(A P E R T U R A)
UNO (Pags.11 a 31)
Ayer encontré las cartas de Violet a Bill. Su dueño las tenía escondidas entre las páginas de uno de sus libros, y al
abrirlo cayeron al suelo. Hacía años que sabía de su existencia, pero ni él ni ella me habían hablado nunca de su contenido. Lo que sí me dijeron es que a los pocos minutos
de leer la quinta y última carta, Bill cambió de opinión con respecto a su matrimonio con Lucille, salió del edificio de Greene Street y se
dirigió directamente
al apartamento de Violet en el East Village. Yo, mientras las sostenía en la mano, percibí en ellas ese misterioso peso que
tienen las cosas que se han visto hechizadas por historias relatadas y vueltas
a relatar una y otra vez. Mi vista ya no es tan buena como antes, por
lo que tardé largo
rato en leerlas, pero al fin conseguí descifrar hasta la última palabra, y cuando terminé con ellas supe que iba a comenzar a escribir este libro hoy
mismo.«Allí, tumbada en el suelo del estudio —decía Violet en la cuarta misiva—, me dediqué a observarte mientras me pintabas. Me fijé en tus brazos y en tus hombros, y
especialmente en tus manos mientras trabajabas en el lienzo. Hubiera querido
que te volvieras hacia mí y te aproximaras y me frotaras la piel igual que frotabas
la pintura. Quería que me oprimieras la carne con el pulgar del mismo modo que hacías con el cuadro, y pensé que si no me tocabas me volvería loca, pero ni me volví loca ni tú me tocaste una sola vez. Ni siquiera
me estrechaste la mano». La primera vez que vi el cuadro al que se refería Violet fue hace veinticinco años, en una galería del SoHo situada en Prince Street. Por entonces aún no conocía a ninguno de los dos. La mayor parte
de los lienzos de aquella muestra colectiva eran insustanciales obras minimalistas
que no me interesaron. El cuadro de Bill pendía en solitario de una de las paredes. Era un cuadro grande,
de un metro ochenta de alto por dos y medio de ancho aproximadamente, y mostraba
a una joven tendida en el suelo de una habitación vacía. Aparecía reclinada sobre un codo y daba la impresión de estar contemplando algo situado fuera de uno de los
bordes del lienzo, desde el que una luz brillante inundaba la estancia y le
iluminaba el rostro y el pecho. Su mano derecha reposaba a la altura del pubis,
y al aproximarme advertí que sostenía en la mano un taxi diminuto, una versión en miniatura de los omnipresentes
taxis amarillos que van y vienen por las calles de Nueva York. Tardé algo así como un minuto en comprender que en realidad había tres personas en el cuadro. A mi
derecha, en el costado más oscuro de la tela, podía verse a otra mujer que abandonaba la imagen. Tan sólo podían distinguirse un tobillo y un pie, pero el mocasín que calzaba se hallaba representado
con una minuciosidad extraordinaria, y a partir de ese momento mi mirada ya no
hizo más que
retornar a él. La
mujer invisible adquirió la misma importancia que la que dominaba el lienzo. En
cuanto a la tercera persona, era tan sólo una sombra. Por un instante pensé que pudiera tratarse de la mía, pero finalmente reparé en que era el propio artista quien la
había
incorporado a la obra. Aquella hermosa mujer, vestida únicamente con una camiseta masculina
de manga corta, estaba siendo observada por alguien situado fuera del cuadro,
por un espectador que parecía encontrarse justamente donde yo estaba cuando me percaté de la oscuridad que se extendía sobre su vientre y sus piernas. Leí la pequeña cartela mecanografiada que figuraba
a la derecha del lienzo: Autorretrato, de William Wechsler. Al principio
pensé que el artista
estaba de broma, pero luego cambié de opinión. ¿Acaso aquel título que aparecía junto a un nombre masculino no querría sugerir la parte femenina del autor,
o un trío de
identidades? Tal vez aquella sugerencia indirecta de dos mujeres y un
espectador evocaba directamente al artista, o acaso el título no se refería al contenido del cuadro, sino a su forma. La mano que lo
había
pintado se hallaba oculta en ciertas partes del mismo a la vez que se adivinaba
en otras. Se desvanecía en la ilusión fotográfica del rostro de la mujer, en la luz que provenía de la ventana invisible y en el
hiperrealismo del mocasín. Los largos cabellos de la protagonista, sin embargo, se hallaban representados por un mazacote de
pintura salpicado de enérgicos brochazos de rojo, verde y azul. En torno al zapato y
al tobillo pude distinguir gruesas franjas de negro, gris y blanco que se dirían aplicadas con un cuchillo, y en
aquellas densas pinceladas de pigmento reconocí las señales de un pulgar masculino. Parecían el resultado de un gesto súbito, incluso violento. Tengo el cuadro en esta misma
habitación,
conmigo. Si vuelvo la cabeza puedo verlo, aunque igualmente alterado a causa de
mi vista, cada vez más deficiente. Lo compré por dos mil quinientos dólares, más o menos una semana después de verlo. Cuando Érica lo contempló por primera vez, se encontraba a poca distancia de donde yo
estoy sentado ahora. Lo examinó pausadamente y dijo: —Es como presenciar el sueño de otra persona, ¿no te parece? Al volverme hacia el cuadro, impulsado por sus palabras, advertí que aquella mezcla de estilos y aquel
enfoque variable me recordaban, en efecto, las distorsiones oníricas. La mujer tenía los labios entreabiertos, y sus dos
incisivos centrales eran levemente prominentes. El artista los había pintado de un blanco deslumbrante y
un poco más largos
de lo debido, como si fueran los de un animal. Y fue en ese momento cuando reparé en un cardenal situado justamente debajo de la rodilla. Lo
había visto
antes, pero en ese instante aquella mancha amoratada de tono amarillo verdoso
en uno de sus bordes pareció atrapar mi mirada, como si la pequeña mácula fuera el auténtico tema del cuadro. Me acerqué al lienzo, deposité un dedo sobre su superficie y recorrí la silueta de la contusión. El gesto me excitó, y me volví para mirar a Érica. Era un cálido
día de
septiembre, y tenía los brazos desnudos. Me incliné sobre ella, besé sus hombros pecosos y a continuación le separé los cabellos de la nuca y deposité los labios sobre la suave piel que
ocultaban. Arrodillándome frente a ella, le alcé la falda, deslicé los dedos a lo largo de sus muslos y la acaricié con la lengua. Sus rodillas se
doblaron ligeramente. Se quito las bragas, las arrojó sobre el sofá con una sonrisa y me empujó suavemente hacia atrás para tenderme en el suelo. Luego se
encaramó a
horcajadas sobre mí, y al besarme su cabellera me acarició el rostro. Se enderezó, se despojó de la camiseta y se quitó el sujetador. Me encantaba esa perspectiva
de su cuerpo. Le acaricié los pechos y mis dedos dibujaron un círculo en torno al lunar, redondo y
perfecto, que adorna su seno izquierdo, pero ella volvió a inclinarse. Me besó en la frente y en los pómulos y en la barbilla, y comenzó a debatirse con la cremallera del
pantalón. En aquella época Érica y yo vivíamos en un estado de excitación sexual casi constante. Prácticamente cualquier cosa podía disparar una salvaje sesión de abrazos en la cama, en el suelo o, en cierta ocasión, en la mesa del comedor. Ya desde el
instituto, mi vida había sido una sucesión de novias que iban y venían. Había tenido algunas aventuras fugaces y otras más duraderas, pero entre unas y otras
siempre se habían producido
tiempos muertos, dolorosos intervalos desprovistos de mujeres y de sexo. Érica decía que el sufrimiento había hecho de mí un mejor amante, que gracias a él había aprendido a dar importancia al cuerpo de las mujeres. No
obstante, si aquella tarde hicimos el amor fue por el cuadro. A menudo me he
preguntado desde cuándo podría haber comenzado a encontrar erótica la imagen de una lesión en el cuerpo de una mujer. Más tarde, Érica me dijo que en su opinión aquel mecanismo de respuesta había tenido algo que ver con el deseo de
dejar una huella en el cuerpo de otra persona. —La piel es frágil —dijo—. Nos cortamos y nos magullamos con facilidad. Y tampoco es que parezca que le han pegado una
paliza, ni nada por el estilo. Es un diminuto cardenal, normal y corriente,
pero el modo en que está pintado lo hace destacar. Es como si al artista le hubiera
encantado hacerlo, como si hubiera querido representar una pequeña herida que pudiera durar para
siempre.Por aquel entonces Érica ya había cumplido los treinta y cuatro. Yo le sacaba once años, y llevábamos uno de casados. Nos habíamos tropezado literalmente en la
Biblioteca Butler de la Universidad de Columbia. Ocurrió un sábado del mes de octubre, ya avanzada la mañana, cuando los pasillos estaban casi
vacíos. Yo oí sus pisadas y percibí su presencia tras las oscuras hileras
de libros, iluminadas mediante un temporizador de luz que despedía un leve zumbido. Encontré el libro que estaba buscando y me encaminé hacia el ascensor. Salvo por el rumor del sistema de iluminación no podía oír nada. Doblé la esquina y tropecé con Érica, que se había sentado en el suelo junto al extremo de una estantería. Aunque logré conservar el equilibrio, mis gafas
salieron volando. Ella las recogió, y mientras yo me inclinaba para aceptarlas hizo ademán de incorporarse y me golpeó en la barbilla con la cabeza. Cuando
se volvió a
mirarme estaba sonriendo:—Unas cuantas más como ésas y de aquí podría surgir algo: una secuencia del Gordo y el Flaco, por
ejemplo. El motivo de mi caída era una hermosa mujer. Poseía una boca amplia y unos espesos cabellos oscuros recortados
a la altura de la barbilla. La estrecha falda que llevaba puesta se había alzado con la colisión, y mientras se estiraba el borde de
la prenda tuve ocasión de vislumbrar fugazmente sus muslos. Cuando se la hubo
ajustado alzó la
mirada hacia mí y sonrió de nuevo. Durante aquella segunda sonrisa, su labio
inferior se estremeció casi imperceptiblemente, y yo interpreté aquel leve signo de nerviosismo o
turbación como
un indicio de que se hallaba abierta a una invitación. De no haberse producido estoy
completamente seguro de que habría reiterado mis disculpas y me habría marchado, pero aquel temblor momentáneo y evanescente de sus labios me
reveló la
dulzura de su carácter y me permitió atisbar lo que creí reconocer como una sensualidad cuidadosamente reservada. Le
pregunté si
querría tomar
café
conmigo. El café se
convirtió en
almuerzo, y el almuerzo en cena, y la mañana siguiente me sorprendió tendido junto a Érica Stein en la cama de mi antiguo apartamento de Riverside
Drive. Ella aún dormía. La luz penetraba por la ventana e
iluminaba su rostro y sus cabellos. Con sumo cuidado, deposité una mano sobre su cabeza y durante
varios minutos la mantuve allí, inmóvil, mientras la contemplaba con la esperanza de que no se marchara.Para entonces habíamos hablado ya durante horas. Resultó que Érica y yo proveníamos del mismo mundo. Sus padres eran judíos alemanes que habían abandonado Berlín en 1933, cuando aún eran adolescentes. Su padre se
convirtió en un
psicoanalista de prestigio, y su madre fue preparadora vocal en la Academia
Juilliard. Los dos habían fallecido. Murieron con una diferencia de pocos meses un año antes de conocer yo a Érica, el mismo año de 1973 en que murió también mi madre. Yo nací en Berlín y viví allí durante cinco años. Conservo de aquella ciudad unos recuerdos fragmentarios,
y algunos de ellos tal vez sean falsos: imágenes e historias construidas a partir de lo que mi madre me
había
contado de mis primeros años de vida. Érica había nacido en el Upper West Side, el mismo barrio en el que
también yo terminé viviendo después de pasarme tres años en un piso del Hampstead
londinense. Fue Érica quien me animó a abandonar el West Side y mi confortable apartamento de
Columbia.Antes de casarnos me dijo que quería «emigrar», y cuando yo le pregunté qué quería decir con eso, repuso que para ella ya había llegado el momento de vender el
apartamento de sus padres en la calle Ochenta y dos Oeste y acostumbrarse al
largo trayecto en metro hasta el centro. —Tengo que mudarme —dijo—; aquí arriba huele a muerte, a antisépticos, a hospitales y a tarta Sacher rancia.De modo que Érica y yo dejamos atrás los paisajes familiares de nuestra niñez y buscamos nuevos territorios entre
losartistas y los bohemios que vivían más al Sur. Recurrimos al dinero que habíamos heredado de nuestros padres y nos
trasladamos a un loft de Greene Street, entre Canal y Grand.Aquel nuevo vecindario de calles vacías, edificios bajos e inquilinos jóvenes me liberó de ataduras que nunca había considerado como tales. Mi padre había muerto en 1947, cuando tan sólo tenía cuarenta y tres años, pero mi madre seguía viva. No tuvieron más hijos, y a la muerte de mi padre, mi madre y yo compartimos su fantasma. Ella fue
sucumbiendo a la edad y a la artritis, pero él continuó siendo un hombre joven, brillante y prometedor: un médico que podría haber logrado cualquier cosa que se propusiera.
«Cualquier
cosa» que,
para mi madre, se convirtió en «todo». Durante veintiséis años vivió en el mismo apartamento de la calle Ochenta y cuatro, entre
Broadway y Riverside, acompañada únicamente del porvenir inexistente de mi padre. De vez en
cuando, durante las etapas iniciales de mi carrera académica, algún que otro alumno se dirigía a mí llamándome «Doctor Hertzberg» en lugar de «Profesor», y en aquellas ocasiones yo me acordaba inevitablemente de mi padre. El
hecho de vivir en Soho ni borró mi pasado ni me indujo al olvido, pero cuando doblaba una
esquina o cruzaba una calle nunca encontraba ningún recordatorio de mi niñez y juventud expatriadas. Tanto Érica como yo éramos hijos de exiliados procedentes
de un mundo que ya no existía. Nuestros padres eran judíos de clase media que se habían adaptado a Alemania, y para ellos el judaísmo no era otra cosa que la religión que antaño practicaran sus bisabuelos. Hasta el
año 1933
se habían
considerado «judíos alemanes», denominación ésta que hoy ya no existe en ningún idioma. Cuando nos conocimos, Érica trabajaba como profesora adjunta de Lengua Inglesa en
la Universidad de Rutgers, y yo llevaba ya doce años enseñando en el departamento de Historia del Arte de Columbia. Yo
me había
graduado en Harvard y ella en Columbia, lo que explicaba por qué aquel sábado la había descubierto deambulando entre las estanterías provista de un carné de antigua alumna. Yo ya me había enamorado anteriormente en otras
ocasiones, pero casi siempre había terminado por desembocar en un período de fatiga y aburrimiento. Érica nunca me aburría. A veces me irritaba y me
exasperaba, pero jamás me aburría. Su comentario acerca del autorretrato de Bill era típico de ella: simple, directo y perspicaz.
Pero eso es algo que nunca admití ante Érica. Había pasado frente al número 89 de Bowery en numerosas ocasiones sin detenerme jamás a mirarlo. El destartalado edificio
de ladrillo de cuatro plantas, ubicado entre Hester y Canal, nunca había sido otra cosa que la humilde sede
de un negocio de mayoristas, pero el día en que acudí a visitar a William Wechsler sus días de modesta respetabilidad se remontaban a un pasado ya lejano. Las ventanas de lo que en
otro tiempo fuera un almacén habían sido cegadas con tablones, y la pesada puerta de metal
que daba a la calle aparecía desquiciada y abollada, como si alguien la hubiera
golpeado con una maza. Un hombre barbudo que aferraba una botella envuelta en una bolsa de papel de estraza yacía tendido en el solitario escalón de acceso. Cuando le pedí que se apartara me obsequió con un gruñido y, medio rodando, medio deslizándose, abandonó el lugar en el que se encontraba.A menudo mi primera impresión de las personas acaba viéndose enturbiada por lo que posteriormente llego a saber de
ellas, pero en el caso de Bill existe al menos un aspecto de aquellos primeros
segundos que ha perdurado a lo largo de toda nuestra amistad. Bill poseía encanto: esa misteriosa cualidad de
atracción que
seduce a los extraños. Al abrirme la puerta su aspecto era casi tan desaliñado como el sujeto que poco antes viera
en su portal. Hacía dos días que no se afeitaba. Su densa cabellera negra aparecía enmarañada y de punta tanto en la coronilla como a ambos lados de
la cabeza, y las prendas que vestía estaban cubiertas de suciedad y de pintura por igual. Así y todo, cuando me miró me sentí atraído hacia él. Poseía una complexión sumamente oscura para tratarse de un blanco, y sus ojos de
color verde pálido
eran ligeramente rasgados, como los de los asiáticos. Aunque apenas me sacara unos pocos centímetros, con su metro noventa de estatura se me antojó mucho más alto que yo. Posteriormente llegué a la conclusión de que aquel magnetismo cuasi mágico tenía algo que ver con sus ojos. Cuando me miraba lo hacía directamente y sin la menor turbación, pero al mismo tiempo me era posible
percibir su retraimiento y su ausencia. Y si su curiosidad acerca de mi persona
me pareció auténtica, también noté que no esperaba nada de mí. Bill desprendía un aire de independencia tan absoluto que resultaba
irresistible. —Lo escogí por la luz —me dijo al atravesar la puerta de su loft de la cuarta planta. En la pared del fondo de aquella única estancia, tres alargados ventanales relucían bajo el sol del atardecer. La estructura del edificio se hallaba
vencida, y como consecuencia su parte trasera aparecía considerablemente más baja que la frontal. El suelo se
encontraba igualmente alabeado, y al dirigir la mirada hacia las ventanas pude advertir
en el entarimado una sucesión de bultos similares a las olas superficiales que rizarían la superficie de un lago. El
extremo más
alejado de la vivienda, de aspecto austero, se hallaba amueblado únicamente por un taburete, una mesa
construida con dos caballetes viejos y una puerta de madera, y un equipo estéreo rodeado de cientos de discos y
cintas que se alineaban en cajas de plástico utilizadas en otro tiempo para contener envases de
leche. Había numerosas
hileras de lienzos apoyados contra el muro, y reinaba en el local un poderoso
olor a moho, pintura y aguarrás.Al fondo se amontonaban todas las necesidades de la vida
diaria: una mesa arrimada a una vieja bañera de patas, una cama de matrimonio próxima a otra mesa, no lejos de un fregadero,
y un fogón
encastrado en la abertura de una enorme estantería atestada de libros, aunque aún había más volúmenes apilados en el suelo junto a ella y amontonados en una
butaca en la que se diría que hacía años que nadie se sentaba. El caos reinante en la vivienda revelaba no sólo la pobreza de Bill sino también su desprecio por los objetos de la
vida doméstica.
Con el tiempo sería más rico, pero su indiferencia ante las cosas nunca cambió. Siempre conservó un peculiar desapego por los lugares
en los que vivía y una
absoluta ceguera a los detalles de su configuración.Incluso aquel primer día alcancé a percibir su ascetismo, su atracción casi brutal por la pureza y su
resistencia a cualquier forma de compromiso. La sensación emanaba tanto de lo que decía como de su presencia física. Era una persona tranquila, y a
pesar de su tono de voz sosegado y de sus movimientos algo reprimidos transmitía una fuerza de voluntad que parecía inundar la estancia. A diferencia de
otras personalidades igualmente potentes, Bill no era escandaloso ni arrogante ni
poseía una
especial capacidad de seducción. Así y todo, cuando me detenía junto a él y contemplaba sus pinturas me sentía como un enano que acabara de conocer
a un gigante, y esa sensación otorgaba a mis comentarios un carácter más agudo y reflexivo: estaba luchando por mi propio espacio. Aquella tarde me enseñó seis cuadros. Tres de ellos ya estaban acabados. En los
otros tres, recién empezados, algunos trazos apenas esbozados se mezclaban
con grandes manchas de color. El mío pertenecía a aquella misma serie, y compartía con los demás el motivo común de la joven de cabellos oscuros,
pero el tamaño de la
mujer fluctuaba entre uno y otro. En el primero aparecía obesa, como una montaña de carnes pálidas enfundadas en una camiseta y
unos estrechos pantalones cortos de nailon: una representación tan descomunal de la glotonería y el abandono que parecía como si hubiera habido que aplastar
su cuerpo para encajarlo en el interior del marco. En su rollizo puño sostenía un sonajero, y sobre su seno derecho y su enorme vientre
se extendía una
esbelta sombra masculina que luego se estrechaba hasta convertirse en una
delgada línea a la
altura de sus caderas. En el segundo se la veía mucho más delgada, tendida en un colchón en ropa interior y absorta en la contemplación de su propio cuerpo con una expresión que parecía a la vez autoerótica y autocrítica. Aferraba una voluminosa pluma
estilográfica, de
tamaño
aproximadamente dos veces más grande de lo normal. En el tercer cuadro la mujer había engordado unos cuantos kilos, pero no estaba tan oronda como
en el lienzo que yo había comprado. Vestía un raído camisón de franela y aparecía sentada en el borde de la cama con los muslos distraídamente separados. A sus pies
reposaban un par de calcetines largos de color rojo. Al examinar sus piernas
observé que,
justamente debajo de las rodillas, podían distinguirse unas débiles marcas rojas producidas por el elástico de los calcetines. —Me recuerda esa pintura de Jan Steen
en la que aparece una mujer quitándose una media durante su aseo matutino —dije—. Es un cuadrito que se conserva en el Rijksmuseum.Bill me sonrió por primera vez. Yo también vi ese cuadro en Amsterdam cuando tenía veintitrés años, y me indujo a pensar en la piel. No me interesan los desnudos. Son demasiado pretenciosos. Lo
que realmente me interesa es la piel. Durante un rato charlamos acerca de la piel en la pintura.
Yo mencioné los
hermosos estigmas rojos del San Francisco de Zurbarán, y Bill se refirió al color de la piel del Jesucristo
muerto de Grünewald y
a la epidermis rosada de los desnudos de Boucher, a los que calificó de «porno blando». Comentamos las variaciones que habían experimentado los convencionalismos
de crucifixiones, pietás y descendimientos. Yo dije que el manierismo de Pontormo
siempre me había
interesado, y Bill sacó a relucir a Robert Crumb.—Me encanta su crudeza —dijo—. Ese atrevido feísmo de sus obras.Yo mencioné a Georg Grosz, y Bill asintió. —Son primos hermanos —dijo—. Los dos están claramente emparentados desde el punto de vista artístico. ¿Has visto alguna vez la serie de Crumb titulada Cuentos del
país de
Genitalia? Penes corriendo por ahí en botas…—Como la nariz de Gogol —sugerí yo.Bill me mostró entonces algunas ilustraciones médicas, un campo del que yo apenas sabía nada. Extrajo de sus estanterías docenas de libros llenos de imágenes de distintos períodos: diagramas de humores procedentes
de la época
medieval, dibujos anatómicos del siglo XVIII, una reproducción decimonónica de la cabeza de un hombre con su mapa frenológico, y otra, más o menos de la misma época, de los genitales femeninos. Esta
última
era una peculiar representación de la zona que delimitaban los muslos separados de una
mujer. Juntos, examinamos la detallada recreación de la vulva, el clítoris, los labios y el oscuro y reducido orificio que señalaba la entrada de la vagina. Los trazos eran ásperos y rigurosos.—Parece un diagrama de maquinaria —dije yo.—Sí —repuso él, escrutándolo de cerca—. Nunca lo había pensado. Es un dibujo antipático. Todo está en su sitio, pero es como una caricatura repelente. Claro
está que el
artista debía de
considerarlo científico. —Dudo que exista nada puramente científico —dije yo.Él asintió. —Ése es el problema de observar las
cosas. Nada resulta del todo claro. Los sentimientos y las ideas modelan lo que
tenemos ante nosotros.Cézanne buscaba el mundo al desnudo, pero el mundo nunca está al desnudo. En mi obra, yo intento
crear dudas —se
detuvo y me sonrió—.Porque eso es algo de lo que sí estamos seguros. —¿Es ése el motivo por el que su modelo puede ser alternativamente
gruesa, flaca o ni lo uno ni lo otro? —le pregunté.—Si he de serle sincero, eso obedeció más a un impulso que a una idea. —¿Y la mezcla de estilos? —inquirí yo.Bill se aproximó a la ventana y encendió un cigarrillo. Inhaló y dejó caer la ceniza al suelo. Alzó sus enormes ojos hacia mí. Eran tan penetrantes que de buen grado habría apartado la mirada de ellos, pero no
lo hice. —Tengo treinta y un años, y usted es la primera persona que
ha comprado un cuadro mío, si exceptuamos a mi madre. Llevo pintando diez años. Los galeristas han rechazado mis
trabajos cientos de veces.—De Kooning expuso por primera vez a
los cuarenta —dije. —No me entiende —repuso él, con voz despaciosa—. No pretendo que nadie se muestre interesado. ¿Por qué habrían de hacerlo? Si acaso, me pregunto por qué se ha interesado usted.Se lo dije. Sentados en el suelo, con los cuadros esparcidos
frente a nosotros, le expliqué que me gustaba la ambigüedad, que me gustaba el hecho de no saber adónde mirar en sus lienzos, que me aburría mucha de la pintura figurativa
moderna, pero no así sus cuadros. Hablamos de De Kooning, y especialmente de una
pequeña obra —Autorretrato
con hermano imaginario— que a Bill le había resultado inspiradora. Hablamos de
la singularidad de Hopper, y también de Duchamp. Bill se refería a él como «el cuchillo que cortó el arte en pedazos», y yo pensé al principio que se trataba de una denominación despectiva, pero luego añadió: —Era un gran artista y un gran falsario. Me encanta. Cuando le llamé la atención sobre el vello que había añadido a las piernas de la mujer más delgada, él respondió que cuando estaba con otra persona su
atención a
menudo se veía distraída por pequeños detalles: un diente mellado, una
tirita en el dedo, una vena, un corte, un sarpullido o un lunar, y que durante
unos instantes ese rasgo aislado se apropiaba de la totalidad de su perspectiva y le impulsaba a reproducir esos
segundos en su obra.—Ver equivale a fluir —dijo.Cuando mencioné la narrativa oculta en sus obras respondió que, para él, las historias eran como la sangre
que recorre un cuerpo: como senderos de vida. Era una metáfora reveladora, y nunca la he
olvidado. Como artista, Bill perseguía lo no visto a través de lo visto. Lo paradójico era que él había optado por presentar ese momento invisible por medio de
una pintura figurativa, lo que no es sino una aparición estática, una superficie.Me dijo que se había criado en los suburbios de Nueva Jersey. Su padre había fundado allí un negocio de cajas de cartón que con el tiempo llegó a prosperar. Su madre llevaba a cabo
labores de voluntariado para organizaciones caritativas judías, era presidenta de un grupo de «lobatos» de la sección de alevines de los boy-scouts y había terminado por obtener la licencia de agente inmobiliaria. Ninguno de los dos había ido a la universidad, y en su casa
escaseaban los libros. Yo imaginé los verdes jardines y los apacibles hogares de South
Orange, con sus bicicletas en los senderos de acceso, sus letreros en las
calles y sus garajes con capacidad para dos vehículos. —Dibujar se me daba bien —dijo—, pero durante mucho tiempo el béisbol fue para mí mucho más importante que el arte. Yo le conté todo lo que había sufrido con los deportes en la Fieldston School. Como era
un muchacho enclenque y miope, siempre me mantenía en el cuadro exterior del campo, con la esperanza de que
nadie lanzara la pelota en mi dirección.—Cualquier deporte para el que hubiera
que servirse de un utensilio se hallaba fuera de mis posibilidades —le dije—. Era capaz de correr y de nadar, pero como me pusieran algo
en la mano, se me caía. Ya en sus tiempos de instituto, Bill comenzó con sus peregrinajes por el Met, el
MoMA, la Frick, las galerías de arte y, como él decía, «por las calles».—Me gustaban las calles tanto como los
museos, y me pasaba horas por la ciudad, paseando por ahí, inhalando incluso los aromas de la basura. Sus padres se habían divorciado cuando cursaba el penúltimo curso. Aquel mismo año abandonó los equipos de cross, de béisbol y de baloncesto.—Dejé de entrenar —dijo—. Adelgacé. Fue a la Universidad de Yale. Se matriculó en Artes Plásticas eHistoria del Arte y asistió a cursos de literatura. Allí fue donde conoció a Lucille Alcott, cuyo padre daba clase en la Facultad de
Derecho. —Nos casamos hace tres años —dijo.Yo me sorprendí a mí mismo buscando algún rastro femenino por el ámbito del loft, pero no encontré ninguno. —¿Está trabajando? —le pregunté.—Es poetisa. Alquila una habitacioncita
a un par de manzanas de aquí. Allí es donde escribe. Trabaja también por cuenta propia como correctora de
estilo. Revisa originales. Y yo pinto y enyeso para algunas constructoras. Nos
apañamos. Un médico compasivo lo había librado de Vietnam. A lo largo de su niñez y de su juventud había padecido graves alergias. En los períodos más graves se le hinchaba el rostro y estornudaba con tal
fuerza que acababa doliéndole el cuello. Antes de presentarse al banderín de enganche de Newark, el médico añadió junto a la palabra «alergias» la siguiente frase:«Propenso a sufrir ataques de asma». Dos años después, una simple tendencia podría no haberle librado del servicio, pero estaban en 1966, y todavía faltaba algún tiempo para que se endureciera
realmente la resistencia vietnamita. Después de la universidad pasó un año trabajando como barman en Nueva Jersey. Vivía con su madre, ahorraba todo lo que ganaba
y estuvo dos años
viajando por Europa. Se trasladó de Roma a Amsterdam, y de allí a París. Se buscó empleos temporales para ir tirando. Trabajó como oficinista para una revista inglesa con sede en
Amsterdam, como guía turístico en las catacumbas romanas y como lector de novelas inglesas
para un anciano parisino. —Para leerle tenía que tumbarme en el sofá. Se mostraba muyparticular en todo lo relativo a mi postura. Tenía que quitarme los zapatos. Para él, era importante poder contemplar mis
calcetines con claridad. Me pagaba bien, y aguanté una semana entera. Luego lo dejé. Cobré mis trescientos francos y me marché. Era todo el dinero que tenía en el mundo. Salí a la calle. Debían de ser las once de la noche, y de
pronto me topé con un
viejo consumido que aguardaba con la mano extendida en medio de la acera. Se lo
di todo a él. —¿Por qué? —pregunté.Bill se volvió hacia mí. —No lo sé. Me apeteció. Fue una estupidez, pero nunca me hearrepentido de ello. Hizo que me sintiera libre. Luego me
pasé dos días sin comer. —Un acto de bravuconería —dije yo.Él me miró de nuevo y dijo: —De independencia.—¿Dónde estaba Lucille? —Vivía con sus padres en New Haven. Por entonces no andaba muy bien
de salud. Nos escribíamos.No le pregunté por la enfermedad de Lucille. Al mencionarla había desviado la mirada, y vi que
entrecerraba los ojos con expresión de dolor. Cambié de tema.—¿Por qué califica el cuadro que he comprado de autorretrato? —Son todos autorretratos —dijo él—. Mientras trabajaba con Violet comprendí que estaba dibujando el mapa de un
territorio interior que no había visto hasta entonces, o tal vez de un territorio que se
extendía entre ella
y yo. El título me
vino a la cabeza y lo utilicé. Autorretrato me pareció apropiado.—¿Quién es ella? —dije. —Violet Blom. Una estudiante de
posgrado de la Universidad de Nueva York. Ella fue la que me dio ese dibujo que
le he enseñado; el
que parece un croquis mecánico.—¿Qué estudia? —Historia. Está escribiendo una tesis sobre la
histeria en Francia en el cambio de siglo —dijo, encendiendo otro cigarrillo y alzando la mirada al techo—. Es una chica muy lista… una persona fuera de lo corriente.Exhaló el humo hacia arriba, y yo me quedé observando cómo sus tenues círculos se entremezclaban con las motas
de polvo que flotaban bajo la luz de la ventana. —No creo que haya muchos hombres que
estuvieran dispuestos a retratarse como una mujer. Se sirvió de Violet para mostrarse a sí mismo. ¿Qué opina ella?Él dejó escapar una breve carcajada y dijo: —Le gusta. Dice que le parece
subversivo, especialmente porque a mí me gustan las mujeres, y no los hombres.—¿Y las sombras? —le pregunté. —También son mías.—Qué lástima —dije yo—. Pensé que eran mías. Bill me miró.—También pueden ser tuyas.
Me aferró el antebrazo con la mano y lo sacudió. Aquel súbito gesto de camaradería, de afecto incluso, me inundó de un peculiar regocijo. He pensado a
menudo acerca de ello, porque aquel pequeño intercambio de sombras alteró el curso de mi vida y señala el momento en que una conversación divagadora entre dos hombres
experimentó un giro
irrevocable hacia la amistad.
—Daba la impresión de flotar por el salón de baile —me dijo Bill una semana después mientras tomábamos café—. No parecía consciente de lo guapa que era. Me
pasé años persiguiéndola. Lo intentaba y lo dejaba, lo intentaba
y lo dejaba. Algo me hacía volver una y otra vez. A lo largo de las semanas siguientes Bill no hizo mención alguna de la enfermedad de Lucille,
pero por el modo en que hablaba de ella la imaginé como una persona frágil, una mujer que necesitaba que la protegieran de algo de
lo que prefería no
hablar.La primera vez que vi a Lucille Alcott estaba detenida en el
umbral del loft de Bowery, y pensé que me recordaba a las mujeres de los cuadros flamencos.
Poseía una
piel pálida,
unos cabellos de color castaño claro que llevaba recogidos hacia atrás y unos enormes ojos azules que parecían casi desprovistos de pestañas. Nos habían invitado a cenar a Érica y a mí. Era noviembre y estaba lloviendo, y
mientras comíamos
llegaba a nuestros oídos el repiqueteo de las gotas que caían sobre nuestras cabezas. Alguien había barrido el polvo, las cenizas y las
colillas del suelo en previsión de nuestra visita, y alguien se había encargado asimismo de cubrir la mesa
de trabajo de Bill con una amplia tela de color blanco y de
disponer ocho velas a lo largo de su superficie. Lucille se apuntó el mérito de haber cocinado el plato principal, un insípido revoltillo marrón a base de verduras de aspecto
irreconocible. Cuando Érica se interesó cortésmente por el nombre del guiso en cuestión, Lucille depositó la mirada en su plato y habló en perfecto francés. —Flageolets aux légumes —dijo. A continuación, hizo una pausa, alzó los ojos y sonrió—. Pero parece que las flageolets andan de incógnito.Tras un breve intervalo, prosiguió: —Me gustaría concentrarme más cuando cocino. Le hubiera hecho falta
perejil —volvió a atisbar el contenido de su plato—. He olvidado el perejil. Y Bill habría preferido carne. Antes comía mucha carne, pero sabe que yo no la
cocino porque he llegado al convencimiento de que no nos sienta bien. No
comprendo qué me pasa
con las recetas. Soy muy meticulosa cuando escribo. Siempre me preocupo de los
verbos.—Sus verbos son sensacionales —dijo Bill, mientras escanciaba un poco
más de
vino en la copa de Érica. Lucille miró a su marido y sonrió con expresión un tanto forzada. Yo no comprendí entonces la rigidez de la sonrisa,
porque el comentario de Bill parecía desprovisto de ironía. Me había dicho en varias ocasiones cuánto admiraba sus poemas, y había prometido facilitarme una copia de ellos. Detrás de Lucille podía ver el obeso retrato de Violet Blom,
y me pregunté si la avidez de Bill por la carne no se habría visto traducida a aquel enorme
cuerpo femenino, aunque posteriormente mi teoría demostró ser errónea. Cuando comíamos juntos, a menudo veía a Bill masticando tan contento bocadillos de carne en conserva,
hamburguesas y emparedados de beicon, lechuga y tomate.—Yo creo mis propias reglas —decía Lucille, refiriéndose a suspoemas—. No hablo de las normas habituales relativas a la métrica, sino a una anatomía que yo misma escojo y luego
disecciono. Los números son de gran ayuda. Son claros e irrefutables. Algunos
de los versos están numerados. Todo lo que decía Lucille se caracterizaba por la misma rigidez y brusquedad.
No parecía
interesada en hacer la más mínima concesión a la conversación cortés o al hablar por hablar. Al mismo tiempo, sin embargo, me
era posible detectar un matiz humorístico en prácticamente todas sus observaciones. Hablaba como si no
perdiera de vista sus propias frases,observándolas de lejos y aquilatando sus sonidos y sus formas desde
el momento en que salían de sus labios. Todas sus palabras destilaban sinceridad
y, a pesar de ello, esa misma honestidad se veía acompañada de una ironía paralela. A Lucille le divertía adoptar dos posturas al mismo tiempo.
Se convertía,
simultáneamente,
en sujeto y objeto de sus propias manifestaciones. No creo que Érica llegara a escuchar el comentario de Lucille acerca de
las reglas. Estaba hablando de novelas con Bill. Tampoco él debió de oírlo, pero el tema de las normas surgió también en la conversación que ambos estaban manteniendo. Érica se inclinó hacia Bill y sonrió: —De modo que estás de acuerdo en que novela es un saco
en el que cabe todo.—Tristram Shandy, capítulo cuatro, sobre el Ab ovo de
Horacio —dijo Bill,
señalando
el techo con el índice, y comenzó a citar la obra como si estuviera siguiendo el dictado de
una voz inaudible procedente de su derecha—: «Bien sé que Horacio no recomienda en absoluto este procedimiento,
mas el caballero se refiere únicamente a un poema épico o a una tragedia (he olvidado si lo uno o lo otro), y
además,
aunque no fuera así, suplicaría al señor Horacio que me perdonara, pues dicho lo anterior, y aun
por escrito, no he de atenerme ni a sus normas ni a las de ningún otro hombre que haya vivido jamás». La voz de Bill adquirió un tono más agudo al pronunciar la última frase, y Érica lanzó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. La conversación de ambos fue derivando de Henry James a Samuel Beckett y de
éste a
Louis-Ferdinand Céline a medida que Érica descubría por sí misma que Bill era un voraz lector de novelas. Todo ello
sirvió para desencadenar
entre ambos una amistad que poco tenía que ver conmigo. Para cuando llegó el postre —una macedonia de frutas de aspecto alicaído —, Érica ya estaba invitándolo a hablar ante sus alumnos de la Universidad de
Rutgers. Bill al principio dudó, pero luego aceptó el ofrecimiento.Érica era demasiado educada como para
hacer caso omiso de Lucille, sentada a su lado, y al poco rato de pedir a Bill
que visitara alguna de sus clases concentró toda su atención en ella. Mi mujer asentía mientras escuchaba a su anfitriona, y cuando le llegaba el
turno de hablar, su rostro dibujaba un mapa de emociones y pensamientos
variables. En contraste, las serenas facciones de Lucille apenas dejaban traslucir
sentimiento alguno. A medida que avanzaba la velada, sus peculiares
observaciones fueron adquiriendo una suerte de ritmo filosófico, un tono entrecortado de lógica torturada que me recordó nebulosamente la lectura del
Tractatus de Wittgenstein. Cuando Érica dijo a Lucille que conocía la reputación de su padre, ésta repuso: —Sí, su reputación como profesor de Derecho es excelente —y al cabo de un instante añadió—: Yo habría querido estudiar leyes, pero no pude. De pequeña solía intentar leer los libros de Derecho de la biblioteca de mi
padre. Tenía once años. Sabía que una frase conducía a la otra, pero para cuando llegaba a la segunda ya había olvidado la primera, y al llegar a
la tercera olvidaba la segunda. —Tenías sólo once años —dijo Érica.—No —dijo ella—. El motivo no era mi edad. Aún las olvido. —Olvidar —dije yo— forma probablemente parte de la vida tanto como recordar.
Somos todos amnésicos.—Pero cuando olvidamos —dijo Lucille, volviéndose hacia mí— no siempre recordamos que hemos olvidado,
de tal modo que recordar que hemos olvidado no es exactamente olvidar, ¿no te parece? Yo le sonreí y dije:—Tengo auténticas ganas de leer tus obras. Bill
habla de ellas con considerable admiración. Bill alzó su copa.—Por nuestro trabajo —proclamó con voz sonora—. Por las letras y la pintura. Se había descuidado, y pude notar que estaba ligeramente borracho.
Su voz se quebró al
pronunciar la palabra «pintura». Su alegría me pareció entrañable, pero cuando me volví con la copa en alto para brindar con Lucille, ella me
obsequió por
segunda vez con la misma sonrisa tensa y forzada de antes. Resultaba difícil determinar si era su marido el
causante de aquella expresión o si ésta era tan sólo el resultado de su propia inhibición.Antes de marcharnos, Lucille me alargó dos pequeñas revistas en las que habían aparecido publicados sus trabajos,
y al ofrecerle la mano ella la estrechó con languidez. Yo, en cambio, le oprimí la palma, lo que no pareció importarle. Bill me dio un abrazo de
despedida y luego abrazó y besó a Érica. Sus ojos relucían por efecto del vino, y olía a tabaco. Ya en el umbral de la puerta, rodeó los hombros de Lucille con el brazo y la atrajo hacia sí. En comparación con su marido, se la veía diminuta y azorada.Cuando salimos a Bowery aún seguía lloviendo. Abrí el paraguas y Érica se volvió hacia mí y dijo:—¿Te diste cuenta de que llevaba puestos
los mocasines? —¿De qué estás hablando? —dije yo.—Lucille llevaba puestos los zapatos o,
mejor dicho, el zapato que aparece en nuestro cuadro. Es la mujer que abandona
la escena. Miré a Érica mientras asimilaba sus palabras.—Me temo que no me he fijado en sus
pies. —Me sorprende. Bien que te fijaste en
el resto de ella —sonrió Érica,y
advertí que me estaba provocando—. (De: Todo cuando amé,Seix Barral, 2019) Siri Hustvedt(Traducción: Gian Casstelli Gair) Siri
Hustvedt nació en 1955 en Northfield, Minnesota (Estados Unidos). Su
familia es de origen nórdico. Estudió Historia en el St. Olaf College, centro universitario
de su localidad natal creado por inmigrantes noruegos. Más tarde amplió su
instrucción graduándose en Lengua y Literatura Inglesa, con una tesis sobre
Charles Dickens, en la Universidad de Columbia de Nueva York. Siri comenzó
escribiendo poesía, que recopiló en los años 80 en el libro “Leer Para Ti”
(1983). Su primera novela fue “Los Ojos Vendados” (1992), una historia con el
protagonismo de Iris Vegan, joven licenciada que se ve envuelta con extraños
personajes en la ciudad de Nueva York. Más tarde aparecieron otras historias de
ficción, como “El Hechizo De Lily Dahl” (1996),
“Todo Cuanto Amé” (2002 y “Elegía
Para Un Americano” (2008), libro con bases autobiográficas. También Hustvedt ha
escrito diversos ensayos, como “En Lontananza” (1998), libro sobre la creación
artística en donde tanto trata a Charles Dickens como a Vermeer, “Los Misterios
Del Rectángulo” (2005), en el que retoma el vínculo creativo con la realidad
vital pero centrándose en la pintura, o “Una Súplica Para Eros” (2005), recopilación
de ensayos sobre reflexiones personales y temas de actualidad. También publicó
la novela “El Verano Sin Hombres” (2011)
. En el año 2012 publicó el ensayo “Vivir, Pensar, Mirar” (2012). Con
posterioridad escribió la novela “El Mundo Deslumbrante” (2014). Dos años
después se publicó otro ensayo de carácter feminista y filosófico, “La Mujer
Que Mira a Los Hombres Que Miran a Las Mujeres” (2016). En el 2019 apareció
otra novela titulada “Recuerdos Del Futuro” El mismo año fue galardonada con el
Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Su marido es el famoso escritor Paul
Auster, con quien tiene una hija, nacida
en el año 1987 llamada Sophie, que se
dedica a la música y a la interpretación.
—También pueden ser tuyas.
Me aferró el antebrazo con la mano y lo sacudió. Aquel súbito gesto de camaradería, de afecto incluso, me inundó de un peculiar regocijo. He pensado a
menudo acerca de ello, porque aquel pequeño intercambio de sombras alteró el curso de mi vida y señala el momento en que una conversación divagadora entre dos hombres
experimentó un giro
irrevocable hacia la amistad.
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