VIERNES
24
NOVIEMBRE
LA CANCIÓN EN SUS CABEZAS
Él fue Medalla de Ciencias en tercer grado.
Ella fue Miss Preescolar en el colegio de
enfrente. Cuando a ella la mandaban al mercado le decían “Cuidado con las
gitanas” y ella un poco les temía y otro poco fantaseaba con la idea de que la
robaran, de que se la llevaran. En el colegio de enfrente, él tenía montada
una compraventa de cochechitos rellenos de plastilina; le
faltaban los anillos en los dedos para ser el perfecto gitano en miniatura.
Estaban llamados a cruzarse, y se cruzaron finalmente, a la salida de Tiempo
de gitanos, en el viejo cine Arte, un sábado
trasnoche. Los dos habían ido con documento falso porque los dos eran menores.
Los dos estaban haciendo lo mismo, cuando se vieron, en esa vereda triangular
de Diagonal que parece hecha por Roberto Arlt: estaban cantando por lo bajo
“Ederlezi”, la antiquísima canción romaní que
Kusturica puso en su película. Cada uno la tarareaba para sí cuando se vieron
y, un poco como en el libro de Emannuel Carrère, cuando
la joven jueza lisiada por el cáncer entra por primera vez en la oficina del
joven juez lisiado por el cáncer y él dice: “Nos reconocimos al instante , así
se reconocieron ella y él, y así se fueron por Diagonal, abrazados, tarareando
“Ederlezi”, tratando de rearmar la melodía entre los dos.
Imaginen una canción que dura, no tres minutos, sino veinte o treinta años
seguidos en nuestras cabezas. A veces la escuchamos, a veces creemos que no,
pero sigue sonando en el fondo y algo en nosotros la escucha incluso cuando
nosotros no. Los aborígenes australianos eran así. Los aborígenes australianos
eran nómades. Sus movimientos eran cíclicos y estaban regidos por una canción
ancestral, una canción que describía su trayecto y a la vez les decía por dónde
ir. Así daban vueltas por Australia, a lo largo de sus vidas. La canción era su
mapa y a la vez era su historia, era su geografía y su religión. “Ederlezi” era
eso para el vendedor de coches de plastilina y
Miss Preescolar. Bruce Chatwin contó
la historia de los aborígenes australianos. Bruce Chatwin se pasó la vida
escuchando esa canción en su cabeza, y por eso un día renunció a su trabajo de
tasador de obras de arte en
Sotheby’s para irse
a recorrer a pie el mundo. Se había quedado ciego de golpe, los médicos le
dijeron que era nervioso: “Demasiado mirar de cerca”, le diagnosticaron. Él se
autorrecetó los caminos: perder la mirada en el paisaje hasta recuperarla.
Escuchar la cancioncita que sonaba en su cabeza.
El nomadismo no ocurre únicamente en el
espacio: el nómade también viaja en el tiempo. Porque, como todo el mundo sabe,
la única manera en que nos pasa el tiempo es cuando estamos quietos. ¿O no lo
sabemos? Cortázar no estaba haciendo un cuento fantástico en “El otro cielo”,
cuando entraba por el Pasaje Güemes y salía en las Galerías Vivienne de París: los nómades saben bien
que hay portales de un tiempo a otro, tal como hay pasos de frontera de un país
a otro. La diferencia es que hay que estar cantando la canción en nuestras
cabezas para poder pasar por los portales del tiempo.
Bruce Chatwin vio aquella noche a aquellos
dos adolescentes perdiéndose abrazados por la vereda triangular de Diagonal.
Los llamó Lola y Estol y los puso cantando esa canción romaní en una historia de buscadores de oro de Alaska que
se desfogaban con las famosas putas de la ciudad de Mahagonny. Lo que
intentaban Lola y Estol era cruzar en barco desde Alaska a Vladivostok, estaban ahí tratando de pagarse el pasaje cantando su
canción romani, él en guitarra, ella en la voz.
Chatwin les dejó unas monedas cuando se los volvió a encontrar, porque eso le
pasaba siempre: se encontraba con todo el mundo en sus trayectos, en ese
sentido es un poco como el Corto Maltés. La excusa de Hugo Pratt para viajar por el mundo y por
el siglo era el Corto Maltés. Chatwin ni se tomó el trabajo de inventarse otro
nombre. Simplemente se dedicó a escuchar la cancioncita en su cabeza, a poner
gente real en sus libros y asombrarse cuando después se los encontraba en la
vida. Esa clase de cosas despertaron las iras de Osvaldo Bayer cuando leyó el libro de Chatwin sobre la Patagonia y le contestó en una nota
buenísima, furibunda, que salió hasta en el TLS, el venerado suplemento
literario del London Times.
Bayer escribió
esa nota en su departamento de Berlín. Llovía en el barrio de Kreuzberg pero no
por eso Bayer cerró su ventana mientras
escribía aquella formidable diatriba, y así es como pudo oír la música que
llegaba desde el portal de abajo, que conectaba con una pérgola de plaza en
Shanghai, donde una multitud de gimnastas chinos en uniforme mao hacía
acrobacias en sincro perfecto, una coreografía
asombrosamente idónea para la selección de tangos chinos que interpretaba desde
la pérgola una orquesta china con instrumentos chinos. Chatwin oía desde su
mesa, en aquel café al aire libre de Shanghai, el ruido de la máquina de
escribir de Bayer en el barrio Kreuzberg de
Berlín. Sabía que su tiempo en la tierra se estaba terminando, aunque se negara
a reconocerlo. Sentados a la mesa con él estaban Lola y Estol, que tocarían
después de la orquesta, para los chinos que quisieran quedarse en la plaza
bajo la lluvia. Chatwin les estaba contando que se había infectado con un hongo
venenoso que aspiró sin querer en las catacumbas que guardaban los diez mil
guerreros de piedra que custodiaban la Gran Muralla.
Chatwin estaba envuelto en frazadas y
temblaba de fiebre pero no creía que fuera a morir por eso. Estol le murmuraba
al oído: “De nada sirve escaparse cuando es uno el que persigue”. Lola le murmuraba
al otro oído: “El que camina encorvado lleva un hacha en la espalda”. Estol le
susurraba en un oído: “No hay opción, señor". Y Lola completaba por el otro oído:
“Revolución o picnic”. De fondo sonaba la máquina de escribir de Bayer en Berlín y la cancioncita en la cabeza de
Chatwin ya casi no se oía. Estol dijo entonces: “Hablémosle de las hormigas
mentales”. Y sacó la guitarra de la funda y Lola se acomodó la flor en el pelo
y los chinos empezaron a juntarse cuando ella se puso a cantar: “Hormigas
mentales / que bailan en su cabeza / que vienen de los Balcanes / y se meten
por una oreja / y uno no siente nada / cierra fuerte los ojos / y persigue las
manchitas / que huyen de su mirada / y no tiene más aduana / y dice lo que
otros callan / y lee siempre el mismo libro / porque ya lo protagoniza / y vive
queriendo olvidarse / que el que vive agoniza”.
Hace años ya que Bayer terminó su nota y que Chatwin se murió. Pero
si hoy es viernes, seguro que Lola y Estol están tocando en algún lugar de
Buenos Aires. Sólo se trata de encontrar el portal que lleve a ellos y dejarnos
guiar por la cancioncita que suena en el fondo de nuestras cabezas.
(Del libro: Los viernes, Tomo cuatro, Emecé, 2019)
Juan Forn
Juan
Forn nació en Buenos Aires, en 1959 y murio en Villa Gesel, en 2021. En 1979
publicó su primer poemario. En 1980 inició su labor como editor en Emecé y
después Planeta. En 1994 fue invitado por el Woodrow Wilson International
Center (Washington DC) para terminar su novela Frivolidad, a la que siguió
Puras mentiras. En 2015 publicó Los Viernes en cuatro tomos, que están
compuestos por las contratapas que escribía todos los viernes en el Diario
Página 12. En 1996 creó el suplemento cultural Radar Libros del diario
argentino Página/12, que dirigió hasta 2002, y colabora en la revista literaria
colombiana El Malpensante. En 2007 obtuvo el Premio Konex de Platino.
BIBLIOGRAFÍA Novela: Corazones
cautivos más arriba (1987), Frivolidad, novela, Planeta (1995), Puras mentiras,
novela (2001), María Domeq (2007).- Relato: Nadar de noche (1991), Buenos Aires
(1993) Periodismo: La tierra elegida (2005), Ningún hombre es una isla (1995), El
hombre que fue Viernes (2011), Los Viernes. (2015).
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