Peter
Al volver de la pista de tenis
me detuve un momento en el recibidor; estaba muy acalorado, de modo que tiré la raqueta sobre una
silla y me disponía a quitarme el jersey cuando advertí que en la penumbra,
delante del baúl gótico, había una desconocida. Le pregunté qué quería.
Entonces pensé que la intimidaba la novedad de la situación, confundí
su emoción con la inhibición propia de las criadas. Después supe que lo
que la había emocionado no había sido la suntuosidad de la casa ni la llegada repentina del hijo de los señores sino algo distinto: nuestro
encuentro. Se había encontrado conmigo, yo la había mirado y entonces había ocurrido algo. Naturalmente, en aquel momento yo también sentí que algo estaba
pasando, pero no de una forma tan íntima como ella. Las mujeres, las mujeres
fuertes e instintivas como ella, perciben los momentos importantes y decisivos
mejor que los hombres, que tendemos a malinterpretar las señales y a no reparar
en los encuentros significativos, o a explicarlos por otras causas. Esa mujer
supo al instante que había conocido al hombre que iba a marcar su existencia.
Yo también lo sabía... Pero estaba hablándote de otra cosa.
Como no respondió a mi pregunta me quedé callado, un poco ofendido,
con cierto aire de superioridad. Por un momento estuvimos en silencio,
de pie en el recibidor, mirándonos cara a cara.
Nos observábamos con gran atención, como ocurre solamente cuando se observa un fenómeno extraño. No estaba examinando a la nueva criada.
Miraba boquiabierto a la mujer que, de alguna forma, por razones inescrutables
y en condiciones imposibles, iba a desempeñar en mi vida un papel
fundamental.
¿Se saben estas cosas? Por supuesto que sí. No con la razón sino con la intuición: se perciben como una señal del destino. Mientras tanto, uno piensa también en otras cosas, distraídamente. Imagínate por un momento lo absurdo de la situación. Imagina que en aquel preciso instante se acercase alguien a mí y me dijera que aquélla era la mujer con la que me casaría algún día, pero que antes pasarían otras muchas cosas, yo me casaría con otra mujer que me daría un hijo y la mujer que estaba de pie en el pasillo se marcharía al extranjero; y cuando regresara varios años después, yo me divorciaría de mi primera esposa para desposarla a ella; ¡yo, el burgués sofisticado, el señor rico y mimado, desposar a aquella criadita que apretaba un fardo entre las manos y me miraba con el mismo interés aprensivo que yo a ella! La observaba atentamente, como si por primera vez en mi vida estuviera viendo algo que de verdad mereciese la pena... Pues sí, todo eso habría parecido bastante improbable en aquel momento. Si me lo hubiera predicho alguien, lo habría mirado con sorpresa e incredulidad. Pero ahora, después de varias décadas, me gustaría responder a la pregunta que tantas veces me he formulado: ¿sabía en aquel momento que todo ocurriría de ese modo? Y en general, ¿reconocemos los grandes encuentros? ¿Podemos ser realmente conscientes de estar viviendo momentos decisivos? ¿Es posible que un día entre alguien en la habitación y uno piense al instante: es ella, la mujer justa, la verdadera, igual que en las novelas?... No puedo responder a esa pregunta. Sólo puedo cerrar los ojos y recordar. Sí, aquel día ocurrió algo. ¿Una corriente eléctrica? ¿Una radiación? ¿Un contacto misterioso?... Palabras y más palabras. Pero no hay duda de que las personas expresan sus sentimientos y pensamientos no sólo con palabras, pues existe otro tipo de contacto entre ellas, otro tipo de comunicación. Onda corta, lo llamarían ahora. Se supone que, en el fondo, el instinto no es más que una longitud de onda corta. No lo sé... No quiero engañar a nadie, ni a ti ni a mí mismo. Así que sólo te diré que, en el momento en que vi a Judit Áldozó por primera vez, no pude dar un solo paso y, por absurda que fuera la situación, me quedé allí quieto, frente a la criada, y estuvimos observándonos durante un largo rato.
—¿Cómo se llama? —le pregunté al final. Al decirme su nombre me sonó tan familiar... Ese apellido era como un ofrecimiento, como una ofrenda sagrada, solemne: la palabra Áldozó tiene mucho que ver con la comunión y el sacrificio. Y su nombre de pila, Judit, era un nombre bíblico.
No era la típica criada provocadora, no jugaba a ser la ingenua
pueblerina que baja púdicamente la mirada cuando se cruza con el señorito. No se sonrojaba, no se hacía la remilgada. Cuando nos encontrábamos se
detenía, como si alguien la hubiera tocado. Permanecía en la misma postura que
la primera vez, cuando encendí la luz para verla mejor y ella giró la
cabeza dócilmente. Me miraba a los ojos de una forma tan peculiar... ni
invitando ni desafiando, sino seria, muy seria, con los ojos bien abiertos, como si
me estuviese preguntando algo. Siempre me miraba con aquella mirada
abierta e inquisitiva. Siempre la misma pregunta. Lázár dijo una vez que era la
pregunta de la creación; parece que en el fondo de la conciencia de toda criatura
hay una pregunta que suena más o menos así: «¿por qué?», y eso mismo
preguntaba Judit. ¿Por qué estoy viva, qué sentido tiene todo esto? Lo curioso era
que me lo preguntara a mí.
Y claro, como era tremendamente hermosa, de una belleza majestuosa, virginal y salvajemente plena, un perfecto ejemplar de la creación divina que la naturaleza logra dibujar y moldear con tanta perfección una sola vez, su hermosura empezó a influir en el ambiente de la casa y en nuestras vidas como un fondo musical sordo y continuo. Seguramente la belleza e una energía, una fuerza como el calor, la luz o la voluntad humana. Empiezo a pensar que la belleza es también una cuestión de voluntad; por supuesto, no me refiero a la voluntad de recurrir a tratamientos cosméticos, no tengo en mucha estima la belleza producida por medios artificiales, pues me recuerda las técnicas de embalsamamiento. No, detrás de la belleza, que al fin y al cabo está compuesta de un material frágil y perecedero, se agita siempre la llama de una fuerte voluntad. Sólo gracias a sus glándulas y su corazón, a su razón, sus instintos y su carácter, en resumen, a su energía moral y física, consigue una persona mantener la armonía, el equilibrio de una afortunada y maravillosa fórmula química cuyo efecto último es la belleza.
(...)estaba detrás de ella, observándola, pero no se movió, no se volvió
hacia mí, se quedó arrodillada, con el cuerpo inclinado hacia delante, en esa postura
que resulta tan sensual. Cuando una mujer se arrodilla y se inclina hacia
delante, aunque esté trabajando, se convierte en un fenómeno erótico. Al
pensarlo me ché a reír, pero no era una risa frívola, me reía porque aquella idea
me había puesto de buen humor. Sentí alegría al comprobar que incluso en los
grandes momentos, en los segundos decisivos y críticos, debemos ajustar
cuentas con una especie de burda humanidad, de ruda torpeza que existe en nosotros
y en la forma de relacionarnos con los demás; incluso las grandes pasiones,
los sentimientos más fervientes dependen de gestos y posturas similares a
éstos, de la visión de una mujer arrodillada en una sala en penumbra. Esas cosas
son ridículas, patéticas. Pero la sensualidad, esa gran fuerza que renueva
el mundo, el fenómeno sublime del que es esclavo todo ser vivo, arranca en el
fondo de movimientos y poses bastante ridículos. Eso también lo pensé en aquel
instante. Y por supuesto pensé que deseaba aquel cuerpo; había en esa idea algo
como una convulsa fatalidad, y también algo abyecto y despreciable, pero la
realidad era que lo deseaba. Y deseaba no sólo el cuerpo que se mostraba ante
mí en aquella postura tan vulgar sino también lo que el destino escondía
detrás de ese cuerpo, sus sentimientos y sus secretos. Y puesto que me había
relacionado con muchas mujeres, como cualquier joven de mi edad, rico y en general
ocioso, sabía que el erotismo no resuelve la tensión entre hombres y mujeres
ni de modo definitivo ni a largo plazo; que los momentos de sensualidad
nacen por sí mismos y de la misma manera se disuelven en la nada, la costumbre y la indiferencia. Aquel hermoso cuerpo, las nalgas compactas, la esbelta
cintura, los anchos pero proporcionados hombros, el delicado cuello, ligeramente
inclinado, la nuca cubierta de una pelusa castaña, las pantorrillas carnosas pero
bien torneadas... en resumen, aquel cuerpo femenino no era el más bello del
mundo, yo mismo había conocido y arrastrado hasta mi cama cuerpos más
armoniosos, bellos y excitantes, pero en aquel momento no era ésa la cuestión. Y
también conocía el movimiento ondulatorio que empuja continuamente al ser
humano entre la satisfacción y el deseo, entre la sed y el hastío, en una
oscilación que atrae y repugna a la naturaleza humana sin darle paz ni solución. Todo
esto lo sabía, aunque no con la certeza con que lo sé ahora que me acerco a la
vejez. Quizá entonces todavía alimentaba una esperanza en el fondo de mi corazón, esperaba que existiese un cuerpo, un único cuerpo capaz de acoplarse
en perfecta armonía a otro cuerpo para aplacar la sed del deseo y el
hastío de la satisfacción en una especie de manso reposo, en ese sueño que los
hombres suelen llamar felicidad. En la vida real no existe, pero yo entonces
no lo sabía. En la vida real sólo a veces la tensión del deseo, la excitación, no
va seguida de una fase de introversión, de ese profundo abatimiento que
aparece una vez satisfecho el deseo. Desde luego, también hay hombres que se comportan como cerdos, para los que todo es absolutamente indiferente,
que ponen el deseo y la satisfacción en el mismo plano. Quizá sean los
únicos que de verdad se sienten saciados. Pero yo no deseo esa clase de saciedad.
Como te he dicho, en aquella época no lo sabía con certeza; quizá tenía esperanza
en algo, pero sin duda me despreciaba un poco a mí mismo y, en una
situación tan grotesca como aquélla, me reí de mis propios sentimientos. Había
muchas cosas que todavía no sabía, por ejemplo que cuando un ser humano obedece a
la ley de su cuerpo y de su alma nunca es ridículo.
Entonces le dije algo. Ya no me acuerdo de las palabras concretas,
pero la situación aparece con perfecta nitidez en mi mente, casi como si
alguien la hubiera filmado con una cámara casera; la veo como una de esas
películas familiares en las que los tiernos padres inmortalizan algunos momentos
de la luna de miel o de los primeros pasos del pequeño... Judit se levantó
despacio, sacó un pañuelo del bolsillo de su delantal y se limpió las manos
sucias del tizón y el serrín de la corteza de los troncos. De inmediato empezamos
a conversar, a media voz y con celeridad, temíamos que entrase alguien
en la habitación y nos sorprendiese como a dos conspiradores o, mejor aún,
como al ladrón y su cómplice... Ahora quiero decirte algo. Quiero hablarte con
toda sinceridad. Y enseguida comprenderás que no es nada fácil...
Porque lo que estoy contándote no es un simple asunto de faldas, viejo amigo, no es una banal historia de mujeres, la clásica aventura
galante. Mi historia es más desapacible y amarga, y sólo puedo considerarla mía
porque resulta que yo era uno de los protagonistas... En realidad, en aquel
momento actuaban entre la muchacha y yo fuerzas más poderosas que nosotros,
que luchaban a través de nuestros destinos. Como te he dicho, hablábamos
en voz baja. Esto, al fin y al cabo, era natural: yo era el señorito y ella,
la criada; conversábamos en tono confidencial en la casa en que prestaba
servicio, hablábamos de temas íntimos y serios, pero en cualquier momento podía
entrar alguien, mi madre u otra persona, por ejemplo el criado, que sentía
celos de Judit... En resumen, la situación requería cautela, debíamos hablar en
voz baja. Naturalmente, ella también sentía que en aquel momento y en aquel
lugar sólo podíamos susurrar.
Pero yo, además, sentía otra cosa. Desde el primer instante de la conversación sentí que allí había algo más que un hombre hablando a
una mujer que le gustaba y a la que quería conseguir para su disfrute. Y
tampoco me parecía tan importante que yo estuviera enamorado de aquella mujer
joven, guapa y bien formada, que estuviera loco por ella, que la libido me
subiera la sangre a la cabeza y que para conseguirla estuviera dispuesto a
arrasar el mundo entero, a llevármela de allí, a hacerla mi mujer. Todo eso
resulta bastante aburrido. Les ocurre a todos los hombres y más de una vez en la vida.
El hambre de los sentidos puede ser tan desgarradora y cruel como la del estómago. No, el motivo por el que susurrábamos era otro... ¿Sabes?,
antes nunca había sentido que fuese necesaria tanta precaución. Porque
hablaba no sólo en defensa de mis intereses sino también en contra del interés de
otra u otras personas... por eso hablaba en voz baja. Se trataba de una cuestión
muy seria, mucho más seria que la novela galante del señorito y la criada
guapa. Porque cuando aquella mujer se levantó y comenzó a limpiarse las manos mientras me miraba a la cara con descaro, como suele decirse, con los
ojos bien abiertos y prestando toda su atención —ya estaba vestida para servir
la mesa, llevaba un vestido negro con delantal y cofia blancos, exactamente
igual que una ridícula criada de opereta—, yo sentí que la unión que le estaba proponiendo era no sólo el medio para satisfacer un deseo sino, sobre
todo, una alianza en contra de algo o de alguien. Y ella sintió lo mismo. Fuimos
al grano enseguida, sin preámbulos, del mismo modo en que hablan dos
conspiradores en las habitaciones de un palacio real.
Judit y yo nos acostamos juntos y nos amamos. Nos amamos con pasión, llenos de entusiasmo, de deseo, de ilusión, de esperanza. Seguramente esperábamos que en ese otro hogar limpio y primigenio que era la cama,
en el dominio ilimitado y eterno del amor, podríamos reparar lo que el mundo
y las personas habían estropeado. Todo amor que va precedido de una larga
espera —y tal vez ni siquiera pueda llamarse amor lo que no se haya purificado
en el fuego de la espera— confía en un milagro de la otra persona y de sí
mismo. A ciertas edades —y Judit y yo, aunque en aquella época no éramos
viejos, tampoco éramos ya jóvenes: éramos un hombre y una mujer en el sentido
más humano y completo de la palabra—, ya no buscamos en la cama obtener
del otro el placer, la felicidad o el éxtasis sino una verdad simple y
profunda que el orgullo y la mentira han ocultado hasta entonces, incluso en los
momentos de amor: la auténtica conciencia de que somos humanos, hombres y mujeres,
y tenemos una misión común en la tierra, una tarea que tal vez no sea
tan personal como creíamos. No se puede eludir esa tarea, pero se puede
deformar a fuerza de mentiras. A partir de una edad buscamos la verdad en todo,
por lo tanto, también en la cama, en la dimensión más física y oscura del
amor. No importa que la persona amada sea atractiva —al cabo de un tiempo ya ni repararás en su belleza—, no importa que sea más o menos excitante, inteligente, experimentada o curiosa, o que responda a tu pasión con
idéntico ardor. ¿Qué es lo importante entonces? La verdad. Igual que en la
literatura y en todos los ámbitos humanos: ser espontáneos, sorprendernos con el maravilloso regalo del placer, y al mismo tiempo, a pesar de nuestro
egoísmo y nuestra avidez, ser capaces de dar alegría con la misma generosidad,
sin planearlo y sin segundas intenciones, con ligereza, casi sin darnos
cuenta... Esa es la verdad en la cama. No, viejo, en el amor no hay pjatiletka, no
hay planes cuatrienales y quinquenales. El sentimiento que empuja a una persona
hacia otra no puede planearse de antemano. La cama es un lugar salvaje, una
selva virgen llena de sorpresas e imprevistos, un ambiente tórrido, cargado
de los efluvios venenosos de flores exóticas, un enredo inextricable de
lianas lleno de fieras de ojos centelleantes agazapadas en las tinieblas, las bestias
del deseo y la pasión, siempre listas para el ataque. La cama también es eso, de
alguna manera. Es una jungla, la penumbra, sonidos extraños que llegan de
lejos y tú no sabes si es el grito de una persona a quien una fiera ha atrapado
por la yugular junto a un arroyo o si es el grito de la propia naturaleza,
que es a la vez humana, animal e inhumana... Ella conocía los secretos de la vida, del
cuerpo, de la conciencia y de la inconsciencia. Para ella el amor no era una
simple serie de encuentros ocasionales sino una eterna vuelta al hogar, a la niñez
familiar,una niñez que era lugar de nacimiento y a la vez fiesta, la luz
anaranjada de un paisaje al atardecer y el sabor familiar de la comida, la excitación
de la espera y, en el fondo de todo, la seguridad de que más tarde, cuando caiga la
noche, no habrá que tener miedo de los murciélagos, pues uno vuelve a casa
cuando se cansa de jugar y allí lo esperan una lámpara encendida, un plato
caliente y una cama hecha. Eso era el amor para Judit.
Como he dicho antes, yo mantenía la esperanza.
Pero la esperanza no es otra cosa que miedo de aquello que más
deseamos y en lo cual no creemos ni confiamos del todo. Ya sabes, uno no espera
lo que ya tiene... existe de todas formas, pero al margen de nuestra vida.
Estuvimos de viaje durante un tiempo. Luego volvimos a casa y alquilamos una villa
en las afueras de la ciudad. No lo decidí yo sino Judit. Si ella lo hubiera
deseado, naturalmente yo la habría introducido «en sociedad», aunque habría
procurado invitar a nuestra casa a personas sensatas que no fueran esnobs, que
viesen en lo que nos había pasado algo más que un tema de cotilleo... Porque obviamente la sociedad, ese otro mundo del que yo hasta hacía poco era un miembro honorario y Judit una simple criada, había seguido el transcurso de
los acontecimientos con gran interés. Parece que ciertas personas sólo
viven para esto, de pronto ves que adquieren una agilidad electrizante, se
revigorizan, sus ojos empiezan a brillar y no sueltan el teléfono desde el alba hasta
el ocaso... En semejante ambiente, a nadie le habría sorprendido que los periódicos
trataran en grandes titulares «nuestro asunto», del que ya se hablaba con lujo
de detalles, como de un delito. Y quién sabe si no tenían razón en los
términos de las leyes sobre las que está basada la sociedad. Tiene que haber un
motivo por el cual las personas aguantan el tedio opresivo de la convivencia
organizada, de otro modo no seguirían debatiéndose en la atroz trampa de ataduras ya gastadas; los hombres no aceptarían sin rechistar las renuncias a las
que los fuerzan las convenciones sociales si, en el fondo, no estuvieran
convencidos de su validez. Por lo tanto, consideran que nadie tiene derecho a buscar
su satisfacción, tranquilidad y alegría según sus propias reglas, porque
ellos, que son la mayoría, han aceptado de común acuerdo soportar la censura de
los sentimientos y los deseos, esa censura general que es la
civilización... Por eso se indignan y crean tribunales de guerra secretos para dictar sentencias despiadadas en forma de cotilleos en cuanto se enteran de que alguien
se ha atrevido a rebelarse y a buscar por su cuenta un remedio a la soledad.
Ahora que ya estoy solo, a veces me pregunto si de verdad es tan injusto el
reproche de la gente cuando ve que alguien busca una solución irregular a los
problemas de su vida...
Pero eso lo pregunto así, entre tú y yo, pasada la medianoche.
Las mujeres no lo entienden. Sólo un hombre es capaz de entender que
en la vida existe algo más que la felicidad. Tal vez sea ésa la mayor y
más irremediable diferencia que separa a hombres y mujeres de todos los
tiempos y lugares. Para la mujer, si es una verdadera mujer, sólo hay una patria
de verdad: el territorio que ocupa en el mundo el hombre al que ella
pertenece. Para el hombre en cambio existe también esa otra patria enorme,
eterna, impersonal, trágica, con banderas y fronteras. Con esto no quiero
decir que las mujeres no sientan apego por la sociedad en la que han nacido, por el
idioma en el que juran, mienten y hacen la compra, por el paisaje en el que han
crecido; tampoco quiero decir que ellas no alberguen sentimientos de afecto, abnegación, espíritu de sacrificio y lealtad, quizá a veces incluso de
heroísmo hacia esa otra patria, la patria de los hombres. Pero, en realidad,
una mujer nunca muere por una patria, sino por un hombre. Juana de Arco y todas
las demás excepciones son mujeres varoniles... Hoy en día abunda cada vez
más este último tipo. ¿Sabes?, el patriotismo de las mujeres es mucho más
discreto, carece de las contraseñas secretas que tanto gustan a los hombres.
Péter y el amigo peruano.
Como antes te decía, nos amábamos. Y voy a decirte otra cosa, por si
no lo sabías: el amor, si es verdadero, siempre es letal. Ahora me explico:
su fin no es la felicidad, el idilio «hasta que la muerte nos separe», cogidos de
la manopaseando bajo los tilos en flor, tras los cuales se vislumbra la mansa
luz de la lámpara que refulge en el zaguán de la casa, que nos acoge y envuelve
en sus frescos olores... Eso es la vida, pero no es el amor. El amor es una
llama más siniestra, más trágica. Un día se enciende el deseo de conocer esa
pasión destructiva. ¿Sabes?, cuando ya no quieres nada para ti, cuando no
buscas el amor para estar más sano, más tranquilo, más satisfecho, sino que sólo
quieres ser, por completo y aun a costa de tu vida. Ese sentimiento llega
tarde, muchos no llegan a conocerlo nunca... Son los prudentes; no me dan envidia.
También están los glotones, de curiosidad insaciable, que beben de cada tazón
que se encuentran... Esos son, sencillamente, lamentables. Luego hay otros
decididos y astutos, los carteristas del amor, que roban un sentimiento a la
velocidad del rayo, arrancan un poco de ternura y de intimidad de los escondrijos de
un cuerpo y a continuación desaparecen en la oscuridad, se pierden con
una sonrisa cruel en el oscuro caos de la vida. Están también los cobardes
y los precavidos, que lo calculan todo, en el amor y en los negocios; tienen
una agenda donde apuntan los objetivos y los plazos de la vida
sentimental, y viven según esas estrictas anotaciones. La mayoría son así, unos inútiles. Y
por último están los pocos que un día comprenden lo que la vida quiere con el
amor, lo que pretende al entregar ese sentimiento al género humano... ¿Lo hace por
nuestro bien? La naturaleza no es benévola. ¿Quiere ofrecernos la esperanza de
la felicidad? La naturaleza no necesita tales fantasías humanas, sólo
quiere crear y destruir, pues ésa es su función. Es cruel porque tiene un plan bien
definido y es insensible porque su plan no tiene en cuenta en absoluto al género
humano.
La naturaleza regala al ser humano la pasión, pero pretende que esa
pasión sea incondicional.
En cualquier vida que sea digna de tal nombre llega un momento en que uno se hunde en una pasión como si se estuviera zambullendo en las
cataratas del Niágara. Sin salvavidas, naturalmente. No creo en los amores que
empiezan como un simpático paseo campestre, caminando por el bosque inundado de
sol con la mochila a la espalda, entonando alegres canciones... ya sabes,
esa exuberancia de «día de fiesta» que invade la mayoría de las relaciones
humanas en sus fases iniciales... Esa exuberancia es bastante sospechosa. La
pasión no tiene nada de fiesta. Esa fuerza sombría que crea y destruye el mundo
sin cesar no pregunta nada a aquellos a quienes toca, no quiere saber si les
gusta o no, no le importan mucho los sentimientos humanos. Lo da y lo pretende todo:
exige un impulso incondicional que se alimenta de la misma energía
primordial que la vida y la muerte. No hay otro modo de conocer una pasión de
verdad... ¡Y qué pocos llegan a este punto! Las personas en la cama se acarician y
se hacen cosquillas, se cuentan un mar de mentiras, fingen debilidad, quitan al
otro por egoísmo lo que más les conviene y a lo mejor se dignan, por
complacerse a sí mismas, arrojarles algunas sobras de su satisfacción... Y no saben que
todo eso no tiene nada que ver con la pasión. No es casualidad que en la
historia de la humanidad las grandes parejas de amantes estén rodeadas de la misma
aura de respeto y veneración que los héroes que, con suprema valentía y por
propia voluntad, arriesgan la piel en alguna hazaña grandiosa y desesperada. Sí,
los verdaderos enamorados también arriesgan la piel, en el sentido más
literal de la expresión; y es precisamente en esa empresa donde la mujer tiene un
papel tan importante como el hombre y demuestra que posee un espíritu heroico,
como el caballero que parte a la conquista del Santo Sepulcro. También los
amantes verdaderos y valientes buscan un eterno y misterioso Santo Sepulcro,
por eso afrontan largos peregrinajes y se enzarzan en duras luchas, en las que
reciben heridas y perecen...
¿Qué otro sentido tiene ese impulso aciago e incondicional que empuja a los tocados por esa última pasión unos hacia otros? La vida se expresa a través de esa energía y enseguida abandona a sus víctimas con indiferencia. Por eso se ha respetado tanto a los amantes en todos los tiempos y en todas las religiones, porque al estrecharse en un abrazo están subiendo a la hoguera. Los verdaderos, claro, esos pocos valientes, los elegidos. Los demás sólo buscan una mujer como buscan una bestia de carga, o sólo quieren pasar una hora entre níveos y amables brazos, o que acaricien su vanidad masculina o femenina, o satisfacer un impulso biológico... Eso no es amor. Detrás de cada abrazo verdadero está la muerte con sus sombras, que son tan intensas y poderosas como los destellos de los haces de luz de la felicidad. Detrás de cada beso verdadero se esconde el deseo secreto de la aniquilación, ese sentimiento extremo de felicidad que ya no regatea, la conciencia de que no hay otro modo de ser feliz que perderse del todo en un sentimiento y entregarse a él por completo. Y ese sentimiento no tiene propósito. Quizá por eso los enamorados han sido objeto de tan profunda veneración en las religiones ancestrales y en los poemas del pasado... En el fondo de la conciencia humana yace el recuerdo de lo que en el principio era el amor. Era algo distinto, algo más que el mero contrato de compraventa social en que se ha convertido, algo más que un pasatiempo o un juego del estilo del bridge o del baile... Recuerdan que hubo un tiempo en que a cada ser viviente se le asignó una temible tarea: el amor, es decir, la expresión completa de la vida, la perfecta comprensión del sentido de la existencia y su natural consecuencia, la aniquilación. Pero eso se descubre mucho más tarde. ¡Y qué poco importan entonces la virtud, la moral, la belleza o las buenas cualidades del otro implicado en el desempeño de esta tarea! Amar significa simplemente conocer por completo la felicidad y luego perecer. Pero hay millones y millones depersonas que sólo esperan ayuda del ser amado, remedios caritativos, un pocode ternura, de paciencia, de perdón, alguna caricia... Y no saben que lo que obtienen de esta manera es algo insignificante y que hay que saber entregarse sin condiciones porque en eso consiste el juego.
Así empezó el amor entre Judit Áldozó
cuando nos fuimos a vivir a la villa de las afueras. O al menos así empezó para mí. Era yo el que experimentaba esos sentimientos, era yo el que esperaba.
Péter y su amigo peruano
(...) aberraciones, puedo comprender que alguien se sumerja en las medrosas profundidades del deseo carnal y comprendo también las delirantes y
grotescas formas de la pasión... El deseo nos habla en mil lenguas diferentes.
Todo eso hay que tenerlo en cuenta. Pero sólo las personas libres pueden
arrojarse a aguas tan profundas y revueltas... Todo lo demás es un vil engaño,
peor aún que la crueldad deliberada.Dos personas que significan algo la una para la otra no pueden vivir guardando un secreto en el corazón. En eso consiste la traición. Lo
demás ya no tiene importancia... son cosas del cuerpo, en la mayoría de los casos,
un triste jadeo, nada más; amores calculados en lugares prefijados, amores por
horas, carentes de espontaneidad... ¡qué tristes, qué mezquinos! Y detrás de
todo hay un secreto canalla que infecta la convivencia, como si en alguna parte
de la bonita casa, quizá bajo el canapé, hubiese un cadáver en
descomposición. Desde el día en que encontré la carta del banco, Judit tenía un
secreto. Y era muy hábil ocultándolo.
Ella lo iba guardando y yo la observaba con atención.
(...)también de ese algo misterioso que constituye la condición esencial de
la vida de un ser humano: el amor propio. Mira, sé muy bien que el contenido
de este concepto puede confundirse con la vanidad. Es un concepto de hombres,
las mujeres se encogen de hombros cuando lo oyen. Las mujeres, por si no
lo sabías, no tienen amor propio. Aman tal vez al hombre al que
pertenecen, su rango social o familiar, o su reputación. Pero de sí mismas, de ese
fenómeno que es una amalgama de conciencia y carácter cuyo nombre es «yo», las
mujeres sólo tienen una percepción muy vaga, descuidan el valor de su
personalidad y tienden a ser demasiado indulgentes con ellas mismas. Descubrí que ella estaba saqueándome deliberadamente o, al menos, estaba haciendo todo lo que su discreción le permitía para llevarse el
mayor trozo posible de mi hogaza de pan. Ya sabes, de ese pan que yo creía
que era de los dos y que en aquella época, más que un pan era todavía una
auténtica tarta, sobre todo para ella... Pero eso no lo supe por los demás, ni siquiera
por el banco, que —con perfecta buena fe— me informaba regularmente del
constante aumento del patrimonio de Judit. No, amigo mío, lo descubrí en la
cama. Y me dolió tanto... Pues sí, es en casos como éste cuando los hombres nos
damos cuenta de que no se puede vivir sin dignidad.
Fue sólo una mirada en un momento de intimidad y ternura. Yo había cerrado los ojos y los abrí de improviso. Y en la penumbra vi una
cara, una cara conocida y fatal que se sonreía con una expresión desconfiada,
maliciosa y sarcástica. Entonces comprendí que Judit, como ya había ocurrido otras
veces, cuando yo creía vivir momentos de entrega total y abandono
incondicional junto a ella, la mujer con quien me había fugado de las convenciones
humanas y sociales, en ese preciso instante me miraba con ligera pero indudable
burla. ¿Sabes?, con la actitud del criado que te observa a hurtadillas y se
pregunta: «Vamos a ver, ¿qué hace el señorito?», o bien exclama: «Ay, los
señores siempre igual», y a continuación te ofrece sus servicios. Descubrí que Judit,
dentro y fuera de la cama, no me amaba, me servía. Igual que cuando era
doméstica en la casa de mis padres y me limpiaba la ropa y los zapatos. Igual que más
tarde, cuando me servía la comida en las ocasiones en que yo visitaba a mi
madre. Me servía porque ése era su papel con respecto a mí y en los grandes
papeles que el destino impone a los hombres no se puede forzar un cambio. Y cuando
empezó su peculiar duelo conmigo y con mi primera esposa, no creyó ni por un momento que el sentimiento que nos unía pudiese dar equilibrio a
nuestra relación y que los papeles que nos separaban pudieran deshacerse,
pudieran cambiar. Nunca creyó que su papel en la vida respecto a mí pudiese ser
algún día distinto del de criada. Y como esto no sólo lo sabía con la mente
sino también con el cuerpo, con los nervios, incluso en sus sueños, y como
era tan consciente de su pasado y de sus orígenes, nunca se había rebelado
contra la posición que la vida le había asignado, sólo actuaba como le dictaban
sus leyes vitales. Ahora también comprendo eso.
¿Si me dolió, preguntas?
Sí, mucho.
Pero no la eché enseguida. Fui orgulloso y no quise que supiera el
daño que me había hecho. Dejé que me ofreciera sus servicios durante un
tiempo, en la cama y en la mesa, y soporté que siguiera robándome un poco más. Ni siquiera le dije entonces que conocía sus pequeños y sucios negocios
ni que, en un momento de descuido, había sentido sobre mí en la cama sus ojos
curiosos, burlones y despectivos... La historia entre dos personas tiene que
llegar siempre hasta el final, hasta sus últimas consecuencias, si es necesario hasta
la aniquilación. Al cabo de un tiempo, en cuanto me dio otro motivo para
hacerlo, la eché sin mucho ruido y ella se fue sin rebelarse, no hubo salidas
de tono entre nosotros. Cogió su hato —que se había vuelto bastante grande, puesto
que dentro habían terminado cayendo numerosas joyas y hasta una casa— y se
fue.
En silencio, no dijo una palabra, igual que a los quince años, cuando
llegó. Y antes de irse me miró desde el umbral con la misma mirada muda,
inquisitiva y distante que tenía la primera vez que la vi en el pasillo.
Lo más hermoso de ella eran sus ojos. A veces aún los veo en sueños. Sí, se la llevó el tipo bajito y corpulento. Incluso nos retamos a
duelo.
¿Sabes?, un día comprendí que
nadie puede ayudarnos. El deseo de amar y ser amados permanece, pero no hay nadie que pueda servir de
ayuda. Cuando uno comprende esto, se hace fuerte y solitario.
Judit le cuenta a su amante su relación con Peter
¿Mi marido? Como te digo, era un señor. Pero no era un señor completo
y con todas las consecuencias... ¿Sabes por qué? Porque se ofendió.
Cuando me conoció... quiero decir, cuando me conoció de verdad y sin tapujos...
se ofendió y se divorció de mí. Ahí fue donde falló... Pero no era un estúpido.
Sabía que el hombre que deja que le hagan daño, el que se ofende, no es un
verdadero señor. Entre mi gente también podías encontrar algunos señores. Muy rara vez,
es cierto, porque nosotros éramos tan pobres como los ratones de campo
con los que dormíamos cuando era pequeña.
*****
Nunca estuve tranquila ni contenta en aquella casa.
¿Por qué? ¿Acaso no lo había recibido todo allí, lo bueno y lo malo,
no me desquité de todas las humillaciones?
Es una pregunta muy difícil, corazón. La revancha, ¿sabes?... A veces pienso que ése es el mayor problema entre las personas.
***
Y no sentía la menor vergüenza
cuando estaba rodeada de ricos, puedes creértelo. No tenía nada de tímida y me llené bien los
bolsillos. Hubo momentos en que llegué a pensar que yo misma era rica. Pero ahora sé
que nunca, ni por un momento, fui una verdadera rica. Yo sólo tenía joyas
y dinero en el banco. Todo me lo habían dado ellos, los ricos. O se lo quitaba
yo cuando se presentaba la ocasión. Porque yo era una niña muy lista y desde que
era así de pequeña ya sabía que tenía que ganarme la vida; vivía en el hoyo,
había aprendido enseguida que no hay que ser holgazán, que hay que coger todo
lo que los demás desechan, olerlo y tocarlo, morderlo, esconderlo... todo
lo que se encuentre, tanto si es una cacerola agujereada como si es un anillo de brillantes... Uno nunca es bastante aplicado, eso ya lo sabía cuando
era una cría.
***
Pero, al morir la señora, no
dije nada a mi marido cuando encontré ese objeto de culto familiar, simplemente me lo eché al
bolsillo. No se puede decir que lo robara porque me correspondía, pues mi marido me
regaló todos esos brillantes cuando su madre murió. Pero me quité el antojo de echarme al bolsillo, sin que mi marido lo supiera, precisamente ese
anillo que la señora había llevado con tanto orgullo. Y lo he tenido guardado
hasta ayer mismo, cuando por fin lo vendiste.
****
Me dijo que los grandes señores
no vivían por algo sino contra algo. Eso fue todo.
***
(...) que me fui a la cama con mi marido ese olor se me metió en la
garganta, era un aroma masculino perverso y sofisticado, que conocía desde los tiempos
en que le planchaba los calzones y le ordenaba las camisetas en el armario de
la ropa interior. Y me sentí tan feliz que, a causa de la emoción de los
recuerdos y el olor, me dieron náuseas. Porque, ¿sabes?, el cuerpo de mi marido olía
igual, usaba un jabón con el mismo perfume. Y el líquido que el criado usaba
para frotarle la cara después del afeitado y la loción para el pelo también
tenían ese olor enmohecido a hacinas de heno en otoño... era casi imperceptible,
sólo un leve aliento, pero más que una persona parecía una hacina de heno
sacada de algún cuadro francés del siglo pasado... Quizá fue eso lo que me dio
ganas de vomitar cuando me acosté por primera vez con él y me abrazó.
***
(...) pero yo nací rodeada de
animales y, como todos los niños pobres que han nacido así, como el niño Jesús...
recibí el don del olfato, del que los ricos ya se han olvidado. Mis señores no
sabían ni cómo era su propio olor. Esa es otra de las razones por las que no los
quería. Yo sólo les serví, primero en la cocina... y luego en el salón y en la
cama. Nunca hice otra cosa que servirles. Pero a ti te quiero porque tu olor me
resulta familiar.
***
¿Qué les faltaba? La tranquilidad. Mira, no tenían ni un instante de
paz. Y eso que vivían según horarios estrictos y había un gran silencio en la
casa y en sus vidas. Nunca una palabra fuera de tono. Nunca un hecho inesperado.
Todo estaba calculado, previsto, las crisis económicas, la difteria, el
buen tiempo, el mal tiempo, cualquier eventualidad de la vida, incluida la muerte.
Pero no estaban tranquilos. Tal vez habrían encontrado la paz si un día
hubieran decidido dejar de vivir de una forma tan previsora... Pero les faltaba
valor. Al parecer se necesita mucho valor para lanzarse a la vida sin más, sin
horarios ni previsiones... vivir la vida como viene, día tras día, hora tras hora,
incluso minuto tras minuto... y no esperar nada, no tener esperanza en nada. Simplemente estar en el mundo. Pues ellos no eran capaces, no sabían
estar y punto.
***
Para ellos lo más importante
era conservar lo que habían creado con su trabajo y sus modales, con toda
su existencia... sí, era más importante guardar que crear. Como si vivieran más de una vida al mismo tiempo, la vida de sus
padres y la de sus hijos. Como si no fueran seres individuales, distintos de
los otros, personas únicas e irrepetibles sino sólo momentos de una única y larga
vida, vivida no tanto por los individuos como por la familia entera, la
familia burguesa... Por eso guardaban las fotos, los retratos de grupo de la
familia, con el mismo cuidado maniático con el que guardan en un museo los valiosos retratos de los personajes ilustres de épocas pasadas... La foto del
compromiso de los abuelos. La foto de la boda del padre y la madre. El retrato de
un tío lejano venido a menos con su levita o con su sombrero de paja. El
retrato de una tía con su velo y su parasol, sonriendo con expresión feliz o
triste... Y ellos eran todas estas personas juntas, una especie de personalidad única que se
desarrolla lentamente en el tiempo: la familia burguesa... A mí todo aquello me
quedaba muy lejos. Para mí la familia era una necesidad, un vínculo
inevitable. Para ellos era una obligación...
****
Leo en tus ojos que no lo entiendes. Tal vez ellos lo entendían con la
razón porque eran cultos. Pero no con el corazón o con las entrañas, que
siempre andaban alterados. Temían que un día todos los cálculos, las
previsiones y los proyectos no sirvieran para nada, que algo terminara. Pero ¿qué podía terminar? ¿La familia? ¿La fábrica? ¿El patrimonio?... No, ellos
sabían que no era tan sencillo. Tenían miedo de cansarse un día y no poder seguir manteniendo unido todo aquello. Acuérdate, igual que lo que nos dijo
el mecánico el otro día, cuando le llevamos nuestra vieja chatarra de
coche para que averiguara qué le pasaba. ¿Te acuerdas? Dijo que el coche
funciona, que en el motor no hay ninguna avería, pero que todo el mecanismo está
desgastado. Pues era como si mis señores también temieran que hubiese un desgaste
en todo lo que ellos habían conseguido acumular e intuyeran que no
podrían seguir manteniéndolo todo junto por mucho tiempo... y entonces su
civilización se acabaría.
***
Voy a arreglarte la almohada. Túmbate cómodamente, estírate. Cuando estés conmigo tú sólo tienes que descansar, tesoro, quiero que estés a
gusto. Ya es bastante fatigoso trabajar siempre de noche con el grupo. Aquí, en
mi cama, sólo tienes que amarme y descansar.
¿Si se lo decía a mi marido también?... No, corazón. No quería que se encontrase a gusto cuando estaba en mi cama. Ese era precisamente el problema... De alguna forma yo no quería que se sintiese a gusto
conmigo. Y eso que el pobre lo había dado todo por mí, había hecho todos los
sacrificios. Había roto con su familia, con su ambiente, con sus costumbres. Había
huido de todo, literalmente, para refugiarse en mí como un caballero arruinado
que busca refugio en la otra punta del mundo, en un país exótico. Puede
que por eso nunca consiguiera hacer las paces con él mismo y sentirse en casa
cuando estaba conmigo... Siempre vivió conmigo como quien emigra a un lugar fascinante, lleno de perfumes especiados, un país cálido como Brasil,
y allí se casa con una indígena. Y en ese hermoso y extraño lugar se pregunta
por qué ha terminado allí. Y cuando está con la mujer nativa, en los momentos de intimidad piensa en otra cosa. ¿En su casa, en la patria lejana?
Quizá.
***
Sabes que te adoro, pero si llega un día en que eso cambia porque tú me engañes o porque te
largues... pero eso es imposible... ¿verdad? De todas formas, si llega el caso, no
creas que me va a dar un infarto si algún día vuelvo a verte. Nos pondremos a
charlar amablemente. Pero sobre «eso» no volveremos a hablar, porque «eso» se
acabó, se evaporó para siempre. No te pongas triste. Sólo hay una patria en
la vida, como el amor, el verdadero. Y también pasa, como el amor verdadero. Y
está bien que así sea, porque si no esto no habría quien lo aguantase.
***
Yo para él no sólo era una mujer, era también un examen, una gran prueba, era la aventura, un
puma al acecho y a la vez una presa que cazar; para él, estar conmigo era
como ser culpable de malversación o como escupir sobre la alfombra en casa de
una persona muy educada. A ésos no los entiende ni el diablo. Te traigo un
coñac, un tres estrellas, ¿vale? Me ha entrado sed de tanto hablar...
Bebe, mi vida. Sí, voy a beber así, poniendo mi boca donde tus labios
han tocado el vaso... Tienes ideas maravillosas, tiernas, sorprendentes...
Casi me dan ganas de llorar cuando hablas así. ¿Cómo lo haces? No sé cómo se te
ocurren... No quiero decir que la idea sea del todo nueva, es posible que se le
haya ocurrido ya a cualquier otro enamorado... de todas formas, para mí es
un gran regalo.
***
Yo gané ocho mil pengős con la cripta, el constructor no quiso darme más. Con mi estúpida cabecita ingresé la pequeña ganancia en una
cuenta corriente que tenía en un banco; un día, mi marido encontró por
casualidad la notificación del banco que decía que, junto con los intereses, mi
modesto saldo había crecido a tanto y a cuanto... No me dijo nada... ¿Qué iba a
decirme? Pero se le notaba que le había sentado mal. Pensaba que ya que era un
miembro más de la familia no debía sacar beneficio de la cripta de sus padres...
¿Tú lo entiendes? Yo sigo sin entenderlo. Sólo te lo cuento para que veas lo
raros que son los ricos.
****
Pero a sonreír no aprendí nunca. Se ve que para eso hace falta algo
más,tal vez que tus abuelos ya supieran sonreír. Era un detalle que odiaba
con toda mi alma, tanto como la parodia del camisón... Sí, odiaba su sonrisa.
Porque cuando le tomaba el pelo en la cama... fingiendo que estaba a gusto
con él...seguro que él se daba cuenta, pero en vez de coger un puñal y
apuñalarme, sonreía. Estaba sentado en la enorme cama de matrimonio despeinado, musculoso, atlético, porque hacía mucho deporte, con ese leve olor a
heno, y me miraba con una mirada fija y vidriosa. Y sonreía. A mí me entraban
ganas de llorar de la rabia, la impotencia y la tristeza que sentía. Estoy segura de que cuando encontró su casa destruida por las bombas o después, cuando le quitaron la fábrica y toda su fortuna, también
sonrió de esa manera. Esa es una de las mayores crueldades del ser humano, esa sonrisa
extraña, distinta, la sonrisa de los señores. Es el verdadero pecado de los
ricos. Una cosa así no se puede perdonar... Porque puedo entender que alguien robe o
mate cuando lo atacan. ¡Pero si se queda quieto y sonríe en silencio,
entonces ya no se sabe qué hacer con él! A veces sentía que ni el peor castigo del mundo
habría sido suficiente, que todo lo que yo, una mujer salida de un agujero y
encontrada en la calle, podía hacer contra él era poco. Todo lo que el mundo
podía hacer contra él, contra sus propiedades, su fortuna y todo lo que le
importaba, era poco... Había que quitarle esa sonrisa.
****
No los odiaba por su dinero, sus palacios o sus piedras preciosas. No era una proletaria
rebelde y menos aún una obrera con conciencia de clase, nada de eso... ¿Por qué no? Porque venía de tan abajo que sabía mucho más de lo que se parloteaba
en aquellos discursos del principio. Sabía que en el fondo, abajo del
todo, no ha habido ni habrá nunca justicia. Y aunque consigan corregir una
injusticia, en su lugar colocarán una nueva. Y además era una mujer y hermosa, y tenía
tantas ganas de estar en el lado donde luce el sol...
Pero contigo quiero ser franca. A ti te quiero dar todo lo que me queda, y no me refiero sólo a las joyas... por eso te
confieso que odiaba a los ricos sobre todo porque lo único que podía quitarles era
su dinero. Lo demás, lo que forma parte del secreto y el sentido de la riqueza,
esa diferencia que me hechizaba tanto como la propia fortuna... eso no
quisieron dármelo. Lo escondieron tan bien que no habría habido revolucionario
en el mundo capaz de quitárselo... Lo ocultaron mejor que las fortunas que guardaban en las cajas fuertes de los bancos extranjeros o que el oro
que enterraban en sus jardines.
***
Déjame otra vez la foto. Sí, así era cuando me casé con él. Y estaba
igual la última vez que lo vi... después del asedio. Sólo había cambiado como
cambian con el uso continuo los objetos de buena calidad... se vuelven un poco
más lustrosos, más lisos, más pulidos. Envejecía como una buena cuchilla de
afeitar o una boquilla de ámbar.
***
Y un día me habló. Me dijo que quería tomarme por esposa... a mí, a la
criada. No entendí muy bien lo que me decía, pero en aquel momento lo odié tanto que me habría gustado escupirle a la cara. Era Nochebuena, yo estaba agachada delante de la chimenea, colocando la leña para encenderla.
Sentí que ésa era la peor ofensa que me habían hecho en mi vida. Quería
comprarme, como si yo fuese un perro de una raza poco corriente... eso fue lo que
sentí en aquel momento. Le dije que se apartara de mi camino, que no quería ni
verlo.
***
Sí, yo también soy una neurasténica, no sólo los señores. Y mis nervios no sufrían por culpa de ellos, yo ya era así desde los
tiempos de mi casa, allí, en el hoyo... si es que alguna vez he tenido algo parecido
a lo que los humanos llaman casa. Cuando pronuncio las palabras «casa» o
«familia»... no veo nada, sólo percibo un olor. Un olor a tierra, a barro, a ratones y
a humanos. Y flotando sobre todo eso, siento ese otro olor de mi infancia medio
humana y medio animal, el cielo azul, el bosque humedecido por la lluvia y con
olor a setas, el sabor de la luz del sol, que era como cuando tocas un objeto
metálico con la punta de la lengua... Yo era una niña nerviosa, ¿para qué lo
voy a negar?... Nosotros también tenemos secretos, no sólo van a tenerlos
los ricos.
***
Bueno, ya hemos bebido bastante. Voy a preparar otro café... Dame tu mano, deja que la apriete contra mi pecho. ¿Notas cómo late mi corazón? Así late cada madrugada... y no es por el café, ni por los cigarrillos, ni por estar contigo. Es porque me acuerdo del momento en el que lo vi por última vez. No creas que es la nostalgia. En esos latidos no hay nada parecido a lo que puedas encontrar en las películas sentimentales. Ya te he dicho que nunca lo quise. Hubo un tiempo en que estuve enamorada de él... pero sólo estaba porque aún no vivía con él. Estas dos cosas nunca van juntas, ¿lo sabías?
***
¿Esperaba al hombre que aún vivía con la otra mujer, con la rica?... Sabía que llegaría
mi momento, sólo tenía que saber esperar. Pero también sabía que él nunca se movería por sí mismo. En poco
tiempo tendría que ir yo misma a buscarlo para agarrarlo del pelo y sacarlo
de su vida, igual que si estuviera ahogándose en un pantano.
***
¿El amor, dices? Qué bueno eres... Eres un ángel caído del cielo. No,
corazón, creo que ni siquiera el amor puede ayudarnos. Ni el cariño... El
artista aquél me dijo un día que en el diccionario se habían confundido con esas dos
palabras. Él no creía en el amor ni en el cariño, sólo creía en la pasión y en la
piedad, pero decía que tampoco ayudan porque sólo duran un momento... tanto la
piedad como la pasión.
***
Vi cómo Peter se acercaba a mí por el puente. Porque un día volvimos a
tener puente.
No muchos, sólo uno. Pero ¡qué puente más maravilloso! ¡No estabas
allí cuando lo construyeron, por eso no sabes lo que significó para
nosotros, para el pueblo de la ciudad asediada, cuando por fin corrió la noticia de que
Budapest, la gran urbe, volvía a tener un puente sobre el Danubio! Lo
construyeron a la velocidad del rayo, al final del invierno ya cruzábamos el río por él.
Para ser exactos, yo avanzaba a pasos cortos, arrastrada por la muchedumbre hacia la
entrada del puente, cuando vi que en sentido contrario, en la fila que venía de
Pest, mi marido acababa de llegar a Buda.
Me salí de la cola y corrí hacia él. Lo abracé con todas mis fuerzas.
Muchos se pusieron a vociferar y un policía empezó a empujarnos porque
habíamos cortado el movimiento de aquella cinta transportadora humana.
Nuestras vidas no tenían
fronteras palpables, no se desarrollaban en un marco definido... como si los límites de las cosas
se hubieran borrado y todo discurriera fuera de los márgenes. Ahora,
mucho más tarde, sigo sin saber dónde empiezan las cosas y dónde acaban. Sentí lo mismo en el puente, cuando salté de la fila. No fue un gesto voluntario, intencionado, porque hacía un minuto ni siquiera sabía si
seguía vivo el hombre que... hacía mucho tiempo... ya sabes, en lo que llaman
los albores de la humanidad... el hombre que había sido mi marido. Porque
aquella época me parecía tremendamente lejana. El tiempo que nos pertenece, el
que es realmente nuestro, no se mide ni con los relojes ni con los
calendarios...
Ninguno de los dos sabíamos si el otro estaba vivo o muerto.
Pero no fue por eso por lo que fui corriendo hacia él y lo abracé a la
vista de miles de personas. Estoy hablando de él, de mi marido. El mismo que se acercó a mí de
frente porque volvíamos a tener un puente sobre el Danubio. Y yo me colgué de
su cuello a la vista de miles de personas.
Él salió de la fila, pero no se movió. Tampoco me rechazó. No te preocupes, no me besó la mano delante de todos los comerciantes
orientales y mendigos harapientos, temblorosos y desalentados que se arrastraban
por el puente. Tenía demasiados buenos modales para hacer una cosa de tan mal gusto. Simplemente se quedó de pie, esperando a que terminara la
bochornosa escena. Se quedó allí plantado, tranquilo, y yo le veía la cara con
los ojos cerrados y a través de las lágrimas, como ven las futuras madres la
cara de sus hijos nonatos. No necesitas ojos para ver lo que es tuyo. Pero mientras yo me agarraba con todas mis fuerzas a su cuello ocurrió algo. Se me metió en la nariz aquel olor, el olor del cuerpo de mi
marido...
En ese instante empecé a temblar. Las rodillas no me sostenían y tenía unos calambres en el estómago que parecían el paso previo a las náuseas. Imagínate, el hombre que estaba frente a mí en el puente no olía mal. No puedes entenderlo, pero créeme, en aquel tiempo la gente apestaba, llevaba encima el hedor de la carroña, incluso si por algún milagro le quedaba un trozo de jabón o un poco de colonia en el compartimento secreto del bolso de mano guardado en el sótano o en el refugio. Incluso cuando alguien conseguía, entre dos ataques aéreos, lavarse un poco... seguía oliendo mal. Porque el olor del asedio de la ciudad no se desprendía fácilmente, no podías frotarlo hasta eliminarlo con un poco de jabón ¡El olor penetrante de las cloacas, los cadáveres, los sótanos, los vómitos, el aire viciado, la muchedumbre apretujada, tiritando con un sudor frío por el miedo a la muerte, los alimentos amontonados y revueltos unos con otros! Todo eso se quedaba metido en la piel. Y quien no tenía ese mal olor natural olía mal de otra forma, a agua de colonia barata... y ese otro olor artificial era aún peor, más nauseabundo que el mal olor natural. Pero mi marido no olía a colonia barata. Lo olí con los ojos cerrados y llenos de lágrimas, y empecé a temblar.
¿A qué olía? A heno enmohecido. Igual que hacía años, cuando nos divorciamos. Igual que la primera noche en la que me acosté en su cama
y tuve arcadas por ese olor acre, masculino y señorial... Porque toda su persona estaba igual, su cuerpo, su ropa, su olor...
igual que la última vez que lo había visto. Retiré los brazos de su cuello y me limpié los ojos con el dorso de la
mano.
Estaba mareada. Saqué un pañuelo de mi bolso, luego un espejito y una
barra de labios. Ninguno de los dos dijo nada. Él estaba quieto, esperando a
que yo arreglara un poco mi cara lacrimosa y sucia. No me atreví a mirarlo a
la cara hasta que vi en el espejito que mi rostro volvía a estar decente. Seguía sin creer lo que veía. ¿A quién tenía frente a mí, entre las entre
las hileras serpenteantes, interminables de miles de personas, en la cabecera del
puente provisional, en aquella ciudad humeante donde eran pocos los edificios
que no tenían cráteres, que no mostraban las huellas de los disparos; donde
no había ninguna ventana intacta, ni vehículos, ni policías, ni leyes, ni nada;
donde las personas se vestían de mendigos aunque no tuvieran necesidad, se
hacían pasar por ancianos andrajosos, se dejaban la barba larga y descuidada, y
andaban en zigzag para dar pena; donde las damas cargaban con sacos de harapos y
todo el mundo llevaba mochilas a los hombros, como los peregrinos enclenques y sucios en las fiestas patronales de los pueblos? Tenía delante a mi
marido. El mismo al que yo había ofendido hacía siete años. El mismo que, cuando comprendió que yo no era su amante ni su esposa sino su enemiga, una
tarde se acercó a mí sonriente y tranquilo, y me dijo:
—Creo que lo mejor será que nos divorciemos.
Porque él siempre comenzaba las frases así cuando quería decir algo importante: «creo que...» o «pienso que...». Nunca decía lo que quería directamente, sin rodeos. Mi padre, por ejemplo, cuando no aguantaba
más, empezaba diciendo «lamadrequeteparió». Y luego pegaba. Pero mi marido, cuando ya no aguantaba más, lo primero que hacía era abrir una pequeña puerta de cortesía, una frase de suposición en la que quedaba diluido
lo más importante y quizá más hiriente. Lo había aprendido en Inglaterra, en
el instituto donde había estudiado. «Me temo que...» era otra de sus
expresiones favoritas. Una tarde dijo:
—Me temo que mi madre se está muriendo.
Y en efecto, murió a las siete, y es que ya estaba azul cuando el
médico dijo a mi marido que no albergara esperanzas. Ese «me temo» servía
para suavizar, para hacer menos dolorosa una noticia trágica, para
anestesiar el dolor. Cualquier otro en su situación habría dicho: «Mi madre se
muere.» Pero él siempre tenía cuidado de decir las cosas desagradables o tristes
con buenos modales. Ellos son así. Es imposible comprenderlos.
En aquel momento también tuvo cuidado. Siete años después del final de nuestra guerra particular... es decir, justo después del asedio, él
estaba de pie frente a mí en la cabecera del puente y sus primeras palabras fueron:
—Me temo que estamos interrumpiendo el paso.
Lo dijo en voz baja y sonrió. No me preguntó cómo estaba, cómo había sobrevivido al asedio o si necesitaba algo. Sólo me advirtió que quizá
estábamos estorbando... y con un gesto me señaló el camino para que nos
apartásemos y caminásemos hacia el monte Gellért. Cuando ya nos habíamos alejado del gentío se detuvo, miró a su alrededor y dijo:
—Creo que lo mejor será que nos sentemos aquí.
Y tenía razón, «lo mejor» era que nos sentáramos allí.
No participaba en los hurtos, faltaría más. Al contrario, el desvalijado era él: se lo habían quitado todo. Cuando me
lo encontré en el puente tras el asedio, él también era un mendigo... Más
adelante supe que no le quedaba de su famosa fortuna más que una maleta con
ropa. Y su título de ingeniero. Con eso se marchó del país... dicen que a
Estados Unidos. Puede que ahora esté trabajando de obrero en una fábrica... no lo sé.
Las joyas me las había entregado mucho antes, cuando nos divorciamos... ¿Has
visto qué suerte hemos tenido de que se hayan conservado las joyas? No lo digo
por eso, sé que ni en sueños piensas en mis joyas... Sólo me ayudas a venderlas
porque eres bueno. No me mires así. ¿Ves?, ya me he emocionado. Espera, me
seco los
ojos.
¿Qué dices? Sí, está amaneciendo.
Lo que veía al mirarlo me provocaba escalofríos, los sentía recorriéndome la espalda; me sudaban las palmas de las manos.
Porque veía a mi ex marido, ese señor tan distinguido al que conocía desde
hacía tantos años, mirándome y sonriendo. No creas que tenía una sonrisa burlona o altiva. No, sonreía
amablemente, como quien sonríe al oír un chiste malo, que no hace gracia... pero
sonríe porque es una persona educada. Estaba muy pálido, desde luego. Se
notaba que él también había pasado un tiempo encerrado en algún refugio
subterráneo. Pero su palidez recordaba más bien a la de un enfermo que sale a la
calle por primera vez después de varias semanas de convalecencia. Era una
palidez ojerosa, se le notaba alrededor de los ojos y en los labios, que
parecían haberse quedado sin sangre. Por lo demás, estaba exactamente igual que durante
toda su vida... igual que a las diez de la mañana, después de afeitarse. Incluso
mejor que antes... Pero es posible que esa impresión la provocara el
entorno, del que mi marido destacaba de una forma tan peculiar como si se toma un
delicado objeto de museo y se coloca en medio de la sórdida habitación de un
proletario.
***
A él no hacía falta lavarle los pies, amor mío, se los lavaba él
sólito por las mañanas, en el sótano, puedes estar seguro. No necesitaba ningún
consuelo, por ejemplo, que siempre hay esperanza de redención para los seres
humanos; no necesitaba pociones mágicas. Seguía firmemente agarrado a lo que era
el único valor y sentido de su vida, además de su única arma... la cortesía,
las buenas maneras y la inaccesibilidad. Era como si por dentro estuviese hecho
de cemento. Y esa figura de cemento por dentro y de carne y hueso por fuera que se había encerrado en una armadura inflexible, no se acercó a mí ni un centímetro... El terremoto que había sacudido países enteros, a él no
lo había inmutado. Me miraba y yo sentía que él prefería morir antes de
pronunciar una sola frase que no empezara por «pienso que» o «creo que»... Si hubiese
abierto la boca para preguntarme cómo estaba o si necesitaba algo... cómo no,
habría estado dispuesto a quitarse de inmediato el abrigo o el único reloj de
pulsera que los rusos no le habían robado... y me lo habría entregado con una
sonrisa porque, de todas formas, ya no estaba enfadado conmigo.
Ahora escúchame. Voy a decirte algo que nunca le he dicho a nadie. No
es verdad que los seres humanos sean todos unos monstruos egoístas. Hay algunos que están dispuestos a ayudar a sus semejantes. Pero lo que
los impulsa a echar una mano al prójimo no es la bondad, menos aún la
compasión. Creo que el calvo tenía razón cuando un día me dijo que a veces las
personas son buenas porque tienen inhibiciones que les impiden actuar con
maldad. Eso es lo máximo que una persona puede dar de sí... Y luego están los que
son buenos porque son demasiado cobardes para ser malos. Eso dijo el
calvo. No se lo había contado a nadie. Pero ahora te lo he contado a ti, a mi único
amor. Claro está, no podíamos quedarnos sentados eternamente a los pies de
la iglesia excavada en la roca, frente a la entrada de los baños
termales. Al cabo de un rato mi marido tosió, se aclaró la voz y dijo que «creía que quizá»
lo mejor sería que nos levantáramos y paseáramos un poco más entre las casas en
ruinas del monte Gellért... ya que hacía un día tan bonito... Además, «se
temía que» en el futuro no tendría muchas ocasiones de hablar conmigo. Quería decir
en lo que nos quedaba de vida... No lo dijo así, pero no hizo falta, yo ya
sabía de sobra que era la última vez que hablaba con él. Así que empezamos a
pasear bajo el sol del final del invierno por las calles de suaves pendientes
del monte Gellért, entre ruinas y cadáveres. Durante una hora más o menos estuvimos caminando tranquilamente, sin prisas. No sabía lo que estaba pensando mi ex marido mientras paseaba
a su lado por última vez en las calles de Buda. Me hablaba con calma, sin sentimentalismo. Le pregunté tímidamente cómo había llegado hasta
allí, cómo se las había arreglado en aquel mundo que andaba del revés... Con
mucha cortesía respondió que todo estaba bien, teniendo en cuenta las
circunstancias.
Con eso quería decir que estaba completamente arruinado y no le
quedaba más remedio que marcharse al extranjero para trabajar en lo que pudiera...
Al llegar a la esquina de una larga calle, me detuve y le hice otra pregunta...
aunque no me atreví a mirarlo a los ojos... le pregunté su opinión sobre lo que
a partir de
entonces pasaría en el mundo...
Él también se detuvo, me miró con semblante serio y pensativo. Antes
de contestar siempre se quedaba pensando, como si necesitase tomar
aliento. Me observó con la cabeza inclinada y una mirada muy solemne, y luego miró
hacia las ruinas de la villa que teníamos al lado.
—Me temo que en el mundo hay demasiada gente —concluyó.
Y como si con eso ya hubiese contestado a todas las posibles preguntas venideras, se encaminó hacia el puente.
—Pero... ¿qué pasará con usted?
Es que yo siempre le hablaba de usted... Él siempre me había tuteado,
pero yo nunca me atreví. Y él, que nunca cumplía esa estúpida costumbre
social que dicta que los señores deben tutearse desde el primer encuentro para demostrarse que pertenecen a la alta sociedad, él, que siempre trataba
de usted a todo el mundo... a mí siempre me tuteó. Nunca hablamos de ello, era
la norma que regía entre nosotros.
Se quitó las gafas, sacó un pañuelo limpio de su bolsillo interior y
limpió con esmero los cristales. Cuando volvió a colocárselas sobre la nariz
miró hacia el puente, en el que se movía la interminable hilera de personas, y
dijo con calma:
—Me marcho porque estoy de más.
Sus ojos grises me miraron desde el otro lado de los cristales sin pestañear. Pero no lo dijo con soberbia. Hablaba con indiferencia, como un médico. No seguí preguntando, sabía que ni en el potro de tortura habría dicho una palabra más sobre el tema. Volvimos al puente y nos despedimos en silencio. El siguió su camino por la orilla del Danubio hacia el barrio de Krisztina y yo me uní de nuevo a la fila que avanzaba poco a poco hacia el puente. Me volví para mirarlo una vez más. Se alejaba con la cabeza descubierta y el abrigo mpermeable en el brazo, a paso lento pero seguro... como si supiera exactamente adónde se dirigía, es decir, a la nada. Yo sabía que nunca más volvería a verlo. Y cuando sabes que es la última vez en tu vida que ves a alguien, te parece que vas a volverte loco.
(...) me había perturbado. Porque, aunque nunca había querido a aquel hombre, en aquel momento advertí con aprensión que yo ya no sentía tanta rabia, que ya no le guardaba tanto rencor, como cabría esperar ante un enemigo... Fue un golpe duro, como si hubiera perdido algo muy valioso... ¿Sabes?, en la historia entre dos personas llega un momento en que ya no merece la pena sentir rencor. Y entonces te invade la tristeza.
¿Qué quiso decir? Tal vez que un hombre sólo está vivo mientras tiene un
papel
que desempeñar. Luego ya no vive, sólo existe.
Judit le cuenta a su amante -el baterista- sobre su encuentro con Lazar (amigo íntimo de Peter)
***
Me estás haciendo chantaje. No soporto que me supliques y a la vez me amenaces... ¿Quieres que te dé esto también? ¿Los anillos, los
dólares? ¿Quieres que te lo dé todo? ¿No vas a dejar nada para mí? Si te doy esto
también ya no me quedará nada, de verdad. Si un día te vas, me dejarás con las manos
vacías.
¿Eso es lo que quieres?
Está bien, te lo contaré. Pero no creas que lo hago porque tú eres el
más fuerte. Sólo lo hago porque soy demasiado débil.
***
(...)él se puso a hablar de que la
Tierra y el hombre tenían la misma composición... decía que había leído la fórmula
en algún sitio y que era más o menos un treinta y cinco por ciento de
sólidos y un sesenta y cinco por ciento de líquidos. No me sorprendió su naturalidad. Y a partir de entonces ya no me sorprendía nada cuando estaba con él. Si se hubiera puesto a cantar en
medio de la calle desnudo como su madre lo trajo al mundo, igual que un
monje loco, tampoco me habría sorprendido. Si lo hubiera visto un día con una
larga barba y me hubiera dicho que acababa de venir del monte Sinaí, donde había
estado charlando con el Señor todopoderoso, tampoco me habría sorprendido. Si
me hubiera pedido que jugáramos al calientamanos o que aprendiese español
o que tratase de dominar los secretos del lanzamiento de cuchillos no me
habría
sorprendido en absoluto.
Por eso, tampoco me sorprendí al ver que no se presentaba, no me preguntaba mi nombre y tampoco mencionaba a mi ex marido. En la atmósfera irreal de la pastelería se comportaba como si todas las palabras sobraran,
como si las personas ya supieran lo más importante aun sin hablar... como
si no hubiese nada más aburrido y superfluo que el intento de contarnos
quiénes éramos. Me daba a entender que no necesitábamos hablar de cosas que
los dos sabíamos muy bien, como la vieja historia de la señora fallecida, o
escarbar en el pasado, cuando yo aún era una criada y un día mi marido me mandó a
verlo a él, el experto en psicología, para que me observara y determinara si
estaba sana o padecía sarna social, o alguna enfermedad por el estilo... Seguimos
con nuestro diálogo... como si la vida no fuese más que un único y eterno
diálogo entre dos personas que la muerte interrumpe tan sólo un instante, el
justo para tomar aliento.
No me preguntó a qué me dedicaba, dónde vivía o con quién estaba...
Sólo me preguntó si había comido alguna vez aceitunas rellenas de tomate. Al principio pensé que alguien que preguntaba semejante cosa no estaba
en sus cabales. Encendió un cigarrillo y asintió, como si no tuviera nada más que
añadir.
Por encima de nuestras cabezas se oía el tic tac de un viejo reloj de
péndulo vienés. Yo escuchaba ese sonido rítmico y el ruido sordo de las
explosiones lejanas... que parecían el eructo de un animal después de llenarse la
panza. Era todo como un sueño, aunque no se trataba de un sueño feliz... y sin
embargo, sentía una extraña tranquilidad... que luego siempre me inundaba
cuando estaba con él... Pero no lo sé explicar. No era feliz a su lado...
Unas veces lo odiaba y otras, me irritaba. Lo que es cierto es que nunca me aburría
cuando estaba con él. Nunca me sentía inquieta o impaciente. Era como si
estando con él pudiera librarme de los zapatos o del sostén, y quitarme de encima todo
lo que me habían obligado a aprender. Simplemente, me sentía tranquila
cuando estaba con él. Las semanas siguientes fueron las más duras de la
guerra, pero nunca me sentí tan tranquila y satisfecha como entonces.
***
Con el tono tranquilo que se emplea con las personas trastornadas, le pregunté por qué pensaba que haber probado las aceitunas rellenas de
tomate en un pequeño restaurante italiano del Soho, en Londres, iba a mejorar
mi futuro inmediato o lejano... Escuchó mi pregunta con la cabeza ligeramente inclinada y la mirada perdida en el infinito, como hacía siempre que reflexionaba.
—Porque la cultura se está acabando —dijo en tono amistoso y paciente—y, con ella, todo lo que la forma. Las aceitunas sólo eran una mínima
parte del sabor de la cultura, pero junto a otros muchos pequeños sabores,
maravillas y portentos contribuían a formar el asombroso aroma de ese guiso
fantástico que llamamos cultura. Y ahora, todo eso se está muriendo .
****
—dijo Lazar levantando los brazos, con el gesto de un director de orquesta que quisiera atacar el fortissimo de la destrucción—. Se muere aunque las piezas sueltas sobrevivan. Es posible que en un futuro vendan aceitunas rellenas de tomate en algún lado. Pero se habrá extinguido el grupo de los seres humanos que tenían conciencia de una cultura. La gente sólo tendrá conocimientos y no es lo mismo. Sepa que la cultura es experiencia —dijo en tono didáctico, apuntando con un dedo hacia el techo, igual que un cura durante el sermón—. Una experiencia constante, como la luz del sol. Los conocimientos sólo son una carga —añadió, encogiéndose de hombros, y luego concluyó amablemente—: Por eso me alegro de que usted al menos haya probado esas aceitunas. —Y como si el mundo también quisiera poner punto final a lo que estaba diciendo, una explosión cercana hizo temblar las paredes—. La cuenta —dijo en voz alta, como si la descomunal explosión le hubiera recordado que hay otras cosas que hacer en la vida aparte de enterrar a la cultura.
***
Estábamos en otoño, hacia el final de la guerra. Íbamos paseando por un sendero que atravesaba un bosque y de repente empezó a hablar de las jirafas a voz en grito, y sus palabras resonaron entre los árboles. Lleno de entusiasmo, con palabras sublimes, me explicó la cantidad de proteínas vegetales que necesita la jirafa para vivir, para que pueda crecerle un cuello tan largo con una diminuta cabeza encima, y un tronco enorme, y unas patas larguísimas..., era como si recitara un poema o un himno misterioso. Y parecía que al recitarlo se emborrachaba con el significado de las palabras, con el hecho de vivir en un mundo donde hubiera incluso jirafas. En esos momentos me daba miedo... Me inquietaba cuando hablaba de jirafas o de chinos. Pero al cabo de un tiempo se me pasó el miedo, más bien era como si yo misma me embriagara cuando mehablaba. Cerraba los ojos y escuchaba su voz ronca... no era el contenido de su discurso lo que me interesaba sino aquel delirio peculiar, un éxtasis pudoroso e incontenible que manaba del conjunto de sus palabras, como si el mundo entero fuese una gran ceremonia y él fuese el sacerdote, el derviche que cantando sus salmos a pleno pulmón explica al mundo el rito... o las jirafas, o los chinos, o el sistema numérico de los árabes.
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