miércoles, 8 de octubre de 2014

EL FLAUTISTA EN EL POZO



Digo una o dos palabras que tienen que ser dichas... y le recuerdo algo a cada hombre y a cada mujer.
WALT WHITMAN



Hace treinta años solía quedarme despierto hasta muy tarde escuchando los deshilvanados soliloquios de Jean Shepherd en la radio. Él conducía un programa donde se hablaba de muchas cosas interesantes y se tocaba un poco de música. Una noche contó una larga historia, que todavía recuerdo, acerca de un ritual sagrado de una tribu del Amazonas. A grandes rasgos era como sigue:
Una vez cada siete años, los miembros de esta apartada tribu cavaban un profundo agujero en la selva, y hacían descender en él a su mejor flautista. No se le daba comida, apenas un poco de agua, y no tenía ninguna manera de salir. Hecho esto, los otros miembros de la tribu se despedían de él para no volver jamás. Siete días después, el flautista, sentado en el fondo del pozo sobre sus piernas cruzadas, comenzaba a tocar. Por supuesto, los miembros de la tribu no podían escucharlo, sólo los dioses, y tal era la intención.
Según Shepherd, quien no era afecto a jugar con sus insomnes escuchas, un antropólogo se había ocultado durante el ritual, y había grabado al hombre tocando la flauta. Esa noche Shepherd iba a tocar precisamente esa grabación.
Me estremecí. Allí estaba un hombre a punto de morir, mareado por el hambre y desesperado, recurriendo a sus pocas fuerzas y a su fe en sus dioses. Un Orfeo del Nuevo Mundo, pensé.
Shepherd siguió hablando hasta que finalmente, en el profundo silencio de la noche en mi miserable cuarto en la Calle 13 Este, se escuchó el débil sonido de una flauta ultraterrena: un tañido solitario e infinitamente triste al que de cuando en cuando se mezclaba la acezante respiración del ser humano, esforzándose en tocar de la mejor manera posible. No me importó entonces y no me importa ahora si Shepherd inventó o no toda la historia. Todos nos encontramos en el fondo de nuestros propios pozos, aun aquí en Nueva York.


Todas las artes tienen que ver con una situación imposible. Ése es su fatal atractivo. "Las palabras me fallan", dicen los poetas con frecuencia. Todo poema es un acto de desesperación o, si se prefiere, un tiro de dados. Dios es el público ideal, especialmente si no se puede dormir o si se está en un agujero en el Amazonas. Tanto peor si él está ausente.
El poeta se sienta ante una página en blanco con la necesidad de decir muchas cosas en el pequeño espacio de un poema. El mundo es grande, el poeta está solo, y el poema no es más que un fragmento del lenguaje, unos cuantos rasguños de una pluma rodeada por el silencio de una noche.
Puede ser que el poeta desee contarnos acerca de su vida. Unas pocas imágenes de un momento fugaz en el que estuvo feliz o excepcionalmente lúcido. El deseo secreto de la poesía es detener el tiempo. El poeta quiere recuperar un rostro, un estado de ánimo, una nube en el cielo, un árbol al viento, y tomar una especie de fotografía mental de ese momento en el que como lector uno se reconoce a sí mismo. Los poemas son fotografías de otras gentes en las que nos reconocemos.
El poeta, además, está guiado por el deseo de decir la verdad. "¿En qué forma ha de decirse la verdad?", se pregunta Gwendolyn Brooks. La verdad importa. Transmitirla de manera precisa importa. Los realistas aconsejan: abre los ojos y mira. Los partidarios de la imaginación advierten: cierra los ojos y verás mejor. Hay verdad con los ojos abiertos y hay verdad con los ojos cerrados aunque con frecuencia no se reconocen mutuamente.

Además, uno quisiera decir algo acerca de la época en que vive. Toda época tiene injusticias y sufrimientos inmensos y la nuestra difícilmente sería una excepción. Hay que enfrentar la historia de la vileza humana y todos los días tenemos nuevos ejemplos en que meditar. Vivimos en una época en que hay cientos de maneras de explicar el mundo. Todo es creído: todo tipo de religiones y todo tipo de especulación científica. Acaso la tarea de la poesía sea rescatar algo auténtico del naufragio de los sistemas religiosos, filosóficos y políticos.
Además, uno quiere escribir un poema tan bien hecho que honre
la tradición de Emily Dickinson, Ezra Pound y Wallace Stevens, por nombrar sólo a unos cuantos maestros.

Al mismo tiempo, uno anhela reescribir esa tradición, subvertirla, voltearla de cabeza y hacerse un espacio para uno mismo.
Al mismo tiempo, uno quiere regalar al lector con metáforas novedosas, hallazgos llenos de imaginación y declaraciones desconsoladoras.
Al mismo tiempo, uno no tiene, en la mayoría de los casos, idea de qué está haciendo. Las palabras hacen el amor en la página cual moscas en el calor del verano y el poeta no es más que un espectador embebido. El poema es resultado tanto del azar como de la intención. Y probablemente más del primero que del segundo.
Al mismo tiempo, uno anhela ser leído y adorado en China dentro de mil años, de la misma manera que los antiguos poetas chinos son leídos y adorados en nuestros días, etcétera, etcétera.

Esta es sólo una pequeña elección de entre un gran menú, para la que sería indispensable una de esas divinidades hindúes de múltiples brazos como mesero.
Un gran defecto de la poesía, o bien uno de sus más sublimes atractivos —depende del punto de vista— es que quiere incluirlo todo. Bajo la fría luz de la razón, la poesía es algo que resulta imposible escribir.
Desde luego, las antologías de los mejores poemas no existirían si lo imposible no sucediera de cuando en cuando. Se consigue escribir poemas auténticos, y ése es uno de los secretos mejor guardados de toda época. Invisible, y muy frecuentemente inaudible, el poeta siempre está presente en la historia del mundo. Justo cuando todo parece estar yéndose al demonio en Estados Unidos, la poesía marcha bien. Las predicciones sobre su fallecimiento, que con tanta frecuencia leemos, están muy equivocadas, al igual que la mayoría de las profecías intelectuales de nuestro siglo. Una y otra vez la poesía prueba que las teorías generalizadoras no funcionan. La poesía siempre será el concierto de gatos bajo la ventana del cuarto en el que se escribe la versión oficial de la realidad. Los críticos académicos escriben, por ejemplo, que la poesía es el instrumento de la ideología de la clase gobernante y que todo es político. Sus santos patronos son los torturadores de Ajmátova. 
¿Pero qué tal si los poetas no están locos? ¿Qué tal si condensan el sentir de un periodo histórico mejor que cualquier otro? Obviamente, la poesía implica algo esencial y soslayado en los seres humanos, y ese algo es la inefable cualidad que siempre ha garantizado su longevidad. "Para vislumbrar lo esencial —escribe E. M. Cioran— quédate tendido de espaldas todo el día, y laméntate." La poesía, desde luego, es mucho más que eso, pero ésa es una manera de comenzar.

Los poetas líricos perpetúan los valores más antiguos de la tierra. Hacen valer la experiencia individual contra la experiencia de la tribu. Emerson afirmaba que ser un genio significaba "creer en los propios pensamientos, creer que lo que para uno es verdad en su corazón, es verdad para todos los hombres". Desde los griegos, la poesía lírica ha asumido siempre algo semejante, pero desde Whitman y Emerson la poesía norteamericana ha hecho de ello su principal convicción. Todas las cosas del mundo, profanas o sagradas, deben ser reexaminadas una y otra vez a la luz de la experiencia personal.

Yo, hoy, aquí, me asombro de encontrarme viviendo mi vida... El poeta norteamericano es un ciudadano moderno de una democracia que carece de un fundamento histórico, religioso o filosófico. Los marxistas burlones solían caracterizar tales afirmaciones como "típico individualismo burgués". Alguien a quien conocí decía que los poetas "adoran el olor de su propia mierda". Era un maoísta, y la idea de que cada ser humano encontrara su propia verdad le resultaba incomprensible. No obstante, eso era en lo que creían Robert Frost, Charles Olson e incluso Elizabeth Bishop. Eran realistas que aún no habían decidido qué era la realidad. Su poesía defiende el derecho inalienable a esa búsqueda, en la que la realidad y la identidad siempre están siendo redescubiertas.

Nuestros poetas no confían principalmente en la imaginación o en las ideas, sino en ejemplos, relatos de hechos o de experiencias específicas. En los poetas aún queda mucho del puritano que llevaba un diario. Igual que sus ancestros, se preocupan por la naturaleza de sus vidas interiores entre párrafos acerca del clima. El problema de la identidad siempre está presente, así como la molesta sospecha de que la existencia propia carece de sentido. Sin embargo, la premisa sobre la que se opera es que cada yo, aun en sus aspectos más privados, es representativo, que el "problema estético", como ha dicho John Ashberry, es un "microcosmos de todos los problemas humanos", que el poema es el sitio donde el "yo" del poeta, por una especie de alquimia visionaria, se convierte en "el espejo de todos nosotros".
"Norteamérica no es un país acabado, acaso nunca lo será", dijo Walt Whitman. Nuestra poesía es un dramático reconocimiento de esa condición. Su herejía consiste en tomar una parte de la verdad por el total de la verdad y la convierte en "un freno temporal contra la confusión", según la célebre formulación de Robert Frost, En física, lo infinitamente pequeño contradice la ley general y, en los mejores casos, puede decirse lo mismo acerca de la poesía. Lo que nos gusta de ella es la democracia de sus valores, su temeridad, su individualismo y su libertad. En los Estados Unidos no hay nada más esperanzador que su poesía.



un oscuro y apacible domingo H. D. THOREAU


Un perro negro encadenado mueve la cola cuando paso. La casa y el granero de su amo están pandeados, como si estuvieran a punto de desplomarse por el peso del cielo. En el patio de mi vecino y en su pórtico hay carros viejos, estufas, refrigeradores, lavadoras y secadoras que él sigue rescatando del tiradero de la ciudad para utilizarlos en un futuro impreciso e indefinido. Todo está roto, oxidado, parcialmente desmantelado y desarmado, con excepción de la estatua de yeso de la Virgen, cuyos ojos miran hacia el suelo como si tuviera vergüenza de estar ahí. Más allá de esta casa, se ve una espectacular puesta de sol invernal sobre el lago, del tipo de las que uno veía en las pinturas que se vendían en los almacenes de descuento. En cuanto al flautista, recuerdo haber leído que en algún remoto lugar del suroeste había dibujos de trazos muy sencillos en las paredes de las cuevas y que en algunos de ellos se veía la figura de un flautista. En New Hampshire, donde ahora vivo, solamente hay esta oscura casa, una estatua fantasmal, el silencio de los bosques, y la fría noche invernal cubriéndolo todo con gran prisa.



Charles Simic (Belgrado, Yugoslavia, 1938-En 1953 emigra a E.E.U.U.)





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