Filosofía es el estudio (ignorándolo) de las transformaciones
de los puntos de vista y de las modificaciones verbales
que los acompañan.
Y poesía es el estudio (más consciente) de las
transformaciones
verbales que conservan los impulsos iniciales.
Paul Valéry
Una idea que comenzara a rodear el
tema que se va a tratar en este escrito puede aparecer como una polarización de
dos estilos de escritura que en una primera instancia se aprecian acaso sólo
por la divergencia de sus tonos. Hay un tono literario y hay un tono
filosófico. Una aproximación mayor sería considerar que en medio o alrededor de
esos dos polos existe un espacio que es frontera y límite. Trabajar en torno a
esta idea de suspensión y de indecidibilidad que parece morar y demorarse en
ese espacio —territorio que abriría una demarcación incierta entre filosofía y
literatura— es lo que va a establecer el camino por el que transitará una
perspectiva deconstructiva para abordar el tema en cuestión.
A partir de la noción de escritura
como juego de diferencias, como tejido espaciado y múltiple en el que el
sentido aparece siempre desplazado y plural —donde al modo de la huella y la
diseminación se filtran en la prosa derrideana nociones e ideas de Blanchot
sobre el lenguaje y la muerte— y del problema de la metáfora, cuya
conceptualización trazaría esa frontera que se desdibuja entre escritura
literaria y escritura filosófica, se va a sostener que ese espacio de riesgo,
de desplazamiento en el que el decir filosófico se contamina de su otro, da
cuenta de una inquietante y constante permeabilización de estilos que están
unidos por cierta ausencia, abismo o silencio, volviendo ambiguos e
indeterminables los escritos, los textos que se desprenden de su origen dador
de sentido: el autor, el logos, la verdad. Esto conduce a la idea de
diseminación y dispersión a través de las cuales la escritura filosófica se
separa de un sentido originario y puede aparecer también como un ejercicio, una
ficción, desde cierto “arriesgarse a no querer decir nada”.
Entre filosofía y literatura estaría
indicando una fragmentación, un quiebre de la presencia del sentido y de la
voz, una dislocación en el discurso que a su vez vuelve indecidible o suspende
la decisión entre la escritura, allí donde filosofía y literatura se
entrecruzan. Esta generalización de la escritura conecta a los dos autores a la
hora de definir a la literatura como vacío, como nada, como ser sin esencia,
como inscripción a través de la cual la ausencia y la muerte se presentifican.
Así, escribir va a implicar convertirse
en el lugar vacío de la otredad, donde el otro (1) es lo que escribe al propio
autor al ser éste elegido por las palabras y no al revés. Y la filosofía no
escapa a este mecanismo en la medida en que, en tanto escritura, la
coincidencia entre el decir y el querer decir desaparece dado el carácter
diferido de la presencia del significado que considera a la lengua (Derrida)
como un sistema de huellas y diferencias en el que opera la intertextualidad,
el injerto textual, etc., filtrando lo otro en la escritura.
En este sentido, la reflexión en
torno a la metáfora en el discurso filosófico —metáfora como aquello que es
regreso de lo mismo como diferencia, imagen, juego de la ficción (Blanchot),
que introduce siempre en la textualidad cierto desplazamiento o desvío del
sentido (Derrida) va a permitir disparar el análisis en torno al lenguaje y a
la escritura hacia aquello que conectaría un discurso con otro, en la medida en
que la metáfora también afecta los conceptos de la filosofía desestabilizándola
y desplazándola hacia un discurso que es metafórico desde sus inicios —no
obstante haberse afirmado a sí mismo como el discurso de la verdad. La
metáfora, que “habla de forma oblicua” (2), se filtra en todo lenguaje, en todo
discurso, en toda escritura.
Abordar la problemática del estilo,
en segundo lugar, va a implicar también cierta remisión por parte de Derrida y
de Blanchot a Nietzsche (en Espolones y en Nietzsche y la escritura
fragmentaria, respectivamente), quien al romper con la metafísica tradicional
anunciando la muerte de dios, y en este sentido de todo fundamento y valor absoluto,
suspende aquellas grandes distinciones de la metafísica occidental, como la de
forma/contenido, en el instante de mayor tensión. Nietzsche, dice Giorgio
Colli, ha sido un verdadero homo scribens en la medida en que para él vivir
significó escribir (3). Las variaciones expresivas llevadas a cabo
por Nietzsche
en
la historia de la filosofía resultan fundamentales teniendo en cuenta la
diversidad de estilos que su pensamiento atravesó.
La
escritura, el estilo poemático de Así hablaba Zaratustra es un ejemplo
de ese lenguaje descentrado, plural, espaciado, en el que es posible leer —que
es, como dice el filósofo, también escuchar— la música de una obra en la que
las palabras refieren también a sí mismas y no exclusiva o necesariamente a
cierta adecuación con el pensamiento y la realidad en virtud de su estilo
poemático. Otra de esas serias decisiones respecto al estilo, además del
fragmento —habla plural, polisemia, afirmación de la diferencia4—
fue la escritura autobiográfica, tal como aparece el pensador en escena en Ecce Homo.
En
el caso de Derrida se trataría entonces de poder pensar en
la imposibilidad y la inutilidad de una distinción jerárquica entre mensaje/
contenido y estilo/forma y de leer y escribir, en este doble gesto, desde esa
tensión esencial que abriría cada texto en múltiples perspectivas eludiendo
todo afán por descubrir y apropiarse de un sentido hasta agotarlo, y de pensar
la escritura filosófica como tensión forma-contenido, en la que el sentido cada
vez se disemina y se convierte también en una literatura con características
propias, donde el aspecto formal genera señales, claves, modos de lectura y de
escritura que permiten deslindar los textos de la tradición dialéctica
(metafísica de la presencia) a través de nuevas estrategias.
Históricamente
la distinción en el lenguaje entre forma y contenido constituye una dualidad
más, entre muchas otras oposiciones metafísicas binarias, que a lo largo de la
tradición del pensamiento filosófico occidental ha permanecido jerárquicamente
ordenada, prevaleciendo siempre el contenido sobre la forma en un texto de
filosofía. El aspecto formal, subalterno y ligado a las cuestiones retóricas y
de estilo, era en todo caso primordial sólo desde el punto de vista estético.
Así, en el discurso metafisico
de la
presencia y de la voz no era sino el contenido, el significado, el
querer-decir, lo que tenía primacía a la hora de escribir y de pensar en
filosofía. Una de las consecuencias fundamentales para Derrida del hecho de que la filosofía se
escribe es que, además de la posibilidad de pensar la filosofía como un
“género literario particular”(5), en efecto algo se
pierde en la escritura de
la presencia del sentido y así cada
texto, cada escrito, aparece también como una escenificación que no refiere
siempre a su sentido, a su significado, a su referencia al ser o a la verdad
sino también a sus procedimientos, a su estructura formal, a su organización
retórica, donde el decir se desplaza y permite abordar los problemas de la
filosofía desde una estrategia deconstructiva que es quizás una lectura, una
escritura, con segundas intenciones, en la medida en que desarma la presencia
del sentido y de la voz propios del discurso logofonocéntrico. Si la filosofía
se escribe, la decisión sobre el estilo por otro lado indica desde el inicio
siempre una estrategia que va a enfrentar ese discurso, y en este sentido la
ley del texto —espacio clave del análisis deconstructivo— rige para toda
escritura: filosofía y literatura.
Ahora
bien, la reflexión sobre la poesía y el texto poético en Blanchot y en Derrida, especialmente sobre la
obra de Mallarmé y la cuestión del
Libro, dilucida de algún modo la idea de que no es sino en la materialidad de
la palabra, en su aspecto acústico, sonoro, corporal, en su entrelazado
significante que culmina en una obra, en un libro o en una escritura sin más (e
incluso en una no-obra como sería el Libro) y, por otro lado, en cierta
espacialidad de muerte, ausencia, afuera donde reina la fascinación (que es una
mirada como la de Orfeo hacia el arte de las
palabras), es decir, desde esta inclinación de los autores hacia el texto
mallarmeano es posible visualizar —junto a esa nueva constelación textual,
virtual, nocturna y blanca— una doble suspensión: suspensión del lenguaje que
deja de ser pensado en la filosofía sólo como referente del sentido y se abre
como autónoma entidad (juego donde no hay encubrimiento ni disimulación) y
suspensión o imposibilidad de obra acabada [désœuvrement-ocio), suspensión de la
escritura en un murmullo infinito e incesante en el que confluyen una
diversidad de estilos donde el sentido se pierde y se encuentra incesantemente
en la diferencia: dispersándose, diseminándose. Entonces una vez más, suspensión
acerca de la decisión del género respecto de los discursos actuales en tanto
que estas extrañas construcciones del lenguaje que crea el discurso filosófico
y poético, no indican sino una idea de texto y de escritura que es espacio a la
intemperie, lugar inseguro, afuera.
Esto
supone también una doble ausencia o desaparición: dispersión del sentido y
muerte del autor. Así como el autor retrocede dejando presente y sola a la
escritura, el sentido hace lo mismo generando su dispersión y
diseminación que no es sino visible, palpable en un libro, una página escrita,
posible de ser escuchada como una música concreta recargada a la vez de
silencios y vacíos donde se disuelve la escritura, el sentido, la obra, en un
“jeroglífico flotante que sería la escritura en general” (6).
Estas
consideraciones abren nuevas perspectivas sobre la escritura en la medida en
que burlan todo esquema de categorías y clasificaciones entre literatura,
crítica y filosofía, inaugurando así un infinito e inagotable trabajo sobre
los textos desde todo aquello que hasta cierto punto compone una identidad
siempre despersonalizada, desapropiada en una variación constante e
ininterrumpida que desaparece ante y entre la escritura. La relevancia y
reivindicación de estos aspectos en torno al lenguaje, antes reservados sólo
para las letras, parece consistir hoy en una apertura —juego de la diferencia—
que inaugura nuevas formas de lectura y escritura, en ese gesto doble que
sería leer y escribir.
Esta
idea implica cierta “puesta en obra” de una práctica singular que es posible
visualizar en Derrida y en Blanchot ante sus escritos. El
tono poético que abunda en el primero en textos como Espolones, Qué es poesía, lo experimental en Glas y en La diseminación, lo autobiográfico en Circonfesión y en el segundo lo
aforístico en El paso (no) más allá, lo filosófico en La
literatura y el derecho a la muerte, lo autobiográfico en
las novelas Thomas el oscuro y El instante de mi
muerte, y lo poético en El
espacio literario, hablan de
esa ejecución de dispersión de estilos que permitiría habitar ese espacio —al
que aludí en un principio— en el que al modo de un intersticio provisorio y
siempre incierto, se mueven los hilos de un tejido que, ya transitado y
demorado en Nietzsche, quizá constituye esa
nueva morada del pensar.
Umbrales
de ambigüedad, capacidad vacía de dar un sentido si, siguiendo a Blanchot, “la literatura es el
lenguaje que se hace ambigüedad”. Desde estas consideraciones se pretende
argumentar a favor de la idea de que el discurso filosófico también es o
deviene una literatura singular en la medida en que el estilo en torno al
pensamiento de la verdad, del conocimiento, de los conceptos, de las ideas, del ser y de todos los grandes
temas de la filosofía, no es sino una escritura cuya tensión, fuerza y
significación tiene mucho que ver con la imaginación, con una instancia de
fascinación y con una exigencia de creatividad. “Como Nietzsche, reinterpretar la interpretación” (7).
La relación entonces entre la filosofia y la literatura —que se remonta a los orígenes de aquella en la medida en que el lenguaje constituye una de las reflexiones inaugurales del pensamiento
occidental— parece tener desde el pensamiento continental contemporáneo un
nuevo modo de abordar la problemática en cuestión. Desde Platón en adelante, la
literatura parece configurarse como aquello que es lo otro de la filosofía. Si ésta se posiciona
históricamente como aquel discurso privilegiado, en la medida en que no era
sino el discurso de la verdad, la literatura —expulsada por Platón de la
polis— quedaba limitada al plano de la retórica, de la invención, de la
fantasía y del subjetivismo del creador o del poeta que, a diferencia del
filósofo que investiga según métodos estrictamente racionales exponiendo en su
escritura temas abstractos, no producía más que artificios que nada tenían que
ver con la verdad, sino más bien, o en todo caso, con la mentira. Sin embargo,
la idea de una demarcación tajante entre los dos discursos parece hoy
deslucida y demasiado o apresuradamente resuelta si se consideran las grandes
transformaciones del pensamiento metafisico a partir del Romanticismo, y principalmente desde
Nietzsche en adelante (8).
Desde
la comprensión romántica de la esencia de la literatura, donde ella sería un
proceso de unión entre poesía y filosofía incluso como confusión de géneros
delimitados —que además fuera una de las influencias que dispararon el
pensamiento de quien irrumpiría en la escena filosófica como una de las
grandes sospechas del siglo XX, en tanto cuestiona y desconfía de aquello que
el discurso metafisico ha establecido como real y verdadero— es
posible enfatizar entonces la importancia que, además de Nietzsche, el Romanticismo alemán va a tener una vez
comenzado el siglo, y específicamente en el pensamiento francés, donde Blanchot y Derrida parecen marcar líneas de reflexión fundamentales,
en la medida en que abordan la problemática llevándola hasta sus últimas
consecuencias, generando en este sentido nuevas respuestas, quizá las más
arriesgadas. A excepción de la cuestión del sujeto como figura central en
torno a la escritura, el hecho de que todo el lenguaje funcione en términos poéticos
—esto es, que de alguna manera todo lenguaje es poesía y allí encuentra su
estatuto, su origen y su finalidad—, esa poeticidad es aquello que dispersa las
diferencias entre ambos discursos. La filosofía también va hacia la poesía, hacia
la obra, hacia “lo absoluto”, según el Romanticismo. Pero en tanto que hay
allí metáfora, estilo, hay también silencio, juego de la diferencia, fragmento, contradicción,
disolución, discordancia, des-obra: escritura. Cita Blanchot a Novalis(9):
Todos ignoran lo propio del lenguaje: que sólo se
ocupa de sí mismo. Por
eso, constituye un fecundo y espléndido misterio (...) ...cuestiones que la
noche del lenguaje contribuirá a poner en claro:
que escribir es hacer obra de
habla, pero que esa obra es ocio, “desobra”.
Por
otro lado, a partir de la concepción nietzscheana del lenguaje en la que se descubre la
esencia metafórica y retórica del mismo, se desenmascara entonces a la
metafísica fundamentalmente a partir de la literatura, en la medida en que la
pretensión de verdad, de pureza del discurso metafisico se ve ahora contaminado por aquello
contra lo cual había querido constituirse; esto es, el mito, la elocuencia, la
poesía, la alegoría. De este modo, la frontera que separa a la filosofía de su
otro, la literatura, sí se desvanece junto con el fundamento, el origen, que
aparece en la idea de la muerte de dios; y así la filosofía aparece o se
resuelve en ese “...devenir fábula, ficción, nada”. Lo que supone cierta crisis
que la filosofía libera consigo misma en torno al problema de la verdad y del
lenguaje representativo o transparente que en principio la metafísica de la
presencia utilizaría constituyéndose como “discurso de la verdad”. Lo cierto
es que una vez desandado este camino que deja detrás “la época de la metafísica”
ya en el Romanticismo, la cuestión del lenguaje adquiere nuevas dimensiones y
entonces la pretensión de la filosofía de constituirse como discurso de la
verdad a través de un lenguaje que dice el ser con seriedad será
revisada y deconstruida fundamentalmente a partir de Nietzsche. Desde aquí la frontera, el límite entre
los discursos literario y filosófico, puede ser evaluada sin dar necesariamente
con una inverosímil confusión de géneros. Más bien se trata de poder
conectarlos, descorrer los pliegues donde aparece lo otro en la
escritura. Sobre ese otro (marca del significante) también se hilará la
perspectiva de Blanchot y la de Derrida, no obstante, aludiendo a un origen que en
todo caso es origen tachado: sólo hay huellas de huellas. La escritura se
desprende, como se analizará, del origen pleno, de la voz. Hay ahí ya
repetición y contaminación: diferencia en el origen, ausencia en
la presencia. Pareciera que la filosofía trabaja a través de conceptos y la
literatura según la búsqueda de un estilo. Pero la idea de huella, y también el
problema de la metáfora, imposibilitan de alguna manera considerar al concepto
solo, en sí mismo, sin que arrastre otros y sin que se filtre en él también la
metáfora. De modo que el estilo en filosofía —ya que no hay estilo en sí (Nietzsche)— no va a ser en adelante una cuestión aledaña; o sí: un suplemento. Añadido
del que sin embargo no es posible prescindir.
El suplemento de lectura o de escritura
debe ser rigurosamente prescrito, pero por la necesidad de un juego. Signo al
que hay que otorgar el sistema de todos sus poderes (10).
Este
cruce o contaminación entre el discurso filosófico y el literario puede ser trazado
entonces a partir de
Blanchot y de Derrida según las siguientes problemáticas que se
verán en lo que sigue: la metáfora, el estilo y la escritura fragmentaria (en Nietzsche), la poesía (en Mallarmé) y las consideraciones de ambos sobre la
literatura y la ausencia del autor principalmente en Demeure y Passions (J.D.) y en El espacio literario y
El diálogo inconcluso (M.B.).
Pareciera
que aquello que permanece en el umbral de la filosofía y la literatura, aquello
que desdibuja el límite de los discursos, no es sino esta idea de escritura
—como espacio, texto infinito, murmullo incesante— que, al modo del fragmento y
también de la poesía —como eje de lectura y escritura—, evidencian un abismo
esencial a todo texto: nada hay fuera de texto.
Silencio,
ausencia, afuera en el que el discurso se instala para nunca convertirse en
obra acabada, en sentido último, en verdad. Aquello que des-obra, ocio,
extravío, afirmación del azar, borrado incesante de huellas, dispersión.
Laura Crespi
(1) Lo otro no refiere aquí sino a lo neutro en Blanchot, como
aquella fuerza que es vacío, descentramiento, ausencia, silencio, noche,
ficción, sueño, por la cual el juego dialéctico se irrealiza. Escribe él, ello,
otro. La escritura aparece, así como aquello privado de centro para
configurarse desde una dinamización distinta, como un centro móvil, que nunca
conforma una obra. La muerte del autor es una de esas ausencias que verifican
los dos autores desde la noción de escritura y de texto que trabajan. En
Maurice Blanchot, Falsos Pasos, “Kafka y el espacio literario” y “Escribir,
soñar”, trad. A. Aibar Guerra, Valencia, Pre-Textos, 1977.
(2) En G. Bennington y J. Derrida, Jacques Derrida, "La
metáfora”, trad. M. L. Rodríguez lapia, Madrid, Cátedra, 1994, pp. 136-139: “No
es difícil ver por qué una tradición estructurada en torno al valor de la
presencia desconfía de la metáfora (...) El discurso filosófico, en su aparente
seriedad, no estaría formado sino por metáforas olvidadas o usadas”. De aquí
también la distinción entre ambos discursos como lo serio y lo no serio, donde
la filosofía queda relacionada con el valor de seriedad, verdad y
responsabilidad contra “el juego seductor y, por tanto, irresponsable, contra
el fingimiento de los artistas”. En la senda de Nietzsche, Derrida ejecuta el
dispositivo deconstructivo, como se verá en algunos escritos (ciertamente en
este libro en colaboración con Bennington), a través siempre de un juego de
lectura y escritura que, desde el análisis de obras literarias y filosóficas
por igual, no pretende "ilustrar” sus tesis filosóficas sino
"reivindicar el derecho a la metáfora” y “llevar la austera tradición
conceptual a su propia verdad metafórica”.
(3) G. Colli, Después de Nietzsche, "La literatura como
vicio”, trad. C. Artal, Barcelona, Anagrama, 1988.
(4) En M. Blanchot, Nietzsche y la escritura fragmentaria,
trad. O. del Barco, Buenos Aires, Caldén, 1973, pp. 46-47. Se va a trabajar
esta problemática en el tercer capítulo.
(5) J. Derrida, Márgenes de la filosofía, "Las fuentes de
Valéry”, trad. C. González Marín, Madrid, Cátedra, 2003, p. 334.
(6) M. Foucault, De Lenguaje y literatura, "lenguaje y
literatura”, trad. A. Gabilondo, Barcelona, Paidós, 1996, p. 83.
(7) J.
Derrida, Márgenes de la filosofía, ed. cit., p. 345.
(8) Véase Sánchez Meca, "Filosofía y
literatura o la herencia del romanticismo”, Revista Anthropos, N° 129, Dossier
“Filosofía y literatura. Historia de una relación e interna reflexión crítica”,
Barcelona, 1992, p.12.
(9) M. Blanchot, El diálogo inconcluso, trad. P.
de Place, Caracas, Monte Ávila, 1996, p. 550.
(10) J.
Derrida, La diseminación, “La farmacia de Platón”, trad. J.M. Arancibia,
Madrid, Fundamentos, 1997.
Laura Crespi (San Fernando,
Provincia de Buenos Aires, Argentina, 1973). Publicó poesía: Días de besos
(2006), Una onda magnética (2008), Árboles alineados (2010), La vida interior
(2010/2011), Invisible vanidad (antología, 2010) y el ensayo Un blanco móvil.
Filosofía, literatura y metáfora (2009), de donde fue extraído el presente trabajo. Es Licenciada en Filosofía por la UBA, donde da clases. Edita las
plaquetas Cuadernos de Traducción donde publicó poemas de Elizabeth Bishop, con
un posfacio de Marianne Moore bajo el título Pequeño ejercicio. También tradujo
a Wallace Stevens: Dos cartas, Colores y Esta enorme falta de elegancia. La
quinta plaqueta, en preparación, es el libro objeto Poetas japonesas, edición
anotada que reúne poetas del siglo VII hasta la actualidad, basado en las
versiones de Kenneth Rexroth e Ikuko Atsumi.
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