Fuente: Revista Ñ -Clarín.com, 11
de febrero de 2020
GEORGE STEINER (1929-2020), el crítico erudito que enseñó a leer y marcó una época.
Por Graciela Speranza (Entrevista
realizada en 1998 para el suplemento Cultura y Nación de Clarín y publicado en
su libro (Pasiones intensas).
Hay un dejo de tristeza en toda
traducción, dice mientras hojea la edición en español de El año del señor,
su primer libro de ficciones. Tristitia, corrige luego en latín,
tratando de precisar el sentimiento que acompaña al traductor, cuando después
de un encuentro erótico violento con otra lengua que ha hecho suya vuelve a la
propia, como quien regresa a casa. El viajero frecuente de las lenguas,
asegura, acaba por quedar a la intemperie, en una tierra de nadie.
Es probable que George Steiner,
parisino de origen, hijo de vieneses judíos, educado en Francia, los Estados
Unidos y Gran Bretaña, habite esa tierra de nadie desde la infancia. Recibe al
visitante en su estudio del Churchill College en Cambridge, pero es posible
imaginar el encuentro en un cuarto idéntico repleto de libros en Ginebra,
Oxford, Harvard. Habla un inglés británico elegante, matizado con alguna
expresión francesa intraducible y una ligera prosodia germánica. El alemán, el
francés y el inglés son sin ninguna preferencia sus tres lenguas natales. Sólo
después, cuando cita con pasión a Stendhal o a Dante, a Wittgenstein o a Kafka,
se descubre su verdadera patria. Ha dedicado la vida a la lectura de la gran
literatura y recuerda momentos sublimes de los clásicos, como se recuerdan las
plegarias, las calles de la infancia o las canciones patrias.
Descree de la teoría en las
humanidades (“mera intuición que se impacienta”), del psicoanálisis (“una
narrativa mitológica brillante”) y del complejo de Edipo (“un melodrama
irresponsable”), pero admite que quizá no ha alcanzado suficiente originalidad
y deseo de poder porque no supo rebelarse contra la biblioteca y el mandato de
su padre. Su tarea de escritor, maestro, crítico, ha sido un in memoriam y él
mismo, un curador de recuerdos. ¿Pero podría haber sido de otro modo –se
pregunta– después del Holocausto? Ha confundido los límites de la filosofía, la
crítica, la lingüística y la ficción con la misma libertad con que atraviesa
lenguas y fronteras políticas. Los campos cercados son para el ganado,
dictamina con cierta malevolencia; las pasiones en movimiento, en cambio, son
el privilegio de la mente humana.
El precio han sido la
marginalidad y la sospecha. Es un anarquista platónico y un pensador solitario.
Hay una tristeza profunda en la mirada de Steiner. La tristitia del
traductor, la desesperanza o una vergüenza infinita que se traduce en cólera
ante la ignorancia y la miseria humanas. Por momentos, sin embargo, se insinúa
cierta calma. Los títulos de sus dos últimos libros se leen como el epílogo de
una cuenta personal saldada: Pasión intacta, una colección de ensayos y una
autobiografía intelectual, Errata. Por los errores cometidos, explica, más
penosos cuanto más irreparables.
–Filósofo, crítico literario,
escritor, hombre de letras. ¿Cómo se definiría?
–Me considero un maestro de
lectura, una actividad que está ligada a una vieja tradición judía. Durante
cincuenta años ya he sido un comentador, un lector de textos, alguien que ayuda
a los otros a leer. Los franceses se refieren a mí como maître à penser, una
expresión difícil de traducir, algo así como un pensador que tiene discípulos.
Más sencillamente, me veo a mí mismo como alguien que se sienta a una mesa con
un grupo de jóvenes y tiene el enorme placer de volver a leer algunos textos
junto a ellos.
–Cada lectura implica un modo de
leer. ¿Cómo describiría el suyo, el que propone a sus alumnos?
–Si me permite voy a describir
brevemente una especie de método ideal con el cual he trabajado en todos estos
años. En principio elegimos un texto importante, un poema, un texto en prosa.
Comenzamos por el diccionario y por la gramática. Si en los primeros seis
versos del “Licidas” de Milton –quizás el más grande poema breve de la lengua
inglesa– encontramos cuatro gerundios y tres ablativos absolutos no es porque
Milton haga alardes, sino porque la gramática es la música del pensamiento. La
sintaxis contiene una visión del mundo, una metafísica. Luego, en la medida de
lo posible, intentamos reconstruir el contexto histórico, social, porque contra
gran parte de la teoría moderna –tengo aquí una importante deuda con la
tradición marxista, Lukacs, la escuela de Francfort– creo que es importante
saber, por ejemplo, cuál era la estructura económica detrás de la novela
inglesa del siglo XVIII. Luego, poco a poco, nos acercamos al plano semántico,
el sentido, la hermenéutica, sin esperar respuestas sino más bien mejores
preguntas. Un gran maestro o un gran crítico debe hacer florecer el
deslumbramiento del lector. No trata de decirnos qué debemos amar u odiar, sino
que rodea el texto con una serie de preguntas que, con suerte, permiten que la
obra se abra un poco más. Podemos argumentar nuestro desacuerdo, hacerlo más
rico e interesante pero es imposible votar sobre la calidad.
–El desacuerdo crítico no debería
ser para usted una cuestión de valor.
–Efectivamente. Y es aquí donde
acierta el deconstruccionismo. He combatido las teorías de Derrida durante toda
mi vida porque creo que son de una frivolidad profunda, pero sin embargo es
cierto que dan respuesta a una cuestión importante: no puede haber demostración
en la estética como la hay en la ciencia, no hay pruebas. Llegamos así al
último paso. Si mis alumnos se han enriquecido con esta lectura, les pido que
aprendan un fragmento o un poema de memoria conmigo, by heart. ¿Por qué?
By heart en la expresión inglesa hace referencia al corazón y es casi lo
opuesto a aprehender algo con la razón. Ese poema o ese fragmento que uno
guarda dentro de sí, cuya música conserva, ya nadie puede quitárnoslo. Ni la
policía secreta, ni Wall Street, ni las drogas. Está dentro de uno, se ha hecho
parte de uno y crece, cambia con nosotros a medida que pasa el tiempo.
–La memoria sufrió un
desprestigio considerable en las humanidades modernas.
–Las humanidades se han
convertido en el pons asinorum, el puente de los asnos, de aquellos que
no quieren dedicarse a las ciencias o no se interesan por las matemáticas. La
situación de las humanidades es muy sombría: las ciencias exigen más y más,
nosotros exigimos cada vez menos. Olvidamos que la mejor forma de deshonrar al
ser humano es no exigirle aquello que es capaz de alcanzar. Durante toda mi
vida he sido acusado de ser un elitista. Por el contrario, creo que honramos al
ser humano exigiéndole lo que puede dar. O, para decirlo con palabras de
Nietzche: “Sé lo que eres”. No hay nada más barato y fascista en un sentido
profundo que pensar que para el 90% de los seres humanos las Spice Girls son el
máximo de su musicología.
–Se ha definido como un maestro
de lectura. Sin embargo ha escrito varios libros de ficción.
–En realidad no sé si soy un
verdadero escritor de ficciones. En el verdadero creador hay cierto misterio
que roza la estupidez, una gran inocencia, una inteligencia enorme no
necesariamente intelectual. Aunque he tenido bastante éxito con mis ficciones
sé que son discusión de ideas, diálogos de pensamiento político, literario o
social y argumentos. Espero que sean algo más pero no estoy seguro, otros
decidirán. El verdadero escritor de ficciones que crea mundos y personajes, lo
hace con una espontaneidad que no es intelectual.
¿La literatura de Borges no
demuestra lo contrario?
–No necesariamente. En el caso de
un verdadero genio como Borges, la inteligencia suprema permite crear no ya
ficciones sino fábulas. Las Ficciones de Borges no son ficciones en el sentido
estricto. No tiene el menor sentido reunir a Faulkner, a Thomas Mann o a Joyce
con Borges. Borges no es uno de ellos, es otra cosa, es el más grande
alegorista del siglo. Es por eso que elige la forma breve; es en la forma breve
donde la inteligencia suprema encuentra su mejor realización y no en la novela
que está poblada de personajes que crecen y se desarrollan. Tal como Kafka, si
se quiere, que sólo escribió un par de novelas, bastante excepcionales en su
obra. El verdadero narrador posee otra fuerza, casi física, una fuerza
somática, diría.
–¿Qué busca entonces en la
novela, en el relato, que no encuentra en el ensayo?
Escribo ficciones para dejar que
otras voces me ayuden a escuchar aquello sobre lo cual no tengo certezas, aquello
que me atormenta o me angustia. La mía es una tarea muy solitaria. El Times me
dedicó un artículo en setiembre titulado “El pensador solitario”. No pertenezco
a ninguna escuela reconocida, a ningún círculo académico, no tengo grandes
honores. Hay un momento magnífico en el Ricardo III de Shakespeare en el que el
rey, solo en la prisión, dice: “Poblaré este pequeño mundo para no quedarme tan
solo”. Si uno tiende a ser un solitario, la ficción es una compañía.
–Hay un recuerdo suyo de
infancia, que ha relatado muchas veces, que aparece en el primer cuento de El
año del señor.
–Así es. París, 1934. Grupos de
las juventudes fascistas subían por la calle frente a mi casa gritando “Mueran
los judíos”. Mi madre, muy asustada, quería cerrar las ventanas, pero mi padre
insistió en que mirara la calle desde la ventana. Yo tenía cinco años pero
recuerdo perfectamente la frase de mi padre: “No temas pequeño, eso que ves
allí es lo que llaman historia”. Desde entonces nunca le he temido a la
historia.
–Me sorprendió encontrar esa
escena convertida en un recuerdo de infancia de un oficial alemán. La
trasposición es bastante curiosa para un escritor judío.
–A lo largo de los años, me he
encontrado con uno o dos alemanes que con unas copas de más me han confesado:
“Steiner, no puedes imaginarte lo que fue eso. Marchamos de Tobruk a Moscú, del
norte de Noruega a Sicilia. Hitler nos prometió que el Tercer Reich duraría mil
años. Fueron sólo doce pero valieron por mil. Nunca sabrás lo que es esa
experiencia única, tan próxima a la hazaña de los hombres que marcharon junto a
Napoleón”. Y yo, que estuve a salvo en casa, con la posibilidad de escapar a
Nueva York durante los años de Auschwitz, debo confesar que envidié por un momento
la totalidad de la experiencia de esos hombres.
–¿La ficción es entonces un modo
de imaginar respuestas a esas preguntas?
–El segundo relato, “Torta”, es
una pregunta que me he formulado muchas veces: ¿Qué haría si me torturaran?
Cada uno de los hombres y las mujeres de Argentina, supongo, se lo habrán
preguntado. Hay personas muy firmes y muy valientes que se quiebran
inmediatamente y hay otras, tímidas, asustadizas, que resisten. Y nadie lo sabe
hasta que ha caído en la trampa. De modo que es eso lo que exploro en la
ficción. Preguntas que no puedo responder analíticamente, pesadillas,
esperanzas, fantasmas.
–¿Por qué el título de esta
primera colección de relatos, Anno Domini?
–Para el cristianismo, desde el
nacimiento de Jesucristo, cada año es un Anno Domini, un año del señor.
¿Cómo es posible que llamemos a esos años entre 1941 y 1945, años del Señor?
–Adorno se preguntaba cómo es
posible escribir después de Auschwitz. También para usted hay allí un límite en
la historia de la literatura y el arte.
–No solo para la literatura y el
arte sino para el hombre. Auschwitz significa que hemos perdido cualquier
derecho a confiar en el hombre. ¿Cuánta gente sabía lo que estaba sucediendo
allí? ¿Podríamos haberlo evitado? He aquí una pregunta muy difícil. Sin
embargo, hay para mí un segundo punto de inflexión. Cuando Pol Pot enterró a
mil hombres, mujeres y niños vivos –una frase que nadie podría haber
pronunciado en voz alta–, lo sabíamos y ¿qué hicimos? Nada, vendimos armas.
Hoy, podría ser Ruanda, mañana las masacres de Argelia. Por supuesto que
podemos detenerlo, los franceses podrían detenerlo, la OTAN podría detenerlo.
No con argumentos ideológicos en favor de unos u otros sino simplemente como
seres humanos: “Suficiente. Ya hemos tenido demasiado”. Pero nadie dice una
palabra. Vivimos en una barbarie aún mayor que en otros tiempos porque la
televisión nos informa todos los días. Ahora sabemos pero no nos importa. Hay
una masacre por día, habrá otra mañana. Las Spice Girls despiertan mucho más interés
que las carnicerías diarias en todo el mundo. Y no hay vuelta atrás a las
esperanzas del Iluminismo, a Montesquieu, Jefferson, Locke, Voltaire, aquellos
que prometieron al hombre un gran progreso moral, a Marx que prometió un reino
de justicia en la tierra. Se equivocaron. Fueron un maravilloso error.
–¿Eso significa que ya no hay
esperanzas?
–Una de las últimas frases de
Kafka a un amigo fue: “Hay esperanza pero no para nosotros”. Es una
respuesta terrible que cito muy a menudo. Pero por favor, piense que tengo 68
años, tal vez se deba a la edad, al cansancio, al hecho de que me he pasado la
vida preocupándome por estas cuestiones. Tal vez no pueda ver lo bueno que se
aproxima.
–¿Es también ése el origen de su
escepticismo respecto del futuro de la novela?
–No, no. Esa es otra cuestión.
Estamos entrando en una relación completamente diferente con el lenguaje y el
texto. Hace muy poco me entrevistaron en un programa de televisión con motivo
de la inauguración de la Nueva Biblioteca Británica. Habrá 18 millones de
libros allí, pero no pasarán por nuestras manos. Aparecerán en pantallas de
computadora, en todo el mundo. Me pregunto entonces con verdadero interés si
algunas de las formas literarias tradicionales se adaptarán a la nueva tecnología.
Las formas orales, la poesía, tienen un futuro enorme porque se adaptan a las
formas electrónicas perfectamente. La novela, en cambio, está ligada a la
imprenta, a un cierto concepto de página y de lectores, de silencio y propiedad
de los libros, de distribución en librerías, todo aquello que parece estar
perdiéndose. Los expertos dicen que la ficción en su formato tradicional de
libro tiene un futuro de no más de 50 años. Si esto es verdad, significa que
las bellas letras serán aún más preciosas, estarán aún más aisladas de la
corriente esencial de las necesidades humanas. Hay muy poca ficción en este
momento que pueda competir con el impacto de la mejor televisión, los mejores
documentales, los mejores filmes. Sé que siempre hubo escritores mediocres, pero
creo que hoy más que nunca lo mejor de la imaginación humana, los talentos más
creativos y más poderosos, están en los medios. Ahora bien, ¿cómo es posible
que esto suceda a sabiendas de que los medios son efímeros? Aun el mejor
programa de televisión, el mejor filme, pueden emitirse dos o tres veces y
luego mueren. Es cierto que mi pregunta parte de una concepción hebrea,
helénica, o cristiana, que supone la inmortalidad de la palabra escrita.
–¿Cree entonces que las formas
artísticas se están adecuando a la inmediatez de los medios?
–Los dos artistas más importantes
de este siglo –no digo los más grandes sino los más importantes– son quizá
Marcel Duchamp con sus ready mades y Jean Tinguely, cuyas maravillosas
esculturas fueron pensadas para destruirse, para consumirse en las llamas. Tal
vez sean éstas las dos mentes decisivas en la estética de nuestro siglo y
quizás algún día Picasso, que dice una y otra vez: “Soy inmortal”, será
incluido en una lista junto con Velázquez, Goya, Manet, Veronese, como un
artista clásico, tradicional. Con la historia, como con el tiempo, no podemos
hacer demasiado: está en marcha, ¿cómo detener los huracanes? Después de todo,
las ilusiones clásicas que hago mías, no nos protegieron demasiado. No hay
Miguel Ángel que nos haya protegido cuando llegó la policía fascista. No hay
sonata de Beethoven que nos haya protegido cuando los trenes corrían hacia
Auschwitz.
–¿Cómo imagina la situación del
escritor en esa escena que describe?
–Hay algunos hombres
profundamente honestos que han abandonado la literatura o el arte. Otros, Paul
Celan, Primo Levi, se suicidaron; no cuando los liberaron de los campos de
concentración, y esto es lo más importante, sino 45, 50 años después. Otros,
sencillamente, no se formulan estas preguntas porque las consideran demasiado
metafísicas, desesperanzadas, muy europeas o muy judías. La consigna es avanzar
con el trabajo, hacerlo lo mejor posible, escribir la próxima novela, esperar
el éxito. Muchos de los mejores talentos –lo he visto durante todos estos años
como profesor–, los alumnos más dotados que podrían haberse dedicado a la
literatura, al teatro o a la labor editorial, están hoy en los medios.
Conseguir un lugar en la BBC significa hoy lo que significaba antes conseguir
un cargo editorial en Faber & Faber o escribir la primera novela. Sé que
hay un tremendo entusiasmo por el ciberespacio, la Web, y es cierto que aún no
sabemos dónde podremos llegar por allí. Si se piensa que con la realidad
virtual es posible sentarnos en medio de una orquesta tridimensional para
aprender a tocar un instrumento, que es posible colgar en una misma pared todos
los cuadros de la historia de la pintura, compararlos, estudiarlos, que es
posible reunir un poema de Keats con todos sus borradores, todas las
traducciones, todas las ediciones y estudiarlas como nunca antes, el futuro es
alentador. No voy a vivir para verlo, pero me interesa tratar de imaginarlo.
–¿Cómo imagina el lugar del
crítico en esa escena? Pensaba en la reacción de Harold Bloom que, frente a lo
que él llama “balcanización” de la crítica literaria, decide volver a los
clásicos y escribe El canon occidental.
–Harold Bloom es una especie de
rabino amateur. Para ser un verdadero rabino hay que estudiar 25 años y la
tarea es muy ardua. Bloom es un hombre de una enorme energía, una enorme
presencia y una gran pasión por la poesía, que ve que América adolece de esta
tremenda falta de lectura, aun en una universidad de elites como Yale, y
reacciona de un modo absolutamente rabínico, diciendo por todas partes: “Por el
amor de Dios, ¿qué sucederá si no leen estos textos y no los leen conmigo?”.
Hay entre nosotros una diferencia esencial. Bloom ha pasado por años de
psicoanálisis y tiene una gran confianza en la teoría freudiana. Respeto esa
diferencia, pero eso implica dos visiones completamente diferentes de la
literatura. Sin embargo, creo que no es ése el punto más importante. No creo en
instituciones ni en fundaciones. Creo en una habitación como ésta, en la que
uno no se puede mover porque hay libros en el piso, en la que uno o dos alumnos
se sientan conmigo, se enamoran o aborrecen un texto importante y empiezan a
darse cuenta de que su vida ha cambiado después de ese texto. Recuerdo un
alumno norteamericano que me llamó por teléfono muy tarde una noche, cuando
estaba enseñando en la Universidad de California, para decirme que no podía
seguir viviendo porque acababa de leer Crimen y castigo. Ese es un premio que
ningún comité para el Nobel podría darme: que un ser humano con nuestro ejemplo
o nuestra ayuda tenga que llamarnos por la noche, porque ya no puede soportar
la compañía de Raskolnikov. ¡Bravo! Entonces Dostoievski está a salvo, el ser humano
está a salvo, hay algo allí que no puede ser tocado o destruido.
–Su último libro, Pasión intacta,
incluye un ensayo muy polémico sobre la cultura norteamericana “Los archivos
del Edén”. ¿Se considera un custodio de la gran tradición centroeuropea?
–Hay algunas cuestiones que han
sido malinterpretadas. Hay una escena bastante lejana ya, que está en el origen
de ese ensayo. En la última reunión del famoso Instituto de Estudios Avanzados,
con sede en Princeton, se discutía la elección de un nuevo profesor de Física,
creo. Recuerdo que Oppenheimer, en ese estilo suyo gélido, aterrorizante, dijo:
“Estamos aquí porque muchos refugiados vinieron a los Estados Unidos. ¿Dónde
estaremos cuando ya no haya diáspora de talentos?”. Alrededor de esa mesa
habían estado Einstein, Panofsky, Von Neumann, Fermi, Kantorovich, Auerbach.
Fue ése el germen de mi reflexión sobre la cultura en los Estados Unidos.
–A partir de esa escena usted
cuestiona el espíritu democratizador de la cultura norteamericana.
–Es que hay una pregunta por
detrás de la pregunta de Oppenheimer, que en realidad es doble. En primer
lugar, ¿puede la democracia cultivar la excelencia? Spinoza –siempre vuelvo a
Spinoza– no lo creía así. Y luego, en segundo lugar, ¿la felicidad es el bien
supremo? Permítame explayarme un poco en la respuesta. Todos sabemos que en la
Declaración de la Independencia de los Estados Unidos, en la declaración de
derechos hay un deseo claro de búsqueda de la felicidad. Ningún “ismo” europeo
se ha atrevido nunca a tanto. Es esa, podríamos pensar, la meta de California:
vivir bien, comer lo suficiente, tener una casa confortable, dos o tres autos.
Noventa por ciento de la humanidad dice: “Sí, queremos ser felices. Ya hemos
padecido bastante el infierno de la historia mundial”. Ahora bien, supongamos
que tienen razón. Entonces ¿qué? ¿Podríamos curar a King Lear alojándolo en un
buen geriátrico donde Cordelia pudiera visitarlo todas las semanas? ¿Podríamos
curar a Edipo con una operación de catarata? ¿El Valium y el Prozac son las píldoras
de la felicidad que imaginó Aldous Huxley? Si esto es así, luego la humanidad
tiene todo el derecho de decir: “Retírese, Steiner, ya no estamos interesados
en la gran tragedia, en la gran filosofía trágica, hemos tenido suficiente, el
precio fue demasiado alto”. Insisto, puede que estén en lo cierto, pero no
puedo adoptar esa posición.
–Usted habla de hipocresía y
oportunismo en la cultura norteamericana.
–Porque mi verdadero enemigo es
el establishment liberal que quiere ambas cosas a la vez, enseñar Dostoievski y
vivir al estilo californiano; estar en un Edén democrático e igualitario con
los alumnos y gozar de privilegios intelectuales. Eso es imposible. Lo vi muy
claro en el 68. Afortunadamente, los alumnos tienen mucho olfato y descubren en
seguida el oportunismo liberal. No estaban de acuerdo con mucho de lo que yo
decía, pero querían escucharme porque sabían que estaban frente a alguien que
vivía de acuerdo a sus convicciones. ¿Eso significa que un nazi o un
estalinista es mejor que un liberal? He aquí un gran dilema, una pregunta
aterradora: “¿Qué hacer cuando la convicción es el mal?” No tengo respuestas.
Tal vez sea el tema de mi próxima novela. Pero sé que me resulta muy difícil
entenderme con aquellos que quieren ambas cosas, que quieren llegar en su auto
a una cómoda oficina en una fundación, en el Palacio de Berkeley y luego dicen:
“Estoy a favor de la igualdad total”.
–Usted habla sobre todo de los
Estados Unidos, pero ¿no sucede lo mismo en Europa?
–Por supuesto. Son los tiempos
de la “traición de los intelectuales” que Benda previó perfectamente. Los
intelectuales bailan por dinero, por una beca, por una columna en un periódico
importante, por un productor de televisión. La autohumillación es bastante
sorprendente porque las retribuciones son enormes. Aunque también es cierto que
hay uno en un millón que juega el juego y gana, sin por eso humillarse. Tengo
un enorme afecto y una gran admiración por Umberto Eco. Umberto juega el juego
y sale airoso, como un maestro, sin comprometer sus mejores cualidades
intelectuales y académicas. Usa el dinero para reeditar su tesis doctoral sobre
lingüística medieval. Es necesario tener muchas dotes, una gran habilidad y una
gran diplomacia para poder hacerlo. Marshall McLuhan es otro caso. Sólo lo
tentaron en el final. Estábamos cenando una noche en un restaurante, recuerdo,
le trajeron un teléfono y Marshall dijo una frase absurda: “Las palabras son el
código Morse del alma”. Era la compañía Bell, pidiéndole un eslogan para un
almanaque. Cinco mil dólares. Fui testigo de esa escena. Muy bien, pero es una
pena tratándose de una mente como la suya, con todo su talento y su fuerza. Ni
siquiera lo necesitaba. Por suerte, nunca nadie me ha tentado. Nadie me sedujo.
Tal vez porque no les intereso demasiado.
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