Una discusión sobre el verso libre no tiene ya sentido en casi ninguna parte. Lo tiene en la Argentina, en 2010, porque existe aquí una tendencia a reivindicar la esencialidad de la “música” en la poesía. Un tributo a Verlaine mucho más que tardío, un orfismo desmedido, ya que ni Verlaine cumplió con él cabalmente.
Sería interesante ver a qué necesidades
estéticas e históricas responde esta viruela boba, pero hemos caído ya en la
trampa de discutirla en sus términos, en diversas publicaciones, y, de mi parte
al menos, no es momento de abandonar ese terreno, más que nada porque exige
renovar argumentos, comprobar, al menos, que la práctica de cierta teoría, que
se nos hizo habitual acto reflejo, sigue gozando de buen sustento.
La música me parece el arte por
excelencia. No tiene sentido en la música discutir el objeto al que refiere.
Al mismo tiempo, la música es un arte en el que la técnica se discute de modo
muy preciso, mucho más preciso que en la literatura, como si la meta fuese
independiente de estilos y escuelas musicales, y esa meta fuese la más alta
calidad sonora, aun en la música llamada contemporánea: esa meta en sí misma es
la que tal vez pretende conquistar toda la música, y la que un músico romántico
podría discutir con un músico moderno, y éste, con uno barroco, como si el
destino de la música fuese corporizar algún ritmo del universo, cualquiera de
sus ritmos, porque todos ellos deberían tener un patrón único; esa es la fe de
la música y es nuestra fe, nuestra obsesión, a la vez religiosa y estética. Esto
siempre me atrajo de las discusiones entre músicos y críticos de música. Cuando
la poesía logra la posibilidad de connotar, con significantes, aquella zona
sagrada e irracional, obtiene paradojalmente el más alto mérito del logos.
Obtiene todo cuanto se puede obtener en su terreno, que es el de la palabra.
Cambiando lo que haya que cambiar, ¿qué
significa hoy en la poesía una discusión técnica? Por el propio carácter de la
poesía, que se construye con lenguaje verbal, la discusión no podría menos que
regirse por conceptos del arte de la significación, por la dinámica
significativa del poema, no por razones canoras. O mejor dicho, no hemos de discutir que un
verso no es un endecasílabo perfecto y, tal vez sí, que lo es. La poesía no es
música, la música es otro género artístico, y si uno quiere suponer que la
música es esencial a la poesía en términos estrictos, entonces se equivocó de
género. La poesía debe mantener su sonoridad, éste debería ser su único
énfasis. Pero el ritmo se le presenta solo. No hay estructura verbal sin ritmo,
y el ritmo -que depende mayormente de la acentuación y de la afinidad sonora-
se intensifica casi siempre en la poesía.
El ritmo, entiendo yo, va y viene entre el
sentido y el sonido, pues dentro del poema conviven en un pacto íntimo el ritmo
sonoro y el ritmo de las emisiones, el fraseo y los escasos recursos retóricos
de los que debe valerse (en el caso de la poesía que más me interesa). Un
músico, el músico ideal, no contemplaría el aspecto conceptual o significativo
en una discusión sobre música. De hecho, la música considera a la voz un
instrumento y, por lógica simple, debe de considerar las sílabas como notas. Si
con esto comulgara un autor de poemas, sería un músico: un músico que discute
la calidad de sus composiciones sonoras. Y esto nos propone hoy una tendencia
orfística en la poesía local. No vería nada de malo en que un poeta cuya musa
fuera Euterpe discutiese sus poemas con un músico. Pero nada bueno puede sacar de una discusión con
otros poetas que no comparten sus ideas, excepto convencerlos de que deben
sumarse a las plantillas de las orquestas sinfónicas.
En Lo entrañable y otros ensayos sobre
poesía Ricardo Herrera ofrece, si bien dispersa, una teoría acerca de la
esencialidad de la música en la poesía, posición que ha venido defendiendo en
su práctica de poeta y ensayista. Este libro, editado por Del Copista en
Córdoba, en octubre de 2007, desarrolla sus ideas en un amplio trabajo sobre la
crítica que constituye el primer capítulo de una recopilación diversa.
Herrera señala este tipo de cosas:
“El realce de la musicalidad -la tensión
estilística generada por la cadencia del verso- es el medio que conduce la
fuerza de la intuición poética a su consumación estética”.
“Todos los elementos que confluyen en la
expresión se propagan por obra de la cadencia que organiza esa materia en un
orden único e intransferible”.
“En poesía, el concepto de lo cantable significa
algo más que la mera primacía de la consonancia; quiere decir, asimismo,
capacidad de conferirle diafanidad al idioma, de proporcionarle al significado
la tenuidad de un halo erótico de fascinación”.
“...la música, qué duda cabe, es el corazón mismo
de la lírica”.
Veamos este último punto. Si la
aseveración de Herrera fuese comprobable, la lírica sería entonces un género
sustitutivo, epigonal, ortopédico. Disputaría, siempre en desventaja, con los
instrumentos musicales. Como sucede en la ópera, la cualidad literaria
importaría poco, y más bien sería un estorbo. ¿La lírica no es más que música?
Si así fuera, ¿qué música? Pues ha habido, bien sabemos, un sinfín de
incorporaciones en la música que hacen hoy imposible identificarla sólo con la
cadencia y la melodía.
Se equivoca Herrera cuando escribe que su
“anacronismo” deviene de la defensa de la forma. Y cuando encuentra consuelo
en una cita del historiador marxista Eric Hobsbawm, quien señala que se han
difuminado los límites entre lo que es y no es arte. El “pandemonium” que, a juicio
de Herrera, genera esta difuminación -el que “casi no deja margen para un
intento de comprensión”- no ha amilanado al propio Hobsbawm, como a muchos
otros, pues es él quien indica, en la misma cita que utiliza Herrera, que “[el]
antiguo y cómodo método para estructurar un análisis histórico se convierte en
algo cada vez más irreal”. Si alguien comprende, entonces, que los métodos antiguos
deben cambiarse, es el historiador británico, quien cede el lugar de su
análisis a algún otro análisis que debe necesariamente reemplazarlo. Pero si
Hobsbawm parece indicar que le resulta necesario abandonar sus métodos para
abordar el pandemónium, al ensayista Herrera tal posibilidad le resulta inconcebible.
Y entonces se abroquela en el tipo de análisis que Hobsbawm consideraría
“irreal”. El anacronismo del que Herrera se siente acusado no sería pecado en
modo alguno, ya que toda poesía es deliberadamente anacrónica, en tanto
modifica los patrones racionales y convencionales con los que cada contemporáneo
se enfrenta a su época a diario para, simplemente, poder circular y
comunicarse. La posición de Herrera es perfectamente sincrónica con un mundo
cultural que le es hostil.
Lejos o cerca de la música, el prosaísmo
es una de las formas de la poesía, al menos desde los tiempos de Catulo y Marcial.
Prosaísmo que no resulta sólo de olvidar la música, sino que suele entenderse
como una forma basta del lenguaje o de las ideas, aunque suene más o menos bien
(“En este lugar sagrado /donde entra tanta gente...” es el comienzo, por
ejemplo, de un conocido y procaz producto del ingenio popular que, en términos métricos y
rítmicos, apenas puede ser cuestionado). Seguramente, Herrera no defendería la
calidad de una poesía sólo porque su música es más o menos agradable; las ideas
de Herrera sobre la música son concomitantes con ideas sobre la esencialidad,
sublimidad y altura de los significados.
No hemos de defender las transformaciones
por las transformaciones mismas: la historia de la poesía no es una historia
de transformaciones, sino una historia de adiciones, en todo caso. El verso
libre no ha matado a la poesía del Renacimiento. El verso libre ha suscitado,
entre otras cosas, la idea de contemporaneidad en la poesía clásica. Desde que
es una nueva forma, ha hecho evidente que la forma rimada y medida según
esquemas previos pertenece a épocas anteriores, épocas que fueron de auge de
tales formas, lo que no invalida esas obras, ni las hace menos vigentes. Tal
vez, precisamente, porque el núcleo poético no son estas formas, sino más bien
una serie de recursos retóricos que, a su vez, fueron empleados a fondo con el
correr de los siglos. Los principales de esos recursos retóricos han sido la
metáfora, la metonimia y, sobre todo, la imagen. Es sabido que la generación
de ’27 española nació bajo la advocación de Góngora, o al menos, a partir de
algunos homenajes a Góngora. Uno de los documentos considerados liminares de
ese movimiento fue la conferencia sobre Góngora que Federico García Lorca leyó
en Sevilla ese año. Este trabajo no estaba referido a la maestría de Góngora en
el uso del metro y la rima regulares, sino a su capacidad de generar imágenes.
La existencia y extensión de uso del verso
libre han sido responsables de instalar una idea dialéctica sobre la poesía,
porque la práctica del verso libre no ocultó la vigencia de los poemas escritos
en versos medidos y rimados, sino que puso en evidencia que, aun estructurados
de ese modo, tales poemas son tanto o más actuales que en su tiempo,
precisamente porque fueron producto de su tiempo. El pensamiento dialéctico
consiste en la capacidad de sostener en la mente la idea de que una cosa es
otra al mismo tiempo, sin dejar de ser la primera. Entonces, la poesía clásica
es historia y es contemporaneidad. Es vieja y es nueva.
La dialéctica en la comprensión del arte
del pasado no existía. Los modernistas y, antes, los románticos, incluidos los
“malditos”, usaron cadencias y contracadencias, nuevos lenguajes y distintos
énfasis, nuevas asociaciones y metáforas, pero se movieron sobre la base de
modelos clásicos. Sólo las vanguardias, en términos prácticos e ideológicos,
renunciaron al clasicismo y al mismo tiempo abrieron la posibilidad de contemplar
la historia de la poesía como una historia de adiciones, de ampliaciones; y
abrieron también la perspectiva de una poesía vigente en lo que tenia de
temporal. Con los ojos cerrados, y con total ignorancia de la obra de, digamos,
Fray Luis de León, un lector de hoy diría, al escuchar uno de sus sonetos, que
esa obra no es de este tiempo, pero podría emocionarse estéticamente con ella.
Si esto es posible, y lo es, debemos pensar que la vigencia poética de Fray
Luis no estriba en su forma musical, sino, sin duda, en un fenómeno que tiene
que ver con la significación; con el modo de relacionarse con aquello que
Herrera llama “indecible”, que ciertamente no lo da la música del verso. Grato
resulta al oído, ya que hablamos de Fray Luis, que metro y rima se produzcan en
el primer cuarteto que comienza: “Agora con la aurora se levanta”. Pero lo
específicamente poético, a mi juicio, está más bien en aquella imagen de la
mujer que en la luz de la aurora ciñe con oro “el crudo pecho y la garganta”.
La música ha dicho en ese cuarteto todo lo que pudo decir de lo indecible, que
no es mucho. El crudo pecho dice mucho más de aquello que, sin embargo, sigue
siendo indecible: la belleza del oro sobre lo crudo que, en tiempos de Fray
Luis, designaba indistintamente lo no cocido y lo desnudo. ¿Dónde está el
“halo erótico” de Herrera? ¿En los metros y rimas o en lo significante? Este
poema encanta porque, con la música que le es propia -su temporalidad- es hoy,
como lo fue, contemporáneo.
Lo contemporáneo está dado siempre, según
entiendo, por la búsqueda de una forma. Los renacentistas mantuvieron las
formas medievales y trabajaron la materia verbal en esas formas, pero las
llevaron a una cierta complejidad rítmica y sonora con la utilización cada vez
más frecuente de los llamados versos de arte mayor. La de los barrocos fue más
bien una búsqueda de forma en la sintaxis y en el léxico. Sin voluntad de
forma, apenas subsistiría arte alguno. Es la forma lo que hace del verso, y de
cualquier otro módulo, en cualquier arte, la contención de aquello que otorga
libertad, pero nos priva de consistencia: el deseo irrefrenable, la emisión
múltiple y sin fronteras. También el verso libre tiene aquella voluntad. El
verso libre no es más que forma.
La batalla de los orfistas no es formal.
Es una batalla por ideas, por ciertas ideas, como la de tradición. Se han
complacido en la música del verso ignorando que es una forma histórica, para
convertirla en intemporal, pues así ha sido y así es, para su sensibilidad y
su sensualidad. Pero más les valdría escuchar a Bach, por ejemplo. Sin
embargo, no. Porque su campo es tan ideológico como el de los vanguardistas y
los prosaístas y los modernos. Y la idea no se dice en música, se dice en palabras.
Hay un convencimiento, en última instancia, de que las palabras del poema dicen
lo indecible. Esta es la parte inmanentista del asunto: las palabras dicen lo
que dicen, y no tienen sólo la capacidad de sugerir lo que nunca llegan a
decir, no porque no quieran, sino porque no pueden, excepto en las Escrituras,
a las que otorgamos voluntariamente, en el acto de la fe, carácter inmanente.
De este modo, el orfismo da por hecho que la subjetividad es cierta, y que toda
palabra tiene una necesidad ineludible, al punto de que no puede ser removida
ni reemplazada.
No por casualidad la discusión sobre el
verso libre se ha intensificado en este país a partir de ciertas
consideraciones de Pablo Anadón sobre la traducción. En efecto, Anadón, en Aproximaciones
a la traducción de poesía en la Argentina, revista Fénix, número 20-21,
octubre 2006-abril 2007, hizo consideraciones sobre la distorsión con que la
poesía europea del siglo pasado fue recibida en la Argentina merced a sus
traductores, que eligieron un “criterio literal y arrítmico” para traducir poetas
que “han trabajado sus versos con un cuidadoso sentido rítmico y métrico, y a
menudo con un insistente recurso a las asonancias y las consonancias de la
rima”. Anadón dejaba ver en aquel trabajo, prolongado en una conferencia en el
Club de Traductores de Buenos Aires, en 2009, que no habíamos leído a tales
autores, sino a otros: aquellos que los traductores nos quisieron dar. No voy a
sostener que la música es intraducible: Anadón diría que se pueden buscar
“formas musicales equivalentes”; digo entonces que el fondo de su planteo es
que, al perderse la música, se perdió la poesía. Esto es indemostrable. Y
Anadón no lo ha dicho, por lo demás, de tal modo. La discusión, entonces,
podría terminar aquí.
Pero lo que estaba latente en Anadón y,
por cierto, más bien explícito en Herrera, termina de redondearlo Alejandro
Bekes, en Algo más sobre traducción y tradición poéticas, Hablar de
Poesía, N° 20, noviembre de 2009: las palabras y su música son poco menos que
inseparables; pero, lo más medular es: las palabras de un poema tienen un halo
de gracia adicional, no proveniente de la música, sobre todo si se trata de un
poema clásico o de uno clásico moderno (en los que lo clásico se confunde con
lo canónico).
Más allá de que las palabras de casi todos
los poemas estuvieron tocadas y retocadas antes de pasar a letras de imprenta -un esteticista como Valéry fue quien dijo que el poema nunca se termina,
sino que se abandona-, lo interesante de este planteo es que supone la poesía
como acabada expresión; como final, y no como camino.
En respuesta a unas consideraciones por mí
hechas en una reunión de traductores en la Universidad de Valdivia, en 2008, en
la que -entre otras cosas- sostuve que la Divina Comedia pudo haber sido
escrita en cualquier idioma, Bekes argumenta: “Mi disenso tiene sus fundamentos
teóricos, pero no voy a exponerlos por no ser prolijo. Daré en cambio un
ejemplo. En el Canto III del Inferno (sic)
Caronte dice a Dante: E tu che se ’ costi, anima viva, / Pòrtiti da
cotesti che son morti. Hagamos la prueba de traducir esto al
castellano; lo que quedará es lo que sigue
(respetando el número de sílabas e incluso lo fundamental de los acentos): ‘Y
tú que estás ahí, alma viviente, / apártate de estos, que están muertos’. La
traducción es literal, pero la poesía del texto ha desparecido...” Tenemos que
la traducción es literal, que se ha respetado el número de sílabas y lo
fundamental de los acentos, pero la poesía se ha ido, no está más. ¿En qué
consistía entonces la poesía? ¿En que estas palabras no son, claro está, las
que escribió Dante? ¿La poesía es, pues, un fetiche? La traducción de Bekes no
es completamente literal; si lo fuera en mayor grado -“Y tú que estás allí,
ánima viva, / apártate de estos, que están muertos”-, francamente no me
sonaría nada mal. Ni su composición ni su sentido dejan de producirme la
fantástica comprobación, tal vez la primera en el libro -no es más que simple
constatación, y aun así estremece- de que Dante es el único vivo entre una
multitud de muertos. Pero además, ¿debería ser literal, si lo que procuro es el
mismo efecto en castellano? Parece que no debemos tener la soberbia de alcanzar
lo que, según Bekes, Dante alcanza en toscano, pues esto, por razones indefinibles, no es
posible: según Bekes, en la versión que da como ejemplo “el pensamiento
deviene algo chato, prosaico”, mientras que lo escrito en toscano “nos sumerge
en las tinieblas infernales sin que sepamos cómo, nos hace sentir la fuerza
implacable de Caronte, la amargura definitiva de la muerte”, etc. No he visto
en mi vida mayor mistificación. Y la de Bekes lo es, en tal grado que, frente
a otros versos del Infierno, que cita luego, renuncia a la traducción.
Bekes es traductor. ¿Qué ingenuidad, o qué soberbia, hay en esto? Dante narra,
y lo que pone en boca de Caronte es una frase bastante simple en su sentido
literal, en toscano o en castellano moderno, cuya dimensión dramática, que es
estremecedora, sí, la da el simple contexto. Una versión buena debería seguir
el texto, y en el caso que nos ocupa, la literalidad funciona de forma
bastante aceptable. Puede que en otros casos haya que sacrificarla: ¿por qué
perdería su carga poética?
El inmanentismo es la otra cara de la
medalla del orfismo, esta es la cuestión. La discusión sobre la traducción no
aparece, entonces, por casualidad junto a la polémica sobre el verso libre;
de hecho, Anadón planteó una relación entre ambas cuestiones. Ahora bien, creo
que la vitalidad de un poema es lo que el traductor debe lograr en su idioma;
debe escribir un poema, y no fingir modestia. El verso libre no puede malograr
ese propósito, más bien lo facilita. Creo que si un autor, en su idioma,
intentara pasar a versos libres sus versos medidos y rimados, tal vez perdería
más de sentido y belleza que aquello que perdemos al pasar su poema a nuestro
idioma, en verso libre. El verso libre encuentra siempre un ritmo propio en su
lengua. Si es traducción, lo hallará también, en tanto no sea servil a las
formas regulares del original, que serán siempre intraducibles. De donde
tenemos que el verso libre responde a un patrón rítmico que está en su génesis
conceptual, en su propia intuición del significado, aparejado desde ese
nacimiento.
(Tomado de: “El
verso libre”,
antología de diversos autores,
Ed. Del Dock,
Bs.As.,2010)
Jorge Aulicino (Buenos Aires, 1949)
IMAGEN: Sarcófago con las nueve musas esculpidas. En la mitología griega, las musas eran divinidades femeninas. Para los escritores más antiguos, eran las diosas inspiradoras de la música.
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