Al iniciar estas llamadas conferencias, permítanme advertirles cordialmente de que no tengo ni la más remota intención de hacerme pasar por un conferenciante. Dar conferencias es supuestamente una forma de enseñar, y supuestamente un profesor es alguien que sabe. Yo nunca supe, y sigo sin saber. Lo que siempre me ha fascinado no ha sido tanto enseñar como aprender, y les aseguro que si el aceptar las clases en la cátedra Charles Eliot Norton no se hubiera mezclado de inmediato con la expectativa de aprender muchísimo, ahora estaría en cualquier otro sitio. Quiero también asegurarles que me siento enormemente feliz de estar aquí, y que espero de todo corazón que ustedes no lo lamenten enormemente.
Desde antes de que muchos de ustedes existieran, no he dejado de aprender y reaprender, como escritor y como pintor, el significado de dos refranes inmemoriales: «sobre gustos no hay nada escrito» y «puedes llevar la yegua al agua, pero no puedes obligarle a beber». Ahora -como anticonferenciante- me enfrento por suerte a este otro dictum igualmente antiguo aunque mucho menos austero: «El mal viento a nadie trae nada bueno». Porque mientras un auténtico conferenciante debe obedecer las reglas de la decencia mental y envolver sus peculiaridades personales con generalidades colectivamente aceptables, un auténtico ignorante queda descaradamente libre para hablar como siente. Esta perspectiva me anima, porque valoro la libertad y nunca he esperado que la libertad pueda ser otra cosa que indecente. El mismo hecho de que un viejo adicto a la parodia (que se ha postrado muchas veces ante el altar de la revelación corpórea progresiva) se encuentre a punto de intentar un striptease estético, me parece una sorprendente manifestación de justicia poética y refuerza mi convicción de que puesto que no puedo contarles lo que sé (o más bien lo que no sé) no hay nada que me impida intentar decirles quién soy, algo con lo que disfruto muchísimo.
Pero ¿quién soy? o más bien -puesto que mi yo dibujante y mi yo pintor no les interesa en absoluto-¿quién es mi otro yo, el yo de la poseía y la prosa? Aquí se me plantea un grave problema, así como una excelente oportunidad de aprender algo. Por supuesto, no habría problema si me adscribiera a la hipercientífica doctrina de que la herencia no cuenta porque el entorno lo es todo; o si (tras haberme tragado este super-somnífero) imaginara el futuro de la llamada humanidad como un presente permanente, que envuelve prenatalmente a retrasados mentales cuasiidénticos en perpetua infelicidad. Sin embargo, acertada o equivocadamente, yo prefiero el insomnio espiritual al suicidio psíquico. El infierno aguado del obligatorio cielo en la tierra no es, rotundamente, santo de mi devoción, Al negar el pasado, que yo respeto, se niega el futuro... y yo amo el futuro. En consecuencia, para mí un problema autobiográfico es una realidad.
Examinando más de cerca mi problema autobiográfico, veo que engloba dos problemas, unidos por ese momento absolutamente misterioso que significa el autodescubrimiento. Hasta ese misterioso momento, yo soy sólo un escritor accidental: en primer lugar soy el hijo de mis padres y de cualquier cosa que les suceda. A partir de este momento, la respuesta a la pregunta «¿quién soy?» queda respondida por un «lo que escribo»; en otras palabras, me convierto en mi escritura, y mi autobiografía se convierte en una exploración de mi actitud como escritor. Pero surgen dos nuevas preguntas. La primera, «¿qué es lo que conforma mi escritura?», puede responderse rápidamente: mi escritura consiste en dos mal llamadas novelas; un par de obras de teatro, una en prosa y la otra en verso blanco; nueve libros de poemas; un número indeterminado de ensayos; un volumen de sátira sin título y el libreto de un ballet. La segunda pregunta, «¿en cuál de todo este material se expresa con más claridad mi postura como escritor?» puede responderse casi con la misma rapidez: me parece que se expresa con mayor claridad en la última de las mal llamadas novelas, en las dos obras de teatro, tal vez en veinte poemas y en media docena de ensayos. Muy bien; construiré la segunda parte de mi autobiografía alrededor de esta prosa y esta poesía dejando (siempre que sea posible) que la prosa y la poesía hablen por sí mismas. Sin embargo, la primera parte de mi autobiografía presenta un problema de otro orden completamente distinto. Para solucionar ese problema, debo crear un personaje perdido hace mucho tiempo -el hijo de mis padres-y su mundo desaparecido. ¿Cómo puedo hacerlo? No lo sé, y como no lo sé, lo intentaré. Tras haberlo intentado, abordaré mi segundo problema. Si el intento falla, al menos lo habré intentado. Si ambos intentos tienen éxito, habré logrado, de milagro, lo imposible. Porque entonces -y sólo entonces- ustedes y yo contemplaremos el autorretrato estético de la mitad entera de este y no de cualquier otro ignorante indivisible tal como es.
Algunos, si no la mayoría, de los distinguidos miembros de esta ilustrada audiencia sospecho que estarán ahora pensando para sus adentros; «¡Vaya! Venimos aquí esperando que un poeta nos hable sobre poesía y lo primero que hace el susodicho poeta es decirnos que no tiene la más remota intención de hacerlo. A continuación, el susodicho poeta se permite un montón de banales regresiones que no demuestran absolutamente nada, a no ser que, como dibujante, no distingue el culo de las témporas. Finalmente, para acabar de rematarlo, el susodicho poeta anuncia graciosamente que podemos esperar que nos regale con una descripción de su trayectoria prepoética, y luego, como si eso no fuera bastante, nos regala con una sarta de chismecitos prosaicos que se le han ido escapando de vez en cuando en las últimas tres décadas, porque sólo así es capaz de entender quién es él hoy en día. ¿Por qué, en nombre del sentido común, el susodicho poeta no nos lee algo de poesía -de cualquier poesía; incluso de la suya propia- y nos cuenta lo que piensa o deja de pensar sobre ella? ¿Es el susodicho poeta víctima de un egocentrismo galopante o es simplemente tonto?».
Mi respuesta inmediata a esta pregunta sería: ¿y por qué no las dos cosas? Pero suponiendo que enterrásemos parcialmente el hacha y aceptásemos el egocentrismo, ¿quién, si la pregunta no es demasiado impertinente, no es egocéntrico? Medio siglo en el tiempo y varios continentes en el espacio, junto a una curiosidad saludablemente desarrollada no me han permitido todavía localizar un solo ego situado en la periferia de sí. Tal vez, simplemente, no conocí a la gente adecuada y viceversa. En todo caso, mi escasa relación con senadores carteristas y científicos me lleva a concluir que tampoco ellos distan mucho del egocentrismo. Creo, por tanto, que todos son honestos educadores. Y también lo son (estoy convencido) los barrenderos sordomudos asesinos madres, hadas caníbales alpinistas, hombres fuertes hermosas mujeres niños no nacidos espías internacionales, escritores por encargo vagabundos ejecutivos, locos de remate chiflados morfinómanos policías, altruistas (sobre todo) picapleitos tocólogos y domadores. No hay que olvidarse de los funerarios, tal como prefieren llamarse los sepultureros en esta época de cultura universal. O, como mi amigo y distinguido biógrafo M.R. Werner señaló confidencialmente en cierta ocasión después de varias copas de Bisquit Dubouché: «Cuando llega el momento todos somos una caja de Pandora para nosotros mismos; tanto si se cree como si no».
Y ahora, permítanme hacerles una propuesta estrictamente egocéntrica. Teniendo en cuenta que una llamada clase magistral dura cincuenta minutos, juro solemnemente por la presente dedicar exclusivamente a la poesía y, aún más, poesía de la cual no soy en modo alguno responsable, los últimos quince minutos de todas y cada una de las clases. Esto me dejará sólo treinta y cinco minutos de cada clase para charlar prosaicamente sobre mí mismo; o (de vez en cuando) para leer un fragmento de un poema -o tal vez un poema entero- mío. La charla prosaica empezará con mis padres y continuará con su hijo, hablará del auto-descubrimiento; y luego, en la noconferencia número cuatro, realizará un análisis de la posición de E.E. Cummings como escritor. Por el contrarío, las lecturas poéticas tendrán lugar a lo largo de las seis conferencias y componen una antología estrictamente amateur o una colección de poesía que, por ninguna razón o sinrazón, adoro. En el curso de mis seis medias horas de egocentrismo discutiré, entre otras tareas, la diferencia entre hecho y verdad, describiré al profesor Royce y la crisis de la pajarita, nombraré al cochero del profesor Charles Eliot Norton y definiré el sueño. Si me preguntan por qué incluyo trivialidades, mi respuesta será «¿qué trivialidades?» En mis seis quinceminutos de lectura poética, trataré solamente de leer poesía, aunque no sé bien cómo. Si ustedes arguyen «pero ¿por qué no hacer también crítica?», les citaré brevemente un fragmento de un maravilloso libro que conocí a través de una maravillosa amiga llamada Hildegarde Watson, el libro Cartas a un joven poeta, del poeta alemán Rainer María Rilke:
Las obras de arte son de una infinita soledad, y con nada tienen menos que ver que con la crítica. Únicamente el amor puede comprenderlas, contenerlas y juzgarlas honestamente.
En mi orgullosa y humilde opinión, esas dos frases valen por toda la llamada crítica del arte que ha existido o existirá jamás. Disientan de ellas tanto como quieran, pero no las olviden nunca, porque si lo hacen, habrán olvidado el misterio que ustedes han sido, el que serán y el que son:
qué multitud(cuántos demonios y dioses
cada cual más codicioso)es un hombre
(con cuánta facilidad uno se oculta en el otro;
y aun así no puede, siendo todos, escapar a ninguno)
qué tumulto más enorme el deseo más simple:
qué cruel masacre la esperanza
más inocente (tan profunda es la mente de la carne
y tan alerta lo que la vigilia llama sueño)
que el hombre más solitario nunca está solo
(su aliento más breve dura lo que un año a un planeta,
su vida más larga es sólo el palpitar de un sol;
su mínima inmovilidad recorre la estrella más joven)
-¿cómo un tonto que se llama «yo» osaría
abarcar un innumerable quién?
Y así llegamos a los padres de un personaje que hemos perdido de vista, que es el hijo de estos padres.
Para describir a mi padre, permítanme citar una carta y contarles una historia. La carta se la escribí yo a mi buen amigo Paul Rosenfeld, quien la utilizó en un ensayo que honró el número cinco de aquella publicación de título ambiguo, The Harvard Wake:
No sé cómo responder a tu pregunta sobre mi padre. Era oriundo de New Hampshire, uno ochenta y ocho de estatura, un tirador de primera & un famoso pescador con mosca & un marinero excelente (su chalupa se llamaba La actriz) & un silvicultor capaz de orientarse por bosques primigenios sin brújula & un piragüista que te conducía remando hasta un ciervo sin levantar ni una ola en la superficie de la laguna & ornitólogo & taxidermista & (cuando dejó la caza) un experto fotógrafo (el mejor que he conocido) & un actor que interpretó a Julio César en el teatro Sanders & un pintor (tanto de óleos como de acuarelas) & mejor carpintero que cualquier profesional & un arquitecto que diseñaba sus propias casas antes de construirlas & (cuando quería) un fontanero que, sólo por diversión, montaba todas sus instalaciones de agua corriente &: (cuando estuvo en Harvard) un profesor que se relacionaba poco con los catedráticos -por los que estábamos literalmente rodeados (Royce, Lanman, Taussing, etc), aunque no vencidos- & más tarde (en la iglesia unitaria South Congregational del Doctor Hale) un predicador que, durante la pasada guerra, anunció que los chicos del Gott Mit Uns («Dios con nosotros», lema del escudo de armas de la casa imperial prusiana desde 1701. Durante la Segunda Guerra Mundial, los soldados de la Wehrmacht llevaban el lema grabado en la hebilla de sus cinturones. N. de T.)
estaban equivocados puesto que lo único importante era que el hombre estuviese con Dios & un hermoso domingo de primavera comentó desde el púlpito que no entendía cómo alguien había ido a escucharlo un día como aquel & sorprendió terriblemente a sus feligreses al exclamar: «El reino de los cielos no es un jardín espiritual en la azotea, está dentro de vosotros» & mi padre tuvo el primer teléfono en Cambridge & (mucho antes que cualquiera de los modelos Ford T) conducía un Buckboard de transmisión por fricción producido por la compañía de relojes Waltham & mi padre me mandó a cierta escuela pública porque su directora era una dulce negra como el carbón & cuando él se hizo diplomático (para la Paz Mundial) me ofreció a mí & a mis amigos una magnífica fiesta en lo alto de un árbol en Sceaux Robinson & mi padre estuvo al servicio de la gente que un día combatió sin piedad al mayor & más corrupto político de Boston y pocas tardes después se sentaba con él animadamente en el Rotary Club & la voz de mi padre era tan magnífica que lo llamaron para que interpretara la voz de Dios hablando desde Beacon Hill (se le oyó en todo el parque) & mi padre me regaló la metáfora de Platón con la leche de mi madre.
Creo que este es un bosquejo preciso de Edward Cummings, Harvard, promoción de 1883, salvo en lo referido a sus relaciones de buena vecindad. Realmente se «relacionaba poco con los catedráticos» en general, pero con los profesores concretos cercanos a él sus relaciones eran casi siempre amistosas y, en ciertos casos, afectuosas. Sin duda alguna, el vecino preferido de mi padre era William James; resulta extraño que me haya olvidado de mencionar a un amigo tan leal y un ser humano tan extraordinario. No sólo es extraño: es una ingratitud, puesto que debo mi existencia al profesor James, que presentó mi padre a mi madre.
Ahora, sigamos con la historia.
Hace treinta y cinco años, un sobre sucio con un sello francés llegó al 104 de Irving Street, Cambridge. El sobre contenía unos garabatos redactados cuidadosamente; decían, entre otras cosas, que yo estaba internado en cierto campo de concentración, con un buen amigo llamado Brown al que había conocido en el barco camino de Francia; él, como yo, se había alistado voluntario como conductor de ambulancia con los señores Norton (no Charles Eliot) y Harjes. Inmediatamente, mi padre -no ha habido ni habrá jamás un padre más amante de su hijo que él- puso un telegrama a su amigo Norton; pero el señor Norton ni siquiera nos había echado en falta y, en consecuencia, no había movido un hilo. A continuación, a través de un simple pero leal conocido, mi padre puso al ejército americano sobre nuestra pista, estipulando contundentemente que mi amigo y yo debíamos ser rescatados juntos. Pasaron muchos días. De repente, sonó el teléfono: un mandamás preguntaba por el reverendo Edward Cummings.
-Hola -dijo mi padre.
-Le habla el comandante Fulanitodetal -farfulló una voz airada-. Ese amigo de su hijo no es trigo limpio. Puede que sea un espía. En cualquier caso, poco patriota. Se merece lo que le está pasando. ¿Entiende?
-Entiendo -contestó mi padre, profundamente patriota.
-No hay trato con Brown -continuó farfullando-, así que su hijo o nada; le garantizo que si acepta, su hijo estará fuera de ese lugar de mala muerte en cinco días. ¿Qué me dice?
-Le digo -contestó mi padre- que no se moleste.
A propósito, el comandante se molestó y, como resultado, mi amigo Slater Brown aún sigue vivo.
Permítanme añadir que, mientras mi padre hablaba con el ejército americano, mi madre estaba a su lado, porque estos dos maravillosos seres humanos, mi padre y mi madre, se amaban uno a otro más que a sí mismos:
si el cielo existe mi madre tendrá(para sí sola)
uno. No será un cielo con pensamientos ni
un frágil cielo con lirios del valle sino
un cielo de rosas granates
mi padre estará (hondo como una rosa
alto como una rosa)
de pie, cerca
(balanceándose sobre ella
en silencio)
con ojos que son en realidad pétalos y no ven
nada, con la cara de un poeta que en realidad
es una flor y no una cara con
manos
que susurran
esta es mi amada
(de repente,a la luz del sol
él se inclinará,
y todo el jardín se inclinará con él)
En cuanto a mí, fui recibido como nunca ningún hijo de rey y de reina haya sido recibido. En eso radica mi jubiloso destino y mi suprema fortuna. Si, de alguna manera, soy capaz de transmitirles un vestigio de esta inconmensurable bendición, mi existencia, aquí y ahora, estará plenamente justificada; en caso contrario, cualquier cosa que les diga no significará nada. Porque del mismo modo que cada noviembre tiene su abril, sólo los misterios son significativos, y un misterio de misterios es el origen de todos ellos:
nada falso y posible es el amor
(quien lo ha imaginado,por tanto ilimitado)
el amor es al dar lo que el dar es al guardar;
lo que afirmar es a condicionar,el amor es al sí
No intentaré describir a mi madre, pero permítanme darles unas pinceladas de la persona más asombrosa que he conocido jamás. Procedía del muy respetable linaje de los Roxbury, tan respetable que uno de sus distinguidos antepasados, el reverendo Pitt Clarke, sacó a su hijo adulto, cogido por la oreja, de lo que nosotros consideraríamos un baile plenamente decoroso. Pero no acaba ahí la respetabilidad de Clarke. Cuando el padre de mi madre, que trabajaba en el negocio con su suegro, añadió (en una ocasión) la firma de este último a un cheque, aquel ilustre personaje no sólo mandó a la cárcel de Charles Street a su yerno sino que borró su nombre de los archivos familiares. Mi madre me contó que durante toda su infancia creyó que a su padre lo habían ahorcado. También me aseguró que era una jovencita tímida o, como diríamos hoy en día, una neurótica a la que había que sacar a rastras de debajo del sofá cuando llegaban amigos de visita; aquello me parecía casi increíble, aunque era tan imposible que ella mintiera como que anduviera por el techo. Jamás he conocido a nadie más alegre, más saludable en cuerpo y alma, a nadie tan incapaz de guardar rencor, ni a nadie tan absoluta, humana y naturalmente generosa. Mientras que mi padre había creado su propio unitarianismo (su padre era uno de esos cristianos que creen en el fuego del infierno), ella había heredado el suyo; era parte integral de sí misma, ella lo expresaba cuando respiraba y cuando sonreía. Mi madre siempre mantuvo que los dos factores indispensables de la vida eran «la salud y el sentido del humor». Y aunque la salud le falló con el tiempo, mantuvo su sentido del humor hasta el final.
No es frecuente conocer a una auténtica heroína. Yo tengo el honor de ser el hijo de una auténtica heroína. Un día, mi padre y mi madre venían de New Hampshire a Cambridge en su flamante automóvil nuevo, un Franklin con motor refrigerado por aire y bastidores de madera. Cuando se acercaban a los Ossippees, empezó a nevar. Mi madre conducía y, si la hubieran dejado, jamás se habría detenido por una tontería como la nieve. Pero como no dejaba de nevar, mi padre la hizo detenerse para bajar a limpiar el parabrisas. Después, él volvió a subir al coche y ella siguió conduciendo. Unos minutos más tarde, una locomotora partió el coche en dos y mató a mi padre en el acto. Cuando los guardafrenos saltaron del tren detenido, vieron a una mujer de pie -mareada, pero erguida-junto a un coche destrozado; con sangre que le salía «a chorros» de la cabeza (como me contó el mayor de ellos). Con una de las manos (añadió el más joven) se palpaba el vestido como si tratara de descubrir por qué estaba húmedo. Los hombres cogieron a mi madre, de sesenta y seis años, por los brazos e intentaron llevarla hasta una granja cercana; pero ella se zafó de ellos, se dirigió a grandes zancadas hasta el cuerpo de mi padre y ordenó a un grupo de asustados espectadores que lo cubriesen. Cuando lo hicieron -y sólo entonces- ella les permitió que se la llevaran.
Un día después, mi hermana y yo entramos en una pequeña habitación oscura de un hospital rural. Aún estaba viva, aunque el médico en jefe no se lo podía explicar. Ella sólo deseaba una cosa: unirse a la persona que más amaba. El estaba a un paso de ella, pero ella no podía alcanzarle. Hablamos y ella reconoció nuestras voces. Poco a poco su propia voz empezó a comprender lo que su muerte significaría para la vida de sus hijos y muy poco a poco se produjo el milagro. Decidió vivir. «Tengo algo en la cabeza que no me funciona», nos decía débilmente; y no se refería a su fractura de cráneo. A medida que los días y noches pasaban, descubrimos por casualidad que aquella espantosa herida había sido suturada a la luz de las velas cuando se produjo un apagón general en la ciudad. Pero el jefe médico no tenía intención de perder a su paciente: «¿Trasladarla? -gritó- ¡imposible! sólo el sentarla la mataría», y pasaron siglos antes de que encontrásemos el modo de remediar su decisión. Cuando llegó la ambulancia, dispuesta a trasladar a mi madre a un gran hospital de Boston, ella estaba sentada (totalmente vestida y sonriente) junto a la puerta. Elogió la ambulancia, charló animadamente con el conductor, y se negó a tumbarse porque si lo hacía se perdería el paisaje durante el camino. Atravesamos pueblos y cruzamos ciudades. «Me gusta ir rápido», nos dijo, radiante. Por fin, alcanzamos la meta. Tras un tiempo interminable en el quirófano -en el que (luego nos enteramos) ella insistió en mirar en un espejo todo lo que sucedía, mientras un gran neurocirujano extraía un trozo de hueso y limpiaba cuidadosamente la herida- mi madre apareció en una silla de ruedas; muy tiesa y moviendo triunfante una botellita en la que (ante su imperiosa petición) el médico había colocado
la porquería, suciedad y esquirlas cuya existencia habían pasado alegremente inadvertidas a su predecesor. «¿Lo veis? -nos dijo sonriente- ¡yo tenía razón!»
Y, aunque más tarde tuvieron que volver a reabrir la herida, salió del hospital en tiempo récord; al cabo de unos cuantos meses en casa, estaba totalmente recuperada; de vez en cuando asistía a las reuniones de la cercana Sociedad de Amigos; luego, un día cogió sola el tren a Nueva York y empezó a trabajar como voluntaria en el servicio de asistencia al viajero de la Grand Central Station. «¡Soy dura!», era su enérgico comentario cuando tratábamos de expresarle nuestro asombro y alegría.
Mí madre amaba la poesía y copiaba la mayoría de sus poemas preferidos en un cuadernillo que siempre tenía a mano.
Algunos de esos poemas están también entre mis preferidos. En el cuarto de hora que queda, trataré de leerles uno de ellos. Se trata de la oda de William Wordsworth titulada «Presagios de inmortalidad de recuerdos de la infancia», introducida por estos tres versos:
El Niño es padre del Hombre;
y yo desearía que mis días estuvieran
unidos entre sí por una piedad natural.
E.E. Cumming
(Traducción: Olivia de Miguel)
Edward Estlin Cummings (Cambridge, 1894-North Conway, 1962). Poeta estadounidense. Su obra es una de las más innovadoras de la moderna poesía en lengua inglesa. Durante la I Guerra Mundial, se alistó como voluntario en una brigada de enfermería, experiencia que relató en La gran habitación (1922). Su poesía, caracterizada por la experimentación tipográfica y por la invención de neologismos, incluye Tulipas y chimeneas (1923), Vi Va (1931) y Cincuenta poemas (1941). También publicó novelas (Eimi, 1933) y obras de teatro (Him, 1927; Tom, 1935).
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