NUESTRAS VIDAS SON LOS RÍOS
Fuente: Radar del 22.9.19 -Página 12.com.ar
El artista entrerriano presenta su disco "La música del
agua"
Con una carrera de más de treinta años y un sello
discográfico propio, Shagrada Medra, Aguirre es uno de los artistas más
complejos de la actualidad. En su nuevo álbum, acompañado de su piano, canta a
Chacho Muller, Ramón Ayala, Jaime Dávalos, Alfredo Zitarrosa y Sampayo junto a
músicos de su generación como Luis Barbiero, Coqui Ortiz, Matías Arriazu o
Silvia Salomone.
Por Mariano del Mazo
En su diversidad de registros,
Carlos Aguirre es uno de los artistas más originales de la música argentina. En
más de treinta años ha dejado macerar una obra compleja, de tiempos morosos,
que no admite visitas fugaces. Aguirre exige una escucha atenta y, si eso fuera
posible en esta era de cataratas de estímulos por minuto, invita a asimilar sus
discos como parte de una trama en la que no está solo; una trama que imagina un
poco en broma como parte de un cuadro “impresionista litoraleño”.
Nació y vive en Entre Ríos, tiene
un sello discográfico propio (Shagrada Medra) como atalaya de una insobornable
independencia, toca piano y guitarra, compone, arregla, escribe, improvisa,
arma bandas y tríos, actúa en solitario, urde encuentros insospechados y
desarrolla proyectos en el que aglutina músicos y poetas canónicos e ignotos,
clásicos y contemporáneos. Los nombres y apellidos de su universo son
incontables: al azar, Coqui Ortiz, Jorge Fandermole, Juan José Saer, Aníbal
Sampayo, Juan L. Ortiz y hasta un israelí, de otras aguas, el compositor Yotam
Silberstein. Ahora decidió sentarse al piano para echar a andar todo ese magma
en clave cancionística: con una voz dulce, nada afectada, coloquial, entonada,
Aguirre canta a Chacho Muller, Ramón Ayala, Jaime Dávalos, Alfredo Zitarrosa,
Sampayo, y los ubica en el mismo plano con músicos de su generación. El
resultado tiene la coherencia de un paisaje muy preciso y es delicado,
sofisticado, sereno. Piano y voz, río y melancolía: La música del agua.
El disco comienza con uno de los
temas más hermosos de Chacho Muller, “Juancito en la siesta” (la
cara B, de alguna manera, de otra joya de Muller, “La niñez”). El tono sepia de
esa canción vertebra la profundidad que habita el álbum. La música del
agua se escucha como un largo y único tema, aún en el complemento con
piezas transitadísimas como “Río de los pájaros” (Sampayo), “Corrientes cambá”
(Mansilla-Romero Maciel), “El loco Antonio” (Zitarrosa). Los temas actuales se
incorporan naturalmente al cauce de los clásicos: una confirmación de la
robusta salud de la música del Litoral. “Felizmente –dice Aguirre- el
cancionero litoraleño viene dando frutos. Son relecturas necesarias del
paisaje. En el disco hay temas de Luis Barbiero, un compositor de Paraná con
una fuerte voz literaria; Coqui Ortiz, notable poeta y compositor chaqueño;
Matías Arriazu, un enorme guitarrista formoseño; Silvia Salomone, cantora y
compositora paranaense de finísima sensibilidad… Para mí todos ellos
constituyen una forma amorosa del encuentro, como si ocuparan juntos un tiempo
imaginario”.
El nombre del sello discográfico
de Aguirre, Shagrada Medra –que no quiere decir nada, es apenas un residuo
onírico, dos palabras que sobrevivieron a un sueño-, desprende un perfume
oriental que empatiza con cierto aire zen que respira su música. La ausencia de
énfasis es una manera de entender el arte y puede relacionarse con puntuales versos
de Juan L. Ortiz en los que el poeta discurre –se interroga- si su poesía debe
parecerse al río. “Somos muchos los que nos sentimos atravesados tanto por la
mirada de Juan Ele como por la de Saer –amplía Aguirre-. Sus textos son lentes
para leer el paisaje del que somos parte. Por eso cuando decimos ‘impresionismo
litoraleño’ es porque en esas obras, por ejemplo, hay un zoom muy preciso sobre
universos mínimos, que parecen intervenidos por atmósferas brumosas, levemente
fantásticas, diría. Y yo creo que de alguna manera evocan las formas pictóricas
y musicales del impresionismo que nació en Francia”.
“La música del agua” fue grabado
en agosto del 2018 en la Sala Argentina del CCK. El espíritu mínimo, sus formas
austeras, el toque y el canto, lo vinculan a otros de los grandes discos de la
región: Monedas de sol, de Chacho Muller (1998). Fue producido por
Jorge Fandermole y arreglado por Aguirre: todo tiene que ver con todo. Es el
mismo río que va, hondura, sedimento, remolinos. “Chacho no me conocía y desconfiaba,
con toda razón, de lo que yo pudiera hacer. Le propuse instalarme en su casa
durante el proceso de gestación del disco. Fue un tiempo bellísimo. Fui
atravesando día a día las capas de dureza con las que se solía mostrar… Al fin
logré llegar a ese ser hermosamente sensible”.
La economía del canto de Aguirre
puede confundirse con esa especie de pudor artístico que sabía calibrar
Atahualpa Yupanqui. El entrerriano conoce perfectamente los espacios abiertos
entre la canción popular y la música instrumental, y su obra se despliega entre
el péndulo que se desplaza entre ambas formas. Una alternancia. “La palabra
tiene el don de acercar las músicas a personas que tal vez no están
acostumbradas a frecuentar las propuestas instrumentales. De todas maneras, el
disco no está concebido desde la especulación de ganar adeptos. Lo hice porque
adoro la canción. Es un espacio de intersección entre poesía y música que no
deja de emocionarme. En mi adolescencia, plena dictadura militar, algunos
nombres de la música popular resultaban de difícil acceso. Con mis amigos era
un hábito juntarnos a escuchar vinilos. Peregrinábamos por diferentes casas
conforme a quién tenía la novedad. Extraño esa práctica colectiva. Trajo a mi
vida obras de mucha sustancia: don Alfredo Zitarrosa con las guitarras sonando
todas juntas y ese decir tan claro, Mercedes Sosa con ese disco con temas de
Sampayo, del Chacho, de Ramón Ayala… Todo vive en este disco”.
La música del agua es
tal vez una de los ediciones más destacadas de este 2019. Uno de los rituales
de Carlos Aguirre durante años fue acercarse a la costa para sentarse cada
atardecer frente al río Paraná. Perderse en ese paisaje, observar, cavilar,
dejarse marear por la hipnótica correntada. Esa exuberancia natural no sólo
inspira: atraviesa. La música del agua es la consecuencia
directa, preciosa, trascendente, de ese ritual.
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