miércoles, 23 de marzo de 2022

LOS VIERNES -Tomo cuatro - (I)










VIERNES
3
NOVIEMBRE

 

INCENDIO EN LA CASA DEL SER

 

“Una mujer descuartizada / viene cayendo desde hace ciento cuarenta años”. Por esas dos líneas escritas por su compatriota Vicente Huidobro decidió el joven Nicanor Parra dedicarse a la poe­sía. Ya era (además de hermano mayor de Violeta Parra) ingeniero, di­plomado en termodinámica en Princeton y en cosmología en Oxford, cuando quiso saber por qué caía esa mujer desde hacía siglo y medio. La pregunta en particular y la poesía en general no son asuntos muy pertinentes para la ingeniería y Parra era, a pesar de ingeniero, un impertinente. Así que prefirió adscribir a esa otra ley de la termodi­námica que enunció Leopoldo Marechal: “De todo laberinto se sale por arriba”. Así fue como llegó Parra a lo que definió como antipoesía. “Yo me preguntaba por qué cresta los poetas hablaban de una forma y escribían después con esa jerga conocida como lenguaje poético, que no tiene nada que ver con el lenguaje de la realidad”.

Puesto en esos términos, parece un mero cuestionamiento ver­bal, pero lo de Parra apuntaba más lejos: para poder ver las cosas de otro modo es necesario cambiar de perspectiva, y pocos tipos en nuestra lengua fueron capaces de sacarnos la alfombra debajo de los pies con una sola frase como Parra. Vean, si no, este ejemplo. El automóvil es una silla de ruedas”. Léanla de nuevo, van a ver que el texto se movió, que se lee otra cosa. Eso es Parra. El juego de pala­bras que de pronto corcovea y muta en otra cosa. El creativo publi­citario tiene esa clase de don, pero para generar antimateria. Parra generaba antipoemas; es decir, anticuerpos contra la antimateria que nos tiran todo el día por la cabeza.

Hay un famoso poema suyo que empieza: “El hombre imagina­rio / vive en una mansión imaginaria / rodeada de árboles imagi­narios / a la orilla de un río imaginario”. Y así sigue avanzando fa- cilonamente, estrofa tras estrofa, hasta sus versos finales. Antes de citarlos déjenme contar que Parra descubrió un día a la mujer de su vida, fueron brevemente felices juntos pero ella lo abandonó y poco después se suicidó. En honor a ella escribió Parra El Hombre Imagi­nario, que termina: “Y en las noches de luna imaginaria / sueña con la mujer imaginaria / que le brindó su amor imaginario / vuelve a sentir ese mismo dolor / ese mismo placer imaginario / y vuelve a palpitar / el corazón del hombre imaginario”.

Fue famosa su pica con Neruda. Igualmente famosa es su frase: “Hay dos maneras de refutar a Neruda: una es no leyéndolo; la otra es leyéndolo de mala fe. Yo he practicado ambas, pero ninguna me dio resultado” (otra vez contestó así a la acusación de que la obra de Neruda era despareja: “La cordillera de los Andes también es despa­reja”). En su poema Malos Recuerdos dice: “Para la mayoría / soy un narciso de la peor especie / El hombre dos caras / El que se cree más de lo que es / El que no tiene paz / ni con las mariposas del jardín / Todos se consideran con derecho / a festejarme con un poco de ba­rro. Treinta años después, al recibir un doctorado honoris causa en la Universidad de Chile, dijo: “Una sola pregunta / ¿Cuándo piensan erigirme una estatua? / La paciencia tiene su límite / Sin estatua me siento miserable / Pero por favor que sea de barro / Para que dure lo menos posible”.

Entre otras chambonadas que le endilgaban sus enemigos, Pa­rra aceptó ir a la Casa Blanca a tomar el té con la esposa de Nixon en plena guerra de Vietnam, durante un congreso de escritores en Washington (horas más tarde, los cubanos le retiraron la invitación que le habían hecho como jurado del Premio Casa de las Américas, y él contestó con un telegrama a la isla que decía: “Apelo a la justicia revolucionaria rehabilitación urgente. Fidel debería creer en mí tal como yo creo en él”). A diferencia del resto de su familia, Parra nun­ca apoyó la Unión Popular de Allende y siguió enseñando en la uni­versidad después del golpe de Pinochet. Pero cuando el Papa polaco fue a Chile escribió: “La sonrisa del Papa nos preocupa / SS debiera llorar a mares / y mesarse los pelos que le quedan / ante las cámaras de televisión / en vez de sonreír a diestra y siniestra / como si en Chile no ocurriera nada / que se ría de la Santa Madre si le parece / pero que no se burle de nosotros”. Poco antes (más precisamente en 1977) había escrito: “Que levanten la mano los valientes / A que nadie es capaz / de arrancarle una hoja a la biblia / cuando el papel higiénico se acabó / A que nadie se atreve / a escupir la bandera chi­lena / A que nadie se ríe como yo / cuando los filisteos lo torturan”.

Se admirara o se odiara a Parra, había que reconocerle su fide­lidad absoluta al género que inventó. Cuando le dieron en Guada­lajara el Premio Rulfo, empezó su discurso de agradecimiento di­ciendo: “Hay diferentes tipos de discursos / El discurso ideal / es el discurso que no dice nada / aunque parezca que lo dice todo”. Lo pongo en verso porque así lo leyó. Y así lo incluyó en su libro Discur­sos de sobremesa, que está compuesto enteramente de textos leídos al recibir premios y honoris causas. Y que, por supuesto, son todos antipoemas. Es decir, reversos exactos del discurso ideal: parece que no dicen nada, y logran decirlo todo. Mi preferido es el que pronun­ció en el centenario de Vicente Huidobro, que se titula Also sprach Altazor (y que debajo aclara “Título del original en inglés: Hay que cagar a Huidobro”). Empieza preguntando qué sería de la poesía chilena sin Huidobro, para defender después la megalomanía del poeta (“Sus opiniones nunca pecaron de moderadas / incluso llegó a atreverse / a enmendar la plana al propio Homero / que no debió haber dicho jamás, según él / las nubes se alejan como un rebaño de ovejas / sino lisa y sencillamente / las nubes se alejan balando”). Y sobre el final hace su famosa declaración: “Hay una frase de Huidobro / No creo que haya otra más sobrecogedora / en todo el reino de las bellas letras: / una mujer descuartizada / viene cayendo desde hace ciento cuarenta años / A mí me deja mudo”.

Mentira, por supuesto: nada dejaba mudo a Parra. El otro día se murió, a los ciento cuatro años, después de esperar contra toda es­peranza que le dieran el Nobel. A quienes llegaban en peregrinación a verlo en su escondite junto al mar les contaba que, en el preciso lugar donde alzó su casa, había antes un castillito hecho enteramen­te de tejuelas de alerce. “El que entraba ahí se quería quedar a vivir para siempre”. El castillo estaba medio abandonado cuando Parra lo compró, y el cuidador que vivía ahí se tuvo que ir a su pesar. Po­cos días después, un incendio destruyó el castillo. Todas las señales indicaban que el cuidador había provocado el fuego. Parra se lo en­contró contemplando las cenizas aún humeantes y le dijo: “¡Huevón de mierda, mira lo que hiciste!”. El cuidador le contestó sin apartar la mirada: “Yo quería esa casa más que usted”. Heidegger decía que la poesía es la casa del ser. Parra vio arder esa casa y levantó otra sobre sus cenizas. Están los que dicen que fue él quien la quemó. Y están los que dicen que nadie quería esa casa tanto como él.

 

(Del libro: Los viernes, Tomo cuatro, Emecé, 2019)


Juan Forn (Buenos Aires, 1959;  Villa Gesel,  2021)


IMAGEN: Fotografía del poeta Nicanor Parra.



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