jueves, 23 de marzo de 2023

DE LA REVOLUCIÓN A LA AUTODESTRUCCIÓN


Por GONZALO GARCÉS. Fuente: revista Ñ, 2010.

Gonzalo Garcés analiza el recorrido de la obra del autor de "Trópico de Capricornio", Henry Miller, y explica su fascinación por el burlesco, el recurso a la obscenidad y la mansedad de sus libros finales.


Cuando llegué a París, en los años noventa, casi lo primero que hice fue visitar una muestra sobre Henry Miller. No era gran cosa: segundas o terceras ediciones y reproducciones de acuarelas. Pero me hice amigo de su responsable, un tipo que se llamaba Guillaume y que no sin aspavientos ("Yo soy así, la gente se asombra de mi generosidad") me vendió a precio rebajado The Hamlet Letters, una rareza en la obra de Miller.

Menciono a Guillaume porque él precipitó una crisis en mi afición a Miller. Era un mal tipo. Maltrataba a su novia, no trabajaba ni estudiaba y tampoco escribía, aunque se decía escritor. En la conversación no admitía réplicas, o las toleraba con una sonrisa de conmiseración. "Cuando estés en el mismo plano espiritual que yo", le oí decir una vez, "lo entenderás."

Una vez me explicó que Trópico de Cáncer era un libro inferior; para conocer el mensaje de "Henry" había que leer La Crucifixión rosada.

Esto último no es casual. Noto que tiende a haber dos clases de lector de Miller. El primero se refiere al autor como "Miller" y prefiere los Trópicos y Primavera negra, es decir la obra escrita por Miller en París en los años treinta.

El segundo es de gustos esotéricos, habla de "Henry" y prefiere la obra que escribió después de su regreso a los Estados Unidos: unos ensayos de tono lírico, los "relatos sobre lugares" El coloso de Marusi y Big Sur y Las naranjas de Hieronimus Bosch, y sobre todo la trilogía La Crucifixión rosada, integrada por Sexus, Plexus y Nexus.

El primer lector puede ser muchas cosas, pero el segundo es casi siempre como Guillaume: intelectualmente escaso, socialmente repelente, con valores propios de los libros de autoayuda.

Para captar esta dicotomía, es necesario entender la revolución que Miller creó en sus años parisinos, y la crisis personal que esa misma revolución le causó. No es una mala historia, y ahora que se reeditan en español sus libros vale la pena contarla. Probablemente sea lo más parecido que tuvo el siglo XX al famoso asalto de Rimbaud a la ciudadela de la poesía y su posterior escape hacia el silencio.


La novela como desprendimiento

¿Qué hizo Miller en París? Para empezar, conoció a los modernos. Había llegado como autor de tres flojas novelas inéditas.

En París leyó a Joyce, Eliot, Proust, Céline, los surrealistas, y emprendió una discusión muy fértil con ellos. Un aspecto notable de Trópico de Cáncer es que, aunque no oculta esa discusión (en un capítulo se alude a Joyce, en otro a Blaise Cendrars, en otro hay un elogio de Matisse), lo que retenemos es el relato obsceno y desaforado.

Generaciones de lectores lo atestiguan: esta lectura, para muchos, es parecida a una borrachera. Aunque desde las primeras líneas "Aquí estamos todos solos y estamos muertos" hay una retórica de muerte y decrepitud, el efecto es euforizante. El narrador lo repite: el mundo se derrumba, pero él se siente "extático". El lector (que en muchas casos aprende en esta ocasión la palabra "extático") tiende a sentirse así también.

En parte es la ausencia de censura. El "Henry" del libro es sentimental, inconexo, alucinatorio, compasivo, fervoroso o colérico, sin que lo preocupe ningún mandato de coherencia. El cese del conflicto entre ser y deber ser produce esos ramalazos de euforia. Pero hay que notar que un tema, al menos, se mantiene hasta el final: es el desprendimiento.

El narrador corta lazos con sus semejantes. "Decidí no aferrarme a nada", leemos. "Vivir como un animal, un depredador, un saqueador." No es casual que los episodios más vívidos sean deserciones: como cuando Miller está en el departamento de una prostituta, esperándola mientras ella atiende a su madre enferma, y de repente decide escaparse a hurtadillas; o la deserción épica del final, cuando, en un recorrido frenético por las calles de París, ayuda a un amigo a abandonar a su mujer embarazada, lo fleta rumbo a Estados Unidos y de pasada se queda con toda su plata.

Lo que chocó y todavía choca en Trópico de Cáncer no es la pornografía sino este manifiesto de no solidaridad, esta falta de simpatía contra la cual se subleva cuanto tenga el lector de instinto comunitario. George Orwell, que admiraba a Miller por otros motivos, denunció por irresponsable su aceptación pasiva del mal. Mario Vargas Llosa, con cierto candor, advierte que "no hay civilización que resista un individualismo tan extremo", como si Trópico de Cáncer fuera un proyecto de ley a tratar en el congreso.

Este lado asocial es también lo que la convierte en lectura favorita de adolescentes. Pero tanto las condenas como los elogios pasan por alto un hecho: que la falta de solidaridad, en Miller, no es un estado natural sino un acto, un esfuerzo.

La sociabilidad está siempre al acecho, y burlarla requiere una atención continua. Este esfuerzo, que se percibe sordamente en Trópico de Cáncer, rodea las cabronadas del narrador de una paradójica aura de "espiritualidad". La tensión que se respira en cada página es la del narrador intentando mantener a distancia la duda, el altruismo, el autoanálisis, la deferencia ante el punto de vista ajeno, la melancolía.

Pero nada de esto desaparece. Sobrevive transformado en el paisaje apocalíptico que Miller recorre, en los amigos que son siempre tipos gemebundos, paralizados, culposos. Y éste es uno de los aspectos más notables de Cáncer: está construido sobre contrapuntos. Los románticos yuxtaponen al poeta melancólico un paisaje melancólico; en un novelista contemporáneo como Martin Amis, encontramos el mismo procedimiento.

Miller, que era pianista aficionado y sabía que una melodia alegre puede apoyarse en acordes lúgubres, repite que se siente vital y despreocupado, pero escribe: "Las calles me hablaban en ese lenguaje triste y amargo compuesto de miseria humana, anhelo, pesadumbre, fracaso, esfuerzos inútiles".

El sufrimiento y la inquietud se atribuyen a otro, mientras el narrador se reserva el papel de espectador impasible. Visto así, Trópico de Cáncer empieza a parecer menos un manifiesto egoísta que la recreación, brutalmente lúcida, de la tensión entre dos polos de la vida en sociedad.

Que Miller nunca fuerce una síntesis, que las tensiones permanezcan irresueltas, explica en parte la reverberancia duradera de este libro.

La polémica de Miller con cierta imagen convencional de la vida es también una polémica con las convenciones literarias de su época. Esto fue ignorado por la crítica, encandilada primero con el mito del Miller gangsteril, después con el santón de Big Sur, después con el precursor de la Revolución Sexual.

En su día, leída como contemporánea de Joyce o Faulkner, Trópico de Cáncer pareció una obra menor, una novela informe atravesada por chispazos de talento. Especialmente interesante es su querella con Joyce.

Miller había leído Ulises con admiración, pero le fastidiaba su costado enciclopédico, su aire de boutique con cada cosa etiquetada en su estante. Algo similar le reprocha a los surrealistas: ¿por qué las imágenes supuestamente delirantes en Breton o Eluard son tan monótonas, tan previsibles? La respuesta, en Trópico de Cáncer, es el burlesco. Le saca la lengua a los paralelos con mitos clásicos a la manera de Eliot o Joyce.

En un episodio en una sala de conciertos, menciona a Leda y el cisne; amaga un paralelo con el presente, dice que todo el mundo en la sala está dando a luz a algo, pero enseguida agrega: "salvo la lesbiana de la fila de palcos superior"...

Llamar a esto caricatura es parte del asunto; lo que sucede es que en Miller los artefactos modernistas, parodias, pastiches, citas cultas, historias contadas de nuevo, no se articulan en torno a ningún plan abstracto, sino que expresan los vaivenes o caprichos del narrador. Ese desplazamiento es crucial.

En Ulises, La tierra baldía o Luz de agosto hay un mito exterior cuya función es proveer significado, y que funciona como metáfora sostenida a lo largo de la obra. Miller reduce ese mecanismo a una broma ocasional proferida por un narrador que también es un literato.

El modernismo no sale indemne de esta burla salvaje, que ataca su eslabón más débil: cierta pedantería, la pretensión de remitir el significado a un más allá del narrador. En Miller ya no hay ningún más allá. Símbolos, mitos, todo se convierte en atributos del Yo, aunque por esto mismo se vuelven un poco bufonadas. Nada puede tomarse ya muy en serio. Como se ve, estamos en pleno posmodernismo.


La crisis

Y Miller no lo soportó. Ya Trópico de Capricornio, la sucesora de Cáncer, es un libro indeciso entre la independencia agresiva y la aceptación nostálgica. Ese manuscrito se termina en la primavera de 1938.

Con Europa al borde de la guerra, Miller se replantea sus estrategias de supervivencia. En una carta a su amigo Michael Fraenkel, detalla su plan: vivir en adelante como un refugiado, en retirada permanente, y para eso deshacerse de todo peso inútil. Algo acorde con la ética forjada en Trópico de Cáncer.

Cosa nada rara, declara su indiferencia ante la democracia y la justicia. Pero, en un giro sorprendente, incluye entre esos lastres su propia ambición literaria. "Nunca estuve atado a posesiones", escribe, "pero sí a individuos, a relaciones; esta vez me encontré atado a algo más profundo, a mi propia creación. Estaba atado al ambiente, al estado mental que es la primera creación de la cual me considero autor.

La Villa Seurat [el estudio donde Miller vivía] se identificó para mí con toda Francia, con su destino. Puedes imaginar entonces mi angustia." Francia es el lugar donde estableció su posición de independencia personal y de crítica al modernismo. Si cae arrasada por las tropas de la Wehrmacht, entonces esas posiciones deben caer también. Para sobrevivir debe dejar de ser escritor, en el sentido de alguien que escribe a contrapelo del sentido común, los discursos establecidos, las formas convencionales de la narración.

Es como si Miller presintiera el final de las vanguardias y se conviriera al mismo tiempo en su primera víctima y en su enterrador. Un poco más abajo en la misma carta, escribe: "Ya siento, a veces, que no necesito escribir una línea más; quizá necesite seguir escribiendo hasta estar seguro... Y si me silenciara no sería para revertir a una forma de vida inferior, como la que ofrece el mundo de la acción". "El mundo de la acción" alude, por supuesto, a la vida de traficante de armas que Rimbaud abrazó al abandonar la poesía, una historia que había fascinado a Miller.

Y en efecto, eso no era para un grafómano como él. No, el "silencio" por el que optó era de otra clase, y no estaba reñido con la escritura; de hecho, desde su llegada a Nueva York, en 1940, Miller escribe más incluso que antes. Pero en su actitud hay un cambio radical.

A medio camino entre dos formas, Sexus (1949) tiene todavía por momentos la violencia burlesca de Cáncer; pero en lugar de la narración en espiral, la cronología reorganizada en torno a ciertas ideas obsesionantes, tenemos una historia lineal, a la manera naturalista, como si Miller revirtiera al realismo de su juventud.

Esta novela horrorizó a Lawrence Durrell, uno de sus más fieles discípulos, menos por su obscenidad que por su vulgaridad. Y es cierto: si en Cáncer las escenas de sexo tenían resonancias apocalípticas, en Sexus son casos de manual de jactancia masculina, con mujeres que tienen orgasmos múltiples con sólo mirar el tamaño de la verga de Miller.

La querella con la humanidad y la discusión con el modernismo se han resuelto en aceptación tácita de las reglas del naturalismo y la adhesión progresiva a un sentido común de bar.

Quizá como compensación, Miller intercala diatribas contra la falta de espiritualidad en su país natal y elogios a Krishnamurti, Buda, el Zen, Rimbaud y otros "santos". Esta combinación de sentido común, narcisismo y apelación al Oriente es letal; ya está preparado el terreno para los beatniks, el peor Salinger, Shirley McLaine y mi amigo Guillaume.

¿Pero no había colocado Miller, en Trópico de Cáncer, la preservación del individuo por encima de la comunidad? ¿No tenía cierta coherencia, en la etapa siguiente, preservarlo también del roce abrasivo de la vida siempre a contrapelo del arte, salvarse volviéndose anodino?

Como sea, Plexus es todavía más declamativa y más mansa; Nexus, quizá por efecto de las críticas de Durrell, remonta un poco en intensidad dramática. Pero Miller ya rondaba los setenta años y le faltaban fuerzas para volver a remontar desde la convención.

En esto, consistió su "silencio": en una posición literaria y humana de no conflicto, de aceptación del sentido común y (aunque Miller lo negara) los valores norteamericanos. No es muy sorprendente que para mediados de los años sesenta incluso las distribas contra el progreso y las citas de Vivekananda hubieran desaparecido y Miller elogiara la televisión de su país y se entretuviera jugando al ping-pong. Sus últimos escritos, como "Madre y el mundo del más allá", participan de la sabiduría de las tarjetas navideñas.

El caso de Miller me desasosiega. Como fábula o relato ejemplar, puede entenderse de más de una manera; yo, en todo caso, no puedo dejar de verlo como emblema de un quiebre en la literatura del siglo pasado que en estos años no hace más que exacerbarse, como relato de una revolución que para ir hasta el final de su lógica tenía que liquidarse a sí misma, y una literatura que para ser consecuente debe revertir a alguna forma de silencio.


Henry Valentine Miller (Nueva York, 1891-Los Ángeles, 1980)



martes, 21 de marzo de 2023

ACTUALIDAD DE LA POESÍA CHINA -LA REVOLUCIÓN SUBTERRÁNEA

 


Por MIGUEL ANGEL PETRECCA
Fuente: Revista Ñ -2010

Aunque los chinos suelen repetir con orgullo que su cultura se remonta a alrededor de cinco mil años atrás, con una tradición literaria casi tan larga que tiene su punto culminante en la poesía de la época Tang, lo cierto es que la literatura china moderna tal como existe hoy no tiene más de cien años de historia. Su momento fundacional remite simbólicamente al Movimiento del 4 de mayo de 1919, y concretamente a la introducción en la literatura china del baihua (la lengua vernácula) por parte de Lu Xun y otros intelectuales ligados a aquel Movimiento e influidos por la cultura occidental. El baihua, la lengua realmente hablada, vino a sustituir al chino clásico y de esa manera a cortar con una tradición que se había mantenido casi inalterada desde la época de Confucio.

Al mismo tiempo que adoptaban la lengua vernácula, los poetas chinos modernos como Xu Zhimo y Li Jinfa, influidos por sus lecturas del romanticismo inglés y del simbolismo francés, dejaban atrás las formas y estilos de la poesía clásica china y experimentaban con el verso libre y el soneto. Así, la poesía china moderna nacía en medio de un abismo: separada de su propia tradición milenaria, se encontraba con un vacío que sólo parecía poder llenarse por medio de la tradición occidental.

Con la llegada del comunismo se produjeron grandes cambios en el campo literario y en el sistema editorial en general: el primero quedó subsumido bajo la órbita de la Unión de Escritores y el segundo fue centralizado y quedó en manos del Estado. La censura contra los que no seguían la línea del Partido se fue haciendo cada vez más fuerte, llegando a su pico durante la Revolución Cultural, cuando escritores e intelectuales en general fueron enviados al campo como parte de un programa de reeducación. Sin embargo, en medio de la Revolución Cultural se estaba gestando el nacimiento del segundo gran movimiento poético en la China del siglo XX.

Los poetas oscuros

Así, hacia finales de la década del 70, algunos jóvenes poetas que habían tomado parte de los Guardias Rojos pero que luego se habían sentido decepcionados por la política maoísta, se agruparon alrededor de la revista Jintian (Hoy) y formaron lo que después fue llamado, despectivamente, Menglong shiren, algo así como poetas oscuros, un nombre que hacía referencia al carácter hermético y alegórico de sus poemas. Jintian fue prohibida en 1980 y la mayoría de los poetas oscuros se exiliaron después de los suce sos de 1989 en Tiananmen. Sin embargo, la década del 80 fue una época de oro. Los recitales de los poetas oscuros convocaban salas llenas y ellos eran en cierto modo como estrellas de rock. Según se dice hoy en chiste: si en los ochen ta una persona en la calle gritaba "¡Eh, poeta!" había cien que se da ban vuelta. En esa época, también, surgieron una gran cantidad de revistas no oficiales que crearon redes de poetas a lo largo de todo el país, mantenidas a través de la correspondencia escrita.

La generación del noventa 

Durante esa década, surgieron voces de una generación más joven, a los que ya no les seducía la figura del escritor-héroe enfrentado al sistema, propia de los poetas os curos. Son poetas que hoy tienen entre cuarenta y cincuenta años y varios libros publicados. Algunos escriben una poesía más ligada a la vida cotidiana y al lenguaje co loquial, como Yu Jian, un poeta de la provincia de Yunnan, ubicada al sur de China, que durante la Revolución Cultural pasó cinco años en una cinta montaje, o Han Dong, un poeta de Nanjing, cuyos poemas hablan de situaciones co tidianas, como el entierro de un gato, en un lenguaje sencillo, des provisto de alegoría.
En los noventa, a medida que se expandía la sociedad de con sumo, la poesía se retrajo frente a una industria cultural y de en tretenimiento con la que no podía competir. La poesía había estado en el centro de la cultura china al menos desde la época Tang, pero ahora de golpe comenzaba a que dar cada vez más acorralada en los márgenes. Esto, por otro lado, no era necesariamente negativo pa ra los poetas, que con la pérdida de visibilidad ganaron al mismo tiempo mayor libertad.

En un medio así cada vez más chico donde los lectores se evapo raban, los poetas, paradójicamen te, proliferaban cada vez más: poetas como Xi Chuan, del grupo de los "intelectuales" o como Xiao Kaiyu, de Sichuan, que introdujo en la poesía china un tono narra tivo, o como Yang Jian, un poeta budista de la ciudad de Maanshan cuyo proyecto, crítico del paisaje social y cultural generado por la modernidad y las políticas comu nistas, busca crear un puente con la tradición de la poesía clásica chi na. Muchos de estos poetas publi can en pequeñas revistas y libros que circulan fuera de las librerías, de mano en mano, de manera subterránea, o en innumerables sitios y revistas de Internet. En los márgenes tanto del circuito oficial como de las editoriales en busca de rédito comercial, está pasando lo mejor de la poesía (y de la literatura) china.


Poemas Inéditos

Xi Chuan (Xuzhou, 1963) Mi abuela 

Mi abuela tosió, y mil gallos se despertaron.
Mil gallos cacarearon, despertaron a diez mil personas.
Diez mil personas salieron del pueblo, y los gallos del pueblo aún cacareaban.
Tosiendo aún, mi abuela hablaba de su abuela, su voz cada vez más débil.
Parecía la voz de la abuela de mi abuela cada vez más débil.
Mi abuela habló y habló hasta que se detuvo, cerrando los ojos.
Pareció como si la abuela de mi abuela hubiera muerto recién entonces. 


Han Dong (Nanjing, 1961) Duelo por un gato 

Enterramos al gato. Enterramos
también a las hermanas del gato.
Sacudimos la bolsa de papel
para esparcir el polvo
Llevando una pala
caminamos hacia la montaña del otoño
movemos una piedra de lugar
y nos ponemos al sol.
Vamos de viaje
visitamos el mercado de HePing
y en un mostrador con conservas
vemos un gato muerto a la venta.
Te contamos por carta la noticia
magnificando la muerte, pero en el momento
en que alcanzamos tal grado de conciencia
ya estamos completamente recuperados.


Yang Jian (Maanshan, 1967) Templo Zhen Shan 

¡Qué distendido parece el banano!
Un perro ladra, mordiendo sus propias pulgas,
y cansado de ladrar más tarde se tira a dormir.
Una chica da vuelta las hojas de loto,
mientras su hermano va con un balde hacia la huerta;
todo alrededor, montañas, montañas,
como el hábito abierto de un monje.
Unos campesinos cavan en el campo de ajo,
y la luz penetra en la tierra:
así es cómo los muertos obtienen la felicidad.
El barro extraído del fondo del estanque
se apila junto al borde:
vivimos en una época llena de revelaciones.


La traducción de estos poemas es de Miguel Angel Petrecca(Buenos Aires,1979),poeta, traductor, editor en Gog y Magog y librero en París (Cien Fuegos) , quien tradujo la extraordinaria antología (bilingüe):"Un país mental: 100 poemas chinos contemporáneos (2017).




LA DELICADEZA DEL ENIGMA

por Darío Rojo

La conciencia de percibir una ínfima parte de lo que está ocurriendo entre los caracteres de un poema chino no impide a los humanos disfrutar de esa poesía. Ese mismo desconocimiento del idioma tampoco es un obstáculo para experimentar una escena clásica de amabilidad brindada por sus creadores. En las grandes ciudades todo es mejor y peor; en Beijing, donde la ultima moda son las parejas de idéntica vestimenta, sin visos de extravagancia, hay poetas que se reúnen en un pub para tomar una Guinness o un té, eso sí, ambos acompañados por una bandeja de frutas. Song Lin, gracias al castellano que aprendió durante los dos años que vivió en Buenos Aires, habla del deplorable estado de la crítica, atravesada por el tráfico de influencias. Xi Chuan, en un inglés fluido, comenta que está a punto de ser traducido al español. El resto sólo hablan chino. Son casi una docena y, según va traduciendo Petrecca, muchos conocen el Martín Fierro y a Borges. El hecho de que no se puedan leer los blog, a todos los tiene sin cuidado. Después de comentar el auge del neotaoísmo, un poeta con chupines rojos, parecido a Dady Brieva, es quien paga la cuenta.

Sin mayores excesos, situaciones como éstas se repitieron en Chendu, en el bar de la poeta Zhai Yongming, o en Nanjing, junto a Han Dong, quien actualmente se encuentra más interesado en la narrativa. Para él, la influencia de Taiwán, Corea y Japón es extraliteraria y tiene que ver más con los productos audiovisuales, pero la verdadera creatividad siempre sale de China. También explica que la narrativa occidental llegó de golpe a partir de los 80, y que por eso los contextos originales de esas obras están algo difuminados. Por su recomendación, nos trasladamos a ver al poeta budista Yang Jian. Maanshan es una ciudad pequeña cuya principal fuente de ingresos es la fabricación de equipos de aire acondicionado, que a pesar de contar con la tumba de Li Po no atrae al turismo. Ahí, en un tiempo muchísimo mayor al que teníamos asignado, en un brindis perpetuo, Yang Jian nos contó que se encontraba decepcionado por el crecimiento económico de su país, decía que hace 20 años eran más pobres y más felices, pero más le alarmaba la pérdida de las estaciones intermedias, que si sólo iba a haber invierno y verano, la poesía china iba a desaparecer. Como a muchos de sus contemporáneos, poco le importaba lo que pasaba fuera de la poesía china. También nos repitió, bajo la muda presencia de uno de sus amigos, un calígrafo que cual ninja cada 5 minutos nos arrojaba cigarrillos para que lo acompañáramos en el vicio nacional, algo en lo que todos los escritores coinciden y ninguno se digna a explicar: que en Hong Kong y en Taiwán es donde habita la verdadera cultura china. Así, en una impecable manifestación de generosidad y cortesía, los poetas de Maanshan nos mostraron el contrapeso perfecto de un país obsesionado por el dinero. Cortesía que además de ser un vehiculo de nobleza, es también el instrumento ideal para plastificar el desconocimiento del otro en una eterna realidad paralela: un decorado en el que, al igual que en una buena traducción, el lenguaje que construyó un mundo diferente llega a nosotros para contaminar nuestro conocimiento con la delicadeza del enigma.




domingo, 19 de marzo de 2023

NO CREO EN EL MINIMALISMO



Uno de los escritores estadounidenses más reconocidos de la actualidad habla aquí de la publicación de los cuentos sin editar de su amigo Raymond Carver.

Por DIEGO ERLAN--Fuente: Revista Ñ, 2010.

La amistad, escribió Raymond Carver en un ensayo publicado en la revista Granta en 1988, es como el matrimonio: un sueño compartido, algo en el que los participantes tienen que creer y ponerle fe, la confianza en que durará para siempre. Y sin embargo las cosas llegan a un final inevitable y ese final es la muerte.

Carver conoció a Richard Ford una noche de 1977, en Dallas, durante un festival literario en la Southern Methodist University. Ford emanaba confianza mientras Carver había dejado el alcohol pocos meses antes y “estaba sobrio pero tembloroso”. A la mañana siguiente se encontraron en el desayuno y, entre galletas, jamón y maíz, hablaron hasta sentirse amigos de toda la vida. Les quedarían once años de amistad. Richard Ford tiene los ojos de un lobo (transparentes), y a pesar de esa mirada al parecer fría resulta un hombre cordial, sereno. Quería ser abogado del ejército y no empezó a escribir hasta los 23 años. Después de dos libros (Un trozo de mi corazón y La última oportunidad) decidió que eso había sido todo para él como novelista y comenzó a trabajar como periodistadeportivo. “Era divertido y fácil, conocía gente famosa y me pagaban bien”. Sólo duró dos años: la revista para la que trabajaba cerró. “Y como no tenía nada que hacer volví a escribir”.

Y como no tenía nada que hacer escribió una trilogía tremenda compuesta por El periodista deportivo (1986), El día de la Independencia (1995) y Acción de Gracias (2006) donde los hechos narrados no intentan explicarse sino atravesar al lector a partir del desarrollo de ese personaje inolvidable que es Frank Bascombe, una persona que puede verse y comprenderse (aunque de ninguna manera pueda comprender el mundo).

Y como no tenía qué hacer, se convirtió en un autor esencial de la literatura estadounidense contemporánea. Como si fuera simple. Ford es una de esas personas poco psicoanalizadas que no les interesa analizar demasiado lo que escriben. Y quizás haya sido el exceso de psicoanálisis el que invadió de desamparo la existencia humana y haga que no entendamos bien la vida “cuando en rigor la vida es pura y simple”, como dice el protagonista del cuento “Great Falls” (Rock Springs, 1987) cuando comienza a preguntarse sobre la extraña relación entre sus padres. En este diálogo, que mantuvo con Ñ en el hall del Hotel Hilton durante la última edición de la Feria del Libro de Guadalajara, Richard Ford le pedía a las chicas de la editorial Anagrama que lo sacaran a recorrer la ciudad “como si fuera un perrito”. Simple.

—Toda una obra tratando de dilucidar algo en torno al misterio de la relación entre hombres y mujeres. ¿Descubrió algo?


—Si logro decir algo inteligente, va a ser la primera vez (risas). Una amiga, escritora canadiense que vive en París, dijo que si lográramos saber qué es lo que sucede entre el hombre y la muje, podríamos prescindir de la literatura. He pasado la mayor parte de mi vida escribiendo acerca de lo que sucede entre los hombres y las mujeres. Me crió casi exclusivamente mi madre y estoy casado con la misma mujer desde que tenía diecinueve años, así que la relación con las mujeres ha sido uno de los asuntos principales de mi existencia. Con el tiempo, he descubierto que las cosas que normalmente otras personas pueden decirte sobre la vida son muy insatisfactorias. Por eso, creo que la única manera posible de aprender algo al respecto es hacer el propio recorrido dentro de los límites de la inteligencia personal y de la propia vida. Las novelas tratan sobre cuestiones particulares y lo que de ellas se puede aprender sobre los hombres y las mujeres no son verdades universales sino que, justamente, lo que se puede aprender de ellas es cuán diversas y heterogéneas son esas relaciones y cuánta atención hay que prestarle a la persona con la que estás para llegar a comprenderla. Esa persona tiene que interesarte, incluso si se trata de tu madre. Cuando era chico me interesaba mucho establecer en mi mente las conexiones que existían entre mis padres y todo aquello que, entre ellos, estaba más allá de mí. Llegar a comprender que había cosas en sus vidas más allá de mí mismo fue una verdadera revelación.

—Su visión sobre el tema suele ser bastante desoladora.

—Hay algunos libros donde es así, pero no es la perspectiva que rige la totalidad de mi obra. Las relaciones entre hombres y mujeres también son de ese modo. No siempre son felices ni te hacen reír. Algunas veces sí, pero uno asume muchos riesgos cuando decide revelarse ante otra persona y cuando esa otra persona se revela ante uno también asume muchos riesgos y no hay garantías de que eso termine bien. Pero eso no quiere decir que intente abarcar todo el espectro de posibilidades, tan sólo que escribo sobre lo que consigo vislumbrar.

—¿Qué le produjo la necesidad de escribir?

—Leer. Soy de Mississippi, un lugar del que también eran dos de los escritores más significativos de Estados Unidos: William Faulkner y Eudora Alice Welty. En ese lugar era posible pensar que ser un escritor estaba bien. De todas formas, a mi madre le gustaba mucho Hemingway. Yo nunca me volví loco por Hemingway.


¿Le interesa el minimalismo como estética?

—No creo en el minimalismo. Creo que no existe como término aplicable a la literatura. Sí se aplica a la pintura o a la escultura pero no a nada que yo haya escrito.

—¿Por qué?

—La mayor parte de la gente que escribe intenta maximizar y no al revés. Se intenta escribir historias que tengan las exactas y justas palabras en ellas. Nadie está intentando escribir lo menos que puede sino lo más que puede. Así que como teoría, para mí, no significa nada. Es sólo algo que alguien soñó y acerca de lo cual el resto nos hacemos muchas preguntas, pero no existe. El minimalismo es uno de esos eslóganes terribles que llegan a estar colgados de la literatura, y de los cuales la literatura debería escapar porque no significan nada.

—¿Qué opina sobre la publicación de “Principiantes”, los cuentos sin la intervención del editor Gordon Lish de su amigo Raymond Carver?

—No tengo ninguna opinión al respecto. El era mi mejor amigo, y yo leía las historias que escribía mientras estaba vivo. Y creo que lo que sucede después no tiene ninguna importancia, no lo tomo con seriedad. El sabía lo que quería hacer cuando estaba vivo y, como cualquiera, estaba bajo presión desde muchos lugares. Tenía su propia vida que soportar, tomó sus propias decisiones y sus historias eran buenas. Murió trágicamente joven: fin de la historia. El resto es todo una porquería.

—¿Qué le diría a los escritores jóvenes?

—Les diría que dejen de escribir si pueden. (Risas.) Pero si no pueden, entonces les diría que antes de ser escritores tomen otros trabajos primero, que tengan otras experiencias. Y si esas experiencias son satisfactorias, entonces les diría que se queden ahí y que no sean escritores porque eso les va a ahorrar muchas infelicidades. El novelista genera visiones propias sobre las cosas, sobre la humanidad, las mujeres… pero no es algo que preceda a la escritura sino que se genera en ella. Es cuando se escribe que las cosas aparecen y la gente empieza a decir que uno tiene una visión. Pero uno no sabía que la tenía hasta que escribe. Por eso vale la pena escribir, porque es bueno saber que uno tiene una visión propia del mundo.

—Cuando se ve en el espejo, ¿qué puede ver?

—Un hombre normal, perfectamente común.

—Norman Mailer decía que todo escritor tiene un gran ego.

—Norman Mailer era un hombre más bien petiso. (Risas). Yo le tenía mucho aprecio.

—¿Cuáles son para usted los rasgos de la buena literatura?

—Veamos. Tengo una fórmula personal para definir a la buena literatura: la literatura y la escritura son los medios supremos para renovar nuestra vida emocional y sensorial y aprender a tener una nueva conciencia. Si la literatura logra hacer eso, entonces es buena literatura.


Richard Ford (Jackson, Misisipi; 1944) 




viernes, 17 de marzo de 2023

LA RESTAURACIÓN DEL MUNDO


Foto: Fabio Bracarda

En su nuevo libro de poemas, LAS CUATRO ESTACIONES, Arturo Carrera vuelve a la infancia como origen del lenguaje y de un universo instaurado en el imaginario para, al mismo tiempo, centrarse en cuatro pueblos de la pampa que fueron aniquilados por un Estado claudicante.


Por JORGE MONTELEONE
Para La Nación----Fuente: ADN, 2008.

Las cuatro estaciones que componen este nuevo libro de Arturo Carrera tienen varios significados. El más obvio corresponde a las temporadas en las que se divide el año: primavera, verano, otoño, invierno. Un orden fuertemente cultural: la primavera, estación de la fertilidad y comienzo de los ciclos de regeneración, inicia también la famosa serie de los cuatro conciertos para violín y orquesta de Vivaldi (compuestos como ilustración a cuatro sonetos), casi un orden lógico que retomó Piazzolla en "Cuatro estaciones porteñas". Ese conjunto es, además, el de cuatro estaciones del ferrocarril, ya desactivado, en una zona agrícola-ganadera de la provincia de Buenos Aires: Lartigau, Quiñihual, Pringles y Krabbe. Con excepción de Pringles, el espacio natal y vital del poeta, son sitios casi deshabitados, cuyas estaciones ferroviarias están desmanteladas. El interés de Arturo Carrera por esos lugares que aniquilaron décadas de capitalismo prebendario y un Estado claudicante -en el arco megalómano que va de la frase "ramal que para, ramal que cierra" al "tren bala"- no se limita a este libro. Carrera fundó en su ciudad natal un centro de actividades culturales que llamó "Estación Pringles" -"utopía reticular, posta poética"- y consiguió que el Onabe cediera la abandonada Quiñihual para abrir allí un espacio fronterizo y multicultural, que incluirá residencias temporarias para artistas, si logra concretarlo y expandirlo. Como señala Daniel Link en el posfacio al apuntar que esa estación cerrada para siempre volverá a existir para el arte, se trata de "una forma de descentramiento pero, sobre todo, una forma de hacer política".

Otro significado de las estaciones solo en apariencia responde a lo autobiográfico, a juzgar por lo que el autor señala en la contratapa: "No es autobiografía, no es mi infancia, no es la estación común, son ferroviarias las cuatro estaciones, no es el verano, es Quiñihual y así, así el Lector quedará soñando la verdad: es la infancia de un mundo, es la autobiografía de un mundo, son los trenes de miniatura en una actualidad de paradas macro". La frase expande la hermosa idea leída en el epígrafe de Gilles Deleuze: "Devenir niño mediante la escritura es ir hacia una infancia del mundo, restaurar una infancia del mundo". Esa sería una de las tareas de la literatura. Entre ambas citas circula como una vía, otro ramal de acceso a la poesía de Carrera, ese tema absolutamente central: la infancia -de la cual los niños y el niño Arturito son metáfora y significante; y la paternidad, su contracara simbólica-, la infancia como un origen de lenguaje y como un origen de mundo instaurado en el imaginario poético. Su poesía se levanta así en una paradoja: todas las referencias documentales y anecdóticas, desde los pequeños actos pueblerinos hasta las sensaciones ínfimas, pertenecen al pasado de la infancia del poeta, en las inmediaciones que trazaba el ferrocarril. Pero eso ya no existe, literalmente se ha desmontado. Las estaciones, como pabellones del vacío, se suspenden en ruinas, en restos, en ensoñaciones y sobre todo en versos como destellos, iluminaciones que vienen y van en la "intermitencia de un balbuceo".

No se trata exactamente de la poesía como autobiografía, como la de Baldomero Fernández Moreno, que residió un tiempo cerca de Pringles, en Huanguelén, poeta afín al Carrera del campo argentino. Se trata de los ritmos de una reconstrucción imaginaria del pasado infantil, los "ritmos de la memoria", insistencias del recuerdo en el nombre, que "parece no existir" y que sin embargo habla, se articula en signos como "pequeñas ofrendas y detalles felices". Ese ritmo se alcanza en el poema por medio de azarosas "distribuciones / desiguales de elementos, frases desiguales, / intervalos diferentes de tiempo casi existente". Lo anecdótico obra al modo de un relato subliminal, apunte de hechos vividos entre los cinco y los siete años: la llegada a la estación de Lartigau donde aguarda el padre en sulky, el halo de una luna campestre, la fragancia femenina del polvo Coty cerca de la cara de un niño, el mundo incesante de los viajes en tren a las estaciones viejas, la ansiedad y la espera. Los hechos recordados tienen un aire de miniatura, retornan al poema como los juguetes antiguos de una colección privada: el poema como una cajita musical a la que se le da cuerda "para que aparezca algo". Esos relatos aparecen como fragmentos de un sueño discontinuo, que se forma y se desvanece, y allí otros versos los enlazan, dubitativos, expectantes, como preguntas ante la incertidumbre de lo que ha tenido lugar. Son documentos, no de lo real, sino de lo imaginario, como las cigueñas que vuelan a la vez en el cielo de la pampa húmeda y en el grabado blanco y negro de Escher.

Todo ello se incluye en una forma mayor que lo contiene y desde la infancia proyecta un origen de mundo y de lenguaje, ordenado según el universo propio de Carrera: el de las animaciones suspendidas, los niños, el campo argentino, las Parcas Cloto y Láquesis, las monedas y el potlacht , los faunitos mallarmeanos en la pampa. Y en un último arrebato del tiempo, después de visitar "El cementerio de Pringles" y el osario como una promesa de palabra testamentaria, Carrera imagina una poesía futura en la sección "Krabbe": "Los dos últimos poemas los escribí imaginando que los ´autores eran mis tataranietos". Así el futuro es tan irreal como el pasado y el sujeto del poema se congela en la memoria no menos incierta de una estación helada.

Otro libro extraordinario y a la vez arquetípico de la poesía de Arturo Carrera que, parafraseando a Baldomero, no se repite: se aumenta.

Arturo Carrera (Buenos Aires, 1948) 





 

miércoles, 15 de marzo de 2023

LA SONRISA DE KAFKA



por LUIS GRUSS- Fuente: Revista ADN, de La Nación-2008

Según una idea muy extendida, el autor de El proceso era un ser torturado y sombrío. Sin embargo, quien lea atentamente sus cartas y sus diarios podrá advertir también la alegría genuina de este escritor monumental.

"Los libros de Chejov son libros tristes para gente con humor -aclaró por si acaso Vladimir Nabokov en un curso sobre literatura rusa brindado en Wellesley y en Cornell-. Solo el lector propenso a la ironía podrá apreciar verdaderamente el dolor que emana de su obra." Y así era en realidad. Para el autor de "La dama del perrito" las cosas eran (son) tristes y graciosas al mismo tiempo, como un velorio de esos donde se bebe café con vodka y se cuentan chistes divertidos. Resulta imposible al leerlo, o simplemente al mirar la vida con alguna amplitud, no comprender que ambos aspectos van siempre unidos por un puente estrecho.

La referencia es útil, además, para entender mejor a otro eterno malentendido de la literatura del siglo XX que lleva el nombre de Franz Kafka. Sobre él se ha construido una leyenda universal -admitida ya como irrefutable- según la cual el señor K fue poco menos que el monstruoso insecto de La metamorfosis o ese sujeto a la deriva que, por ejemplo en su novela El proceso , es perseguido sin causa ni objeto por una máquina de hacer burócratas y matar individualidades.

El tema es aludido de manera tangencial por el ensayista Josef Cermák en el recientemente publicado Franz Kafka/Ficciones y mistificaciones (Emecé), con prólogo de María Kodama, que cuestiona la inmensa cantidad de mitos que algunos autores inescrupulosos construyeron en torno a la figura de Kafka. Supusieron ellos (Cermák menciona concretamente a Michal Mares y Gustav Janouch) que Kafka era kafkiano, que se trataba de un ser siempre atormentado, apocalíptico, un pobre infeliz, un depresivo sin cura.

Artificio para incautos

Los primeros que salieron al cruce de esta extendida fábula fueron Gilles Deleuze y Felix Guattari en el ya clásico ensayo titulado Kafka, por una literatura menor , donde sostienen con buenas razones que el autor al que se consagran es un hombre que ríe, un ser profundamente feliz (con alegría de vivir) en cuya obra lo cómico aparece de manera constante. Nada de lo dicho está destinado a negar los aforismos sombríos, los momentos de angustia (¿quién no los tiene?) que Kafka revela tras la ruptura con Felice Bauer en 1918 o cuando se muestra realmente triste, cansado, con miedo a la vida y sin deseos de escribir. Pero la risa de Kafka brota a cada instante a pesar de sus declaraciones oscuras que, subrayan Deleuze y Guattari, tienden un cerco o una trampa en la que muchos críticos y simples lectores cayeron fácilmente. Una cosa es depositar el mal (la zona oscura) en una obra literaria y otra muy distinta es parecerse a ella.

No son justos aquellos que suponen a un Kafka siempre sufrido y en penumbras. El hombre tuvo sus momentos de alegría, risas, deseos y placer. Con no poca frecuencia practicaba natación, hacía gimnasia, remaba, trabajaba y tomaba sol desnudo en el jardín de su casa: el nudismo como filosofía de vida, al igual que la opción vegetariana en las comidas, era una de sus aficiones; de tanto en tanto, además, frecuentaba las tabernas de Praga, donde bebía y dialogaba con almas perdidas como la suya. Fue quizá para compensar los excesos (que incluían visitas reiteradas a los prostíbulos de la ciudad) que con el tiempo se hizo naturista. En un pie de página de los diarios por él compilados, Max Brod cuenta que Kafka siempre había mostrado interés por la terapia natural: "Siguió todas sus derivaciones: la comida cruda y vegetariana, el nudismo, la gimnasia y la antivacunación".

No fue tampoco un hombre pasivo de esos a quienes todo les da lo mismo. Durante su juventud y madurez Kafka se mostró afín al ideario socialista y abogó por la "solidaridad inmediata" con los excluidos. Mantuvo reuniones con los anarquistas checos y hasta redactó un proyecto de sociedad ascética básicamente compuesta por trabajadores pobres. Se lo podría ver como a un intelectual progresista, según la ambigua denominación moderna, un hombre austero, delicado, que deseaba con fervor a las muchachas con las que se cruzaba pero que, al mismo tiempo, concebía el trato con sus cuerpos como algo degradante o, tal como se lo expresó a una de sus amantes circunstanciales, "un castigo por la felicidad de estar juntos".

Si consideramos estas contradicciones y cierta visión atormentada del amor, que se refleja nítidamente en varios relatos y pasajes de los diarios, debe aceptarse que las chicas funcionaron para el escritor como una interesante vía de escape a la despótica influencia de su padre, el severo y denostado Hermann Kafka, que despreciaba la vocación literaria de su hijo. Pero aun ese punto es discutible, porque ese padre malvado ayudó, acaso involuntariamente, a la gestación de una obra en eterna resistencia contra las limitaciones que el destino le imponía.

De Felice a Milena

La sonrisa de Kafka no se desliza tanto en sus abrumadores y por momentos fingidos mensajes a Felice Bauer (la abundante correspondencia con esta esposa imposible compone, según el escritor, "cinco años de tortura") como en las más relajadas cartas a Milena Jesenská. Fue ella, quizá, la mujer que más cerca estuvo del espíritu libre del escritor. Y fue con ella con quien Kafka pudo empezar a superar sus angustias y enfrentar la vida como nunca antes. Incluso el tono de las cartas que le escribió es más franco y espontáneo que el que caracterizó el intercambio con Felice. "El día es tan corto. Transcurre y termina contigo y fuera de ti. Apenas me queda un rato para escribirle a la verdadera Milena, porque la Milena más verdadera aún ha estado aquí todo el día: en la habitación, en el balcón, en las nubes", le dice en una de ellas.

La habitación a la que Kafka alude estaba situada en un hotel de Viena donde los amantes se habían encontrado en dos o tres oportunidades y no solamente a conversar. Milena, una especie de salto a la alegría, se colocó más cerca de la sensibilidad artística y amorosa del escritor. El checo le escribió cartas menos trascendentales pero más honestas que al resto de sus amores. Con ella, el escritor intentó superar el casi patológico miedo a la vida. Por algo le ofrendó sus diarios, máxima donación imaginable para alguien como Kafka, extremadamente cauteloso a la hora de exhibirse ante los otros.

Joven, rica, desgraciada y rebelde, Milena está signada por la transgresión en todas sus formas. Se embriaga con alcohol, música, cuadros y las novelas de Dostoievski. A los catorce años le da un beso a un amigo de su padre, treinta años mayor que ella. Un poco más tarde, posa desnuda para pintores, prueba cocaína, se hace practicar un aborto, cruza a nado el río Moldava en plena noche para acudir a una cita amorosa, se enamora de Kafka pese a estar ya comprometida. Y una vez establecida con él una relación sentimental que empieza (cuándo no) con cartas, lo insta a compartir una cama en un hospedaje de Viena, petición a la que Kafka accede anteponiendo todo tipo de reparos defensivos.

Kafka llega a entender con Milena que el sexo puede ser agradable y que su ejercicio es doblemente placentero si el amor o alguna mínima corriente de afecto domina la escena. En Viena, al menos por un tiempo, Kafka se entrega a la alegría de amar con locura a una mujer. Los dos suben, un día, a una colina boscosa y allí se tumban al sol. Milena descubre uno de sus hombros (primero el derecho, detalla él con su habitual precisión) y Kafka fotografía el instante con palabras conmovedoras y algo inusuales en su discurso: "(...) tu rostro sobre mí en el bosque y ese descansar mío sobre tu pecho casi desnudo".

Mujeriego incurable

Franz Kafka no lo pasó mal en su vida cotidiana. Tuvo casa, comida, buen trabajo e incluso se jubiló con una asignación razonable. Fue además, usando la jerga moderna, un mujeriego incurable. A los 33 años un comentario al pasar revela la intensidad con que se dedicó a las damas: "¡Cuántas complicaciones con muchachas! -escribe en su diario-. ¡Cuántos problemas a pesar de todos mis dolores de cabeza, el insomnio, las canas, la desesperación! Voy a contarlas: desde el verano ya van por lo menos seis. No puedo resistir. No puedo no ceder al deseo de admirar a todas las que son dignas de admiración y amarlas hasta agotar esa admiración".

También es cierto que el hombre no gozó de celebridad pública (sí, de manera creciente, luego de su muerte), no pudo formar una familia, tuvo casi un único amigo y temió la sola existencia al tiempo que se aferraba a ella con la mayor energía posible a través de la palabra como principal recurso. Pero no logró establecer lazos duraderos en el terreno afectivo. Consiguió en cambio "casarse" con la literatura, un matrimonio que jamás abandonó.

No todo el mundo sabe, sin embargo, que sobre el final de su vida (truncada por la tuberculosis cuando había cumplido poco más de cuarenta años), Kafka logró establecer un vínculo afectivo tan normal como intenso con Dora Diamant, una judía berlinesa de 19 años con quien convivió felizmente y hasta pensó en casarse. Ambos lo habrían hecho, seguramente, si la dolencia física no hubiera ganado la carrera.

Dora era una joven polaca que había conocido a Kafka en un centro de vacaciones de la costa báltica llamado Muritz, donde trabajaba como voluntaria atendiendo a niños judíos. Enseguida fueron a vivir juntos a Berlín. Allí las veladas discurrían entre largas discusiones sobre literatura y compartidos ideales políticos: ambos coincidían en defender una ingenua forma de socialismo agrario.

Puerto final en la vida de Kafka, Dora aparece cuando la existencia del autor checo ya está cercada por la enfermedad. Con esa mujer (la última antes de la señora muerte), el escritor alcanzó a convivir durante varios meses, algo que hasta el momento no había ocurrido con ninguna otra. La conexión entre ambos iba más allá de lo íntimo ya que, a diferencia de otros amores más inestables, este vínculo abarcaba también lo intelectual. Dora ayudaba a Kafka con sus estudios de hebreo y él le enseñó a considerar la literatura algo sagrado, absoluto, incorruptible, leyéndole una y otra vez sus libros favoritos. Los dos concibieron un plan de mudarse a Tel Aviv; allí abrirían un restorán en el que Dora -que además era actriz- iba a ser la cocinera y Franz, el camarero.

Nada de lo subrayado hasta aquí abona el mito de un Kafka oscuro y desgraciado. Quizá la idea fue alimentada (¿forzada?) por aquellos que no pueden concebir una convivencia posible entre genialidad y alegría. O por quienes piensan que la felicidad es un don que no admite la angustia y que, por alguna razón desconocida, no puede ni debe armonizar con el indiscutible arte kafkiano de escribir como los dioses.


"UN BELLO DÍA DE FELICIDAD"

Alrededor de dos años duró la relación fraternal entre Franz Kafka y Milena  Jesenká. Pero salvo unos esporádicos encuentros en Viena, el vínculo se desarrolló básicamente por vía epistolar. Los fragmentos que se reproducen a continuación forman parte de una nueva e inminente reedición por Losada de Cartas a Milena. En esos mensajes aparece con frecuencia un Kafka enamorado y por momentos exultante, pleno de energía:

"Solo en sueños soy tortuoso...Es tan lindo recibir tu carta y tener que respoderla con este cerebro insomne. No sé qué escribir. Me limito a vagar entre las líneas a la luz de tus ojos, en el aliento de tu boca, como en un bello día de felicidad."

"No sé cómo abarcar toda esta dicha en palabras, ojos, manos y este corazón. No sé cómo abarcar la felicidad de tenerte aquí, la alegría de que me pertenezcas. No solo te amo a ti. Es lo que más amo: amo la existencia que tú me otorgas".

Yo te quiero como el mar desea a un diminuto guijarro hundido en sus profundidades. De igual manera te envuelve mi amor. Y ojalá yo sea para ti ese guijarro. Amo al mundo entero y a ese mundo pertenecen también tus hombros y tu rostro sobre mí en el bosque y ese descansar mío sobre tu pecho...casi desnudo."

"Qué fácil será la vida cuando estemos juntos. Entiéndeme bien y sigue siendo buena conmigo. Antes de conocerte creía no poder soportar la vida, no poder soportar a los hombres...Y eso me avergonzaba. Pero tú Milena me confirmas ahora que no era la vida lo que me parecía insoportable. Hoy me bastan unas líneas tuyas, dos líneas, una sola palabra. Lo único cierto es que lejos de ti no puedo vivir. No deseo otra cosa que hundir mi rostro en ru regazo, sentir tu mano sobre mi cabeza y permanecer así hasta la eternidad". 

Franz Kafka (Praga, Imperio austrohúngaro, actual capital de República Checa; 1883-Kierling, Austria; 1924)



lunes, 13 de marzo de 2023

"HAY UNA DECADENCIA GENERAL DE LA CRÍTICA"

 


 El escritor español Ignacio Echevarría reflexiona sobre una disciplina que parece haber perdido la función central que alguna vez tuvo en la cultura.


Por Pablo Gianera -Fuente: ADN, 2008.

La crítica suele ocuparse de objetos diversos pero rara vez es tratada como objeto en sí misma, como si al hablar sobre otros no fuera digna de que se hablara sobre ella. De visita en Buenos Aires para dictar una serie de conferencias el español Ignacio Echevarría, crítico literario de El País de Madrid durante quince años, defiende en cambio la crítica como objeto de reflexión y la autonomía del oficio frente al periodismo. "Aunque se incumpla", dice con voz veloz, "la ética del periodismo tiene la exigencia de la información imparcial. El crítico, en cambio, no está obligado a eso. El periodista cultural es actualmente una figura residual de la del crítico literario".

Echevarría trabajó también en la edición de textos ajenos; sobre todo, se ocupó de cuidar la obra póstuma de Roberto Bolaño ( 2666 , El secreto del mal y La Universidad Desconocida ). "Yo creo que todo lo que está escrito es susceptible de ser publicado", responde a las objeciones que suscitó la publicación de esos libros que Bolaño no llegó a dar a la imprenta. "Hay una vulgata psicoanalítica que concede más prestigio al secreto que a lo expuesto, pero la perversión no está en el acto de publicación sino en la mirada, en pensar en que porque el autor no lo publicó había allí algo oculto". Bien vista, esta tarea de custodia, más secreta y menos pasajera que la de la recensión urgente, podría pensarse como una actividad vicaria de la crítica, en la medida en que también separa y ordena la circulación de los textos.

-¿Hay un repliegue de la figura del crítico?

-Absolutamente. Hay una decadencia general de la crítica. Se ha perdido el lugar del crítico hegemónico que ejercía una función pública útil, la función de un baremo. Frente a la diversidad de los productos culturales, el crítico debería tender una red amplia de significaciones. La crítica conecta el hecho literario con otras vivencias del lector. Una buena manera de definir la crítica mediática es hacerlo en términos de una política de la recepción.

-Los best sellers no suelen ser comentados en los suplementos culturales y los libros que se comentan no necesariamente se venden más. ¿Cuál es el origen de ese divorcio entre la crítica y el mercado?

-Estamos de acuerdo en que el lugar de la crítica frente al mercado es residual. Pero ese lugar, bien aprovechado, puede orientar el mercado. Creo que hay una franja de perplejidad: el mercado no sabe lo que quiere, siempre está a la zaga de los hechos. La crítica trabaja en esa grieta, y aunque no influya en las listas de venta, sigue siendo influyente en quienes escriben los libros, en quienes hablan de ellos. La crítica supone uno de los mecanismos de consagración. Me parece que es un dato optimista. Pero para sobrevivir la crítica debería no solo explotar esa grieta sino también reconsiderar el objeto del que se ocupa y ver si, para captar un público lector más amplio, no debería ocuparse, con su instrumental, no con el del mercado, de esos productos menores que acaparan más significación pública.

-¿Cómo ve el hecho de que narradores y poetas ejerzan la actividad crítica y, eventualmente, comenten libros de colegas?

-Diría que lo veo con enorme reserva y hasta con suspicacia, aun a sabiendas de que es un tipo de suspicacia que admite ser tachada de corporativa. Ahora bien, tampoco puede ocultarse que la crítica más memorable, aquella que seguimos leyendo, es la que han hecho los escritores. Leemos a T. S. Eliot y a Borges como críticos. El escritor ampara la crítica. Habría que considerar incluso la importancia enorme que tuvo la crítica militante de los propios escritores. Las vanguardias ejercían la crítica para abrir el espacio en el cual meter su obra. La situación actual es distinta: el escritor que no vive de sus libros debe hacer crítica para ganarse la vida.Esos escritores suelen trabajar de modo muy descomprometido, muy atentos a no perturbar el sistema.

-Si las críticas que se leen son las de los escritores, ¿no es un poco nostálgica la actividad del crítico a secas, hundido en el presente y privado de cualquier posteridad?

-La crítica construye posteridades pero está ella misma excluida de la posteridad. El crítico es el Moisés que lleva el texto a la tierra prometida y luego se queda afuera.


Ignacio Echevarría Pérez (Barcelona, 1960)