miércoles, 22 de octubre de 2014

CRITICAR AL CRÍTICO




¿Para qué sirve la crítica literaria? es pregunta que vale la pena plantearse una y otra vez, aunque no hallemos una respuesta satisfactoria. Tal vez sea la crítica eso que F. H. Bradley dice de la metafísica: «Hallar malas razones para lo que creemos por instinto, aunque el hallazgo de esas razones sea también un instinto». Ahora bien, como me propongo hablar de la crítica que yo he escrito, la elección del tema exige una mayor defensa. En una ojeada de mi crítica literaria de los últimos cuarenta años, poco más o menos, espero poder deducir algunas conclusiones, ciertas generalizaciones plausibles de vigencia más amplia o —lo que merece tenerse más en cuenta aún— estimular a que lo hagan otras mentes; espero también que pueda inducir a otros críticos a formular confesiones análogas. Para justificarme a este respecto, he de decir que no hay crítico, vivo o muerto, de cuya obra esté tan bien informado como de la mía propia. Sé más de la génesis de mis ensayos y reseñas que de la de los de cualquier otro crítico; conozco su cronología, las circunstancias en que se escribió cada ensayo, el motivo de escribirlo y todos los cambios de actitud, gusto, interés y creencias que los años, al pasar, traen consigo. No dispongo de una información tan completa de la obra de los maestros ingleses de la crítica a los que miro con la máxima reverencia. Me refiero en especial a Samuel Johnson y Coleridge, y no olvido a Dryden o Arnold. Pero tengo que establecer aquí una distinción entre las diversas clases de crítico literario, para recordarles que las generalizaciones obtenidas al estudiar la obra de un crítico de cierto tipo tal vez no sean aplicables a la de otros.


En el primer lugar, entre todas esas clases que difieren de la mía, pondría yo al crítico profesional: el escritor cuya crítica literaria es su título principal, y quizá el único, para la fama. Se le podría llamar también el supercrítico, porque suele ser crítico oficial de alguna revista o periódico, y la ocasión de cada uno de sus artículos es la publicación de algún nuevo libro. El prototipo de ese género de crítica es, sin duda, el crítico francés Sainte-Beuve, cuya obra —aunque sea autor de dos importantes libros, Port Royal y Chateaubriand et ses amis— está integrada en su mayor parte por una sucesión de volúmenes de recopilación de ensayos, aparecidos anteriormente como folletón en un periódico. El crítico profesional puede ser —como sin duda lo era Sainte-Beuve— un escritor de creación fracasado; y en el caso de Sainte-Beuve vale la pena sin duda leer sus poemas, si se es capaz de soportarlos, porque ayudará a comprender la razón de que escribiera mejor sobre autores pretéritos que sobre sus contemporáneos. Pero el crítico profesional no es necesariamente un poeta, novelista o autor teatral fracasado: yo sé que mi antiguo amigo Paul Elmer More, norteamericano, cuyos ensayos sobre Shelburne tienen algo del aspecto monumental de las Causeries du lundi, jamás intentó una obra de creación. Otro viejo amigo mío, Desmond MacCarthy, crítico profesional de libros y de teatro, limitó su actividad literaria a su artículo o reseña semanal y dedicó sus ratos de ocio a una amena conversación en lugar de dedicarse a los libros que no escribió. Y Edmund Dosse constituye otro caso distinto todavía: porque lo que perpetuará su nombre no es su actividad como crítico, sino su autobiografía, obra clásica ya, Father and Son.


En segundo lugar pongo al crítico con fervor. Su vocación no es el sitial del juez; actúa, por el contrarío, como abogado de los autores cuya obra reseña, autores a veces olvidados o indebidamente menospreciados. Atrae nuestra atención sobre esos escritores, nos ayuda a ver el mérito que nos ha pasado inadvertido y a descubrir encanto donde sólo esperábamos aburrimiento. Así era George Saintsbury, hombre erudito y genial, con apetito insaciable por la medianía y con olfato para descubrir las excelencias que suelen ocultarse en esa medianía. ¿Quién si no Saintsbury, en un libro sobre la novela francesa, hubiera dedicado más páginas a Paul de Kock que a Flaubert? Y ahí está mi viejo amigo Charles Whibley; léase, por ejemplo, lo que ha escrito sobre sir Thomas Urquart o sobre Petronio. También figura entre ellos Quiller-Couch, quien hubo de enseñar a muchos de los que asistían a sus lecciones en Cambridge a encontrar nuevas fuentes de deleite en la literatura inglesa.


Tercero, el académico y el teórico. Los cito juntos porque cabe la simultaneidad; aunque tal vez sea una categoría demasiado amplia, puesto que va desde el puramente erudito, como W. P. Ker —capaz de esclarecer lo que dijo un autor de determinada época o idioma, mediante un paralelo inesperado con algún otro autor de época o idioma distintos—, hasta el crítico filosófico, como I. A. Richards, y su discípulo, William Empson, crítico filosófico también. Richards y Empson son además poetas, pero no considero su obra como subproducto de su poesía. ¿ Y dónde situar a otros contemporáneos, como L. C. Knights o Wilson Knight, sino como hombres que combinaron la enseñanza con una obra crítica original? ¿Y a otro crítico de importancia, el Dr. F. R. Leavis, a quien podría llamarse crítico moralista? El crítico que además desempeña un puesto docente es probable que haya realizado un estudio especial de un período o autor determinados; pero denominarlo crítico especialista podría parecer que, en cierto modo, iba en detrimento de su derecho a examinar la literatura que le venga en gana.


Y llegamos, por último, al crítico del que podría decirse que su crítica es un subproducto de su actividad creadora. En particular, el crítico que es además poeta. ¿ Habremos de decir el poeta que ha escrito alguna crítica literaria? La condición para ingresar en esta categoría es que al candidato se le conozca primordialmente por su poesía, pero al mismo tiempo que lo que haya escrito de crítica se distinga por derecho propio y no sólo por la luz que pueda proyectar sobre sus versos. Incluyo aquí a Samuel Johnson y Coleridge; a Dryden y Racine, en sus prólogos; a Matthew Arnold, con ciertas reservas; y, tímidamente, con esta compañía, tengo yo que presentarme. Espero que no necesiten que les de mayores seguridades de que no fue la pereza lo que me indujo a buscar materiales en mis propios escritos. Ni fue, con absoluta certeza, la vanidad: porque cuando empecé a leer lo que necesitaba para esta conferencia hacía tanto tiempo que no había leído muchos de mis ensayos, que me acerqué a ellos con más recelo que esperanza ilusionada.


Me complace decir que no me sentí tan avergonzado como había temido. Encontré, claro está, afirmaciones con las que ya no estoy conforme; opiniones que ahora sostengo con menos firmeza que cuando las expresé por vez primera o que mantengo ya sólo con importantes reservas; y manifestaciones cuyo significado ya no entiendo. Tal vez en ciertas esferas mis conocimientos hayan aumentado, pero hay otras en los que se han evaporado. Al releer mi ensayo sobre Pascal, por ejemplo, quedé atónito de la profusa información que parecía poseer cuando lo escribí. Y había también algunas cuestiones en las que he perdido pura y simplemente el interés, de modo que si se me preguntara si abrigo todavía la misma creencia, sólo podría contestar «No lo sé» o «No me importa». Hay errores de juicio y, lo que lamento más, errores de tono: la nota ocasional de arrogancia, de vehemencia, de petulancia o aspereza, la jactancia del hombre de suaves maneras atrincherado y a salvo tras su máquina de escribir. Y, sin embargo, he de reconocer mi relación con el hombre que dijo eso y, pese a todas esas reservas, continúo sintiéndome identificado con el autor.


Pero, al decirlo, tengo presente una salvedad. Me irrita siempre que se citen las palabras que escribí hace treinta o cuarenta años como si lo hubiera hecho ayer. Un comentarista muy inteligente, y además muy benévolo, de mi obra hablaba hace años de mis críticas como si, al comenzar mi carrera como crítico literario, hubiera diseñado un gigantesco armazón literario para pasar el resto de mi vida rellenándolo con detalles. Cuando publico una colección de ensayos o autorizo a que se reedite donde sea un ensayo mío, tengo como principio que se indique la fecha en que se publicó por vez primera, para recordar al lector la distancia en el tiempo que separa al autor tal como era cuando lo escribió y tal como es hoy. Pero raro es el escritor que, al citarme, diga: «Esto es lo que el señor Eliot pensaba (o sentía) en 1933 (o cuando fuera)». Todo escritor está habituado a que sus palabras se citen fuera de su contexto, de modo que polemistas no demasiado escrupulosos puedan interpretarlas de forma que no corresponde a la intención. Pero todavía es más frecuente citar lo dicho hace muchos años como si se hubiera proferido ayer, porque eso suele hacerse casi siempre sin malicia. Voy a poner como ejemplo una expresión que ha seguido acosando al autor mucho tiempo después de que, a su juicio, había dejado de exponer satisfactoriamente lo que creía. Es una frase de un prólogo a una pequeña colección de ensayos titulada For Lancelot Andrews: decía yo que era clásico en literatura, monárquico en política y anglocatólico en religión. Debí prever que frase tan propicia para ser citada iba a perseguirme durante toda la vida, como Shelley nos dice que sus pensamientos le seguían:

Sus propios pensamientos, 
como perros furiosos, 
por el sendero abrupto lo acosaban: 
padre y presa a la vez.

La frase en cuestión tuvo como origen un contacto personal. Irving Babbitt, que fue mi profesor y guía y al que tanto debo, se había detenido en Londres, de regreso a Harvard, después de haber estado en París, donde había pronunciado unas conferencias.Su esposa y él cenaron conmigo. No había visto
yo a Babbitt desde hacía algunos años, y me creí obligado a darle a conocer un hecho, desconocido aún para mi pequeño círculo de lectores (ocurrió esto creo que hacia el año 1927): el hecho de que me había bautizado y confirmado recientemente en la Iglesia Anglicana. Sabía yo que para él sería una sacudida enterarse de que un discípulo suyo había vuelto así la casaca, aunque había sufrido ya lo que para él tuvo que ser un golpe mucho más duro cuando su íntimo amigo y aliado Paul Elmer More desertó del Humanismo para pasarse al Cristianismo. Pero todo lo que dijo Babbitt fue: «Creo que debería usted decirlo públicamente». Tal vez me sintiera un poco aguijoneado por esta observación; la frase citada apareció en el prólogo a un libro de ensayos que estaba yo preparando: se puso en órbita y desde entonces ha estado girando en torno a mi pequeño mundo. Pues bien, mis creencias religiosas no han cambiado y sigo vigorosamente a favor de que se mantenga la monarquía en todos los países en que existe; en cuanto al clasicismo y romanticismo, he llegado a la conclusión de que esos conceptos no tienen ya para mí la importancia que en su día tuvieron. Pero aunque mi profesión de creencias no exigiera salvedad alguna al cabo de los años, no me sentiría inclinado ahora a expresarla en forma idéntica.


A juzgar por las referencias, citas y reproducciones en antologías, son mis primeros ensayos los que han causado una impresión más profunda. Lo atribuyo a dos causas. La primera, el dogmatismo de la juventud. Cuando somos jóvenes vemos las cuestiones definidas con precisión tajante; a medida que envejecemos tendemos a formular más reservas, a matizar nuestras afirmaciones, a dejar más cosas entre paréntesis. Descubrimos reparos a nuestras propias opiniones, miramos al adversario con mayor tolerancia e incluso, a veces, con simpatía. Cuando somos jóvenes confiamos en nuestras opiniones, seguros de poseer toda la verdad: nos sentimos entusiasmados o indignados. Y a los lectores —incluso a los de edad madura— les atrae un escritor que se siente enteramente seguro de sí mismo. La segunda razón de la perdurable popularidad de algunas de mis primeras críticas es más difícil de aprehender, especialmente para los lectores de una generación más joven. Es la de que en mis primeras críticas —tanto en mis afirmaciones generales sobre la poesía como en lo que escribía de los autores que habían influido en mí— defendía implícitamente la clase de poesía que escribíamos mis amigos y yo. Esto daba a mis ensayos una especie de apremio, el ardor del alegato de un abogado, que no pueden reivindicar mis ensayos posteriores, de mayor desasimiento y confío en que más juiciosos. Actuaba en reacción no sólo contra la política del tiempo del rey Jorge, sino también contra la crítica de esa época; escribía en un medio ambiente que el lector de hoy ha olvidado o no llegó a conocer.


En una conferencia sobre Lives of the Poets, de Johnson, que se publicó en una de las colecciones de mis ensayos y discursos, expuse la tesis de que para evaluar los juicios emitidos por cualquier crítico de una época pasada, es necesario considerarlo dentro de las circunstancias de esa época e intentar situarse en su punto de vista. Es un difícil esfuerzo de imaginación, y además un esfuerzo del que sólo podemos esperar un éxito parcial. No podemos prescindir de las influencias que ejercieron en nuestra formación las obras de creación y de crítica de las generaciones que vinieron después, ni de las inevitables modificaciones en el gusto, ni de un mayor conocimiento y comprensión por nuestra parte de la literatura que precedió a la de la época que estamos tratando de entender. Aunque ya solo ese esfuerzo de imaginación y el tener presentes esas dificultades es algo que vale la pena. Al revisar mis primeras críticas, me sorprende la medida en que estaba condicionado por la situación de la literatura en el momento de escribirlas, por el grado de madurez que había alcanzado yo, por las influencias a que había estado sometido y por la ocasión de cada ensayo. No consigo recordar todas esas circunstancias ni reconstruir todas las condiciones en que escribí: mucho menos podría un crítico futuro de mi obra tener conocimiento de ellas o, de conocerlas, comprenderlas; ni aun en el caso de que las conociera y comprendiera, encontrar en mis ensayos el mismo interés que tuvieron para quienes, al aparecer por vez primera, leyeron esos ensayos con simpatía. No hay crítica literaria que en una generación posterior pueda despertar más que curiosidad, salvo que siga siendo útil por sí misma para esas generaciones por su valor intrínseco al margen de las circunstancias históricas. Ahora bien, si hay una parte de ella que tiene ese valor intemporal, apreciaremos ese valor con la máxima precisión si procuramos situarnos en el punto de vista del autor y de sus primeros lectores. No hay duda de que resulta remunerador estudiar de ese modo las críticas de Johnson o de Coleridge.


Poco más o menos, puedo dividir mis escritos críticos en tres periodos. Primero, el periodo de The Egoist, la interesante revista quincenal que dirigía y editaba la señorita Harriet Weaver. Había ocupado el puesto de subdirector Richard Aldington, y cuando lo llamaron a filas en la Primera Guerra Mundial, Ezra Pound propuso mi nombre a la señorita Weaver para ocupar ese cargo. En The Egoist apareció mi ensayo titulado Tradition and the Individual Talent, que goza todavía de inmensa popularidad entre quienes preparan antologías como texto para los estudiantes universitarios norteamericanos. Actuaban entonces en mí dos influencias, no tan incongruentes como podría parecer a primera vista: la de Irving Babbitt y la de Ezra Pound. Puede advertirse la influencia de Pound en esa época, en las referencias a Remy de Gourmont, en mis estudios sobre Henry James —al que admiraba mucho Pound y respecto del cual mi entusiasmo ha decaído un tanto— y en diversas alusiones a autores como Gavin Douglas, cuya obra apenas me era conocida. La influencia de Babbitt (con una inyección posterior de T. E. Hulme y de los ensayos de carácter más literario de Charles Maurras) se pone de manifiesto en mi tema sempiterno del clasicismo frente al romanticismo. En mi segundo periodo, después de 1918, desaparecido ya The Egoist, escribía yo ensayos y reseñas para dos directores, con los que tuve suerte, porque ambos me daban siempre para criticar libros apropiados: Middleton Murry, en la efímera revista Athenaeum, y Bruce Richmond, en el suplemento literario del Times. La mayoría de mis artículos yacen enterrados en los archivos de esas dos publicaciones, pero los mejores de ellos —que, a la vez, figuran entre los mejores de mis ensayos— se han reproducido en las recopilaciones de mis trabajos. Mi tercer periodo ha sido, por una u otra razón, un periodo de conferencias y discursos más que de artículos y reseñas críticas.


Quisiera ahora trazar lo que, a mi parecer, es una importante línea de demarcación entre los ensayos de generalización (como Tradition and the Individual Talent) y los juicios de valor sobre autores individuales. Los incluidos en esta última categoría tienen más probabilidades de conservar alguna validez para lectores futuros; y me pregunto si esta afirmación no entraña en sí una generalización aplicable a otros críticos de mi clase. Pero también aquí tengo que establecer una distinción. Hace varios años mis editores neoyorquinos publicaron un libro en rústica con una selección de mis ensayos sobre el teatro en las épocas de la reina Isabel y el rey Jacobo. Yo mismo hice la selección y escribí un prólogo para explicar lo que había elegido. Descubrí que los ensayos que todavía me complacían eran los que trataban de los contemporáneos de Shakespeare y no los que se referían al propio Shakespeare. De esos dramaturgos menores aprendí mis lecciones de formación poética; fueron ellos, y no Shakespeare, los que estimularon mi imaginación, formaron mi sentido del ritmo y nutrieron mis emociones. Los leí a la edad en que mejor se acomodaban a mi temperamento y fase de desarrollo, y los leí con apasionado deleite mucho antes de abrigar pensamiento alguno de escribir sobre ellos o tener la oportunidad de hacerlo. Y cuando la comezón de escribir versos se fue haciendo acuciante, tomé como tutores a esos hombres. Así como el poeta moderno que influyó en mí no fue Baudelaire sino Jules Laforgue, los poetas dramáticos que lo hicieron fueron Marlowe, Webster, Tourneur y Middleton, y no Shakespeare. Un poeta de la grandeza suprema de Shakespeare apenas puede influir: sólo puede ser imitado. Y la diferencia entre influencia e imitación estriba en que la influencia puede fecundar, en tanto que la imitación —especialmente la imitación inconsciente— lo único que puede hacer es esterilizar. (No obstante, cuando me propuse una breve imitación del Dante tenía yo cincuenta y cinco años y sabía exactamente lo que estaba haciendo). Además, la imitación de un escritor en lengua extranjera muchas veces puede resultar provechosa, precisamente porque no puede lograrse del todo.


Todo esto se refiere a mis ensayos de crítica literaria que, a mi juicio, tienen mayores probabilidades de sobrevivir, porque creo que son los que cuentan con mejores posibilidades de proporcionar deleite a lectores futuros y hacer que éstos tengan una comprensión más amplia de los autores objeto de la crítica. Pero ¿y las generalizaciones y frases que tuvieron vida floreciente, como «disociación de la sensibilidad» y el «correlativo objetivo»? Pienso también en un artículo sobre «la función de la crítica» escrito para The Criterion. No estoy seguro de cuál será la validez, al cabo del tiempo, de las dos frases que acabo de citar: nunca sé qué contestar cuando celosos eruditos o estudiantes me escriben para pedirme una explicación. La expresión «correlativo objetivo» aparece en un ensayo sobre Hamlet y sus problemas, y quizás no estuviera yo del todo libre de culpa de querer adoptar una actitud provocativa. En aquella época éramos uña y carne yo y el intrépido polemista J. M. Robertson, autor de estudios críticos sobre el teatro durante las dinastías Tudor y Estuardo. Pero sea cual fuere el futuro de esas frases, y aunque no pueda defenderlas ahora con la menor plausibilidad forense, creo que fueron útiles en su tiempo. Fueron aceptadas y rechazadas, y tal vez pasen pronto completamente de moda, pero sirvieron entonces como estímulo para el pensamiento crítico de otros. Y la crítica literaria, como apunté al principio, es una actividad instintiva de la mente civilizada. Lo que sí vaticino es que si, dentro de un siglo, se toman en consideración esas frases mías, lo harán, dentro de su circunstancia histórica, eruditos interesados en la mentalidad de mi generación.


Ahora bien, lo que quiero sugerir es que esas frases podrían interpretarse como símbolos conceptuales de preferencias emotivas. Así, el relieve dado a la tradición fue el resultado, según creo, de mi reacción contra la poesía en lengua inglesa del siglo XIX y comienzos del siglo xx, y de mi pasión por la poesía lírica y dramática de finales del siglo XVI y comienzos del siglo XVII. El «correlativo objetivo» en el ensayo sobre Hamlet puede indicar mi inclinación por las comedias de la fase más madura de Shakespeare —sobre todo Timon, Antony and Cleopatra, y Coriolanus— y por las últimas obras de Shakespeare sobre las que escribió esclarecedoramente Wilson Knight. Y la «disociación de la sensibilidad» tal vez represente mi devoción por Donne y los poetas metafísicos, y mi reacción contra Milton.


Lo que me parece en realidad es que esos conceptos, esas generalizaciones, tuvieron su origen en mi sensibilidad. Emanaron de la afinidad que sentía por un poeta o una clase de poesía con preferencia a otros. No voy a pretender que lo que digo ahora valga para críticos de género distinto al mío, y ni siquiera para otros críticos del tipo en que me incluyo, es decir, de poetas que escribieron también ensayos de crítica. Pero cuando se trata de alguien que escribe sobre temas de estética, me siento siempre inclinado a preguntar: ¿Con qué obras literarias, de pintura, escultura, arquitectura y música disfruta realmente ese teórico? Es posible, claro está —y es éste un peligro que ronda tal vez al crítico filosófico de arte— que adoptemos una teoría y nos convenzamos luego a nosotros mismos de que nos gustan las obras de arte que se ajustan a esa teoría. Pero estoy seguro de que mis teorías han sido epifenómenos de mis gustos, y ello es así en cuanto que es fruto de mi experiencia directa con aquellos autores que influyeron profundamente en lo que escribí. Desde luego, me doy cuenta de que mi «correlativo objetivo» y mi «disociación de la sensibilidad» han de ser atacados o defendidos en su propio plano de abstración, y no he hecho más que indicar lo que, a mi entender, ha sido su génesis. Y también me doy cuenta de que, al exponerlo de esta forma, formulo una generalización sobre mis generalizaciones. Hay algo, no obstante, de lo que estoy convencido: lo mejor que he escrito ha versado sobre escritores que influyeron en mi poesía. Y digo «escritores» y no tan solo «poetas», porque incluyo entre ellos a F. H. Bradley, cuyas obras —y podría añadir su personalidad, tal como se manifiesta en sus obras— influyeron en mí profundamente, y al obispo Lancelot Andrewes, de uno de cuyos sermones de Navidad extraje yo varias líneas de mí Journey of the Magi y de cuya prosa tal vez haya un tenue reflejo en el sermón que figura en Murder in the Cathedral. Incluyo realmente a todo escritor, en prosa o en verso, cuyo estilo ha ejercido fuerte influencia en el mío. Abrigo la esperanza de que mis ensayos sobre escritores individuales que influyeron en mí conserven algún valor incluso para una generación venidera que rechace o ponga en ridículo mis teorías. De joven pasé tres años dedicado a estudiar filosofía. ¿Qué me queda de esos estudios? El estilo de tres filósofos: el inglés de Bradley, el latín de Spinoza y el griego de Platón.


En relación precisamente con los ensayos sobre poetas individuales me he planteado esta pregunta: ¿Hasta qué punto puede el crítico modificar el gusto del público por uno u otro poeta o por uno u otro periodo de la literatura del pasado? ¿Me cabe, por ejemplo, algún grado de responsabilidad en que se haya despertado el interés v se haya fomentado la estimación por los dramaturgos primitivos o por los poetas metafísícos? Yo diría categóricamente que no, en cuanto crítico. Hemos de distinguir, claro está, entre gusto y moda. La moda, el amor al cambio por el propio cambio, el deseo de algo nuevo, es muy fugaz; el gusto es algo que fluye de más profundo hontanar. En un idioma en el que se ha escrito gran poesía durante muchas generaciones, como ocurre con el nuestro, a cada generación variarán las preferencias entre los clásicos de ese idioma. Algunos escritores del pasado se acomodarán más al gusto de la generación en vida que otros; algunos periodos pasados pueden presentar afinidad más íntima que otros con nuestra época. Para un lector joven, o para un crítico superficial, los autores que gozan del favor de su generación pueden parecer mejores que aquellos que gustaron a la generación anterior; el crítico más consciente tal vez reconozca sencillamente que existe respecto de ellos una mayor afinidad, aunque no tengan necesariamente un mérito mayor. Una de las funciones del crítico es ayudar al público literario de su tiempo a darse cuenta de que tiene mayor afinidad con un poeta o con un tipo de poesía o con una época poética que con otros.


Pero el crítico no puede crear un gusto. A veces se me ha atribuido el haber iniciado la boga de Dante y otros poetas metafísicos, y la de los dramaturgos menores de las épocas de la reina Isabel y el rey Jacobo. Sin embargo, no descubrí a ninguno de esos poetas. Coleridge, y más tarde Browning, admiraban a Donne; y en lo que se refiere a los dramaturgos primitivos, ahí está Lamb, y no carecen por otra parte en modo alguno de mérito crítico los entusiastas elogios de Swinburne. Tampoco le ha faltado publicidad en nuestros días a John Donne: Life and Letters, en dos volúmenes, apareció en 1899. Recuerdo que quien me inició en la poesía de Donne, en mi primer año de estudios en Harvard, fue el profesor Briggs, ardiente admirador suyo; la edición en dos volúmenes de los poemas, hecha por Grierson, se publicó en 1912; y fue precisamente el libro Metaphysical Poetry, de Grierson, que me enviaron para que hiciera una reseña crítica, lo que me dio la primera ocasión para escribir acerca de Donne. Creo que si lo que escribí sobre los poetas metafísicos estaba bien, fue porque eran poetas que me habían inspirado. Y si puede decirse que he ejercido alguna influencia en formentar un interés más extendido por ellos, se debió simplemente a que en ningún poeta precedente que los elogió habían influido tan profundamente como en mí. A medida que se propagaba el gusto por mi poesía, se fue difundiendo también el gusto por los poetas a los que debía más, y sobre los que había escrito. Su poesía y la mía se acomodaban a esa época. A veces me pregunto si esa época no está tocando ya a su fin.


Es cierto que yo tenía contraída —siempre lo he reconocido así— una deuda igualmente grande con ciertos poetas franceses de finales del siglo XIX, sobre los que nunca he escrito. He escrito, sí, sobre Baudelaire, pero no sobre Jules Laforgue, al que debo más que a ningún otro poeta en cualquier idioma, ni sobre Tristan Corbière, al que también debo algo. Creo que la razón es que nadie me encargó que lo hiciera. Porque esos primeros ensayos los escribí para conseguir el dinero que necesitaba, y siempre la ocasión era un nuevo libro sobre un autor, una nueva edición de sus obras o un aniversario.
Ya he contestado a la pregunta respecto a la medida en que un crítico puede influir en el gusto de su tiempo —aunque referida sólo a mí—, al decir que no creo que mis críticas hayan ejercido o pudieran haber ejercido influencia alguna, si se prescinde de mis propios poemas. Permítanme que me ocupe ahora de otra cuestión: Hasta qué punto y en qué manera se modifican los gustos y opiniones peculiares del crítico en el transcurso de su vida? ¿Hasta qué punto indican decadencia y cuándo hay que considerarlos meros cambios, ni para mejor ni para peor? También aquí, por lo que a mí respecta, considero no no se ha alterado mi opinión de los poetas cuya obra influyó en mi fase de formación, y no aminoro en nada el elogio que les tributé. Cierto es que ahora no me producen la intensa exaltación y esa sensación de ensanchamiento de horizontes y de liberación que provoca un descubrimiento, que es a la vez descubrimiento de uno mismo: pero ésa es una experiencia que sólo se puede pasar una vez. Y la realidad es que, para mi puro deleite, es más probable que acuda ahora a otros poetas distintos. Hojeo con más frecuencia las obras de Mallarmé que las de Laforgue, las de George Herbert que las de Donne, las de Shakespeare que las de sus contemporáneos y epígonos. Esto no entraña forzosamente un juicio sobre su magnitud relativa: es, sencillamente, que lo que mejor responde a mi necesidad, en mi madurez y edad posterior, es diferente a la nutrición que exigía mi juventud. Shakespeare, sin embargo, es tan grande que toda una vida apenas basta para llegar a apreciarlo. Hay, no obstante, un poeta que me causó profunda impresión cuando tenía veintidós años, cuando, con sólo un conocimiento rudimentario de su idioma, empecé a desentrañar lo que decían sus versos: un poeta que sigue siendo consuelo y asombro de mi edad actual, aunque mi conocimiento de su idioma siga siendo rudimentario. Nunca pasé de ser un mediocre estudioso de los clásicos: el poeta de que hablo es Dante. Creo que, en mi juventud, la sorprendente sobriedad y precisión del lenguaje de Dante —su flecha va siempre infaliblemente al centro del blanco— fue un saludable correctivo de las extravagancias de los autores de las épocas de la reina Isabel y de los reyes Jacobo y Carlos, en los que tanto me recreaba.


Tal vez lo que estoy tratando de decir ahora ocurra con toda la crítica literaria. De lo que estoy seguro es que ocurre con la mía: lo mejor de ella es lo que he escrito sobre autores a los que admiraba de todo corazón. Y a continuación figuran aquellas críticas de autores a los que admiro mucho, pero con salvedades de las que pueden discrepar otros críticos. No pretendo que se corrobore lo que dije en mis ensayos sobre los dramaturgos menores isabelinos, pero siempre me ha interesado saber lo que piensan otros críticos de poesía de lo que escribí, por ejemplo, sobre Tennyson y Byron. En cuanto a las críticas de autores anodinos, difícilmente podrían conservar interés permanente, porque el público dejará de sentirse interesado por esos escritores. Y es probable que cuando se censura a un gran escritor —o a un escritor cuyas obras han superado ya la prueba del tiempo— esa censura esté influida por consideraciones que no son de índole literaria. Evidentemente, la personalidad de Milton —y también algo de su política y religión— despertaba la antipatía de Samuel Johnson, como me pasa a mí. (No obstante, al escribir mi primer ensayo sobre Milton, examiné su poesía como tal poesía y en su relación con lo que estimaba yo que eran las necesidades de mi tiempo; y en mi segundo ensayo sobre Milton, no pretendí formular, como supusieron Desmond MacCarthy y otros, una retractación de mi opinión anterior, sino ampliarla, teniendo en cuenta que no existía ya probabilidad alguna de que fuera imitado y que, por consiguiente, se lo podía estudiar provechosamente. Esta alusión a Milton constituye un paréntesis). No lamento lo que he escrito sobre Milton, pero cuando la mentalidad de un autor suscita tanta antipatía como la de Thomas Hardy despertaba en mí, me pregunto si no hubiera sido preferible que nunca hubiese escrito sobre él.


Quizás no me sienta tan seguro en mi juicio sobre escritores que eran mis contemporáneos o casi contemporáneos, como con respecto a autores del pasado. No obstante, no he alterado mí valoración de la obra de los poetas que eran contemporáneos míos ni de los poetas más jóvenes por los que sentía afinidad. Pero hay una figura contemporánea respecto de la cual temo que mi mente oscile siempre entre la repulsa, la exasperación, el tedio y la admiración. Es D. H. Lawrence. Mis opiniones sobre D. H. Lawrence parecen formar un tejido de elogio y execración. Las más vehementes de mis invectivas se han conservado como moscas en ámbar o avispas en miel, merced a la diligencia del doctor Leavis; pero entre los dos pasajes que cita —publicado uno de ellos en 1927 y el otro en 1933— descubro que en 1931 agitaba yo mi dedo índice un tanto pomposamente ante los obispos reunidos en la Conferencia de Lambeth y les reprochaba por «perder la oportunidad de disociarse de la condena de dos autores muy serios y beneficiosos», a saber, James Joyce y D. H. Lawrence. No puedo dar una explicación satisfactoria de esas patentes contradicciones. El año pasado, en el proceso sobre Lady Chatterley, me declaré dispuesto a comparecer como testigo de la defensa. Quizás el abogado defensor hizo bien en no llevarme al banco de los testigos, porque me hubiera sido bastante difícil exponer claramente mis opiniones ante un jurado de esa especie de inquisición, y un fiscal realmente sagaz podría haberme puesto en un aprieto. Estimaba entonces, como estimo ahora, que el proceso de dicho libro —un libro de la más seria y altamente moral intención— era un deplorable desatino, cuyas consecuencias serian sumamente perniciosas fuera cual fuere el veredicto, porque daría al libro un género de auge que habría repugnado a su autor. Pero conservo mi antipatía hacia el autor, por lo que lo que a mi entender es egotismo, una nota de crueldad y un defecto que comparte con Thomas Hardy: su falta de sentido del humor. La razón especial por la que me he referido a mi actitud ante la obra de Lawrence es la de que conviene que recordemos, al hablar de Ja crítica literaria, que no podemos soslayar nuestra inclinación personal y que, aparte del «mérito literario», hay otras normas de las que no se puede prescindir. En el proceso sobre Lady Chatterley pudo advertirse que algunos testigos de la defensa defendían el libro más por las intenciones morales que guiaron al autor que por su importancia como obra literaria.


Ahora bien, en casi todo lo que hoy he dicho, me he esforzado por circunscribirme a la parte de mi prosa crítica que podría definirse con la mayor aproximación como «crítica literaria». Si me lo permiten, voy a resumir las conclusiones a que he llegado después de releer todo lo que, entre mis escritos, podía quedar comprendido con esta designación. He descubierto que lo mejor de mí obra está dentro de unos límites bastante estrechos, porque, en mi opinión, mis mejores ensayos son los consagrados a escritores que influyeron en mí poesía; como es natural, la mayoría de esos escritores eran poetas. Y, a medida aue pasan los años, sigo teniendo la máxima confianza en esa parte de mi labor crítica que se refiere a escritores a los que estaba agradecido y a los que podía elogiar de todo corazón. Y en cuanto a las frases de generalización que he citado tantas veces, estoy convencido de que su fuerza proviene de que constituyen intentos para resumir, en forma conceptual, una experiencia directa e intensa de la poesía con la que sentía mayor afinidad. 

Es arriesgado, y quizás presuntuoso, que generalice sobre la base de mi propia experiencia, incluso con respecto a críticos que pertenecen a mi mismo género, es decir, escritores primordialmente de creación, pero que reflexionan sobre su propia vocación y sobre la obra de otros. Reconozco que estoy mucho más interesado en lo que otros poetas han escrito sobre poesía que en lo que han dicho de ella los críticos que no son poetas. He sugerido también que es imposible rodear con una cerca a la crítica literaria para separarla de la crítica en otros aspectos, y que no puede prescindirse por entero de los juicios morales, religiosos y sociales. El que esos juicios y el mérito literario puedan valorarse en un aislamiento completo es la ilusión de los que creen que el mérito literario, por sí solo, basta para justificar la publicación de un libro que, de no poseer ese mérito, podría ser condenado por razones morales. Pero cuando estamos más cerca de la crítica literaria pura es con la crítica de los artistas que escriben acerca de su propio arte; y me refiero a este respecto a Johnson, Wordsworth y Coleridge. (El caso de Paul Valéry constituye un caso especial.) En otros tipos de crítica, el historiador, el filósofo, el moralista, el sociólogo, el gramático pueden desempeñar un papel destacado, pero en la medida que la crítica literaria es puramente literaria, creo que la crítica de los artistas que escriben sobre su arte tiene una mayor intensidad y encierra una mayor autoridad, aunque el ámbito de competencia del artista sea mucho más restringido. Personalmente, estimo que he hablado con autoridad (si es que esta expresión no sugiere arrogancia) sólo de aquellos autores —poetas y muy pocos prosistas— que han influido en mí; que incluso merezco una seria consideración en lo que he escrito sobre poetas que no influyeron en mí, y que mis opiniones sobre autores cuya obra me repele puede ser —por no decir más— sumamente discutibles. Y debo recordarles una vez más, para terminar, que he centrado la atención sobre mi crítica literaria en lo que tiene de literaria, y que sería un ejercicio totalmente distinto de examen de conciencia un estudio de mis creencias religiosas, sociales, políticas o morales, y de aquella gran parte de mis escritos en prosa que se ocupan directamente de esas creencias. Pero confío en que lo que hoy he dicho haya puesto de manifiesto las razones por las que, a medida que el crítico va envejeciendo, sus críticas pueden estar menos inflamadas de entusiasmo, pero están imbuidas de un interés más amplio y —así lo espera uno, al menos— de mayor prudencia y humildad.



T. S. Eliot  (E.E.U.U., Saint Louis, 1888 -Inglaterra,  Londres, 1965)






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