Para hablar de poesía de pensamiento
es necesario aclarar previamente que no hay buena poesía sin pensamiento: aún
la más sentimental, la que apela a lo onírico o se regodea en el inconsciente,
está sostenida por una trama de conceptos. Pero una vez dicho esto, se puede
agregar que hay una que, específicamente, tiende a la reflexión, se concibe a
sí misma como un medio para pensar, expone categorías, averigua y, aunque no lo
rechace, no está demasiado pendiente del aspecto emotivo del hecho poético o,
al menos, no trata sentimentalmente los asuntos sentimentales. Es lo que se
llama poesía de pensamiento. Su actitud se refleja en el lenguaje, en un
intento de precisión o, mejor aún, en un tono y una manera de hacer sonar las
palabras. Y lo que encuentro significativo en relación a nuestro país es que,
en mi opinión, ésta es la línea poética más típicamente argentina, al menos en
los últimos cien años. No he dicho que sea la mejor (una valoración debe
apuntar a lo personal, no a un grupo ni a un estilo genérico), sino la más
peculiar, que por alguna razón ha calado en nuestra sensibilidad; y una
afirmación como ésta necesita explicación.
En el panorama poético argentino se
puede detectar la existencia de varias estéticas, que son, en términos
generales, las que han prosperado en cualquier país de Occidente. La presencia
de la vanguardia ha sido importante desde comienzos del siglo en nuestro país,
sobre todo el surrealismo y su herencia, y ha dejado propensión a un relativo
disloque; también ha prosperado la poesía celebratoria, con sus múltiples
variantes; la poesía de la tierra, que ha cantado al hábitat rural; la poesía
urbana, conversacional y directa, con espíritu de cafetín; la poesía pura, la
poesía social y, en general, el arco que ha creado ese diálogo al parecer
interminable entre romanticismo y clasicismo: dos vastedades del espíritu que
han variado de nomenclatura a lo largo de la historia, que discuten y se
entrecruzan. Todas estas líneas, bien representadas entre nosotros, tienen, en
los otros países de habla castellana (para no salir ahora del ámbito de la
lengua) correlatos y similitudes, al punto de que, en algunos casos, podrían
ser consideradas como un corpus unitario:
por ejemplo, la poesía surrealista forma especie propia, sin que interese su
origen o nacionalidad. Lo mismo pasa en
Latinoamérica con la literatura de la tierra, que dejó un sello continental en
todos los géneros; o con un latinoamericanismo algo romántico y explícito, que prosperó
a partir de los años sesenta en los alrededores de la revolución cubana; y
también sucede algo parecido con la poesía urbana, que tal vez comenzó con
aquel “impuro amor de las ciudades” de Julián del Casal y que no ha cesado
hasta ahora. Y es en este panorama donde encajo mi opinión sobre la llamada
poesía de pensamiento, porque muestra una trayectoria muy marcada, ya larga y
analizable en las letras argentinas, que no tiene correlato en la de los otros
países, o al menos es difícil encontrarla con una huella tan subrayada. No es
que en los otros países no haya poetas de esta modalidad: lo que no está
definida tan nítidamente es la modalidad.
En nuestro país comienza
simultáneamente con la llegada de las vanguardias. En estas tierras las vanguardias
asomaron con Ricardo Güiraldes (El cencerro de crista/), y terminaron
por imponer una apetencia de ruptura que, con variantes y matizaciones, duró
todo el siglo XX. En el mismo momento de
esta irrupción, apareció la percepción poética que llamamos poesía de
pensamiento; y lo curioso es que, quien la inició, la trajo ya con teoría
incorporada, como si percibiera que necesitaba basamento teórico un punto de
vista tan contradictorio con lo que por entonces se consideraba poesía.
Macedonio Fernández fue quien primero
postuló que la poesía no debía abusar del susto, el giro efectista o la
emotividad, no debía recurrir al aspecto sonoro, menos aún enfático, del
lenguaje, ni debía ocuparse de “mostrar dónde le duele” al poeta, según la censura
de Rilke por
las mismas fechas. El magisterio de Macedonio Fernández fue, como se sabe, oral
y disperso; sus ideas estéticas se transmitían en conversaciones de bares y
papeles sueltos, pero no por informal dejó de calar hondo y de ser reconocido
como novedad por la generación de jóvenes que lo escuchaba con fervor. Y fue
Macedonio Fernández quien escribió un poema que, para que no cupieran dudas,
tituló sin más vuelta “Poema de poesía del pensar”, que no fortuitamente está
dedicado a Borges. Allí expresa sin ambages: “Mi intento presente es una
poemática del pensar especulativo”. Años
después escribió otro poema, de título laberíntico, “Poema de trabajos de
estudios de las estéticas de la siesta”, en el que más elaboradamente propone
el “arte consciente, sabido, no inspirado”; idea que se completa de un
modo extenso en el poema, del que sólo transcribo una afirmación algo irónica:
“tan consciente que pueda hacerse de encargo sin comprometerse a una
inspiración de encargo”. Una frase como ésta no se elabora sin estar
manteniendo una discusión imaginaria. Creo entender que su debate es con la
concepción de herencia romántica, según la cual el poeta es un ser elegido por
la musa, mero médium, objeto de una posesión que no busca ni entiende
del todo; su discusión es casi en bloque con la poesía lírica del momento. Es
evidente que Macedonio participa de la idea de trabajo, disciplina y
conocimiento, y que no está de acuerdo con la versión más aceptada, al menos
por entonces, de que la inspiración llega sin que se sepa cómo. Tan se sabe
cómo, que —sugiere— hasta puede ser “de encargo”.
Pero si es él quien pisa por primera
vez este umbral y abre la puerta, su esfuerzo fue recogido por esa especie de
campana mayor de la catedral que es Borges: la resonancia de su obra fue
fundamental para la consolidación de esta línea, porque es Borges quien difunde
la concepción de poesía pensada, más que sentida, en la que la emotividad,
aunque exista, no se precipita sobre el lector. Es él quien apoya la construcción
de Macedonio, la dota de legitimidad, y finalmente la pone a circular por el
mundo; y en esta tarea tuvo la precocidad increíble de inventar de inmediato
sus precedentes, casi con su descubrimiento de la literatura, como luego en la
madurez terminó de armar la trama sólida de su versión poética. No vale la pena
ya, por innecesario, defender la poesía de Borges, pero no está de más
recordar ahora que fue acusada, precisamente, de pensar demasiado. En todo
caso, lo que sí importa es recordar lo que sucede siempre: alguien tiene que mostrar
una posibilidad para que exista. Sin Borges no se hubiera afirmado este eje,
ni su persistencia; del mismo modo que sin Neruda no hubiera tenido tanto
predicamento la poesía volcánica, ni sin los manifiestos franceses (que según
Luis Emilio Soto llegaban en cada avión que provenía de París) no hubiera
existido nuestra vanguardia.
A partir de Borges se consolida otra
manera de entender el oficio poético. Es tan particular su modo de secar el
lenguaje, aligerarlo de hojarasca (la imagen, referida a Borges, es de Jaime
Gil de Biedma, en un reportaje que le hice hace años), y convertirlo en
herramienta de análisis y precisión, que necesariamente tenía que encontrar
cauce, provocar un contagio que dura de distinto modo hasta hoy. Pero dejando
de lado el problema de las influencias, de la manera en que sus aportes están
disueltos en la poesía posterior a él, incluso el modo en que cada uno los
resolverá (el famoso “¡maten a Borges!”, atribuido a Gombrowicz), lo cierto es
que acabó por trazar una línea fuerte, cuyo centro no está en el lirismo sino
en el intento de conocer. Y cuando digo “intento de conocer”, quisiera que el
acento cayera en la primera palabra.
Esto es así porque el conocimiento es
consecuencia aleatoria, sobre todo cuando de lo que se trata es de una
búsqueda, que precisamente por serlo tiene el entusiasmo que la caracteriza.
El pensamiento que está en la base de este tipo de poesía no es tanto de conclusión
como de indagación: en esto estriba el interés y su oscilación inquietante. Interesa porque, aunque no esté expresamente
formulado así, suele ser una pregunta, y es por un filo de navaja, por un
borde poco afirmativo, por donde se mueve. Es curioso, y tal vez suene a
paradoja, que la poesía de pensamiento sea indagatoria, expresada entre signos
de interrogación (aunque tácitos), mientras que la poesía celebratoria o de
canto sea rotundamente asertiva. El que
canta no suele tener dudas: ni acerca del objeto que merece su atención, ni de
las razones para caerlo en cuenta, ni mucho menos de lo propicio del momento,
puesto que todo es propiciatorio; en cambio la poesía de pensamiento, que busca
aclarar lo que por definición está oscuro, difícilmente tenga certezas. Si
desbordáramos el género poesía, caeríamos por esta vía en el ensayo: es su
pariente natural; ensayo en cuanto tal, en cuanto tentativa, búsqueda y
aproximación; ensayo en el sentido de Montaigne, que sabía formular preguntas
pero no necesariamente a dónde lo llevaban.
Esta línea poética, entonces, es de
indagación, y sus intenciones tienen correspondencia en el lenguaje. No es
tanto un catálogo de palabras lo que la caracteriza, ni una selección de
términos de raíz filosófica, o de palabras precisas (puesto que todas lo son, o
pueden serlo), sino un punto de vista sobre el lenguaje: si tiene que elegir
entre dos palabras, no elige la resonante sino la austera, trabaja sobre
métodos de conocimiento que vienen desde la Grecia de Pericles, maneja
categorías que disuelve en anécdotas y situaciones, y en general se adivina en
ella una cierta incerteza: tiende a la filosofía del lenguaje, y es en su
territorio donde más se afianza aquella observación de Shelley de que la distinción
tajante entre filosofía y poesía es precipitada. Se podría conjeturar que en
aquella voluntad de conocer, el poeta, y no sólo el poeta sino el lenguaje como
organismo vivo, se vuelve desconfiado con lo que desconoce: y por eso, por
desconfianza, escudriña sus posibilidades; quiere opinar, aproximar, exponer
ideas, pero ya no le causa tanta gracia que la indagación se le vaya de las
manos por descuido (lo que sería imperdonable) o por el puro poder del
lenguaje, que es lo que hace en general la vanguardia. Si se lee a los más
encumbrados exponentes de la poesía surrealista se tiene la impresión de que en
algunos momentos el poeta confía en la pura expresividad, y es tan fuerte este
impulso que ha llegado así hasta nosotros, a una parte de la poesía
contemporánea, la que en estos días se conoce como neobarroca: en sus
exponentes más conspicuos se percibe a veces un regodeo por la pura eficacia
lingüística, la palabra en su acción fonética. Esto es lo contrario de lo que
suele hacer un poeta conceptual, que avanza con más cautela por los meandros
del lenguaje, asegurando el paso, colocando piedras, como se hace cuando se
debe cruzar un río crecido y se desconoce el fondo. Posiblemente siga resonando con distinta
intensidad aquel “arte consciente”, postulado por Macedonio Fernández.
Por otra parte, no sería inútil, para
definir su tipología, averiguar cómo es el lector imaginario de los poetas
adscritos a esta manera. Sospecho que,
aún con el deseo de llegar a todo el mundo, estos poetas suelen pedir
acompañamiento, no sólo adhesión, y así entramos en el terreno cada vez más
complejo del lector metódico (que no es tanto el que lee con método,
sino el que lo hace por método), el que ya ha pasado muchas horas de su
vida frente a los libros, perplejo y con atención, haciendo conexiones,
evaluaciones y, de ser posible, afinadas disquisiciones. Tal vez valga la pena
recordar lo evidente, y en consecuencia aceptarlo como inevitable: que no hay
un sólo tipo de lector, y el que pide para sí esta poesía es el más “formado”,
y por lo tanto el menos “conformado”: el que exige que se escriba para quien
procura conocimiento, tal vez alguna incomodidad, y está en condiciones de
asentir o discutir con razones fundadas.
Lo que hasta aquí se viene exponiendo
aparece con nitidez si enunciamos algunos nombres y buscamos (lo hallaríamos
casi sin buscarlo) un denominador común: Alberto Girri, Roberto Juarroz, Raúl
Gustavo Aguirre o Joaquín Giannuzzi. La estela que se forma a partir de los
aportes de estos poetas, que abarca sus propios poemas y también, en algunos
casos, la contribución de sus traducciones, es absolutamente decisiva para
entender la poesía de fines del siglo XX y comienzo del XXI, no sólo por
lecturas directas sino por algo más sutil e impalpable, como es lo que está en
el aire, lo que pertenece a una época pero apenas se ve. Caben allí poesías
tan objetivamente distintas como las de Horacio Castillo, Mario Trejo, Alfredo
Veiravé, Rodolfo Godino, Jorge Andrés Paita, Federico Gorbea, Guillermo Boido,
Santiago Kovadloff, Rafael Felipe Oteriño, Javier Adúriz o Jorge Aulicino, y se
puede detectar, con cruces de otros aportes, en momentos fundamentales de los
trabajos poéticos de Horacio Salas, Daniel Freidemberg, Luis Tedesco, Leopoldo
Castilla, Juan Carlos Moisés, Mirta Rosenberg, Osvaldo Ricardo, Ernesto Aguirre
o Alberto Tasso. Esta enumeración incompleta, y sólo ejemplificativa, quiere
mostrar la amplitud del arco, ya que la procedencia de los nombrados, más otros
que cabrían en la lista, no es idéntica ni unidireccional; pero todos ellos han
recibido y aceptado de distinto modo este reflujo sin el que difícilmente se
podría entender la poesía argentina contemporánea.
Se trata, como ya he dicho, de una
línea que tiene casi un siglo en nuestras letras, de ahí que se la pueda
analizar y proponer conclusiones; pero también se la puede ver por otro hecho:
porque ya ha creado retórica con sus recursos literarios. Esto, que puede
parecer inesperado, sucede siempre: una línea poética, un estilo determinado
o, con mayor amplitud, una estética y su secuela, se percibe mejor cuando sus
recursos se reiteran, cuando se los puede copiar, imitar o explicar por sus
efectos visibles. La epigonía, que imita el gesto, remite al original: tiende a
él aunque sin alcanzarlo; pero por una razón no querida y paradojal es quien
mejor lo muestra. Esto sucede, por ejemplo, y desde hace tiempo, con lo más
gestual de la vanguardia, a partir del hecho comprobable de que con un poco de
oficio se puede producir disloque, estruendo o perplejidad, sin que sea
auténtica creación (poiesis). Del mismo modo, ya es posible este
ejercicio de estilo con la poesía que vengo analizando: hay una buena cantidad
de libros que exhiben las características de palabras secas, usadas con
precisión, elocución presuntamente filosófica, y hasta se puede adivinar en
ellos la pose del pensador, pero lo que les falta es pensamiento adentro.
Muchos de los poetas que entre nosotros se presentan como objetivistas, por
ejemplo, tienen herencia de la poesía de pensamiento y a la vez la limitación
que señalo. Se puede recordar que, como grupo, el objetivismo mantuvo con el
neobarroco una polémica comarcal que, por no haber vivido en esa época en
Argentina, he conocido tarde y mal; vista hoy, puede decirse que, a la vez que
hubo buenos poetas en ambos lados (y por eso mismo), de ellos derivaron sendos
manierismos: en un caso, tendencia al derrame (“adicto a la palabra de más”,
diría Mario Trejo); y en el otro, un minimalismo que suena a carencia:
“poquitismo”, he oído precisar, con expresión adjudicada a Daniel Freidemberg. Así como del neobarroco ha devenido un
facilismo inane, de mano suelta, del objetivismo deriva una retórica pobretona
que permite ver por contraste esta versión: la poesía de pensamiento.
Se ha hablado de aridez o hermetismo
en relación con esta poesía, pero, pasado un tiempo suficiente, como el que ya
ha pasado, eso es producto de una lectura cómoda e inadecuada. Es cierto que
pide lectores lentos, como Nietzsche, o desocupados, como Cervantes, y en
realidad ambas cosas como cualquier poesía, pero posiblemente su reclamo sea
mayor que el de otras ya que no otorga facilidades de lectura ni de recitación.
No postulo una valoración de esta estética por encima de otras porque sería una
simpleza; lo que sí digo en cambio es que quien quiera averiguar el desenvolvimiento
poético vigente en Argentina tiene que reparar, inevitablemente, en esta línea
que ha crecido como planta de la zona, y que sigue mostrando intención de
reproducirse.
Santiago Sylvester (Argentina, Salta, 1942)
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