VIERNES
3
NOVIEMBRE
INCENDIO EN LA CASA DEL SER
“Una mujer descuartizada / viene cayendo
desde hace ciento cuarenta años”. Por esas dos líneas escritas por su
compatriota Vicente Huidobro decidió el joven Nicanor Parra dedicarse a la poesía.
Ya era (además de hermano mayor de Violeta Parra) ingeniero, diplomado en
termodinámica en Princeton y en cosmología en Oxford,
cuando quiso saber por qué caía esa mujer desde hacía siglo y medio. La
pregunta en particular y la poesía en general no son asuntos muy pertinentes
para la ingeniería y Parra era, a pesar de ingeniero, un impertinente. Así que
prefirió adscribir a esa otra ley de la termodinámica que enunció Leopoldo Marechal: “De todo laberinto se sale por arriba”. Así
fue como llegó Parra a lo que definió como antipoesía. “Yo me preguntaba por
qué cresta los poetas hablaban de una forma y escribían después con esa jerga
conocida como lenguaje poético, que no tiene nada que ver con el lenguaje de la
realidad”.
Puesto en esos términos, parece un mero
cuestionamiento verbal, pero lo de Parra apuntaba más lejos: para poder ver
las cosas de otro modo es necesario cambiar de perspectiva, y pocos tipos en
nuestra lengua fueron capaces de sacarnos la alfombra debajo de los pies con
una sola frase como Parra. Vean, si no, este ejemplo. “El automóvil es una silla de ruedas”. Léanla de nuevo, van a ver que el
texto se movió, que se lee otra cosa. Eso es Parra. El juego de palabras que
de pronto corcovea y muta en otra cosa. El creativo publicitario tiene esa clase de don, pero
para generar antimateria. Parra generaba antipoemas; es
decir, anticuerpos contra la
antimateria que nos
tiran todo el día por la cabeza.
Hay un famoso poema suyo que empieza: “El
hombre imaginario / vive en una mansión imaginaria / rodeada de árboles imaginarios
/ a la orilla de un río imaginario”. Y así sigue avanzando fa- cilonamente,
estrofa tras estrofa, hasta sus versos finales. Antes de citarlos déjenme
contar que Parra descubrió un día a la mujer de su vida, fueron brevemente
felices juntos pero ella lo abandonó y poco después se suicidó. En honor a ella
escribió Parra El Hombre Imaginario, que termina: “Y en las noches de
luna imaginaria / sueña con la mujer imaginaria / que le brindó su amor
imaginario / vuelve a sentir ese mismo dolor / ese mismo placer imaginario / y
vuelve a palpitar / el corazón del hombre imaginario”.
Fue famosa su pica con Neruda. Igualmente famosa es su frase:
“Hay dos maneras de refutar a Neruda: una es no leyéndolo; la otra es leyéndolo de
mala fe. Yo he practicado ambas, pero ninguna me dio resultado” (otra vez
contestó así a la acusación de que la obra de Neruda era despareja: “La cordillera de los Andes
también es despareja”). En su poema Malos Recuerdos dice: “Para la
mayoría / soy un narciso de la peor especie / El hombre dos caras / El que se
cree más de lo que es / El que no tiene paz / ni con las mariposas del jardín /
Todos se consideran con derecho / a festejarme con un poco de barro. Treinta
años después, al recibir un doctorado honoris causa en la Universidad de Chile, dijo: “Una
sola pregunta / ¿Cuándo piensan erigirme una estatua? / La paciencia tiene su
límite / Sin estatua me siento miserable / Pero por favor que sea de barro /
Para que dure lo menos posible”.
Entre otras chambonadas que le endilgaban sus
enemigos, Parra aceptó ir a la Casa Blanca a tomar el té con la esposa de Nixon en plena guerra de
Vietnam, durante un congreso
de escritores en Washington (horas
más tarde, los cubanos le retiraron la
invitación que le habían hecho como jurado del Premio Casa de las Américas, y él contestó con un telegrama a la isla que
decía: “Apelo a la justicia revolucionaria rehabilitación urgente. Fidel
debería creer en mí tal como yo creo en él”). A diferencia del resto de su
familia, Parra nunca apoyó la Unión Popular de Allende y siguió enseñando en
la universidad después del golpe de Pinochet. Pero
cuando el Papa polaco fue a Chile escribió: “La sonrisa del Papa nos preocupa /
SS debiera llorar a mares / y mesarse los pelos
que le quedan / ante las cámaras de televisión / en vez de sonreír a diestra y siniestra
/ como si en Chile no ocurriera nada / que se ría de la Santa Madre si le
parece / pero que no se burle de nosotros”. Poco antes (más precisamente en
1977) había escrito: “Que levanten la mano los valientes / A que nadie es capaz
/ de arrancarle una hoja a la biblia / cuando el papel higiénico se acabó / A
que nadie se atreve / a escupir la bandera chilena / A que nadie se ríe como
yo / cuando los filisteos lo torturan”.
Se admirara o se odiara a Parra, había que
reconocerle su fidelidad absoluta al género que inventó. Cuando le dieron en Guadalajara
el Premio Rulfo, empezó su
discurso de agradecimiento diciendo: “Hay diferentes tipos de discursos / El
discurso ideal / es el discurso que no dice nada / aunque parezca que lo dice
todo”. Lo pongo en verso porque así lo leyó. Y así lo incluyó en su libro Discursos
de sobremesa, que está compuesto enteramente de textos leídos al recibir
premios y honoris causas.
Y que, por supuesto, son todos antipoemas. Es decir, reversos exactos del discurso
ideal: parece que no dicen nada, y logran decirlo todo. Mi preferido es el que
pronunció en el centenario de Vicente Huidobro, que se titula Also sprach Altazor (y que debajo aclara “Título
del original en inglés: Hay que cagar a Huidobro”). Empieza preguntando qué
sería de la poesía chilena sin Huidobro, para defender después la megalomanía
del poeta (“Sus opiniones nunca pecaron de moderadas / incluso llegó a
atreverse / a enmendar la plana al propio Homero / que no debió haber dicho
jamás, según él / las nubes se alejan como un rebaño de ovejas / sino lisa y
sencillamente / las nubes se alejan balando”). Y sobre el final hace su famosa
declaración: “Hay una frase de Huidobro / No creo que haya otra más
sobrecogedora / en todo el reino de las bellas letras: / una mujer
descuartizada / viene cayendo desde hace ciento cuarenta años / A mí me deja
mudo”.
Mentira, por supuesto: nada dejaba mudo a
Parra. El otro día se murió, a los ciento cuatro años, después de esperar
contra toda esperanza que le dieran el Nobel. A quienes llegaban en
peregrinación a verlo en su escondite junto al mar les contaba que, en el
preciso lugar donde alzó su casa, había antes un castillito hecho enteramente
de tejuelas de alerce. “El que entraba ahí se quería quedar a vivir para
siempre”. El castillo estaba medio abandonado cuando Parra lo compró, y el
cuidador que vivía ahí se tuvo que ir a su pesar. Pocos días después, un
incendio destruyó el castillo. Todas las señales indicaban que el cuidador
había provocado el fuego. Parra se lo encontró contemplando las cenizas aún
humeantes y le dijo: “¡Huevón de mierda, mira lo que hiciste!”. El cuidador le
contestó sin apartar la mirada: “Yo quería esa casa más que usted”. Heidegger decía que la poesía es la casa del ser. Parra
vio arder esa casa y levantó otra sobre sus cenizas. Están los que dicen que
fue él quien la quemó. Y están los que dicen que nadie quería esa casa tanto
como él.
(Del libro: Los viernes, Tomo cuatro, Emecé, 2019)
Juan Forn (Buenos Aires, 1959; Villa Gesel, 2021)
IMAGEN: Fotografía del poeta Nicanor Parra.
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