Es un hecho sobre el cual nunca se reflexionará lo suficiente que
ninguna definición del verso es del todo satisfactoria, salvo aquella que
acredita su identidad respecto de la prosa a través de la posibilidad del enjambement
(1). Ni la cantidad, ni el ritmo, ni
el número de las sílabas -todos elementos que pueden darse también en la prosa-
brindan, desde este punto de vista, una diferenciación que alcance: pero sin
dudas es poesía el discurso en el cual puede oponerse un límite métrico a un
límite sintáctico (todo verso en el cual el enjambement no se halla de
veras presente será, pues, un verso con enjambement cero), y prosa,
aquel discurso en el cual esto no es posible.
Hay poetas -Petrarca es su precursor- en quienes el enjambement
cero constituye la regla, y otros -Giorgio Caproni está entre ellos- en quienes
el grado marcado tiende, en cambio, a prevalecer. En las últimas composiciones
de Caproni, sin embargo, esta tendencia se extrema hasta lo inverosímil: el enjambement
devora entonces al verso, que se reduce a esos únicos elementos que permiten
atestiguar su presencia: es decir, a su específico núcleo diferencial, dado
que el enjambement encarna, en el sentido que se ha visto, el rasgo
distintivo del discurso poético. Citamos de una poesía muy reciente:
.......La porta
Bianca...
La porta
che, dalla trasparenza,
porta
nell'opacità...
La porta condannata...
La consistencia métrica tradicional del verso aquí esta drásticamente
contraída, y los puntos suspensivos, tan característicos del último Caproni, se
emplean justamente para signar la imposibilidad de desarrollar el tema métrico
del verso más allá de su núcleo constitutivo (que -y esta no es una observación
trivial, aunque, después de todo lo que se ha dicho, se da por descontada- se
encuentra no al principio, sino in fine, en el punto de la versura
-2-), asi como, en el adagio del quinteto de Franz Schubert op. 163, de
cuya enseñanza Caproni hace buen uso, el pizzicato remarca en cada
ocasión la imposibilidad, para los arcos, de formular acabadamente una frase
melódica. No por esto la poesía deja de ser tal: una vez más, el enjambement,
a diferencia del blanco de Stéphane Mallarmé, que anexó la prosa al campo de la
poesía, es condición necesaria y suficiente de la versificación.
¿De qué se trata, entonces, el enjambement como para que le sea
conferido semejante poder de las claves sobre los metros de la poesía? El enjambement
exhibe una no-coincidencia y una desconexión entre el elemento métrico y el
elemento sintáctico, entre el ritmo sonoro y el sentido, como si
-contrariamente a un difundido prejuicio, que considera la poesía el lugar de
una lograda y perfecta adhesión entre sonido y sentido-, aquella viviera, por
el contrario, únicamente de la íntima discordancia3 entre esos dos
elementos. El verso, en el acto mismo en el cual, rompiendo un nexo sintáctico,
afirma su propia identidad es, no obstante, irresistiblemente atraído a
enarcarse4 sobre el verso sucesivo, para asir eso que ha arrojado
fuera de sí: insinúa un paso de prosa con el gesto mismo que demuestra su
versatilidad. En este arrojarse de cabeza al abismo del sentido, la unidad
puramente sonora del verso transgrede, con su propia medida, también su propia
identidad.
El enjambement de ese modo ilumina la andadura originaria, ni
poética ni prosaica, si no, por decirlo así, en bustrófedon (5), de la poesía:
la esencial prosimetricidad de todo discurso humano, cuyo precoz testimonio en
los gathas del Avesta o en la satura latina da fe del
carácter no episódico de la propuesta de la Vita nuova en los umbrales
de la Edad Moderna. La versura que, si bien en los tratados de métrica
no es nombrada, constituye el meollo del verso (y cuya exposición es el enjambement),
es un gesto ambiguo, que se desarrolla al mismo tiempo en dos direcciones
opuestas, hacia atrás (verso) y hacia delante (prosa). Ese vaivén, esta sublime
vacilación entre el sentido y el sonido, es la herencia poética que el
pensamiento debe resolver. Para recoger su legado, Platón, dado que rechazaba
las formas tradicionales de la escritura, fijó la mirada sobre aquella idea del
lenguaje que, de acuerdo al testimonio de Aristóteles, no era, para él, ni
poesía ni prosa, sino el punto medio entre ellas.
1 Encabalgamiento o corte de versos (en
traducción aproximada del administrador del blog).
2 Término italiano (en especial de Italia
meridional) que significa tanto e lugar como el momento en que da vuelta el
arado para hacer el próximo surco [N. del T.].
3 El autor emplea aquí la palabra discordo, arcaísmo y término literario
por “desacuerdo” [disaccordo] o
“discordancia” [discordanza) (N. del T.)
4 En italiano la palabra inarcatura (aquí Agamben usa el verbo inarcare) en métrica significa, precisamente, enjambement [N. del
T.J.
5 Escritura de derecha a izquierda y de
izquierda a derecha, alternativamente, empezando cada línea donde termina la
anterior (N. del Administrador del blog)
IDEA DE LA VERDAD
Gershom Scholem en una oportunidad escribió que hay algo infinitamente
desconsolador en la formulación de la ausencia de objeto del conocimiento supremo,
que se enseña en las primeras páginas del Zohar y constituye, por lo
demás, la lección última de toda mística. En esas páginas, en el límite extremo
del conocimiento se encuentra el pronombre interrogativo ¿Qué? (Mah),
más allá del cual ya no hay respuesta posible. “Cuando un hombre interroga,
intentando discernir y conocer paso por paso hasta lo último, alcanza el ¿Qué?
Es decir: has comprendido ¿Qué?, has visto ¿Qué?, has buscado ¿Qué?
Pero todo sigue siendo tan impenetrable como al principio”. No obstante, más
íntimo y oculto resulta, según el Zohar, el otro pronombre
interrogativo, que signa el límite superior de los cielos: ¿Quién? [Mí).
Si ¿Qué? es la pregunta que indaga sobre qué cosa (el quid
de la filosofía medieval), ¿Quién? es, en efecto, la pregunta que
interroga el nombre: “Lo impenetrable, lo Antiguo ha creado eso. Y, ¿quién es?
Es ¿Quién?... Puesto que es, a la vez, objeto de pregunta indevelable y
cerrado, se lo llama ¿Quién? Más allá, ya no hay otras preguntas...
Existente e inexistente, impenetrable y cerrado en el nombre, no tiene otro
nombre más que ¿Quién?, aspiración al develamiento, a ser llamado con un
nombre”.
Desde luego, cuando alcanza el límite del ¿Quién?,
el pensamiento ya no tiene objeto, experimenta la ausencia de un último objeto.
Pero esto no es desconsolador o, más bien, lo sería sólo para un pensamiento
que, al confundir una pregunta con otra, continuara preguntando ¿Qué? allí
donde no sólo no hay respuestas, sino que tampoco hay más preguntas. Sería de
veras desconsolador que el conocimiento último tuviera todavía la forma de la
objetualidad. Precisamente la ausencia de un último objeto del conocimiento nos
salva de la tristeza sin remedio de las cosas. Toda verdad última que pudiera
ser formulada por medio de un discurso objetivante, aunque fuera también en
apariencia feliz, tendría a la fuerza, por destino, el carácter de una condena,
de un estar condenados a la verdad. La deriva hacia esta definitiva clausura de
la verdad es una tendencia presente en todas las lenguas históricas —tendencia
a la que la poesía y la filosofía se oponen con obstinación-, y en la cual, por
el contrario, encuentran alimento tanto el poder significante de los lenguajes
humanos como la ineluctable muerte de estos. La verdad, la apertura que,
conforme un hóros platónico, es propia del alma, se fija, mediante el
lenguaje y en el lenguaje, en un último, inmutable estado de cosas, en un destino.
Es de este pensamiento que Friedrich Nietzsche intentó salvarse a través de la
idea del eterno retorno, a través del sí dicho en el instante más atroz, cuando
la verdad parece cerrarse para siempre en un mundo de cosas. El eterno retorno
es, de hecho, una última cosa, pero, a la vez, también la imposibilidad de una
última cosa: la repetición eterna del cerrarse de la verdad en un estado de
cosas es, en cuanto repetición, también la imposibilidad de esta clausura. En
la formulación suprema de Nietzsche: el Amor fati.
Esta monstruosa solución de compromiso entre el destino y la memoria,
en la cual eso que sólo puede ser objeto de recuerdo (el retorno de lo
idéntico) en cada ocasión es entendido como un destino, es la imagen trastocada
de la verdad, a la que nuestro tiempo no logra encontrarle solución. Porque la
apertura del alma -la verdad- no queda abierta de par en par en un destino
infinito ni se encierra en la eterna repetición de un estado de cosas, sino
que, en su abrirse en un nombre, ilumina únicamente la cosa y, cerrándose en
ella, estrecha sin embargo su propia apariencia, recuerda el nombre. Esta
difícil encrucijada entre don y memoria, entre una apertura sin objeto y eso
que sólo puede ser objeto, es la verdad en la cual, según el autor del Zohar,
el justo habita: ¿Quién? es el límite superior del cielo, ¿Qué?,
el límite inferior. Jacob recibe ambos en herencia: huye de un límite al otro,
del límite inicial ¿Quién? al límite final ¿Qué? y se mantiene en
el medio”.
IDEA DE LO INMEMORIAL
Cuando despertamos, sabemos, a veces, que en el sueño hemos visto la
verdad con una claridad tan palpable que quedamos totalmente satisfechos. Se
nos muestra en algunas ocasiones una escritura que de golpe descubre el secreto
de nuestra existencia; en otras, una sola palabra, acompañada de un gesto
imperioso o repetida en una cantinela pueril, ilumina como un relámpago todo un
paisaje de sombras entregando cada detalle a su reencontrado y definitivo
aspecto.
Al despertar, sin embargo, aun si recordamos con nitidez todas las
imágenes del sueño, esa escritura y esa palabra han perdido su fuerza para
producir verdad; con tristeza, las miramos desde todos los ángulos, ya sin su
encanto, y no logramos comprender su portento. Tenemos el sueño, pero de él nos
falta inexplicablemente lo esencial, que ha permanecido sepultado en aquella
tierra a la cual, despiertos, ya no tenemos acceso.
Una que otra vez llegamos a tiempo para observar aquello que empero
debería sernos por completo evidente, es decir, que en vano creemos que el secreto
del sueño está en otro lugar o en otro tiempo. El sueño existe como un todo
para nosotros en el instante en que, al despertar, produce un destello en
nuestra mente. El mismo recuerdo que el sueño nos ha dado también nos ofrece la
falta que lo aflige: un solo gesto los contiene a ambos.
Una experiencia análoga sucede en la memoria involuntaria. Aquí el
recuerdo, que nos restituye la cosa olvidada, la olvida en cada oportunidad, y
este olvido es su luz. De aquí, no obstante, que se materialice en nostalgia:
una nota elegiaca vibra con tanta tenacidad en el fondo de toda memoria humana,
que, en el límite, el recuerdo que nada recuerda es el recuerdo más fuerte.
Lejos de ver en esta aporía del sueño y del recuerdo un límite y una
debilidad, por el contrario, debemos reconocerla por aquello que es: una
profecía que concierne a la estructura misma de la conciencia. Lo que ahora
regresa de manera imperfecta a la conciencia no es lo que hemos vivido y,
luego, olvidado, sino que, más bien, accedemos, en ese momento, a lo que nunca
ha sido, al olvido como patria de la conciencia. Por este motivo nuestra
felicidad está empapada de nostalgia: la conciencia contiene en sí el presagio
de la inconsciencia y precisamente ese presagio es, antes bien, su perfección.
Esto significa que toda atención tiende, en última instancia, a una distracción
y que, en su punto extremo, el pensamiento es tan sólo un sobresalto. El sueño
y el recuerdo sumergen la vida en la sangre de dragón de la palabra y, de este
modo, la vuelven invulnerable a la memoria. Lo inmemorial, que se precipita de
memoria en memoria sin jamás llegar al recuerdo, es en sí mismo inolvidable.
Este inolvidable olvido es el lenguaje, es la palabra humana.
De esa manera la promesa que el sueño formula en su propio incumplirse
es la de una lucidez tan potente que nos restituye a la distracción, de una
palabra tan realizada que nos devuelve a la infancia, de una razón tan soberana
que se comprende a sí misma como incomprensible.
Giorgio Agamben
Giorgio Agamben nació
en Roma, Italia, en 1942. En su juventud
asistió a los célebres seminarios de
Martin Heidegger en Le Thor. Ha dictado cursos en diversas universidades europeas. Fue director
de programa en el Collège International de Philosophie de París. Actualmente, es profesor de
Iconología en el Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia. Entre sus libros se destacan El hombre sin
contenido (1970), Estancias: la palabra y el fantasma en la cultura
occidental (1977), El lenguaje y la muerte (1982), La comunidad
que viene (1990), Homo sacer (1995), Medios sin fin (1996), Lo
que queda de Auschwitz (1998) y El tiempo que resta (2000).
La editorial argentina, Adriana Hidalgo, publicó Infancia e historia en 2001 , Profanaciones
(cuarta edición, 2013), Lo abierto (segunda edición, 2007), La
potencia del pensamiento (2007), El
sacramento del lenguaje (2010), Desnudez (2011), entre otros libros,
más Idea
de la prosa, de donde fueron tomados estos textos.
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