VIERNES
30
JUNIO
LO QUE HAREMOS JUNTOS
Miren la foto de cualquier parejita joven muy
enamorada, proyecten esa pareja al futuro y sobreimprímanle estas frases:
“Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, sólo
pesas cuarenta y cinco kilos, pero sigues siendo bella, elegante, deseable.
Hace cincuenta y nueve años que vivimos juntos y te escribo para comprender lo
que he vivido, lo que hemos vivido juntos, porque te amo más que nunca”.
Ahora imaginen que esas frases son el
comienzo de una carta de un hombre a una mujer, una carta de cien páginas que
él va a ir escribiendo noche a noche, en el curso de un año, mientras ella
duerme en el cuarto de arriba de una casita rodeada de árboles, en las afueras
de un pueblito del norte francés llamado Vosnon. Doce meses después, la policía
local hará el trayecto desde el pueblo hasta allí, alertada por una nota pegada
en la puerta de la casa: “Prévenir
à la Gendarmerie”. La puerta estará abierta. En la
cama matrimonial del cuarto de arriba yacerán en paz André Gorz y su esposa Dorine. A un costado, unas líneas escritas a mano,
dirigidas a la alcaldesa del pueblo: “Querida amiga, siempre supimos que
queríamos terminar nuestras vidas juntos. Perdona la ingrata tarea que te hemos
dejado’.
Poco antes, Gorz había terminado de escribir aquella larga carta a su esposa Dorine y se la había enviado a su editor de siempre,
quien la publicó en forma de libro con el título Carta a D (Historia de un
amor). En la última página de esa larga carta dice Gorz: “Por las noches veo
la silueta de un hombre que camina detrás de una carroza fúnebre en una
carretera vacía, por un paisaje desierto. No quiero asistir a tu incineración,
no quiero recibir un frasco con tus cenizas. Espío tu respiración, mi mano te
acaricia. En el caso de tener una segunda vida, ojalá la pasemos juntos”.
Dorine era
inglesa. Estaba de visita en Suiza con un grupo de teatro vocacional, en el año 1947, cuando le presentaron en una
fiesta a André Gorz. Es austríaco, le dijeron,
es judío, le dijeron, no tiene un céntimo y escribe, carece por completo de
interés. Así se lo describieron formulariamente, cuando ella preguntó quién era. Dorine tenía un pretendiente en Inglaterra, que
esperaba su regreso para casarse con ella. Pero después de aquella fiesta, Dorine cambió drásticamente de planes: en lugar de
volver obedientemente a su patria se subió en un tren rumbo a París con Gorz.
Porque a su lado sintió por primera vez en su vida que pensaba, que sabía
pensar, que su cabecita funcionaba a la perfección junto a la de aquel judío
austríaco sin trabajo y sin dinero.
No era una ciudad fácil París en 1947: Dorine trabajó de modelo vivo, recogió papel usado
para vender por kilo y fue lazarilla de una británica que se estaba quedando
ciega, mientras Gorz escribía en una buhardilla. Gorz hacía un relevamiento
semanal de toda la prensa europea para una agencia. Dejaba la vida en esos
informes, no los veía como trabajo sino como excusa perfecta para desarrollar
su misión, es decir entender su época. Por esos informes precisos, potentes,
brillantes, atentos a todo, Sartre
le ofreció a Gorz
la jefatura de redacción de la revista Temps Modernes. Intoxicado de ambición y anfetaminas, Gorz desdobló sus horas en el
escritorio: además de hacer la revista se puso a escribir una novela que pretendía
ser un magno retrato y reflexión sobre su tiempo. El traidor se llamaba,
y llevaba al paroxismo ese mirarse el ombligo
sin pausa de los existencialistas
franceses: “En
tanto individuo particular, él no veía relevancia alguna en que alguien se le
uniera como individuo particular. No hay relevancia filosófica alguna en la
pregunta Por Qué Se Ama”.
En todos sus libros posteriores, Gorz es el
exacto opuesto de esa voz: nunca impostó, nunca se puso en primer plano, nunca
se miró el ombligo al teorizar. Nunca escribió otra novela tampoco. Alguna
gente lo considera el padre de la ecología política. Vaya a saberse qué
significará eso dentro de unos años más de posverdad. Pero aun si la obra de
Gorz termina siendo con el tiempo apenas una nota al pie de su época, será
porque fue de los poquísimos intelectuales franceses de su tiempo (el que va
de la Guerra Fría a la caída del Muro de Berlín) que no cayó en ninguna de las
trampas de la inteligencia, según su propia definición. Ésa fue su virtud, y
con los años descubrió que se la debía a Dorine.
En aquella carta postrera, Gorz le dice:
“Nuestra relación se convirtió en el filtro por el que pasaba mi relación con
la realidad. Por momentos necesité más de tu juicio que del mío”. No fue el
único en valorarla de esa manera. Sartre, Marcuse e
Iván Illich se enamoraron de ella en distintas épocas. Pero ella prefería a Gorz. Lucky bastard, dirían en inglés. Cuando ambos
acababan de cumplir los cuarenta, Dorine descubrió
que había contraído una enfermedad incurable por culpa de una sustancia que le
habían inyectado para hacerle radiografías. El pronóstico era negro y la
medicina se lavó las manos del caso, así que Dorine encaró por las suyas una cadena de correspondencia con otros aquejados
del mismo mal. La información recopilada así no sólo le dio décadas de
sobrevida a ella sino que inspiró a Gorz los rudimentos esenciales de aquello
que llamaría “ecología política”: ese lugar donde se tocan el pensamiento de Sartre con el de Marcuse y el
de Iván Illich y el de Foucault.
Casi veinte años más tarde, Gorz decidió
abandonar su puesto al timón en Temps Modernes para dedicarse jomada completa a Dorine. En lugar de ir y venir de
París se instaló en aquella casa de las afueras de Vosnon y se dedicó a hacer
la misma vida que su esposa. O, mejor dicho, a hacer para ella las cosas que Dorine ya no podía hacer. “Labro tu huerto. Tú me
señalas desde la ventana del cuarto de arriba en qué dirección seguir, dónde
hace falta más trabajo”.
El suicide-à-deux de Gorz y Dorine tiene dos antecedentes sobre los cuales han corrido ríos de tinta: el
de Stefan Zweig y el de Arthur Koestler. Zweig bebió y dio de beber a su joven segunda esposa un frasco de barbitúricos diluido
en limonada en un hotel de Petrópolis, cuando llegó a la conclusión de
que ni siquiera en Brasil estarían a salvo de los nazis. Koestler hizo lo
propio junto a su esposa de siempre (y su perro de siempre también), en su casa
de Londres, huyendo del Parkinson
que lo estaba
devorando. En ambos casos hubo nota suicida. En ambos casos el rol de la mujer
es tristemente pasivo. En ambos casos hay una atmósfera opresiva y amarga que
la última escena de Gorz y Dorine
logra evitar casi
por completo.
En aquella carta postrera, Gorz le hacía una
tremenda confesión a su esposa: “Durante años, consideré una debilidad el apego
que me manifestabas. Como dice Kafka en sus diarios, mi amor por ti no se
amaba. Me diste todo para ayudarme a ser yo mismo y así te pagué. Gorz había
visto una vez a Dorine rematar con toda naturalidad
una discusión que estaba teniendo con Simone de Beauvoir con
la frase: “Amar a un escritor es amar lo que escribe”. Y sintió vergüenza.
Aunque él mismo le había prometido a Dorine, al
final de aquella fiesta, la noche en que se conocieron, en Suiza: “Seremos lo
que haremos juntos”.
La bravata se hizo cabal realidad la noche en
que Gorz terminó de escribir aquella carta y subió por última vez aquellas
escaleras y se acostó para siempre en aquella cama, junto a la mujer con la que
había compartido, día tras día, sesenta años seguidos. “Afuera es de noche.
Estoy tan atento a tu presencia como en nuestros comienzos. Espío tu
respiración, mi mano te acaricia. En el caso de tener una segunda vida, ojalá
la pasemos juntos”.
Juan Forn (Buenos Aires, 1959; Villa Gesel, 2021)
IMAGEN: Fotografía de Andre Gorz y su esposa Dorine Keir antes del suicidio 2007.
No hay comentarios:
Publicar un comentario