El estadounidense es el idioma que hablamos en Estados Unidos. Se caracteriza por ciertas diferencias respecto del lenguaje que utilizan los ingleses cultos, y se halla completamente libre de la influencia del establishment. Si atendemos a lo esencial, fue el idioma en que Whitman escribió su poesía, lo que supuso una revolución lingüística.
Arrancado de raíz y traído aquí, el idioma inglés demostró, sin embargo, ser una yerba tenaz, con raíces profundamente hundidas en una tradición de poderoso alcance cultural. Cada canción infantil entrañaba un firme asidero para esa tradición, y nunca han faltado los interesados en aferrarse a ella.
Cada escuela de Estados Unidos está obligada a preservar la lengua inglesa y hace de ello una cuestión de honor, uno de sus objetivos principales. ¡No aprobar inglés resulta impensable!
Ignorar a los supremos maestros de la composición inglesa y pretender superarlos se juzga una deslealtad, si no una locura. De hecho, en las altas esferas ha quedado claramente establecido, y se ha sostenido a toda costa, que no hay en absoluto un idioma estadounidense: tan escaso es el aprecio que sentimos por nuestra habla.
Y, sin embargo, hay un idioma nuevo e inesperado que, según tratan de hacernos creer, se habría desarrollado por osmosis, pero que en realidad se debe al poder de quienes, como Whitman, han apostado por sus congéneres y por el orgullo de una raza emergente, la suya propia. Nuestros académicos han hecho a un lado ese idioma; lo han abandonado, como ratas, para buscar la salvación en sitios más seguros. No podemos culparlos: ¿quién podría asegurar que sobreviviremos para implantar nuestros genes en un mundo nuevo?
Debemos avanzar, sin embargo. Con incertidumbre, quizá, pero con todo el coraje del que podamos echar mano. Debemos tener la certeza de que en la poesía, como en las matemáticas, la medida es ineludible; así que, en oposición al pie fijo del verso antiguo, incluido el isabelino, debemos plantear una alternativa que no puede ser otra que el pie variable, que hemos comenzado a vislumbrar con el advenimiento de Whitman.
Aferrado a aquello que lo limita, el establishment ha hecho su última apuesta: el pentámetro yámbico, el verso blanco, el verso de Shakespeare y Marlowe -a quienes debe su enorme prestigio. Pero éste ya no puede ir más allá de donde ha llegado y, en tanto no consigamos dejarlo atrás, impondrá sobre nosotros su cerco.
Ya en el siglo XIX, Whitman, movido por el puro instinto pero con tenacidad, avanzando a tientas, progresó en la dirección correcta. No tenía idea de la importancia de lo que había acometido, y no cobró conciencia del pie variable. A pesar de todo, la nueva noción del tiempo a la que ya entonces nos acercábamos, y que nos ha traído a Madame Curie, la bomba atómica y otros conceptos nuevos, venía preñada de enormes consecuencias.
Por desgracia, permanecemos dormidos -como suelen estarlo los poetas y los escritores- respecto de las grandes responsabilidades que nos corresponde enfrentar. Nuestros poetas, en especial, están adormecidos del cuello para abajo. Sólo los rusos, que censuran la correspondencia, nos ganan en estupidez. Y, mientras, seguimos cultivando el inglés y se lo enseñamos a nuestros desprevenidos hijos.
[1940]
William Carlos Williams (E.E.U.U.,Rutherford, Nueva Jersey -1883 – ibídem, 1963)
(Traducción: Juan Antonio Montiel)
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