado frenético que a los cuarenta años se rebelaba ante el cliché que es nuestra vida.
Uno nace e inmediatamente es arrullado o conmovido por la voz de nuestros mayores, por la voz cansada de los locutores de TV y la voz matutina de nuestros maestros. Pero, paralelo a estos sonidos, se engendra otro tipo de diálogo. Hay alguien habiéndonos desde los comienzos de los tiempos, pero pocas veces intercepta nuestros destinos. Cuando eso sucede, el mundo se convierte en un lugar oscuro y peligroso, donde también está la salvación.
A esto, que voy a llamar la Voz Extraña, no se lo puede definir, pero se lo reconoce. Tiene las características de la poesía. Y a veces se lo puede aislar del cuchicheo incesante de nuestro ego. Desde que nos levantamos hasta que nos dormimos, la máquina se pone en marcha y se activa nuestro diálogo interno. Ese diálogo construye el mundo en el que vivimos. Nos dice quiénes somos, qué cosas tenemos que conseguir y trata de que lo sigamos al pie de la letra. Quiere que seamos lo que todos esperan que seamos, y que nos reproduzcamos y listo. Una vez conseguido esto, nos abandona con las cuentas impagadas y el matrimonio en el horno. Es la Voluntad ciega que está acá sólo para seguir estando y nos hace muy desdichados. Nos hace esclavos.
Cuando escribo algo, tengo como mínimo dos sensaciones: una, que es algo escrito por mí, que me satisface y me representa. Tengo, después de un largo tiempo haciéndolo, cierto oficio. Cualquiera adquiere una habilidad si se empecina en eso. El periodismo, por ejemplo, es puro oficio. Pero resulta que uno siente que el escritor debe ir siempre en contra de su habilidad. De manera que esos textos que parecen tan redondos y buenos son en realidad falsos amigos. Así que los dejo de lado o los intervengo hasta que escapan a mi control y empiezan a drenar la Voz Extraña. Entonces los relatos o los poemas me empiezan a dar vergüenza ajena, incertidumbre y todas esas sensaciones con las que es más difícil convivir. Ahí sé que —más allá de los logros— estoy, como quería Kerouac, en el camino.
Vladimir Nabokov decía que la literatura empezó un día en que un pastor entró en la aldea gritando que venía el lobo, sabiendo que eso no era verdad. Es una buena definición pero está sostenida en un registro moral que me molesta. Asocia la literatura a la mentira. Un libro de ensayos de Vargas Llosa sobre autores que lo conmovieron se llama La verdad de las mentiras. Sigue en la misma línea de flotación. Hace muchos años volví del colegio y le dije a mi madre que había un chico con unas orejas de burro ortopédicas. Mi mamá me dijo que era porque no estudiaba. Todavía hoy recuerdo la cara de ese chico que nunca existió. Tenía pelo marrón, dientes grandes, un guardapolvo que le quedaba apretado y estaba de pie en la puerta de entrada del Martina Silva de Gurruchaga, justo donde pegaba el sol. Le brillaba el armazón de metal que sostenía las orejas de burro inmensas, que eran de piel. Como ustedes comprobarán, yo no estaba mintiendo: simplemente, como en la Edad Media, como muchos otros chicos del mundo, tenía visiones. Antes de aprender a leer, ya tenía revistas de Batman. Estaban editadas por la editorial mexicana Novaro. Recuerdo una especial en la que en la tapa Batman se posaba por encima de una gran claraboya de vidrio. Debajo, mirándolo asustado, estaba el Guasón. De la boca de Batman salía un globo blanco de texto. Creo que pasé tardes larguísimas imaginando qué le estaba diciendo al Joker. Aún hoy, cuando voy al Parque Rivadavia a buscar libros viejos, me fijo entre esas revistas mexicanas que ahora son material de coleccionista, para ver si doy con la dichosa tapa. Poco antes de terminar la primaria me pasé las mañanas viendo un programa donde el mago Fantasio realizaba trucos en vivo, en un estudio repleto de chicos. Tenía un truco especial que me volvía loco. Juntaba chicos que seleccionaba del público y los ponía a sus costados. Acto seguido, decía: «ahora voy a pesar 200 kilos». Y se tiraba al piso y los chicos no lo podían ni sostener ni levantar. Repetía esto varias veces pero bajando cada vez más de peso, hasta que decía: «ahora voy a pesar 20 kilos», y cuando se tiraba al piso, los chicos no sólo lo sostenían sino que lo hacían flamear. Le pedí a mi papá que me comprara la caja de trucos de Fantasio, pero el Gran Truco no estaba. Podías hacer desaparecer un pañuelo, fingir que cortabas un dedo y lo volvías a poner en el mismo lugar, pero nada del Gran Truco. Pasaron algunos años y coincidí en la colonia de vacaciones con un chico que había sostenido a Fantasio en el programa. Me lo comentó mientras nos cambiábamos en el vestuario para entrar a la pileta. Le pregunté, impaciente y nervioso, si todo estaba arreglado con el mago, eso de tirarse y no sostenerlo, etc. Él me dijo: «No. Era increíble. ¡De pronto el tipo no pesaba nada!». Eso me mató. Sentí que en algún lugar había una estafa, pero que era en realidad encantadora. Ese mismo poder de estrañeza encontré después en la literatura.
No quiero decir que esto sea la Voz Extraña, ya que nadie sabe qué es. Pero sí que ese estado de encantamiento le es propio, la propicia. Es imposible que todos esos tipos hayan entrado a Troya en el caballo de madera como si nada, pero la imagen es poderosísima y sin duda habla de algo que pasó hace mucho tiempo y que es funcional al costado más inquietante de nuestra humanidad. Quiero decir que hay cosas que suceden en el mundo y hay cosas que sólo pasan en el Espíritu. Y el Espíritu, como todos sabemos, sopla donde quiere.
Esta cualidad del Espíritu de elegir a quien se le cante para ser su intérprete no es un hecho que debamos tomar a la ligera. Es un lugar común suponer que los llamados artistas o locos son los que suelen tener una visión especial del mundo. Esto no es así. Puede haber artistas que hayan sufrido por una aguda sensibilidad, pero lo cierto es que la Voz Extraña le toca a cualquiera. Veamos algo que escribió León Bloy: «No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién es. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero nombre en el registro de la luz...». De manera que encontrarse con la Voz Extraña no es como respirar sino como ser respirado. No la podemos llamar, pero sí podemos propiciarla vaciando nuestro canal. ¿Cómo se hace esto? Bajando el ego hasta el mínimo, liberándonos de los apegos que nos esclavizan y volviéndonos inaccesibles. Hay que buscar el equilibrio, no la inteligencia. Y todo esto se logra con disciplina. Sé que estas palabras suenan a la basura de la autoayuda, pero no puedo expresarme mejor y les pido disculpas. Tal vez deba pasar de nuevo de lo abstracto a lo concreto.
La cruza entre el pensamiento hindú y chino se dio en el siglo I después de Cristo por medio de las enseñanzas budistas. Como resultado de esas dos modalidades surgió el Budismo Zen. El Budismo Zen llegó al barrio de Boedo de la mano del padre del japonés Uzu, quien vino a la Argentina después de la Segunda Guerra Mundial. El Japonés Uzu iba al colegio conmigo y no se llamaba Uzu sino Kimitake Hiraoke, pero todos, vaya uno a saber por qué, le decíamos Uzu. La llegada de la familia Uzu fue por escalas. Primero vino el padre para inspeccionar el lugar y ver si podía probar suerte. Lo ayudó la comunidad japonesa y rápidamente pudo ponerse una tintorería. En Osaka, su lugar de origen, tenían una bicicletería. Cuando Uzu, el hermano y su madre arribaron al aeropuerto de Ezeiza, los sorprendió que el hombre que los estaba esperando fuera melenudo, un beatle japonés. «Estoy tratando de pasar desapercibido, de parecerme a ellos», les dijo el padre para tranquilizarlos. El padre era cultor del zen y solía relatarle historias de ese tipo al japonés Uzu. Ya en el colegio, él nos la contaba a nosotros. De esta manera, nacía el Boedismo Zen. Uzu solía decir estupideces de este tipo: «Antes de encontrar mi camino, yo era el camino». O relataba las andanzas de Bokuden, un samurai cultor del arte de la no espada. En el secundario armamos un equipo de fútbol que se llamó Boedo Juniors y que salió campeón del torneo de la parroquia Santa Amelia. Uzu jugaba de delantero, era grandote, veloz y difícil de marcar. Antes de entrar a la cancha, nos instruía en Boedismo Zen. Esa era la charla técnica. Con el tiempo, al igual que el padre, se dejó crecer el pelo y se hizo plomo de una banda de heavy metal. Una noche iba con un amigo en un auto y alguien en otro auto los empezó a perseguir. Nunca se pudo saber por qué el perseguidor empezó a tirar tiros y uno rompió el vidrio trasero del coche y entró por la cintura de Uzu y salió por el abdomen. Lo partió al medio. Igual sobrevivió, pero este hecho dividió su vida en un antes y un después. Dejó la banda de metal, se cortó el pelo y se puso a estudiar filosofía. Ahora da clases sobre Deleuze en la universidad. Creo que lo importante no es lo que dicen los protagonistas, sino lo que dicen los trazos de las vidas de los protagonistas. Samuel Taylor Coleridge estaba soñando el poema de la construcción del palacio del Kubla Khan en un día de verano de 1797, Hasta que un hombre venido de una localidad cercana lo despertó. Coleridge perdió el hilo del poema que la Voz Extraña le había estado transmitiendo, pero con lo que recordó publicó unos cincuenta versos rimados. Más que el fragmento lírico que dejó para la historia, me gustan las circunstancias en las que se desarrolló la escritura. La Voz Extraña suele hacer karaoke con nuestros destinos.
Fabián Casas (Boedo,Buenos Aires, Argentina, 1965)
No hay comentarios:
Publicar un comentario