10) MALDICIÓN Y OTREDAD
Y si
incendias mi cerebro
Te llevaré en
mi sangre.
Rainer María
Rilke
La idea de
almas que se buscan aquí por relaciones antiguas de un más allá de plena
tradición platónica (El Banquete) es la reminiscencia. También el lenguaje del
Mal-Decir tiene una especie de nostalgia (¿reminiscencia?) por un verdadero
lenguaje que nombraba a las cosas sin matarlas y podía decir el deseo de decir,
podía conformar una unión en los sentimientos o sensaciones y las palabras.
Apuntaba, claro, a otra conciencia, a unir dos conciencias. La maldición del
lenguaje es maldición sobre todo porque desea ser un medio de tocar la
conciencia de otro, que es fundamentalmente la persona amada. El gran misterio
es que todo el ser de alguien no apunta a sí mismo sino a otro, y el mismo ser
sueña con salirse de sí y ser otro. Cualquier otro, como hace el actor o el
escritor, el otro amado en la relación pasional. Pero también ese otro del
actor o del escritor es en unos momentos efímeros (la actuación, la escritura
de un personaje) la persona amada, en la que uno puede enajenarse. En esa
enajenación el lenguaje pierde pie y nada significa lo que quiere significar,
como si cada palabra se despeñara. Finalmente en el amor, hallamos el lenguaje
de otro, que tal vez no es el que amamos, pero esa enajenación consciente
recuerda el Mal- Decir literario.
Todo lenguaje literario está hecho de un
profundo deseo amoroso, lo quiera o no, sea sublimación consciente o
inconsciente. Ese deseo es el propio deseo de ser, que siendo en otro parece
completarse como en el mito del Andrógino. No se completa jamás pero esa búsqueda
es en sí la pasión amorosa o la literatura que están hechas de las mismas
texturas. No olvidemos que ya la literatura contiene una ajenidad fundamental
como el amor que es ajenidad pura y perfecta.
El amor está
hecho de instantes y esos instantes son un exilio voluntario, también la poesía
en su sentido más vasto. En ambos casos, como en el sueño, se oye lo inaudito,
se ve lo imposible, se dice lo indecible: hay una sed fundamental de no ser uno
mismo sino otra persona o un lenguaje que no nos pertenece. ¿Qué es por otra
parte otra persona, sino un lenguaje que no nos pertenece?
Se trata de
comunicar mundos: luz y sombra, materia y espíritu, magia y vida cotidiana,
intelecto y sensibilidad, destino y libertad. ¿Se logra esa fusión?
Seguramente, pero a costa de la confusión, del caos, donde uno es el otro,
donde el lenguaje es paradoja pura y perfecta. La literatura es un amor absurdo
como cualquier amor.
Tengamos
también en cuenta todo lo irracional que decide la elección de las palabras o
la del amor. La razón está fuera de cualquier aparente libertad. Parece más
bien un fatalismo, una efímera locura.
Dice San Juan
de la Cruz refiriéndose a Dios o al Amado o a lo incórporeo como un deseo del
propio lenguaje en sí: la dolencia/ de amor, que no se cura/ sino con la
presencia y la figura. Y esta dolencia incurable sólo calmada por la presencia
y la figura es el drama del lenguaje que no se cura sino con la presencia y la
figura de la cosa, del referente. Pero esa cosa no está jamás. Eso dicho a la
persona amada o escrito desde un personaje o desde una voz tan impersonal como
la de la poesía (el yo lírico es una irrealidad) no se cura porque detrás hay
un vacío, un ser salido de sí y guardado en ninguna parte, algo que no
significa, algo que es mentira, ficción, y es un deseo de mentira, de ficción,
una profunda e incontenible sed de irrealidad.
Cuando en una
religión como la cristiana se habla de hambre y sed jamás saciadas (o saciadas
por un pretendido o verdadero Dios), se está hablando de la sed de lo otro, del
otro, que es siempre lo irreal.
El lenguaje
literario (llamo "lenguaje literario" al lenguaje escrito o sea el
lenguaje que deja una huella o que desea dejarla, que tiene conciencia del Mal-
Decir, que es, en definitiva un perpetuo Mal-Estar, a ése que se gloria de ese
Mal-Decir, el que busca algo indecible en el Mal-Decir que es la poesía en sí,
y que tiene conciencia de su ajenidad y hasta deseo de esa ajenidad) busca lo
otro (o el otro) como lo hace el enamorado y con la misma secreta conciencia de
lo efímero, del padecimiento (y goce) que supone y que, como condición
esencial, está en lucha consigo mismo. Siempre parece revelar lo que no revela
como el enamorado siempre cree alcanzar un éxtasis que no alcanza, un otro al
que no llega, por más que esté salido de sí, el otro (el lenguaje) siempre está
en otra parte y no obstante saberlo, levanta la piedra de Sísifo, consciente de
la condena. La lucidez es saber del Mal-Decir en un caso, y de lo imposible en
el segundo caso. Es decir, la conciencia de Sísifo respecto de lo que no tiene
salida: sin embargo, no se puede dejar de hacerlo.
Tanto en el
amor como en la literatura, el énfasis está puesto en lo imaginario, en la
negación del mundo en sus realidades particulares para elegir una visión de
totalidad y absoluto que es como un hueco, provisto del consecuente vértigo,
porque toda la vida está jugada en dirección a lo que no es propio. Todo en la
literatura es ajeno, desde la escritura en sí, el lenguaje que no pertenece, la
imagen que es siempre otra cosa que no es nada de lo que expresa, ni contiene
la unión de lo que es extraño, como es extraña la persona amada que duerme a
nuestro lado, extranjera, imposible.
Se supone que
en la literatura o en el amor el querer llegar a ser otros es para ser más
nosotros mismos. Ese lenguaje que no nos pertenece y que no sabemos por qué lo
decimos aunque nos arranca de nosotros nos lleva a un núcleo más profundo y
esencial de la identidad. El texto y la persona amada siempre terminan
abandonándonos, y revelando que si bien han tocado nuestra esencia, ya
pertenecen al mundo y dejan de ser nuestros. Es en ese momento en que dejamos
de reconocerlos.
No obstante
ha existido una revelación o para no alejarnos de Borges la inminencia de una
revelación, el borde. El amor físico algo ha producido donde nos pareció haber
recibido algo más que un cuerpo. La escritura aún en la entraña misma del
Mal-Decir algo nos ha alcanzado a comunicar cuando toda comunicación parecía
perdida, tal vez porque nada que no sea paradojal es verdadero aunque nuestra
mente resista a lo que no sea la unidad, la madre y nosotros como un solo
cuerpo. Se nos pierde qué clase de revelación ha sido ésa, como las palabras
proféticas recibidas en un sueño y luego olvidadas o deformadas por la vigilia.
Si ha existido ese borde de revelación hemos amado de verdad o se ha producido
el misterioso fenómeno de la belleza.
¿Belleza para
qué? Podría preguntarse alguien en un mundo que sólo valora la utilidad. ¿Amor
para qué fuera de la sexualidad? Para nada y por eso es amor o belleza. ¿Para
escapar del mundo? Tal vez y para estar más compenetrado en las raíces
terrestres. No se trata de un saber de algo. Se trata de una comunión con una
zona desconocida. Tal vez para afirmar las fuerzas contrarias que atan los
nudos del mundo. O para negar toda legalidad.
¿Es un goce o
un padecer? ¿Es un padecer que es un goce o a la inversa?
Tal vez para
dar cita a todas las fuerzas antagónicas que se reúnen en nosotros y conforman
un cosmos que lleva su caos originario.
En el amor se
une tensión y abandono, olvido extremo de sí y máxima conciencia de sí,
afirmación y muerte del yo, se permanece en el tiempo y se sale del tiempo: en
la escritura literaria todo es paradoja, se quiere decir y se sabe que no se
dice, se pierde el yo y se lo recupera, ese yo que recuperamos no sabemos si
nos pertenece o no nos pertenece, al salirse uno deja de estar en el tiempo y
sin embargo es concentración en el instante, los opuestos se concentran, hay
subidas y caídas profundas.
El Mal-Estar
del amor o del misticismo (no hay gran diferencia, salvo que en el misticismo
la tensión es más extrema porque hay una Nada que se apodera y a la vez vuelve
vacua la existencia) es de naturaleza trágica como el Mal-Decir, pero en ambos
casos el objeto es la belleza, una belleza insegura que se desliza de los dedos
como el agua. En ambos casos se aspira a lo eterno y se confronta con lo
efímero, como una forma extraña de lo eterno. El Reino está especialmente aquí,
dicen los místicos y especialmente los enamorados, aspirando en ambos casos a
una eternidad que no aparece en otros momentos vitales. La escritura busca la
dudosa eternidad de la trascendencia, pero a veces menos dudosa que la de los
místicos o enamorados. La eternidad es un deseo por el que se combate, pero a
la vez se sabe que el combate es una mera apuesta, una locura.
La comunión
es algo perseguido en el amor sólo lograble en ínfimos instantes, y también en
la escritura literaria, aún con toda su conciencia clarísima del Mal-Decir. La
conclusión es un Mal-Estar que no se sacia, que nada logra saciar. La duda y el
miedo al engaño rondan en todo momento. Si no escribo lo que quiero decir: ¿qué
es entonces lo que escribo? Si escribo el engaño, ¿qué es, entonces, lo que
escribo? Si el otro (el lector, el amado, el objeto por el que se ama o se
escribe) no está o no entiende o no ama o no comprende: ¿a qué infierno puedo
llegar? Por eso nada calma la sed.
Y esta sed es tan fatal como amar o
escribir: no se puede escapar del Mal-Decir, del Mal-Estar, del malentendido,
de lo indecible, de lo inexpresable, que es una bendición y el mayor de los
gozos terrestres. Entonces estamos ni más ni menos que ante el agujero negro de
Hawking donde no caben las leyes del tiempo-espacio y en ese lenguaje desfasado
sólo habita ese lugar, ese agujero del caos de antes del big- bang.
Ese caos
formado por la escritura de lo otro da lugar en sí a otro cosmos, completamente
nuevo, así como el agujero negro es máxima entropía y estalla en un cosmos
nuevamente.
El amor o la
escritura literaria, conscientes de la locura que comportan, en su irreductible
alteridad, son una cercanía pero también la máxima distancia, un sentimiento
océanico, una dispersión. Escribimos y las palabras se expanden, se dispersan,
se pierden, se recuperan, se van para siempre, como mecidas por una ola y a la
vez por un maremoto. Entramos en el lugar primigenio, y que es, seguramente, la
recuperación de la esencia, el abandono del yo, la caída y hasta la culpa.
Hay una culpa
de expandir el Mal-Decir en todo su brillo, como si eligiéramos el mal, la
concreta conciencia de la palabra tan infinita en su significado como vacía. El
amor siempre se asoció a la culpa y la escritura es el acto más demoníaco y
divino (a la vez) de la existencia. Por ese decir que no teme el Mal-Decir, que
no busca el pragmatismo de un código utilitario y mercantil nos humanizamos y
salimos de la posible condición de máquinas programables.
Una vez
sucedido el acto de amor, aparecen dos universos lejanísimos, que se preguntan
qué piensa el otro o que dejan de preguntarse. Una vez escrita la novela, el
cuento, el poema sobreviene una oscuridad, una extrañeza, una sensación de
pertenecer a un lugar indefinido y a no saber qué ha sucedido, además de la grave
sensación de que aquello ya no se repetirá, que el nunca más nos toca en pleno
rostro.
Pero tal vez
hayan otros cuerpos, otros libros o siempre se ama el mismo cuerpo a través de
sucesivos cuerpos, siempre se escribe el mismo libro a través de sucesivos
libros. Es casi seguro que se trata de eso: uno intuye que es así.
La leyenda
del dios encarnado es una leyenda (o una historia) que hace entender el amor
humano en su mezcla de Psique y Eros, de cuerpo y algo no denominable (¿alma?)
que tiene algo que es y no es de este mundo. Algo similar ocurre con la
escritura literaria que hace encarnar la palabra, devolverla con las
ambivalencias, las mentiras, los manejos de la carne, pero sólo ella y no una
abstracta matemática o un código que no dice lo interior sino la pura
exterioridad, es y no es de este mundo. Tiene de este mundo la maldición del
malentendido, el Mal- Estar de lo no comunicable y de la mentira asumida, y
también tiene un estado donde se alcanza lo que, precisamente, la vulgaridad
del lenguaje programado no contiene, se camina en el borde y no en tierra firme
que no es tan firme o sólo es firme para contener nuestro cadáver.
No se trata
entonces de platonismo ni tantrismo en lo que respecta al amor, como no se
trata de esa voluntad no pasional de la geometría, de los números. Allí Kant
podrá hablar de juicios sintéticos a priori. No aquí. La literatura no sólo no
analiza ni juega a las tautologías sino que se niega a informar, y en su decir
lo indecible, se niega a decir formulando lo que es y no es, el agujero
textual.
Pero en toda
esa maldición y esa desdicha hay una felicidad que no tiene modo de explicarse,
porque si se explicara dejaría de ser felicidad, dejaría de ser vislumbre de lo
más humano y también de lo que pasa las reglas de lo humano.
Liliana Díaz Mindurry
Liliana Díaz Mindurry nació en Buenos Aires, Argentina, en 1953. es una poeta, novelista, cuentista y ensayista argentina, que desde hace cinco años comparte su vida entre Buenos Aires y Madrid. Ha editado 26 libros, 5 de ellos en España con la editorial Huso. Entre los libros publicados, podemos mencionar: La resurrección de Zagreus, A cierta hora, Lo indecible, Summertime, Hace miedo aquí; los libros de cuentos Buenos Aires ciudad de la magia y de la muerte, En el fin de las palabras, Retratos de infelices, Último tango en Malos Ayres; y los libros de poemas Sinfonía en llamas, Paraíso en tinieblas, Wonderland, Resplandor final (que recibió el Premio Fondo Nacional de las Artes, el Subsidio de Antorchas, la Faja de Honor de la Sociedad de Escritores, el Primer Premio Embajada de Grecia, el Primer Premio First). Obtuvo la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores por la novela La resurrección de Zagreus; el Primer Premio Municipal de Buenos Aires en cuentos editados Bienio 1990-1991 y el Primer Premio Municipal de Córdoba por el libro La estancia del sur; el Primer Premio Fondo Nacional de las Artes 1993 por la novela Lo extraño; el Premio Centro Cultural de México en cuento 1993 y el Premio El Espectador de Bogotá en cuento 1994, ambos en el concurso Juan Rulfo de París; el Primer Premio Jiménez Campaña de Granada; el Premio Fernández Rielo de Madrid; premios de la Municipalidad de Encina de la Cañada (España) y de la Municipalidad de Puebla (México) y el Premio Planeta 1998 por la novela Pequeña música nocturna, entre otros. Varios de sus poemas fueron publicados en Colombia, Austria y otros países. Parte de su obra fue traducida al alemán y al griego. El cuento “Onetti a las seis” fue llevado a la escena teatral por Hernán Bustos junto con Un sueño realizado, de Juan Carlos Onetti. Realizó el prefacio a las Obras completas de Juan Carlos Onetti para la editorial Galaxia Gutenberg de España y ha escrito numerosos ensayos sobre la obra de dicho autor. Además se ha transformado en una de las grandes ensayistas sobre poesía de nuestra lengua, prueba de ellos son sus libros: "La voz múltiple" y "La maldición de la literatura", reeditada en 2016 por Huso Editorial, en España, con prólogo de Marcelo Leites. Coordina talleres literarios desde 1984.
FOTO: Mayda Bustamante
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