jueves, 24 de junio de 2021

SUMMERTIME (Fragmento)

 



























    A P E R T U R A


PRIMERA NOCHE (2 de febrero de 1982)
 
(LO ANTERIOR A LA PRIMERA NOCHE)
 
(Porque yo voy a contar lo que me contaron, lo que me contó Gabriela sobre cómo nació el juego, y dijo, recuer­do, dijo que sucedió algún tiempo de verano como el de Gershwin -siempre que me acuerdo de eso me viene esa música, será porque Gabriela siempre la cantaba- pero si­gue sucediendo ahora entre los ladrones del pensamiento, esos que están alineados, con las armas listas. La vida es fá­cil, dicen, saltan los peces, crece el algodón.)
O hay una primera escena donde es posible imaginar a la señora Gabriela Espejo de Etchebarne caminando por la calle Salta. No piensa. No es posible pensar. Una de estas mañanas te levantarás cantando, la vida es fácil.
La calle es un patio vacío. No espera nada o espera a Godot. Camina por el patio vacío con alguien, un pendejo de catorce años muy alto y que aparenta dieciséis o dieci­siete, un osito de felpa, un ángel torcido que se cayó en una alcantarilla, así se lo imagina ella: como un pobre ángel exterminador, bastante enfermo, extenuado por el cansancio. Torcido como su letra, como eso que le baila en los ojos y que es más que droga. Ella no tiene ganas de hablar, pero canta, siempre canta lo mismo. El pendejo, en cambio, de­ja caer algunas palabras de tanto en tanto, con penuria, sin demasiado interés.
-No anda su teléfono -dice.
Ella afirma que sí, que es verdad, que no anda. Ya ha­ce una semana que la mira como animal silencioso. Que se habrá muerto.
-Que la mira quién -pregunta.
-El teléfono -responde.
Gabriela no tiene ganas de hablar y no habla. “Adon­de me lleva, supongo que no será a casa de su hermano, quiero creerlo, dice de tanto en tanto el ángel torcido y apa­ga los cigarrillos antes de terminarlos. En algún lado se oye, desde una radio la voz de un borracho que dice algo sobre un país enfermo, comido por dientes en descomposición.
El pendejo se detiene.
-No, aquí otra vez, no.
La sirvienta no está e Iván abre la verja de golpe como si los hubiera visto llegar desde la ventana: el señor funcio­nario Iván Espejo Zamora, médico, que se ha recibido en California muy joven y trabaja para el Ejército Argentino. Hay unas campanadas de iglesia. El pendejo, que no espe­raba encontrarlo de súbito, mira a la señora Etchebarne, co­mo si se tratara de una traición.
-No quería volver a verlo -dice en voz muy baja, pero después entra, resignado a la suerte.
El señor funcionario, el doctor Iván, tiene algo de pez en una pecera, cierta elegancia de pez. Afila sus dientes de pez. Apenas mira con ojos de pez hacia los costados. El pez nada y se ondula en el agua fría. Es un pez de agua muy fría.
-Hola, Miguel -dice con simpleza como si lo hubiera visto el día anterior.
-¿Qué quieren de mí? -pregunta incansablemente el que llaman Miguel-. No volveré a esta casa.
-Nadie te pide que vuelvas. Es un juego -dice ella.
-¿Para qué me quieren? -hay cierto aire próximo a la desesperación.
-Para custodio. Para ángel custodio. El juego puede ser peligroso y vos tendrás que cuidarnos. Que no nos matemos, ¿entendés? Se acabaría el juego -es el señor funciona­rio el que habla, el doctor Iván, el pez de agua fría.
Entran en la sala de espera del consultorio que está adelante. Después están los tres sentados en el suelo entre almohadones en la vieja Casa Muerta. Libros por el suelo, la costumbre del desorden. Cerca, dos veladores. Cerca, re­producciones del Beato Angélico: detalles. Cerca, una me­sita con un Cinzano, algunas aceitunas, queso, maní, caracoles. Cerca, la música de Gershwin.
-Yo no juego -dice el que llaman Miguel-, porque los ayude en esto que no sé qué es, porque venga, no piensen que juego. Lamentablemente siempre me han dado el pa­pel de perro guardián. No llegaré jamás al otro lado, a ése donde ustedes están verdaderamente.
Ella ha decidido no hablar y no habla.
-Son nada más que cinco noches y te pediremos que vengas -le explica a Miguel, el señor funcionario con ese brillo apagado de la herrumbre, el doctor Iván, veintiocho altos, casi veintinueve, pelo muy rubio-. En estas noches ella y yo contaremos detalladamente una historia íntima, algo que nos sucedió y nunca nos atrevimos a contar. Dos historias personales cada uno: dos jugadas. El otro aguan­tará sin comentarios. Le estará prohibido hablar. Nos des­pediremos en silencio.
-¿Que yo venga? ¿Y para qué? -pregunta el que llaman Miguel.
—Para juez —dice Iván—. En la última noche, la quinta, el arcángel de Dios dará su veredicto. Habrá un Gran Pre­mio y un Gran Castigo, y vos podrás disponer. Lo que se juzgará es el grado de destripamiento de cada uno. Perderá aquel que no es capaz de mostrarse desnudo, muy desnu­do. O por lo menos perderá el que se muestre menos des­nudo que el otro. Vos decidirás premios y castigos.
-Lo de siempre, el perro guardián.
El señor funcionario está borracho desde antes que ellos caminaran por la calle Salta, desde antes de que se co­municaran en un café del centro, desde mucho antes. A Mi­guel se le ha puesto la cara tan inexpresiva como la de un lagarto bajo el sol. Gabriela imagina un pasillo, un largo co­rredor donde al final hay olor a encierro. Ella ha decidido no hablar y no habla.
-Siempre me pregunté qué era el pecado -dice el se­ñor funcionario con voz de pez de agua fría, de largo corre­dor hacia ninguna parte-. Una transgresión a la ley divina: la mayor es no decir la verdad. El dragón se especializaba en eso, en decir a medias. Quién dice más verdad, quién mien­te, quién oculta, quién simula. A un ángel como represen­tante de una supuesta verdad, le corresponde juzgar. La vi­da es fácil, sólo hay que decir la verdad.
Ella, Gabriela, prefiere callar. O masca un chicle.
-Ganará el que logre expresar o sugerir lo más inso­portable, lo que nadie quiere escuchar porque así es la ver­dad -dice Iván.
Miguel mira a Gabriela. Se ríe seguramente recordan­do el fin del invierno y la primavera del setenta y nueve.
-Lo indecible, ¿se acuerda?
Ella piensa que es un pobre ángel protector caído en una boca de tormenta. Catorce años a contracorriente, aho­ra desparramados en el piso. Al señor funcionario le gustan los ángeles -piensa Gabriela que observa a Beato Angélico y frunce la nariz -en otro tiempo el funcionario se leía tra­tados completos de angelologia. Le toca apenas el cabello al pobre ángel.
-¿Podré decidir el castigo que se me ocurra? ¿Sea el que sea? ¿Lo cumplirán? -pregunta asombrado.
Enrollado, por embestir, la lengua afuera, los dientes, el centelleo de los ojos, el señor funcionario elige afirmar.
No se sabe qué piensa Miguel. Quizá piensa que es una idiotez, pero que en esa idiotez, en esa cornisa idiota hay al­go de precario y de espantoso. Que desea huir, pero que el
espesor de cierta angustia lo deja intacto en el lugar intac­to. O es lo que piensa Gabriela. El otro es una puerta cerra­da, un pez.
Elegí el que empezará esta noche.
Probablemente el pendejo se sienta con poder. Mira a las dos caras. El pez cerrado, la puerta cerrada. Ella que no quiere hablar y que es un agujero.
-Si sale cara hablará Gabriela. Ceca será Iván.
Salta la moneda y es como si creciera la flor del sufri­miento.
-Ceca.
Y después tira la moneda otras veces. Decide:
-La segunda y la tercera noche serán de Gabriela. La marta será tuya, Dragón.
-¿Tenés miedo? -pregunta Gabriela a Iván, a ése que Miguel llama Dragón.
El señor funcionario hace un gesto incomprensible.
Es miedo, decide ella en el pensamiento.
Él traga saliva. Se encoge. Lo rodean. El señor funcio­nario decide apagar la luz para que nadie mire a nadie. Pa­ra que se hable con la ilusión de estar solo. Tapar la jaula de los pájaros, es de noche: cerrar el escenario para abrirlo en la penumbra.
Lo último que hace Miguel antes del corte de luz es di­bujar una torre. La torre desde donde los perros vigilan. Le hace unos comentarios a Gabriela sobre unos cuadros que ella ha pintado con crucifixiones azules cercadas por nubes de moscas. Ella le dice que detrás de las crucifixiones, pre­cisamente hay una torre, como ésa. “La vida es fácil”, ríe Iván, “como en la canción”.
La señora Etchebarne elige comer aceitunas y queso. Se toca el pelo como si estuviera enmarañado, los zapatos como si tuviera un taco roto.
Lo último que hace el señor funcionario es beber un vaso de whisky y sonreír por adelantado, sonreír.
La voz de Iván (o mi voz porque eso sucedió en el pa­sado, un 2 de febrero de un lejano 1982 y entonces es como si esa voz se llenara de mi voz) es lenta, arrastrada, un po­co monótona al principio. Después se va transformando en grave, profunda, un ronquido, se va mojando, va devoran­do ruidos, va volviéndose enorme, doliendo en el estóma­go y es como si uno tragara un pedazo de flor cada vez más espinosa, más desgreñada, un pedazo de colmillo, la violen­cia de un disparo en las fauces.
 
 
(RECUERDO DEL RELATO DE IVÁN)
 
(Que parezca que todo sucedió así.)
Que parezca la extrañeza de lo que se va a contar co­mo la verdad aunque la verdad nunca se termina de enten­der hasta dónde es, hasta dónde parece, hasta dónde se jun­tan las fronteras de lo que parece que es y de lo que es lo que parece aunque no parece que es.
No es un trabalengua. Es que Argentina es un país de cosas simuladas, de cosas que parecen. El mundo también, cla­ro, Todo es el cartón pintado de la sospecha. Pero me gusta Argentina porque es casi una metáfora. Y más las historias de Infancia en la Argentina. La vida es fácil en tiempos de vera­no. Es que voy a contar una vieja historia de infancia. Con olor a viejo. Repugnante como cualquier historia de infancia.
Iván tiene doce años. Marzo de 1966.
Iván me contó la historia con gran esmero, tratando de reproducir el detalle de lo dicho aquella noche de vera­no, en que la contó a Gabriela. La noche de Gershwin. Te le­vantarás cantando.
Dijo: Me gusta por ejemplo que se vea que la escena es en la Casa Muerta.
Que se vea que la escena es en la Casa Muerta, donde vi­ve Diana Zamora, la médica. Una verja, un jardín con olor a cansancio y ya se entra en la Casa de los Enfermos. Esta Casa abarca todo eso que digo, la sala donde gente con aspecto de morirse pronto espera a que la atiendan; el escritorio donde hace las historias clínicas, pone cara especial, intenta el diag­nóstico, el tratamiento; el consultorio propiamente dicho con la camilla y los instrumentos de tortura; un baño chico. Hay un patio y ya se pasa a la Casa Muerta propiamente dicha, ima casa muy propia del País de los Muertos. Un comedor donde comen los muertos, un dormitorio donde agoniza el coronel retirado Rafael Espejo, siempre a punto de morir, un baño grande, el cuarto de Gabriela, el de Iván, el antiguo escritorio del coronel que le llaman Biblioteca, un jardín, un desván que hace las veces de cuarto de servicio con su baño, la pieza de arriba o el Cuarto Misterioso al que no se puede entrar. Final­mente una terraza grande con macetas donde crecen plantas a punto de secarse porque nadie las riega.)
Que parezca que hay un gemido continuo que se mez­cla con el ruido de trenes que van y vienen. Es el coronel Es­pejo que se muere y gime. Gime por el Orden, porque se acaba el Orden, porque perforan el Orden. Y hay que vol­ver al Orden. Ya están acostumbrados. Cuando duerme no gime. Duerme poco.
Son largas habitaciones donde es posible imaginar la muerte.
Aún no ha llegado el Sujeto, como le llaman los veci­nos a Eugenio Reyes Dragón, no es todavía hora de visitas.
La Guadalupe (niñera, sirvienta con cama, cuidaenfermos, secretaria) se ha ido una semana antes. Yo no puedo hacer todo, me vuelvo loca. Ese pobre hombre muriéndose. Me vuelvo loca, me vuelvo loca. Esos mellizos que no son niños, son monstruos. Porque usted perdone, doctora, no son niños. No serán nunca niños. Y cuando sean grandes serán enormes monstruos. Se necesita urgente reemplazante. Atender al que j se muere. Al consultorio especialmente: Gabriela resulta inútil. Esta criatura del demonio me espanta a la gente y hacer la comida y cuidar que los mellizos (los dulces mellizos) no se envenenen o decapiten, limpiar el caserón, lavar la ro­pa, planchar y todo lo demás.
Diana espera que ese día llegue la chica recomendada por la agencia. De Suipacha. Hasta ese momento gruñe: mastica las palabras y las alinea sobre la mesa. La boca se le vuelve oscura.
Timbre.
Es ella. Iván, atendé por favor.
Una mujer rara, aspecto de aguaviva, blanca como llu­via de cal, tiesa.
Debe ser la de Suipacha. Iván la mira con la mano en el portón. Un poco asustada. Viste uniforme de gala para entierro. Le mira los rizos teñidos y esas cosas redondas y claras en el lugar de los ojos.
Pase.
La hace cruzar el jardín, atravesar la Casa de los Enfermos, el patio, hasta el comedor de los muertos. Gabrie­la se ríe.
Es una muñequita para jugar a las visitas. La Bella Dur­miente. Cuidado que se desmorona.
Cric-cric, Gabriela mastica galletitas.
¿Hay niños en su casa?
La pregunta resulta extraña. Gabriela se toca con el ín­dice la sien. La Bella Durmiente se pone la mano en la ca­beza y después en la boca.
Perdón. Es la costumbre. Quisiera hablar con tu madre.
Qué rara es esa mujer. Iván llama a Diana. Gabriela si­gue con el índice de la zarpa en la sien.
Qué linda casa.
Mira unos cuadros de Beato Angélico, regalo de la Giuadalupe. En cambio no le interesa la elegancia de un fi­no barómetro.
¿Son reales?
Diana oculta la carcajada. Avejentada de tantas ganas de largar la risa y reprimirla. Hay olor a ropa sucia, a triste­za, a noches sin nadie y con el cuerpo extendido sobre las sábanas.
Es un dogma de Iván: el imbécil exquisito es un cristal que hay que cuidar con delicadeza extrema.
Reales por supuesto, no son soñados. Querrá decir si son auténticos. Tenga en cuenta que los pintó un pintor italiano en el siglo quince así que...
La mujer de uniforme de gala para entierro, se anima a interrumpir.
Sí, sí, ya sé, el Beato Angélico. Pertenecen al Tabernácu­lo de los Tejedores de Florencia y al cuadro Virgen con Niño de la Galería de Perusa.
Y se empieza a despachar con las opiniones de Vasari y las teorías de Masaccio, y el Convento de Fiésole y el Pa­pa Eugenio Cuarto y no sé qué más. Cada vez entienden menos: demasiado para una doméstica que viene de Suipacha. Parece un monstruo, como Gabriela, como Iván.
Usted que sabe tanto de pintura, ¿cómo me pregunta si son auténticos? A menos que lo de reales sea un modo de decir.
Pero la mujer de uniforme de gala para entierro da por terminado el diálogo. Toma un papel y repite:
¿Hay niños en su casa?
Diana mira a Iván, mira a Gabriela, Iván y Gabriela se miran, todos miran a la mujer. El monstruo se burla o tie­ne un ataque de locura.
Bueno, aquí los ve a los mellizos. Creo que son niños, no enanos. Pero no se preocupe, señorita. Se portan bastante bien. Como niños, claro está.
El monstruo se pone las manos en la frente y después en la boca:
Perdón. Es la costumbre.
Entiendo. Pero ya le digo, no molestan. ¿Cuál es su nombre?
Felisa. Felisa Estarli, viuda de Gómez, para servirla, señora.
Diana se va a preparar té con anís. Gemidos del enfer­mo. Desde la cocina le explica del trabajo, del consultorio lu­nes y miércoles, hacer pasar a la gente, cobrarle, limpieza de toda la casa y del consultorio en especial, cocina, lavado de ropa, planchado, cuidar que los mellizos no hagan desmanes, cuidar al enfermo, alcanzarle las medicinas, lavarlo, llevarlo hasta el baño, franco domingos y viernes porque esos días los niños se ocupan del enfermo. Que además hay casa y comi­da, buen trato, sueldo decente. La mujer rara no escucha el discurso, ocupada como está con los angelitos del Beato. To­ma un sorbo del té de anís y después de un perdón-perdón regresa a los disparates y hasta pone esa cara que ponen los locos, esa cara de moscardón azul. Iván tiene miedo de que te deshaga y salga licuada por la rejilla. Gemidos del enfer­mo. Así nace el fárrago de asombrosas preguntas:
¿Sabe actuar en caso de falso krupp? ¿Y en caso de shock eléctrico? ¿Y cuando hay intoxicación? ¿Y cortadura con hemorragia? ¿Cree importante actuar ante estos casos y mil quinien­tos más? ¿Cree que la población está informada al respecto? ¿Có­mo piensa que podemos informarla? ¿A través de qué medios?
Los ojos de Diana se abren hasta el límite, se le salen como granos de maíz. Iván se sienta: aquello es mejor que saborear una torta de crema y chocolate.
Gemidos del en­fermo.
Bueno, sí, yo soy médica. ¿Por qué me pregunta eso? ¿Quiere decirme que si a los chicos les pasa algo usted no desea cargar con la responsabilidad? De eso no se preocupe, yo...
Gemidos del enfermo.
No, no, interrumpe la mujer rara, yo sólo le hago las pre­guntas que a mí me encargaron que le hiciera.
¿Que le encargaron quiénes? ¿Los de la agencia?
¿Agencia se dice? Yo vengo por DACAIi.
¿Así que la agencia se llama DACAI? No sabía. Escúche­me, Felisa. Yo la desligo de esas responsabilidades. Además no entiendo qué puede tener que ver la agencia con...
La mujer rara, el monstruo, se pone la mano en la ca­beza y después en la boca.
Claro. Es que yo hago todo mal. No le explico bien. Esto tenía que venir antes que nada. Dacai es el Departamento Asesor Contra Accidentes de la Infancia.
Ah, y a usted la asesoraron sobre los peligros de las casas con niños. Dígale a Dacai o a quién sea, que usted trabajando aquí debe olvidarse de ese miedo a los posibles accidentes. Que yo soy médica y si no estoy la desligo de responsabilidades.
¿Trabajando aquí?, pregunta la mujer rara. Suspira.
Sí, sí.
La mujer rara se pone las manos en la frente tratando de acordarse de algún esquema aprendido de memoria. Empieza a transpirar, a retorcer las manos. Diana le mira lo claro y redondo que tiene donde los ojos y le dice:
Se le enfría el té, Felisa.
Y antes que la mujer elija un nuevo discurso de cere­bro cerrado y comprensión retorcida, Diana empieza a de­cirle que no le importa si la población está informada o no, que la población sólo está informada de que viene pronto el fin de semana. Y que, bueno, si un niño debe morir no está del todo mal. Que le va a parecer bien al sanatorio cuando lo reciban de urgencia, a la empresa fúnebre cuan­do reviente y a la naturaleza, porque los humanos son pa­rásitos. Y que uno menos significa menos competidores, porque un niño es una carga, digamos la verdad. Que, cla­ro, eso no lo va a comentar en el velorio y que por lógica elemental la familia prorrumpirá en ostentosos llantos. Y que le diga a Dacai (aunque en verdad, eso como médica ella no lo debe decir, pero después de todo ella vive de la en­fermedad y el accidente, agrega de costado) que ella, la doc­tora Diana Zamora, está a favor de los accidentes y que le gustaría un Departamento Asesor Pro Accidentes Infanti­les para que sus plagas sufran accidentes sin tener incómo­dos problemas carcelarios. Y que, bueno, que no se ponga así, es una bromita, pero si trabaja con ella debe olvidar lo de los accidentes. Le basta con cumplir sus órdenes.
¿Trabajar con usted?, repite la mujer rara a punto de llorar. Vuelve a poner las manos en la cabeza y después en la boca y a decirse entre dientes me he equivocado.
¿Cuál es su problema, Felisa? ¿Es que tiene que llenar una encuesta para la agencia? Escriba a Dacai que yo soy mé­dica y basta. A usted sólo le importa su trabajo.
La mujer rara se aplasta contra la pared, consternada. Titubea:
Es que mi trabajo es vender un manual sobre accidentes de niños en diez cómodas cuotas mensuales. Y no sé qué es lo que pretende decirme con eso de trabajar aquí con usted.
A Diana se le cae el té. Un chillido como el que hace una puerta sin aceite, un gato en la culminación de su acto erótico.
Pero, ¿usted no es la recomendada que viene de Suipacha?
¿Yo? Yo vivo en San Telmo.
¿Y qué hace aquí, infeliz?
La mujer ejecuta una especie de salto acrobático y las mejillas se le vuelven incendio, duelo, eczema repentino.
Huele a encierro, a lástima. La cabeza de Diana se cae para atrás, los gestos se le mezclan, pisoteada por su propia fu­ria. Le arranca el papel de la mano, las instrucciones para vender el manual después de preguntar “¿Hay niños en su cusa?” y toda la encuesta DACAI. La Bella Durmiente grita como si alguien hubiera descubierto su llaga, su muñón, su enfermedad secreta y vergonzante y es necesario, urgente, enmendar el acto o decretarse el fin del mundo.
A Iván le causa gracia. Es la ruina del sentido, un agu­jero en el sentido, una quebradura en las cosas.
Ya le empieza a doler la cabeza, una aguja horadando el cráneo, las cosas que se vuelven puntiagudas, púas, ortigas.
La minuciosidad del horror. Un escorpión en el cerebro, una araña incrustada que cuando no hay dolor, duerme. En esos momentos la araña y el escorpión dejan de vigilar.
 

(Fragmento del libro, Summertime, Seix Barral, 2000)
 
Liliana Díaz Mindurry (Buenos Aires, Argentina, 1953)
 
Pueden LEER la biografía en entrada anterior de la autora.

 

 

 








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